miércoles, 20 de diciembre de 2023

El álbum del mundial

 

    Las colecciones de cromos eran más que un entretenimiento. Durante los años que nos duró la infancia eran el camino más corto hacia las nuevas amistades. Uno bajaba a la calle, con su taco de cromos repes, y regresaba a casa con cincuenta cromos menos pero con un fichaje y un amigo más. El fichaje iba directo al álbum, el amigo iba directo al corazón.

            Así fue como conocí a Sergio en el verano de 1991. Yo ya tenía catorce años y no volví a juntar un álbum en la vida a pesar de que él continuó completando sus colecciones hasta 1994. Gracias a él rellené mi último álbum casi al completo. Tan sólo me faltó el cromo de Ronald Koeman. Caprichos del destino, pasaba por ser mi jugador favorito y su número, el cuatro, decoraba la espalda de la réplica de la camiseta del Barça que mi padre me había regalado para mi decimotercer cumpleaños.

            Conservé aquella zamarra hasta que, con veintiocho, dejé el hogar familiar y acabó perdida en una mudanza casi interminable. Aún creo que mi madre la tiene guardada en el fondo de uno de sus cajones como muestra viviente de que la infancia de su hijo aún no salió por la puerta de la calle. Lo cierto es que anoté muchos goles en el descampado del barrio con aquella camiseta de Koeman que dejé de ponerme cuando los años y los kilos se fueron añadiendo a mi currículum personal.

            Uno de los goles que más ensayé fue aquel zapatazo contra la Sampdoria el veinte de mayo de 1992. Nos jugábamos mucho; más allá del prestigio estaba la historia, la leyenda negra, el pesimismo, ese fatalismo que perseguía al Barça desde aquel día, también de mayo, en el que hasta cuatro balones se había estrellado en los postes de la portería del Benfica. La gente, que desde que Duckadam parase cuatro penaltis en la final de 1986, estaba convencida de que el Barça jamás ganaría la Copa de Europa, se echó a la calle para echarse, además, las manos a la cabeza. Sergio me llamó nada más terminar el partido y descolgué el teléfono mientras veía como Alexanco levantaba la orejona y mis ojos se vestían de la misma incredulidad que mostraban el resto de aficionados del Barça repartidos por España.

            Más allá de cromos, fui guardando fotos que me fui encontrando en revistas y periódicos a lo largo de mi vida. Aquella parada de González a Djukic cuatro días antes de que el Milan nos mandase a la ruina, la cabalgada de Ronaldo entre dos defensores del Valencia, la chilena de Rivaldo de espaldas a Cañizares o el regate de Ronaldinho ante Sergio Ramos segundos antes de poner en pie al Santiago Bernabéu.

            Cuando el Barcelona reencontró el estilo, el éxito y la Copa de Europa, comencé a vibrar con los éxitos de la selección española. Apuntándome a caballo ganador, me enamoré del estilo de Luis y de la concepción de continuismo calmado que impuso Del Bosque. Allí estaban Xavi e Iniesta para dar continuidad al baile que ya se afrontaba en clave de discurso con denominación de origen en La Masía. Y, aunque había otros tipos, también muy buenos, que complementaban a la perfección ese tiki taka que se hizo famoso en el mundo entero, todos sabíamos quién era el verdadero eje de un equipo que empezó a ganarlo todo en Viena y se presentaba en Sudáfrica con esa vitola de favorito que tan mal le había sentado en anteriores ocasiones.

            Un mes antes de comenzar el mundial, a mediados de mayo, llegó a mis manos un álbum de Panini que Sergio había comparado en el viejo quiosco que había en la esquina de su calle.

-        Para rememorar viejos tiempos.

 

Le miré con cara de nosotros ya somos viejos para estas cosas, pero comprobé tal ilusión en su mirada y recordé aquellos buenos tiempos en los que bajábamos a los bancos con un taco de cromos en la mano que me dije “Por qué no”.

-        Porqué no.

 

Así que nos presentamos en una de las plazas del pueblo vecino, justo al lado de donde ponían el mercadillo, porque nos decían que había tipos que, como nosotros, coleccionaban álbumes y se reunían para intercambiarse cromos entre sí. Habíamos gastado un dinero en sobres que nos habíamos quitado de cervezas y otros vicios de sábado por la noche. Nos sentíamos dos frikis en busca de una infancia perdida y nos quedamos de piedra cuando descubrimos que allí había más de treinta tipos buscándose entre ellos y con un taco de cromo entre las manos.

            Nos faltaban seis para terminar la colección. N’Kufo de Suiza, Villa, Puyol e Iniesta de España, Robben de Holanda y Cardozo de Paraguay. Ninguno de ellos lo encontramos aquella mañana de mercadillo y plaza bajo el sol del incipiente verano. Intercambiamos algún teléfono y adquirimos, a la vuelta, otra media docena de sobres donde descubrimos, para nuestra frustración, que el verdadero negocio residía en los cromos repetidos.

            Para cuando empezó el mundial, el hueco de aquellos cinco cromos seguían empobreciendo el aspecto de un álbum que daba la apariencia de estar repleto. Observábamos de manera satisfactoria como los grandes talentos del fútbol mundial se reunían, uno a uno, en una foto de carnet mientras posaban con la camiseta de su selección. Messi en Argentina, Cristiano Ronaldo en Portugal, Kaká en Brasil, Ribery en Francia o Müller en Alemania. Todos con ganas de comerse el mundo a base de goles y todos mirando de reojo la capacidad de adaptación de una selección española que, por una vez de verdad, llegaba a la cita con el cartel de máxima favorita.

            Andábamos tan ilusionados con aquella posibilidad real de terminar viendo, por fin, a nuestra selección levantando la copa dorada que simbolizaba el dominio sobre el resto de selecciones del planeta, que apenas fuimos capaces de digerir aquella primera derrota el día dieciséis de junio.

            Se había parado el país. Miércoles a las cuatro de la tarde. Bares llenos, oficinas vacías. Carreteras sin coches, televisores encendidos. Y un maldito gol de rechace nos había devuelto a todos a la realidad. “Ningún equipo que ha perdido el primer partido ha terminado ganando el mundial”, decían las webs deportivas. Para qué seguir soñando. Aquello iba a ser, una vez más, la misma decepción de siempre.

            El día siguiente a aquella derrota compramos media docena de sobres en la vieja tienda de frutos secos del barrio. De los treinta y seis cromos que descubrimos, treinta y cinco eran repetidos y uno era nuevo. Era N’Kufo, de Suiza, el mismo tipo que, un día antes nos había mandado al pozo de la desilusión. Maldita casualidad. Nos miramos con resignación y una pizca de satisfacción bien reencontrada. Al menos ya nos quedaban cinco.

            El mundial transcurrió en los cauces que nuestro deseo había pronosticado con anterioridad. Tras el tropiezo contra Suiza llegaron dos victorias ante Honduras y Chile, ambas con goles de Villa e Iniesta y predecesoras de un sufrimiento extremo que parecía querer abotargar las piernas de nuestros futbolistas.

            La colección de cromos, por su parte, no seguía la misma rutina victoriosa a la que se había abonado nuestra selección. Comprábamos sobres, algunos días casi de manera compulsiva y no obteníamos el premio de conseguir a algunos de los que nos faltaban. España estaba en octavos y a nosotros nos seguían faltando cinco cromos para completar el álbum.

            El partido frente a Portugal fue un suplicio de sesenta minutos hasta que Villa hizo el gol. A partir de ahí hubo control y espera, algún arrebato aislado y, sobre todo, la sensación de que teníamos al mejor centro del campo del mundo. Allí, en nuestro preciado álbum de cromos, sobresalían el hueco dejado por el cromo de Iniesta entre las fotos de Xavi, Xabi, Busquets, Cesc y Javi Martínez. Había que seguir remando, había que seguir comprando. Había que seguir soñando.

            El día antes del enfrentamiento contra Paraguay, conseguimos, mediante intercambio, el cromo de Óscar Cardozo. Mira, Sergio, ya sólo nos faltan cuatro. Y Sergio me miraba con cara de ilusión porque sabía que, de alguna manera, había vuelto a conseguir que mis ojos recuperasen el brillo. Hastiado por la vida y por los fracasos amorosos, me había refugiado en los éxitos de mi equipo de fútbol mientras esperaba que algo volviese a llenar mis pensamientos en los días de asueto y volviese a hacerme sentir vivo. Pensé que lo haría el mundial, lo que nunca imaginé es que lo hiciese, sobre todo, una mera colección de estampas de futbolistas.

            Pegamos en su lugar la foto de Cardozo, sonriente, mostrando dos hileras de dientes alineados, en un gesto forzado de un tipo que parecía estar pensando en el gol antes que en la foto. Le rogamos, por activa y por pasiva, que no nos la liase y casi nos da un infarto cuando le vimos delante de la pelota, afrontando un lanzamiento de penalti frente a Iker Casillas en el minuto cincuenta y nueve. Los partidos de España eran así; una hora de sufrimiento hasta poder encontrar oro y media hora de disfrute desde que las hadas nos tocaban con la varita mágica.

            Si había un futbolista tocado por las hadas dentro de la selección española ese era Iker Casillas. Apodado el santo por su costumbre para ejecutar milagros en los momentos más cruciales, miró de reojo a su amigo Reina para encontrar un resquicio de fiabilidad de sus gestos y se lanzó hacia el lugar que su amigo le había indicado. Casillas paró el penalti y Cardozo quedó hundido, manos en la cabeza y gesto melancólico, mientras los jugadores españoles se abrazaban en el área y nosotros nos abrazábamos sobre un viejo sofá de escay.

            Miramos el cromo de Cardozo, tan sonriente, tan confiado, y le dedicamos una peineta con todo el mal gusto que caracteriza a los forofos en estado de excitación.

-        Ahora ya no te ríes tanto ¿Eh?

 

Y Cardozo nos miraba, desde su posición en el álbum, sin cambiar el gesto, sin mover un ápice los labios para borrar su sonrisa y con una mirada desconfiada, quizá algo cabreada, como queriéndonos mandar a tomar por culo. Al mismo lugar que deseábamos que se marchase su equipo, y, aunque Xabi Alonso marcó un penalti que hubo de repetir y volver a lanzar para dejar que el portero paraguayo también tuviese su minuto de gloria, el pescado de la clasificación estaba vendido desde que Casillas había detenido el ímpetu de Cardozo y España se había encontrado, casi sin pensarlo, con una vida extra con la que no contaba después de sesenta minutos de agonía.

            Cuando Iniesta condujo el balón desde la línea de tres cuartos, sentimos el gusanillo de quien sabe que aquella puede ser la definitiva. La pelota terminó en pies de Villa quien, con el suspense que supone que la pelota vaya de palo a palo antes de entrar en la portería, nos regaló un momento de éxtasis inolvidable. Habíamos jugado muchas veces los cuartos de final, pero jamás habíamos visto a nuestra selección superar esa barrera. Ya era hora, joder. Viva Villa, quisimos exclamar mientras elevábamos su imagen a los altares de nuestra imaginación, pero su lugar en el álbum seguía vacío y no pudimos venerar su imagen por lo que tuvimos que decirle bien alto, esperando que el eco de nuestras voces traspasasen cien fronteras, Viva la madre que te parió.

            Era la primera vez que, cualquier generación de españoles, veía a su selección en semifinales de un campeonato del mundo. Era la primera vez, esta vez de verdad, que los españoles tenían la seria sensación de creerse favoritos a alcanzar la cima. No iba a ser fácil, nada lo es. Esperaba Alemania en semifinales y a nosotros nos esperaban cuatro sobres sin abrir que había comprado Sergio el lunes por la mañana, después de la victoria, la locura y la resaca.

            Entre los cromos descubiertos estaba el de David Villa. Oh, goleador, mi goleador. Allí le teníamos, cuatro goles en el mundial como cuatro soles, que habían servido para llevarnos a octavos, a cuartos y a semifinal, su mirada desafiante y el rostro serio con esa perilla de mosquetero que tan mal le quedaba y que tan poco respeto infundía. Podría pasar por un niño de instituto entre un escuadrón de hombres fornidos y poder liquidarles a todos con su astucia y su facilidad para la ejecución. Nuestro número siete. El verdadero.

            Trabajar, durante el tiempo que dura un acontecimiento como un mundial, es un ejercicio de contención cognitiva, porque en cada momento estás imaginando una jugada, un regate, un pase, un remate, un gol. Y lo haces de todas las formas posibles; por el centro, por la banda, de falta directa. Incluso, durante muchos momentos, te imaginas a ti mismo, con el nueve en la espalda, y rematando de manera certera un centro nevado desde la banda. Porque en ese momento, el gol es un motivo de ansia tan caníbal que te ves devorado por ti mismo mientras intentas redactar un informe o contabilizar una hoja de gastos.

             Alemania, en concepto futbolístico, era algo así como el ogro de tres cabezas. Un ogro que, durante años, anduvo metiendo miedo a los pobres latinos que, con su físico nimio y su vergüenza en la mirada, eran incapaces de mirarles a los ojos y aceptarles un desafío. A nivel de clubes, jugar allí era un tormento, y daba igual que fueses blanco que rojo que grana, terminaban acogotándote en tu área y vacunándote por insistencia.

            A España le quedaban dos partidos para ser campeón del mundo y a nosotros nos faltaban tres cromos para completar la colección. Desde aquel verano del noventa y uno, cuando había dejado un álbum incompleto con el hueco del cromo de Ronald Koeman, no había estado tan cerca de completar todo un libro lleno de estampitas. Y aunque sabíamos que, como aquel, este también, en el fondo, era un timo porque se trataba de un gasto de dinero a fondo perdido, al menos nos quedaba la ilusión por encima de la decepción. Y más por encima, aún, quedaba el objetivo, el de completar aquellas hojas con todos los cromos y sentirnos amos de nuestro propio destino.

            Para ello volvimos a dejarnos otros diez euros en sobres, cinco por cabeza. No era moco de pavo teniendo en cuenta que bien nos lo podíamos haber gastado en un par de cervezas por barba que, con su buen pincho incluido, nos hubiese saciado el cuerpo de cara al partido. Pero no hubo cerveza ni cromos nuevos. El taco de repetidos era ya tan alto que no nos cabía en una sola mano y habíamos de repartirlo entre los dos. Sergio sacó de su armario una vieja riñonera que no utilizaba desde los noventa y guardó tres tacos bien cogidos con una goma elástica. La imagen, con la riñonera puesta, era de un hortera de playa en lugar de la de un negociador de estampas, pero, más allá de la presencia, estaba la necesidad y la nuestra indicaba que necesitábamos ir a la plaza a intercambiar cromos con aquella panda de frikis que reunían cada domingo por la mañana.

            Pero aquel día era miércoles y tocaba partido de fútbol. Partido de los de verdad, de esos que los alemanes habían jugado tantas veces que habían olvidado, pero que nosotros jugábamos por primera vez. Ahí estaban, compilados, todos los sueños, todas las emociones, todas las tensiones, todos los deseos a flor de piel.

            Del Bosque decidió poner a Pedro en el once titular en detrimento de Torres. Se habían acabado las oportunidades para El Niño, en el partido más importante, y ante los centrales más corpulentos, el seleccionador optaba por sacar del equipo a nuestro delantero más fuerte para dar paso a un pequeño diablo con una culebra en la cintura. Y lo cierto es que el plan le salió bien porque Pedro jugó un partido soberbio y le salió bien porque España bailó a Alemania durante noventa minutos de pasodoble continuo.

            Tiki Taka, como había dicho el bueno de Andrés Montes, aquel tipo con la cabeza afeitada y voz de speaker que nos había cambiado la vida a los adolescentes de principios de siglo siguiendo las aventuras de los equipos de la NBA cuando la madrugada daba su función de silencio en los hogares españoles. Tiki Taka, Salinas. Así creí poder escucharle en el cielo mientras disfrutaba, como nosotros, de aquel baile histórico al que España estaba sometiendo a la mejor selección europea de la historia. Tres mundiales tenían y nosotros cero y ahí estábamos, sin complejos, quitándole el balón a Kross, Khedira, Schweinsteiger y Ozil y haciendo nuestra la posesión y el rondo interminable.

            España mandaba y Xavi comandaba, pero no llegaba el gol. No llegaba porque, más allá del toque interminable y certero, de la velocidad de movimiento de la pelota, el equipo carecía de una chispa de profundidad en los últimos metros y, aunque los alemanes no la tocaran, todos sabíamos de lo que eran capaces de hacer, porque su historia estaba marcada de remates de cabeza a la salida de un córner, de balones colgados y ganados en segundas jugadas, de disparos lejanos perforando las escuadras.

            Cualquier córner podía alterar el resultado y el córner, esta vez, llegó a nuestro favor. Faltaba algo más de un cuarto de hora para el final y nuestro dominio daba para forzar córneres, pero no daba para anotar goles.  Pero ocurrió lo que ninguno de nosotros hubiésemos esperado. Si nos hubiesen hablado del gol de la victoria, todos hubiésemos imaginado aquel gol de Torres en la final de Viena donde un balón en profundidad de Xavi había roto las líneas y una carrera imponente había roto el partido. Pero nadie podía imaginar que íbamos a ganar a los alemanes a la alemana, con un balón colgado y un remate certero de uno de nuestros centrales.

            Xavi, siempre Xavi, puso la pelota con temple en el corazón del área alemana y Puyol, guerrero como siempre y goleador como nunca, se impuso a todos los alemanes con un salto portentoso y conectó un cabezazo que se coló como un obús en la portería de Neuer. Abrimos bien los ojos antes de empezar a celebrar porque, realmente, nos costaba creer que aquello fuese una realidad y nos estuviésemos plantando, por fin, en una final de la Copa del Mundo.

            Sergio y yo nos abrazamos como dos niños recién salidos de la escuela que buscan jugar un partido con amigos en el descampado enfrente de casa, allí donde los goles desde lejos valían por dos y donde los regates se pagaban a precio de sonrisa. Puyol, otra vez un tipo cuyo cromo nos faltaba por rellenar en el álbum, otra vez alguien a quien no esperábamos, como Torres en Viena, como Tamudo en Dinamarca el día que empezó el tiki taka y en el que España entera desconocía que se había sembrado una semilla que iba a florecer en el equipo más imponente del planeta.

            Los últimos minutos del partido fueron un quiero y no puedo de Alemania porque se encontró a un equipo que le escondió la pelota y le negó la oportunidad. Aún la tuvo Pedro, en un mano a mano final en la que tomó la decisión más extraña cuando Torres corría junto a él para empujar la pelota a la red. Era como si quisiera reivindicarse por sí mismo y no querer darle el balón al tipo a quien había suplantado en el once inicial. Durante los siguientes días, cada vez que alguno de los dos tomábamos una decisión equivocada o nos andábamos por las ramas de manera innecesaria, nos espetábamos el uno al otro que habíamos hecho un Pedro.

            El domingo amaneció soleado y caluroso. Por más que nos contasen que en Sudáfrica el frío se estuviese convirtiendo en el protagonista del invierno austral, aquí era verano y la ola de calor estaba en todo su apogeo. Nos despertamos pronto y nos mandamos un par de mensajes aún somnolientos. No dormimos poco debido al calor, no, tampoco debido a la falta de cansancio, tampoco, dormimos poco porque aquel día, cuando arreciase la noche y las hadas estuviesen camino de su particular fábrica de sueños, comenzaría el partido más importante de nuestras vidas.

            La noche anterior habíamos salido de copas y terminamos, entre el alcohol y los besos furtivos que encontramos en los labios de dos estudiantes holandesas de intercambio, con una tensión resuelta y una resaca de aúpa. No sabíamos qué iba a pasar aquella misma noche, pero en la anterior, y ya de entrada, Holanda nos había ganado la partida por la mano. Menos mal que el pulpo Paul, listo como ninguno, eligió posarse sobre nuestra bandera y darnos un pequeño respiro en aquellos días de agobio en los que por más rubias que ocupasen nuestra cama o más cerveza que ocupase nuestro estómago, no había lugar para otro pensamiento que no fuese la final de la Copa del Mundo.

            Nos levantamos de manera forzada y desayunamos un café bebido que servía como reparador y, a su vez, como desatascador definitivo y nos dirigimos, cada uno desde nuestra casa, despedida ya la noche y el recuerdo, al lugar de encuentro habitual; la puerta del bar de Chicho Castillo. Era un tipo peculiar aquel; capaz de usar la ropa más ajustada del mundo a pesar de su prominente barriga y siempre con una cinta en el pelo a modo de samurái; a veces negra, otras blanca, pero nunca indiferente, siempre llena de dibujos extraños e impresiones excéntricas.

            Aquel día llevaba una cinta, como no podía ser menos, con los colores de la bandera de España. Nos sirvió los botellines fríos con una sonrisa y un grito de aúpa para la selección de nuestro país. Aquel día, las calles se vestían de banderas rojigualdas sin importar el sesgo político ni la ideología personal. Aquel día, por una vez en la vida, y gracias a un partido de fútbol, todos nos sentíamos, de verdad, españoles.

            Los botellines entraron con la alegría del tipo que busca poner fin a su resaca agarrándose a la espalda de las leyendas urbanas. Si nos decían que lo mejor para la resaca era un botellín frío en ayunas, allá íbamos nosotros a lanzarnos a la comprobación y a no hacer ningún comentario negativo al respecto, porque a nosotros no nos gustaba tener resaca pese a que la edad ya iba haciendo mella en el organismo y nos gustaba, bastante, la cerveza fría.

            Sergio puso el dinero y yo puse el coche. Chicho Castillo nos despidió con un “hasta luego” alegre y subido de tono y nosotros le prometimos volver para regar de nuevo nuestro estómago con cerveza y hacer una previa como Dios mandaba; con líquido y sustento en forma de montados de lomo y beicon con queso. Él nos tomó la palabra y nosotros tomamos el rumbo en dirección a la plaza del pueblo vecino, allí donde los coleccionistas de imágenes intercambiaban su cromos y los ávidos de colección se dejaban sus estampas repetidas e incluso sus billetes más preciados.

            Nosotros ofrecimos doscientos veintidós cromos, todos los que teníamos, por los dos que nos faltaban. Pero nadie tenía a Robben e Iniesta. Mala suerte, pensamos. Un tipo, al que le dimos nuestro número de teléfono, nos prometió que nos conseguiría ambos si éramos capaces de pagarle sesenta euros. Treinta por cada postal. Nos pareció una barbaridad, pero como para decir que no teníamos tiempo y para conseguirlos por otro medio, también, le dijimos que okey antes de retirarnos de allí y comprar un par de sobres en un quiosco abandonado a dos calles de la plaza y que encontramos por curiosidad mientras regresábamos al coche.

            Como hacía calor y necesitábamos refrigerarnos, Sergio guardó los sobres en el bolsillo trasero de su pantalón y nos adentramos en un bar que encontramos justo detrás del quiosco. Era un bar con alicatado viejo, barra de chapa rayada y olor a rancio. Nos despachó tres botellines fríos por cabeza con su tapa de oreja, morro y callos. Castizo como pocos. Salimos casi rodando, dando las gracias y buscando el coche para llegar a casa y lanzarnos en la cama para disfrutar de una merecida siesta. Los cuerpos venían de un viaje interminable durante la noche anterior y de un nuevo rejón en forma de cerveza fría en aquel bar perdido en el corazón del pueblo vecino.

            Desperté de la siesta con la boca seca y el corazón palpitante. Supe, en un instante, que había algo que debía ocupar mi consciencia durante las siguientes horas, pero el sueño excesivo y la desorientación, reforzada por las persianas bajadas de la habitación, me hicieron darle demasiadas vueltas a la cabeza y pocas vueltas a los motivos. Me levante como zombi, oriné mucho y fuerte y acudí a la cocina para echarme un vaso de agua. Había dejado el móvil a cargar junto al fregadero y una luz azul parpadeaba sobre el negro oscuro de la pantalla.

            “Te espero en el Chicho Castillo”.

Tuve que parpadear dos veces y beber el vaso de un trago para ser consciente de lo que Sergio me estaba diciendo en aquel mensaje.

“Ok, ahora bajo”. Le contesté.

Camino del bar, y con los puños restregando los ojos, fui observando los balcones engalanados con banderas, la gente que me cruzaba tenía la cara pintada en dos colores, rojo y amarillo, los niños vestían la camiseta de la selección y los más mayores discutían en un banco sobre la necesidad, o no, de hacer que jugase Fernando Torres.

¡El partido!

Me detuve un instante, me apoyé en una pared del bloque y me restregué los ojos por enésima vez. Tenía la boca seca por la siesta y por todo el alcohol que había ingerido durante las anteriores veinticuatro horas. Me agaché un momento para liberar la presión de mi estómago y me dirigí, sonrisa puesta y camiseta arrugada, al bar de Chicho Castillo donde Sergio me esperaba con un botellín en la mano.

-        ¡Vamos tío!

 

Nos habíamos habituado, en forma de ritual, a vivir las previas en el bar y los partidos en mi casa. Desde que nos habíamos independizado, habíamos alternado salidas y llegadas, partidos y postpartidos, previas y días de guardar, entre el bar, la calle del ritmo y alguna de las dos casas. Generalmente, cuando jugaban nuestros equipos, preferíamos verlo fuera porque cada uno hinchaba por un club y terminábamos enfadándonos por nimiedades, pero la unión de la selección nos había hecho unirnos en un solo sofá desde que el día del partido contra Suiza, a las cuatro de la tarde, ambos pedimos permiso, él en la oficina, yo en la fábrica, para cambiar el turno o para salir antes, algo que, hecho con tiempo, se nos había concedido y que, llegado el día, provocó el recelo de nuestros compañeros, menos previsores y avispados que nosotros.

Lo cierto es que, tras aquella primera derrota, decidimos cambiar de casa porque creímos que el salón de Sergio nos había causado el infortunio y cualquier cambio de ritual era un probable cambio en el destino. Una vez que comprobamos que España, vista desde mi sofá, ganaba una y otra vez, no cambiamos el lugar de encuentro y el de desencuentro. Siempre nos veíamos donde Chicho Castillo, bebíamos cerveza, subíamos a mi casa, veíamos el partido y nos tomábamos el gin-tonic de despedida antes de darnos un abrazo y citarnos para la siguiente ocasión.

Y la siguiente ocasión era una final ¡Menuda ocasión! Irrepetible, única. Una ocasión que habíamos soñado durante toda la vida pero que, sinceramente, jamás habíamos imaginado que se iba a convertir en realidad. España en la final de una Copa del Mundo y además como favorita. Como para no alucinar.

La cerveza estaba fría y los ánimos calientes. La gente, en el bar, se agolpaba para coger sitio y poder mirar hacia el televisor desde la mejor perspectiva. No era un aparato de televisión muy grande el que tenía Chicho Castillo, pero tampoco el local de un tamaño tan inmenso como para necesitar un aparato mucho mejor. Situada en la pared frente a la barra, a una altura de algo más de dos metros, el televisor refulgía en imágenes sobre la previa donde se interseccionaban diversos reportajes sobre jugadores, cuerpo técnico y el camino de rosas espinadas que había llevado a la selección hasta aquel lugar en aquel momento.

Y es que, aunque lo hubiese parecido, nada había sido fácil. Habíamos empezado perdiendo y habíamos tenido que ir remontando el vuelo y sacando la cabeza, fase a fase, con resultados cortos y finales agónicos por el ajustado del marcador. Pero allí estábamos y no le íbamos a regalar nada a nadie. Faltaría más. España jugaba su primera final contra un equipo, Holanda, que ya había jugado aquel partido dos veces saliendo derrotado en ambas. La circunstancia en que ambas derrotas habían llegado ante el anfitrión y aquel día jugaban en terreno neutral ante un equipo que se conocía de memoria pero al que no sabía cómo iban a afectar los nervios por disputar el partido más importante del mundo.

Los nuestros estaban a flor de piel. La última cerveza fría bajó por nuestra garganta y, cuando el bar ya estaba lleno de ambiente y vociferio, decidimos marcharnos para buscar el lugar tranquilo del sofá y cumplir así con el ritual que decía que cada vez que habíamos visto un partido allí, habíamos ganado. No es que no nos gustase estar en el bar, de buena gana nos hubiésemos quedado para poder compartir sentimiento, alegría y sufrimiento con aquellos tipos que, domingo tras domingo, llenaban el Chicho Castillo con sus camisetas blancas mientras nos miraban furibundos cada vez que miraban nuestras equipaciones roja y blanca o azul y grana, pero lo que queríamos era ayudar y nuestra mejor manera de hacerlo era el de cumplir con el rito de partido en el sofá de mi casa, que si ya el pulpo Paul había pronosticado nuestra victoria no íbamos nosotros a echar por tierra los poderes predictivos del cefalópodo más famoso del mundo.

La calle era un hervidero de gente que buscaba su lugar. Una ligera brisa, caliente como aire del infierno, agitaba las banderas que ondeaban en los balcones anunciando un orgullo nacional que no había tenido precedentes en el país. Las miradas, los saludos, las sonrisas nerviosas delataban un deseo inabarcable por convertirse en rey del mundo. Incluso los vecinos más serios, aquellos que escupían apenas un saludo en voz baja cada vez que te los cruzaban en la escalera, habían abierto la garganta para despojarse de un buenas noches que les picaba en la garganta.

Sergio se acomodó en el sofá y, mientras buscaba el canal en el televisor, yo sacaba las cervezas de la nevera. Por cortesía y costumbre, puse dos platos con snacks encima de la mesita auxiliar, pero ambos sabíamos que, una vez comenzase el partido, ninguno de los dos íbamos a tener ganas de probar bocado alguno. Nosotros éramos de estómago cerrado y garganta seca cada vez que la emoción nos hacía la visita rutinaria en días de partido serio, por ello, nos sobraban siempre las patatas fritas pero nos terminaba faltando la cerveza. Aparte de aquellas dos que había sobre la mesa, tenía otras seis guardadas en la nevera, dos para cada parte, dejando el descanso para ir al baño o salir a la terraza para tomar el aire y compartir nuestras frustraciones con los vecinos.

El partido no empezó bien. España, como siempre, intentaba mover la pelota en pequeños rondos que intentasen desesperar al contrario, pero el contrario había salido al campo con una premisa clara; no dejar jugar. Con el árbitro, Howard Webb, como espectador de lujo, como aquellos tipos que, en los combates de boxeo se comen bolsas enteras de palomitas a pie de ring, disfrutando con los golpes y las hemorragias, los holandeses pegaban a los españoles de todas las formas posibles; al tobillo, a la rodilla, a la cadera e, incluso yendo un paso más arriba, se atrevieron a estrellar una bota en el pecho de Xabi Alonso quien se retorció de dolor en el suelo mientras su agresor, el infame Nigel De Jong, se marchaba del lugar silbando y sin tarjeta roja. Un bonito espectáculo de lucha libre.

Y nosotros, claro está, nos dejamos el alma y la garganta haciéndole saber al bueno de De Jong, que su madre era la clienta más barata de un club dirigido por la más sucia de las meretrices. Cosas del directo y de la pasión desbordada. En esas fue que Sergio Ramos tuvo un remate forzado que casi entra y que Villa empaló mal una buena situación de gol. Y entonces las quejas se convirtieron en lamentos y los tragos a la cerveza se sustituyeron por mordiscos esporádicos a unas uñas cuyo tamaño se habían comprimido hasta rozar la punta con la carne. No hubo mucha más tela que cortar en aquella primera parte de tanteo donde unos intentaban jugar y otros intentaban evitarlo de la manera más sucia posible.

Y es que aquel equipo no era Holanda. O al menos no era la Holanda con la que nos habíamos criado y, mucho menos, aquella Holanda doblemente finalista en el setenta y cuatro y el setenta y ocho de la que nuestros padres se habían deshecho en halagos y nostalgias. Esta Holanda tenía dos o tres buenos peloteros; Snejder, campeón de todo con el Inter aquel año, Robben, un jugador decisivo como pocos y el fino estilista Van Persie, siendo todos los demás un grupo de picapedreros comandados por un tipo sin escrúpulos que, desde el banquillo, había dado órdenes claras precisas: Si queremos ganar a España hay que hacerlo por lo criminal, nunca por lo civil.

La segunda parte empezó tras las cervezas y las palabras. Analizando lo que habíamos visto, éramos conscientes de que aquel partido, como los demás, si se ganaba, habría de hacerse con un resultado corto y sufriendo como perros. Y es que España tocaba y tocaba, pero la profundidad, ese arma que sobrevive en el desmarque del más listo y el pase del más cerebral, no se demostraba como eficaz. Así que tocaba remar y remar. Despacito y buena letra.

Corría el minuto sesenta y uno de la segunda parte cuando todo casi se va a la mierda. Lo recuerdo perfectamente porque un par de minutos antes, Sergio se había levantado para ir al baño y, al tocarse accidentalmente la parte trasera del pantalón, había palpado los dos sobres que habíamos comprado por la mañana en el quiosco del pueblo de al lado. Interrumpiendo su intención de visitar el aseo, rasgó el plástico de uno de los sobres y, mientras pasaba los cromos con la mano, exclamó: “¡Robben!”.

En aquel momento le miré perplejo puesto que, mientras mantenía el cromo del holandés, uno de los dos que nos faltaban para terminar la colección, en alto y trataba de mostrármelo con agitada emoción, el número once de la selección naranja le ganaba la carrera a Puyol y Piqué y se plantaba mano a mano contra Iker Casillas. Sergio dejó caer el cromo y yo me hundí en el sofá esperando el milagro. Y este llegó en forma de pie de Dios, el pie salvador de Casillas que punteó el disparo intencionado de Robben y desvió la pelota junto al palo.

Los dos sentimos un alivio tan severo que llegamos incluso a iniciar una arcada fantasma. De repente, todo el subidón, la cerveza y los panchitos, se bajaron hasta los tobillos y sentimos el estómago vacío y la cabeza fuera de nuestro sitio. El miedo nos produjo vértigo y el susto nos regaló un momento de tensión que sólo supimos afrontar en silencio. Daba igual haber jugado bien contra Alemania, ser los campeones de Europa, tener un equipo de estrellas o que el pulpo Paul hubiese recitado misa cantada. En aquel momento fuimos conscientes de que se podía perder la final de la Copa del Mundo.

Fue después de un córner sin consecuencias cuando yo volví a tomar el botellín de cerveza y Sergio se dispuso a abrir el segundo sobre de cromos. Cuando lo había empezado a rasgar, escupí el líquido de mi boca y exclamé de forma sonora y apresurada.

-        ¡No!

 

Del susto que se llevó tiró el sobre al suelo y se me quedó mirando con los ojos igual que dos platos de postre.

-        ¿Qué pasa? – Preguntó.

-        ¡No abras el sobre!

 

Y entonces le conté toda la teoría que, de repente, me había formado y que había revolucionado mi cabeza.

Todo había empezado con aquella lejana colección de fotos en la noventa y uno noventa y dos. Había rellenado todo el álbum salvo Koeman y finalmente Koeman nos había dado la primera Copa de Europa con aquel zapatazo ante la Sampdoria ¿Hasta aquí bien, no? Vale. Pues mira, Sergio, aquello podía haber sido casualidad, pero piensa en todo lo que nos ha pasado con la colección de cromos de este mundial. Cuando empezaron los partidos nos faltaban seis cromos ¿Los recuerdas? Yo sí, te digo: N’Kufo, Villa, Puyol, Iniesta, Robben y Cardozo. Ahora dime si te van sonando todos esos nombres. Cuando nos marcó N’Kufo, aún no teníamos su cromo y lo conseguimos justamente después del partido. Sin el cromo de Villa, el guaje le vacunó a Honduras, a Chile, a Portugal y a Paraguay. Fue salir su cromo y dejar de marcar goles. Nos faltaba Puyol y marcó el gol ante Alemania. Ya tenemos también a Puyol. Pero fíjate que Cardozo falló un penalti justo después de que sacáramos su cromo y ahora Robben ha fallado el gol de su vida justo en el momento en el que sostenías su estampa sobre tu mano ¿Todo eso no te dice nada? Pues claro que te lo dice, igual que a mí. Si queremos mantener la esperanza, debes conservar ese último sobre que nos queda sin abrir, porque solamente nos falta un cromo para terminar la colección y ese no es otro que el de Andrés Iniesta. Imagina que abres ese sobre y está el cromo de Iniesta. Estaremos jodidos y condenados a jugárnosla en una tanda de penaltis que, históricamente, casi nunca ha favorecido a España, así que deja ese sobre en el suelo, donde está, siéntate a ver el partido conmigo y aprieta los puños muy fuerte porque este partido lo tenemos que ganar con un gol de Andrés Iniesta. Así será mientras el hueco de su cromo siga vacío en el álbum.

Me miró como mira a un loco un tipo que se cree en posesión de la cordura absoluta. Encogió los hombros, dejó el paquete de cromos en el suelo y se sentó a mi lado sin pronunciar una sola palabra. El partido transcurrió tenso, duro y siempre en el filo de la duda. Se alcanzó la prórroga y, poco a poco, fuimos comprobando que España se iba haciendo con el dominio del partido e iba gozando de las mejores oportunidades. Cesc falló un mano a mano y Villa erró un balón franco algo escorado. Ambos cromos ya estaban en el álbum y yo lo sabía. Y Sergio también lo sabía porque sabía que yo lo sabía. Tranquilo, le dije con la mirada, el balón todavía le tiene que llegar a Andrés.

Así que nos quedamos allí sentados, cerveza en mano y silencio en la garganta, mirando el partido y esperando a que el balón le llegase a Andrés. Y cuando el balón le llegó a Andrés, en el minuto ciento dieciséis de partido, y este estaba sólo, frente al portero, dentro del área grande, los dos nos levantamos como un resorte y cantamos el gol una décima de segundo antes porque, de alguna manera, habíamos entendido que ese partido, y ese mundial, lo íbamos a ganar con un gol de Andrés Iniesta a pocos minutos del final, porque nuestro álbum quedaría inconcluso pero nuestro palmarés reflejaría, a partir de entonces, y ya para siempre, el legado que supone ganar la copa de campeones del mundo.

Y nos abrazamos con fuerza, y gritamos con ganas, y nos desmelenamos sin ningún atisbo de vergüenza. Nos asomamos a la terraza para compartir nuestro grito de gol con todos aquellos vecinos que, como nosotros, habían decorado sus balcones con distintivos nacionales, porque aquello era lo más grande que nos había ocurrido como país en muchos años y aquello nos iba a volver a unir como cuando salimos todos a la calle para protestar contra el terrorismo o para pedir mejores condiciones laborales.

Porque un país no es nada sin su pasión y una pasión no es nada sin su deseo. Y aquel día once de julio de dos mil diez, millones de españoles nos despertamos deseando lo mismo y todos vimos como nuestro sueño se cumplía gracias al gol de un tipo discreto y de calvicie incipiente que jugaba al fútbol cómo sólo lo sabían hacer los ángeles del cielo.

Terminó el partido y nos arrodillamos frente a un televisor donde refulgían las imágenes de nuestros jugadores abrazándose y de los narradores cantando un glosario de parabienes que nos colocaban en la cima del mundo de la felicidad. Aquel día, durante unas horas, le dimos una patada a la crisis y nos centramos en juzgarnos como un país de locos que salía a llenar sus plazas por un partido de fútbol obviando que la clase política nos estaba sumiendo el pozo más negro de la insatisfacción.

Lo dejamos todo como estaba; más bien hecho un Cristo. Los botellines de cerveza vacíos sobre la mesa, las migas de patata sobre el sillón y el papel de los sobres de cromos en el suelo. Sergio recogió el sobre que seguía sin abrir y comenzó a rasgarlo de nuevo, cuando lo tenía casi abierto puse una mano sobre su muñeca y le invité a no terminar de hacerlo.

“Déjalo, ya hemos ganado”.

Ya éramos campeones del mundo, ya no merecía la pena completar un álbum porque ese álbum nos había completado a nosotros. Porque ese álbum, como aquel álbum del noventa y dos, quería quedar así, con un hueco libre, el de la foto del tipo que le había dado la copa al equipo que más la buscaba.

Por ello, cuando al fin bajamos a la calle para buscar la fuente pública y fundirnos en abrazos, sudor y cánticos, nos acercamos a un contenedor de basura donde Sergio tiró un sobre de cromos a medio abrir en el que creímos intuir que, en la primera y única foto visible, había tipo con camiseta roja en cuyo pantalón había serigrafiado, en color dorado, un número seis.

lunes, 23 de octubre de 2023

Balones de oro: Allan Simonsen

Durante los años setenta, la televisión latinoamericana abrió una ventana a un desconocido fútbol europeo. Los eruditos, sabían de sus compatriotas allá en la liga española y otros, los más, conocían los intríngulis del fútbol inglés y el fútbol italiano, pero debido al puño de hierro que impuso el Bayern Munich durante la segunda mitad de la década, comenzaron a aparecer en los televisores de américa los partidos de una Bundesliga que, por entonces, miraba de tú a tú a las ligas más poderosas de Europa.

En sus narraciones, el colombiano Andrés Salcedo, salpicaba de apodos variopintos a algunos de los mejores jugadores del momento y así, la gente comenzó a reconocer a Caperucita Rummenigge, a Migajita Littbarski o a Norbert Nachtweih, el espía que vino del frío. Entre ellos, jugaba un extremo danés que enamoró al mundo y que por su baja estatura fue apodado la pulga y que, como tal, saltaba todas las trampas hasta llegar como una flecha hasta el área rival.

Veloz como un rayo, Allan Simonsen entró en el corazón del mundo haciendo diabluras en aquel Borussia Monchengladbach entrenado por Udo Lattek. Aquel equipo terminó siendo desmantelado por la incipiente liga española, Stielike se marchó a Madrid, Bonhof a Valencia y Simonsen a Barcelona. Allí permaneció hasta que el equipo fichó a Maradona y él, negándose a ser suplente, se marchó por la puerta grande aplaudido por la gente buscando un cariño que ya no encontró en el Charlton Athletic.

En aquel Charlton decrépito no cobró ni un duro, todo lo contrario al traspaso estelar que consiguió el Barça en 1979, aquel joven prodigio ya había destacado en la selección danesa y la vía roto en Monchengladbach durante una década de impresión. Hennes Weisweiler, que ya había entrenado al Barcelona en 1976, recomendó el fichaje del pequeño extremo danés, pero aquel entrenador, que ya había tocado la gloria con el Gladbach, terminó fuera de Barcelona tras un sonado enfrentamiento con un Johan Cruyff que ya empezaba a capitular.

Con Weisweiler había ganado la Copa de la Uefa de 1975 y con el Barcelona ganó la Recopa de Europa de 1982. En ambas finales, Allan Simonsen anotó un gol. Fueron dos entre muchos. De hecho, es el único jugador en la historia en haber marcado gol en las tres grandes finales europeas, una cifra que, a  lo largo de su carrera, detuvo en ciento setenta y ocho, justo antes de que Ivon Le Roux le rompiese la pierna tras una dura entrada en la Eurocopa de 1984.

De hecho, más que un consumado goleador, Simonsen fue un asistente impecable. A ello le ayudaban sus infatigables carreras hacia la línea de fondo y sus maravillosos centros buscando una cabeza goleadora. Ganó un total de doce títulos a lo largo de su carrera, principalmente en Alemania, pero se le resistieron los dos más grandes, ya que perdió la final de 1977 frente al Liverpool y la edición de la Copa Intercontinental de la temporada siguiente ante Boca Juniors en una edición a la que acudió de improviso ante la negativa del Liverpool a viajar a Sudamérica.

Su último título, antes de capitular en la Eurocopa de Francia, fue la liga danesa de 1984, a la que ya había llegado de forma crepuscular y en la que siguió dando lecciones de puro fútbol. En Barcelona, pese a que su llegada no despertó la ilusión esperada puesto que le tocó el feo boleto de tener que sustituir al gran ídolo Johan Neeskens, terminó siendo el tipo más querido de la plantilla formando, junto a Quini, una sociedad que caló en el corazón de la ciudad.

Simonet, como le apodaron cariñosamente en Barcelona, llegó a un Barça maldito después de ganar, una vez más, la Copa de la Uefa con el Borussia Monchengladbach en 1979. Era un Barça de pequeñas hazañas, nada que ver con el actual. Apenas disputaba las ligas y se tenía que conformar con torneos cortos donde podía poner toda la intensidad. Así llegó la victoria en la Recopa de 1982 ante el Standard de Lieja en un Camp Nou totalmente abarrotado que fue testigo de una exhibición del pequeño danés quien, con un gol y una asistencia convirtió a la ciudad condal en la capital del fútbol mundial por un día.

España ya le había visto jugar en un partido entre la selección y Dinamarca valedero para la clasificación a la fase final de la Euro de 1976 a disputar en Yugoslavia. Ninguna de las dos consiguió clasificarse, pero aquel pequeño danés ya había dejado muestras de su ingobernable clase. Al año siguiente, sin causar demasiada sorpresa, fue galardonado con el Balón de Oro y un par de años después le estaba marcando un gol al Zaragoza en la Romareda en el minuto ochenta y siete de su partido de debut con la camiseta del Barcelona.

Antes de aquella Recopa del ochenta y dos, Simonsen y el Barça ya habían ganado la Copa del Rey del ochenta y uno en una final disputada ante el Sporting de Gijón. Aquel zurdo veloz, listo como pocos, había anotado más de cien goles en Alemania gracias a su zigzag imparable y a su salida hacia ambos perfiles, pues pese a tener la izquierda como pierna buena, manejaba la derecha de manera lo suficientemente decente como para saber definir con soltura delante de los porteros.

Aunque su escaparate principal, como dijimos, nunca fue el gol. En Barcelona tuvo el placer de acompañar a Quini y a Krankl, dos monstruos del área, pero antes, en el Gladbach, había formado parte de un auténtico equipazo que le quitó tres Bundesligas al Bayern en los años setenta y entre los que él fue galardonado con el Balón de Oro que le consideró como el mejor jugador de Europa por delante de Kevin Keegan y Michel Platini. Siendo el pionero, además, de una selección danesa que terminó de dar el salto cuando él daba por terminada su carrera, siendo el padrino perfecto para dos monstruos del balompié como Michael Laudrup y Elkjaer Larsen.

Tanto cariño recibió en Dinamarca que, cuando sus piernas pesaban más de la cuenta, decidió dar su última lección en Velje, la ciudad en la que había nacido en 1952 y en a que se convirtió en ídolo inmortal después de regalarle el doblete en 1984. Y es que era un tipo con un carisma incontenible, un extremo excepcional que hizo de Heynckes un goleador impío y que convirtió a Schuster en un tipo feliz al encontrar en él al tipo idóneo a quien regalar sus maravillosos pases en largo.

Sufrió mil entradas, muchas de ellas terroríficas, pero supo sobrevivir siempre en el alambre de la línea de cal, tirando autopases y regateando con la cabeza agachada y el corazón en vilo. Desde aquel debut con dieciocho años hasta aquella entrada terrorífica cuando tenía treinta y dos, dejó catorce temporadas de puro fútbol clásico con carreras inagotables y centros al corazón del área para que sus compañeros pudiesen tener esa bendita gloria llamada gol tatuada por siempre en el riego de sus venas. Era muy pequeño, pero el fútbol le hizo muy grande.

En 1982 se despidió de Barcelona con lágrimas en los ojos y con el alma encogida. Los aficionados no querían su marcha, pero el club había hecho una nueva inversión y la Liga no dejaba inscribir a más de dos extranjeros por equipo. El pequeño extremo iba a ser sustituído por un futbolista aún más pequeño pero, decían, aún más talentoso. Se llamaba Diego Maradona y la historia terminó por escribirse en líneas derechas sobre renglones torcidos.


miércoles, 30 de agosto de 2023

El crepúsculo de los dioses

Norma Desmond delira, busca a Joe Gillis, se refugia en su fracaso, se aprovecha de su urgencia, se buscan con la mirada y se encuentran en el vacío. Norma Desmond fue grande y Joe Gillis apenas lo soñó una vez. El Crepúsculo de los Dioses es una fábula sobre la verdad disfrazada de mentira y sobre la mentira cruelmente vestida de verdad. Cuando los dioses hablan el mundo calla, cuando el mundo calla, los dioses otorgan.

Los mundiales de fútbol viven de dos deidades definidas en dos estilos contrapuestos; uno, que perdió la alegría por camino, hizo de la samba su seña de identidad. Brasil murió el día en el que trató de imitar a aquellos europeos que metían pierna fuerte y marcaban después del primer bostezo. Alemania, por su parte, se hizo camino al andar y al andar hizo camino y al volver la vista atrás, pudo ver esa senda que dejó arrasada al pasar. Machacona como pocas, Alemania viró su estilo para enamorar y ganar su cuarto entorchado. Allí, después de aquel mineirazo que asoló un país y deslumbró al mundo, se colocó en el podio de las selecciones más consagradas. Brasil, Italia y Alemania. La santísima trinidad de un fútbol que busca sucesores como el agua busca un cauce en el que depositar su furia.

Cuatro años después de aquel éxtasis brasileño, Alemania viajó a Rusia para confirmar las veleidades de la teoría de la evolución. El cinco de octubre de 2017 ganó por uno a tres en Belfast y sacó billete prematuro para un mundial que debía consagrar a una generación de oro. Líder invicto del Grupo C de clasificatorio europeo, picó billete y se consagró como gran favorito a la reválida.

El día veintitrés de mayo de 2018, el equipo alemán aterriza en Eppan, en el Tirol del Sur, lugar donde ya había preparado los mundiales de 1990, 2010 y 2014, todos ellos de grato recuerdo y a la espera de que Toni Kroos, que en el siguiente sábado disputaría la final de la Champions League, se incorporase al grupo para completar una convocatoria en la que Neuer llega enter algodones y en la que Marco Reus buscaba consagrarse, por fin, como el jugador alemán de su generación después de haber sufrido la fatalidad en los dos mundiales anteriores.

El mismo día que Kroos levantaba su cuarta Copa de Europa, la selección alemana le anotaba siete goles a los chicos de la sub 20, equipo al que se enfrentaron apenas dos días más tarde en un partidillo que ganaron con un apurado dos a cero y en el que Neuer jugó setenta minutos con el entorchado juvenil. El equipo, que parece acusar el cansancio de una temporada agotadora, pierde por un gol a dos ante Austria y en el país comienzan a sonar todas las alarmas. Esto, sumado a la tensión generada entre Ter Stegen, quien aspiraba a jugar, y Neuer, el verdadero amo del puesto, hace que el ambiente en el vestuario no sea el más sano y que el equipo, poco a poco, se vaya cuarteando.

El día siguiente a la derrota contra Austria, Joachim Löw deja un mensaje claro: "Si Neuer viaja con nosotros a Rusia será para jugar como titular". La tensión se rebaja un punto con la llegada de Kroos a la concentración y la visita de la canciller Angela Merkel quien reparte saludos y ánimos por doquier. Neuer, que ha estado lesionado durante gran parte de la temporada, no quiere intromisiones en su labor y siente que Ter Stegen no es el compañero idóneo para una suplencia en un campeonato donde la convivencia cuenta tanto como el talento.

Pero Löw cuenta con Ter Stegen, faltaría más. El día cuatro de junio anuncia los descartes de Leno, Tah, Sane y Petersen y el día cinco, Boateng, que estaba entre algodones, vuelve a entrenar con el grupo. Los veintitrés están listos y Alemania pone fin a su stage en Eppan con más sobresaltos de los deseados en un principio.

Al día siguiente, en Leverkusen, y ante un público entregado, Alemania gana con apuros por dos goles a uno a Arabia Saudita. El partido acaba bien gracias a un gol en propia meta de los saudíes, pero son muchas las voces que hablan de un equipo roto y desquiciado. Preocupan las dudas y preocupa, sobre todo, el cansancio; un lastre tanto físico como mental que impide a los jugadores combinar con la facilidad con la que lo habían hecho cuatro años antes.

Pero Alemania en un mundial sigue siendo Alemania en un mundial y el día doce de junio, cuando aterrizan en Moscú, las casas de apuestas siguen apuntándoles como favoritos. Son el campeón y tienen un equipazo. Además, en las grandes citas se crecen como nadie así que no hay motivos para creer que no van a ser, una vez más, el equipo a batir. Aún así, Joachim Löw avisa: "El equipo no tiene la dinámica que quisiéramos".

Encuadrados en el Grupo F, Alemania empezará el campeonato ante México siendo la cuarta vez que ambos equipos se enfrentan en los mundiales. En 1978 y en 1998, Alemania había ganado su partido, mientras que México había logrado arrancar un empate como local en 1986. Así pues, los teutones se presentaban como invictos ante México y aquella situación terminó siendo fatal para el combinado centroeuropeo.

El día diecisiete de junio de 2018, México ganó a Alemania por primera vez en su historia, y lo hizo por un gol a cero e imponiendo un ritmo alto que los nibelungos no supieron contrarrestar. Por más que los alemanes trataban de imponer un ritmo lento a base de posesión, cada vez que los mexicanos mordían, sacaban la pelota con ímpetu y corrían al contragolpe como losbos hambrientos. Sorprendida y superada, Alemania tuvo que ver como Chicharito Hernández combinaba a la perfección con Héctor Herrera para dejar en situación de gol al Chucky Lozano quien no falló en su cita ante la historia.

Sin un arrebato de orgullo ni un conato de reacción, los alemanes dejaron pasar el tiempo mientras los mexicanos seguían imponiendo su ley del más rápido. El final del partido es un alivio para los seleccionados de Löw quien buscan aire y encuentran un reguero de críticas. Les quedan dos oportunidades más y están dispuestos a gastar todos sus cartuchos hasta el último minuto.

También será la cuarta vez que Alemania se enfrente a Suecia en un campeonato mundial de fútbol. Los suecos habían ganado en su primer enfrentamiento, en 1958, mientras que los alemanes se habían llevado el gato al agua en  1974 y en 2006. Es Tovoinen quien enciende todas las alarmas cuando anota el primer gol del partido, pero Alemania sabe reponerse y Marco Reus empata al comienzo de la segunda parte. A raíz de ahí, el partido se convierte en un quiero y no puedo con una Suecia atrincherada en tablas y una Alemania incapaz de generar un mínimo ápice de peligro. Boateng, que es expulsado, y Kroos, que parece totalmente agotado, acaban con la impaciencia de un país necesitado de villanos en los que pagar su frustración.

Pero los villanos, pueden convertirse en héroes, con un simple golpe del destino. Cuando el cronómetro apuraba los minutos de descuento, Kroos le pegó con el alma desde el lateral del campo y la pelota entró como un obús en la escuadra de la portería Sueca. Era la carta de autohomenaje de un futbolista único y un centrocampista arrebatador. Aquel dos a uno calmó a un país y revitalizó a un equipo que sabía que, con ganar a Corea del Sur, pasarían con toda su artillería a las rondas eliminatorias.

Corea había perdido sus dos partidos y estaba completamente eliminada. Aquello podía ser un arma de doble filo; por un lado, la facilidad de jugar contra un equipo destrozado anímicamente, por el otro, la dificultad de jugar contra un equipo sin ningún tipo de presión. Y en cuanto empezó el partido se vio que los Coreanos no iban a regalar nada. Replegados en su campo y cometiendo continuas faltas, no tardaron en cortar el ritmo alemán al tiempo que aprovechaban cualquier resquicio para correr y tratar de aprovechar sus contras.

La victoria de Suecia ante México les dejaba fuera así que Alemania no tuvo otra opción que irse arriba con todo en busca del milagro, pero lo que llegó fue la debacle. Kim y Son detuvieron el tiempo en pleno descuento con dos goles en el noventa y dos y en el noventa y seis. El desastre era real. Corea ganaba por dos goles a cero y Alemania se convertía en el peor equipo del Grupo F siendo su eliminación más temprana en ochenta años.

Era la cuarta campeona mundial que había caído en la fase de grupos desde que se estrenó el siglo después de Francia en 2002, Alemania en 2010 y España en 2014. Todo eso después de hacer una fase de clasificación perfecta con diez victorias en otros tantos partidos. Todo eso después de haber quedado siempre entre los tres primeros en los cuatro anteriores mundiales. Todo eso después de haberse convertido en el rival a batir y en el claro favorito al título. 

Pobre y sin energía, Alemania se consumió en el campo y dejó ante el mundo la imagen de una catástrofe anunciada de antemano. "El equipo no tiene la dinámica que quisiéramos". Aquella premonición de Löw fue el anticipo de su despedida. Tras aquello no le quedaba otra opción que la dimisión. Tras el crepúsculo de los dioses, Alemania siguió buscando su camino, pero ni en Londres ni en Qatar encontró su redención. Aquellos dioses de la fortuna le siguen dando la espalda mientras el balón, que nunca deja de rodar, sigue escribiendo guiones en los que Alemania siempre es la más fuerte por más que las nuevas generaciones aún no hayan aprendido a ganar en el campo lo que tanto se ganó con el escudo inmortal.

viernes, 21 de julio de 2023

Pichichis: José Eulogio Gárate

Un vasco de Buenos Aires, un Pichichi compartido, una final de Copa perdida y un final de carrera a las órdenes de quien fue su amigo. Toda una carrera marcada por la elegancia, por la victoria más sufrida y por la derrota más cruel. Un tipo que supo ganarse el respeto de un país y la idolatría de una afición que aún lo enmarca como uno de los mejores jugadores de su historia.

Aquella final de Copa contra el Madrid en el setenta y cinco aún escuece en los tipos que fundaron un club ganador. Se jugó en el Calderón, al abrigo de una afición entregada y un equipo que sabía conjugar el verbo ganar. Apenas había pasado un año de la derrota más dura en Bruselas y, sin embargo, el equipo seguía queriendo competir. Ya eran campeones del mundo pero les faltaba refrendar su gloria ganándole una final a su máximo rival. Pero no pudo ser. Se anularon dos goles a Irureta, se intentó hasta el final y una parada de Miguel Ángel a Salcedo terminó por decantar una balanza que parecía tendida de antemano. Gárate marcó su penalti, como no podía ser de otra manera, y demostró al mundo que se podía jugar al fútbol con un esmoquin y unos zapatos de charol.

La vida de José Eulogio Gárate es la vida de un tipo contrarreloj que alcanza siempre los lugares justos en los momentos oportunos. Aquella derrota ante el Madrid fue una más, total, él ya se había enfrentado a los mejores y los habían competido como ninguno. El Ajax de Cruyff y el Bayern de Beckenbauer, dos auténticos ogros europeos que ganaron al Atleti sudando tinta y obligándose a ser excelsos. Pero no todo fueron derrotas para aquel Atleti que, probablemente, vivió los mejores días de su historia. El tipo que llegó para sustituir al ídolo máximo Mendonça y que fue curtido en los campos de entrenamiento por Jorge Griffa, había abandonado el Indauchu de la segunda división para dar un salto mortal hacia una élite que, sinceramente, no terminaba de esperarle.

Porque el chico, a instancias de su padre, quería ser ingeniero antes que futbolista. Pero resulta que fichó por el Eibar a modo de prueba y terminó siendo el máximo goleador de la tercera división española. Tenía diecinueve años y se había matriculado en la Facultad de Ingeniería Industrial de Bilbao, por lo que fue sondeado por los equipos de la capital vasca hasta terminar fichando por el Indauchu, entonces en segunda división. Fue una carrera fulgurante, pero muy costosa. Como apenas podía entrenar, porque debía ir a la facultad, los partidos se le hacían largos y terminaba siempre sustituído. No obstante, era tan bueno que siempre terminaba jugando. Y es que el fútbol, para él, era un sendero hacia la diversión ya que lo jugaba por placer, como lo había hecho desde niño en el patio del colegio.

Con el Eibar jugó dos fases de ascenso a Segunda División, un hito sin precedentes para un club tan humilde. Siempre respetuoso con los rivales, su forma de jugar, elegante y milimétrica, le valió el apodo de El Ingeniero del Área y es que más allá de los estudios, Gárate también sabía calcular a la perfección la valía de un regate y la técnica necesaria para anotar un gol. Como aquella postal inolvidable en su último gran gol con el Atleti, en un cabezazo icónico contra el Zaragoza para levantar su segunda Copa del Rey.

Y es que siempre lo tuvo claro; ingeniero primero y futbolista después. Por ello fichó por el Atleti, porque en Madrid había una Facultad de Ingeniería que en San Sebastián no existía. Y es que su preferencia era fichar por un equipo de la zona, pero ante la negativa del Athletic al considerarlo un futbolista extranjero, debido a su nacimiento en Argentina, tuvo que marcharse a la capital para convertirse en ídolo y leyenda.

Desde allí se convirtió en el nueve de referencia del seleccionador Kubala, quien le llegó a convocar hasta en dieciocho ocasiones en las que anotó cinco goles. No fue una gran época para selección española, pero Gárate, que al fin consiguió ser español en 1966 gracias a una gestión pericial del Atlético de Madrid, pudo vestir de rojo y seguir con la estela de un goleador de arte y estilo. En total jugó doscientos cuarenta y partidos en la liga española, en los que anotó ciento nueve goles; una cifra nada desdeñable en una época en la que las defensas eran férreas y los esfuerzos mucho menos generosos.

En el Atlético de Madrid jugó dos años a las órdenes de Max Merkel, más conocido como Míster Látigo. El austriaco, que se había ganado fama de duro en Sevilla, exprimió a los futbolistas del Atlético hasta la extenuación. Y uno de los que más lo notó fue Gárate, que nunca había tenido una buena base física y terminó la temporada como un tiro. En aquella 1972-73, el Atlético campeonó con un último gol de Gárate ante el Deportivo de la Coruña delante de una masa enfervorecida que ya le amaba por hecho y por derecho.

Aunque los tres trofeos Pichichi que logró fueron todos compartidos, tuvo mucho mérito, el de la temporada 1968-69, que compartió con Amancio después de haber podido jugar tan sólo una veintena de partidos durante la temporada debido a unas molestias musculares que le mantuvieron durante varias semanas en el dique seco. Y es que Gárate era un tipo hábil pero físicamente débil. Todo un buenazo que jamás respondía a las intimidaciones y, mucho menos a las agresiones. De ello dio fe su compañero, el eterno suplente San Román, quien un día, en mitad de un partido saltó al terreno para defender a su delantero e increparle en plan consejero "¡Macho, devuélvele alguna que al final te mata!" "¿Y si le hago daño?", respondió el bueno de José Eulogio. Y es que él era corazón viviente y caballero andante. Un tipo sin igual.

Cuando ya era todo un ídolo del Atleti, recordó el sueño de su infancia de triunfar de rojiblanco, pero mucho más al norte. En 1965, cuando era jugador del Indauchu y debido a su gran hacer, el Athletic quiso ficharlo, pero al no tener nacionalidad española hubo de quedarse con las ganas, pero de aquella experiencia ganó la lealtad de Ferdinand Daucik, entrenador glorioso de la época que lo había tenido a sus órdenes y dio detalles precisos a sus amigos de Madrid. De allí lo fichó el Atlético y de allí lo tomó en cuenta Kubala, cuñado de Daucik, que lo convirtió en su delantero titular de la selección española.

No obstante, su carrera como internacional no fue tan fructífera como lo fue como jugador del Atlético, con el que alcanzó la cifra de ciento treinta y cuatro goles y tuvo tardes gloriosas haciendo un estupendo trío de ataque junto a Luis e Irureta. Pero también tuvo tardes malas, como aquella final del setenta y cuatro en Heysel en la que tuvo que ver desde el suelo como Schwarzenbeck les robaba todos los sueños con un tiro lejano o aquella trampa turca ante el Göztepe en la que salieron eliminados en el tiempo de descuento después de sufrir todo tipo de trampas.

Pero las derrotas, por muy duras que sean, no pueden deslucir una hoja de servicios prácticamente impecable. Con el Atleti ganó tres ligas y dos copas y se convirtió en el tipo que todos querían ser; estudioso, educado, elegante y goleador. Un tipo que apenas celebraba los goles por respeto al contrario y que en el día de su despedida juntó a setenta mil personas en el Calderón para hacer corear su nombre y sus respetos. Aquel uno de junio del setenta y siete no se marchó un hombre sino que se despidió una leyenda.

Una leyenda que había comenzado once años antes, en un partido ante Las Palmas, cuando el chico llamado a suceder al gran Mendonça, debutó con la rojiblanca para hacer historia. Hasta que llegó aquel partido ante el Elche, vigésima jornada de la liga 1975-76, en la que una entrada salvaje del defensor Indio, contactó en la rodilla de Gárate haciéndole perder el equilibrio. Pese al dolor, el delantero se incorporó, anotó un gol y terminó el partido. Lo que no esperaba es lo que estaba por venir. Él, que había aguantado las tarascadas de tipos tan brutos como Aguirre Suárez, Benito o Migueli, tuvo que decir adios al fútbol después de una entrada de lo más desafortunada. El césped te había en los tacos de Indio, penetró en el tejido de la rodilla de Gárate provocando que una bacteria se fuese comiendo el hueso sin que ningún médico fuese capaz de dar un diagnóstico correcto ante tanto dolor. Cuando le dijeron que iba a perder la pierna dijo adiós al fútbol y tuvo miedo de decir adiós a la vida. Finalmente le salvaron la pierna gracias a un tratamiento adecuado, pero el fútbol ya había perdido a su delantero más elegante. El tipo de la postal a todo color con aquel último gol ante el Zaragoza el día que Heredia remató su rodilla, el tipo que sobrevivió a Glasgow, que terminó sus estudios de ingeniería, que eligió el Atleti para librarse de la mili y tiempo después supo que en cualquier otra vida hubiese seguido eligiendo el Atleti porque lo que encontró aquí no se lo hubiesen regalado ni los dioses de los sueños.

Gárate era un delantero atípico en la época porque, además de tener un gran remate de cabeza, era preciso con los pies; tiraba paredes, filtraba balones entre líneas y daba pases de gol. Junto a Leivinha formó un tándem exquisito que duró poco y tuvo que aguantar en sus carnes aquel afán de protagonismo que hacía de Guruceta el personaje más detestable del fútbol español cuando, en un derbi, y ante una leve protesta por una fuerte entrada de Benito, le enseñó la tarjeta roja para así poder presumir de haber expulsado al tipo más limpio del fútbol español. Y es que a Gárate le sobresaltaban hasta los insultos que escuchaba en el vestuario cuando sus compañeros de equipo se recogían y se disponían a compartir opiniones. A él no le salía insultar. Ni pegar, ni protestar. A él sólo le salía jugar de la manera más noble posible.

Aquella Copa Intercontinental ante Independiente le coronó como un tipo inigualable y, mientras daba la vuelta de honor en un estadio que no paraba de corear su nombre, recordó por un momento que una carambola de la vida le había llevado hasta allí. Su abuelo, teniente de alcalde en Eibar de la España republicana, hubo de huir a Argentina ante el miedo a ser fusilado. Debido a que sus padres marcharon allí para pasar una temporada con él, provocó que él naciese en el país del Río de la Plata, lo que hizo que, pese a ser vasco durante toda su vida, no pudiese fichar por el Athletic y que, por ello, pudo llegar al Atlético de Madrid. El efecto mariposa trae hechos extraordinarios y jugadores inolvidables. Gárate, sin duda, es el más extraordinario en la historia del Atleti.

lunes, 12 de junio de 2023

En el segundo palo

Dice un viejo dicho futbolístico que la basura se recoge siempre en el segundo palo; algo que viene a decir que cualquier balón suelto y falto de despeje, debe ser siempre aprovechado por un barrendero con oficio y saberlo meter a la papelera. Eso, que a priori parece fácil, es una acción sólo apta para listos y para olfateadores del oficio, porque más allá del error debe permanecer siempre, intacta, la percepción ya que desde la intuición se ganan más partidos que desde el conformismo.

El Real Madrid de hoy, lleno de grandeza y superioridad, es el vestigio de un pasado que pintó en negro por momentos y se volvió blanco de esplendor desde la conquista, el milagro y la competitividad salvaje. Pero todo héroe tiene su camino y todo camino está lleno de trampas y barro con los que hay que lidiar para llegar a ser el tipo de portada al que todos admiran. Antes de la fama llega el abismo y en el borde del mismo se encuentra un momento de peligro en el que un paso en falso llama a la muerte y una mirada de valentía llama al entusiasmo.

Son muchos los que contraprograman, como momento culmen en la reinversión de la fatalidad, aquel cabezazo de Ramos en Lisboa que lo voló todo por los aires. Pero aquel Madrid, que se cayó en liga ante la insistencia del Atleti y la apoteosis de Messi, hizo una Champions cuasi perfecta, desplazando del camino, muchas veces con crueldad, a cuanto equipo alemán se le ponía por el medio. Aquel fue un grano de arroz en una montaña de alimentos, pero tras aquello, el equipo volvió a caerse ante la Juve y no masticó la liga, una vez más, después de que Mourinho pusiese el listón por las nubes con un récord histórico.

La temporada 2015-2016 apuntaba a fracaso después de que el Barcelona abusase una vez más del Madrid en el Bernabéu. Tras aquella decisión política de sentar a Casemiro para poner a James, Benítez cavó una tumba que había resistido a abrir. La primera parte de la temporada había sido honrosa, salvando la bala del Paris Saint Germain en la fase de grupos y clasificándose como primero de grupo en espera del enfrentamiento de octavos contra la Roma. Pero aquella batalla perdida en liga, quedándose sin opciones ya en enero, puso al madridismo patas arriba y a Florentino con la obligación de tirar de la opción  más popular posible ante la avalancha de críticas internas.

Zidane adoptó un enfermo y, aunque en un principio las medicinas parecieron adecuadas, poco a poco se vio que el equipo iba cayendo en un estado de estupor del que no se veía capaz de salir. Poco después de su llegada, el Atleti asaltaba el Bernabéu por tercera vez consecutiva y se dejaron puntos en Málaga y Sevilla. De repente, el Barcelona tenía cuatro partidos de ventaja y el equipo afrontaba la eliminatoria de cuartos frente al Wolfsburgo con la intranquilidad de quien se sabe caminando por la cuerda floja.

En plena crisis de identidad, el Madrid visitó Las Palmas con la incertidumbre de saber si aquel partido serviría de trampolín o de cadalso. En tierra de nadie y sin más aspiración que la gloria eterna de la Champions, la única victoria que buscaba el equipo era la moral por encima de la deportiva. Y no se puso la cosa del todo mal cuando Ramos remató a gol un córner en el primer palo mediada la primera mitad. Sin embargo, lo que podía haber sido un paseo se convirtió en una tortura cuando Las Palmas se hizo con el balón y terminó el partido aculando al Madrid dentro de su área.

Por ello, cuando William José batió a Keylor en el ochenta y siete, aquel gol supuso, aparte de un merecido premio, una dura dosis de realidad. Pese a los primeros brotes, aquel Madrid, ni estaba, ni se le esperaba. Fueron muchas las voces que identificaron a Zidane como un gran jugador con muy poca categoría directiva para afrontar un reto de tamaño calibre. Y mientras el genio de Marsella preparaba su discurso pacífico en rueda de prensa, el Madrid, que llevaba minutos sin rondar el área pequeña del equipo insular, cobró un córner como quien cobra un céntimo de más en una nómina cargada de trabajo y desgana.

El balón, que no va muy bien, puesto, con más temple que fuerza, se pasea por el área ante la incrédula mirada de un Javi Varas que lo deja pasar como quien observa una mosca hacia un destino incierto, y es cuando parece que va a perderse en las postrimerías de la línea de fondo, cuando aparece el basurero especial del Real Madrid para meter la cabeza y tirar a la papelera aquella basura que había llegado, inerme, hacia el segundo palo.

Casemiro, en marzo de 2016, era un elemento sospechoso a medio camino entre la promesa y la realidad. Acabada la etapa Xabi Alonso-Khedira, el Madrid quiso tapar con Kroos el agujero central y no sólo no encontró contención, sino que perdió juego en la zona de tres cuartos. Como quiera que Modric tenía que trabajar por dos mientras que James apenas sí trabajaba para sí mismo, Zidane redobló la apuesta de Benítez y demostró que el entrenador cesado había tenido razón jugándose el cuello por el brasileño. Aquella apuesta terminó siendo ganadora y Casemiro terminó salvando el pellejo de su entrenador con aquel gol postrero en Las Palmas que terminó por cambiarlo todo.

Porque aquel gol terminó revitalizando a un equipo que parecía entregado a su suerte. Tras aquello, el Madrid ganó diez partidos seguidos, incluida una victoria en el Camp Nou que puso al barcelonismo con los bemoles de corbata. Remontó al Wolfsburgo una eliminatoria que se había puesto cuesta arriba, anotó más de treinta goles y rozó la heróica jugándose la liga contra el Barça en la última jornada. Y, aunque fue capaz de remontar aquellos doce puntos, su logro más importante volvió a tener al Atlético de Madrid como protagonista final, en una tanda de penaltis que le volvió a alzar al cielo para levantar esa copa que tanto prestigio da y tantas veces han terminado ganando desde entonces. Desde que estaban muertos y Casemiro, como un buen basurero, recogió a tiempo la basura del segundo palo.

jueves, 11 de mayo de 2023

Tití

La leyenda dice que para ser considerado como el mejor, hay que ganarlo todo, los aduladores de la épica, sobreimpresionan en negrita los logros por encima de las virtudes y las copas por encima de los esfuerzos. Pero la historia está llena de tipos que no lo ganaron todo o que, incluso, ganaron hasta poco y el recuerdo les ha situado en lo más alto de los escalafones deportivos. Maradona no ganó la Copa de Europa y está en lo más alto del pedestal, Di Stéfano y Best jamás jugaron un mundial y son dos referentes únicos, Cruyff, que cambió el fútbol, no consiguió levantar la Copa del Mundo y el propio Ronaldo se retiró con la Champions como única asignatura pendiente.

Nadie osaría dudar de ellos como nadie osaría, ahora, dudar del potencial de Thierry Henry durante el primer lustro del siglo. Aquel Arsenal imperial se dio de tortas contra el mejor United de la historia y, aunque muchas veces salió perdedor, desde las llamas resurgió siempre la figura imponente de un francés de piernas largas y mirada desafiante que corría más rápido que nadie, cuerpeaba como el más fuerte, regateaba como el más hábil y marcaba goles como si no le costase trabajo.

Aquel Arsenal no ganó la Champions porque se estrelló una y otra vez contra muros infranqueables, pero Henry silenció el Bernabéu una noche de febrero que jamás se olvidará en el imaginario colectivo. Esa jugada pudo haber valido una carrera, pero el Barça coral de Rijkaard con Víctor Valdés en plan superhéroe, le cortó las alas y le dejó sin premio. Aquellos fracasos en Europa ponían el dedo señalando a su frente, pero él era el Rey de la Premier y, ciertamente, el mejor jugador del momento, porque aunaba clase, talento y abundancia. Suyos eran las mejores jugadas, los mejores pases, los mejores goles. Tanto abusó de los defensores ingleses que llegó a creerse invencible.

Henry, que tuvo que emigrar al Barça para poder ganarlo todo, dejó en el Arsenal la estela de un futbolista único, irrepetible y arrebatador. En Barcelona no fue ni la mitad de lo que había sido y, sin embargo, encajó como una pieza perfecta en el puzzle diseñado por Guardiola. Aquel último año como azulgrana le supuso toda la gloria, pero antes, bien con Francia, bien con el Arsenal, había dejado la verdadera impresión de ser un futbolista de auténtica leyenda.

miércoles, 19 de abril de 2023

Diferencial

Un equipo de fútbol es un conglomerado de personalidades que han de confluir en una mentalidad común. A parte de las características, existe un factor diferencial que es talento, el cual te lleva a lomos más rápido hacia el éxito cuando el trabajo se iguala y cuando la fe acompaña. Dentro del grupo existen los trabajadores, auténticos estajanovistas del balón que no dudan nunca y sobrepasan el ánimo; los virgueros, aquellos que buscan el lucimiento por encima de la sensatez; los líderes, aquellos que con una sóla voz son capaces de llenar estadios y producir una piña, y los definidores; aquellos que consiguen que, cuando el balón llegue a sus pies, el estadio guarde un silencio premonitorio. Pero si hay un tipo de futbolista que te eleva hacia el Olimpo y te hace mirar hacia adelante con la seguridad de que el trofeo acabará en tus vitrinas, ese es el futbolista diferencial; ese tipo tocado por la varita que convierte en oro cualquier jugada, que sale de cualquier trampa, que arranca en dirección a la portería contraria y provoca tantos estragos en el rival que es capaz de provocar que toda una defensa tenga pesadillas durante más de una noche consecutiva.

Acostumbrados, durante años, a la tiranía excelsa de Messi y Cristiano, todo parecía allanado para que dos tipos de tan opuesto repertorio como Mbappe y Haaland, se disputasen el trono de mejor jugador de la próxima década; uno por velocidad y otro por apabullamiento, se miraron a los ojos creyendo no tener a nadie por detrás, pero de lo inesperado surge siempre el outsider y desde el talento extremo, surge siempre el futbolista diferencial.

Durante un lustro, al menos desde que Cristiano marchó a otras tierras, nos acostumbramos a ver al Madrid sobreviviendo gracias al ángel de Courtois, al mando de Modric y a la sapiencia de Benzema. Estos tres tipos, que por sí solos podrían haber construído un monumento futbolístico, se vieron abocados a entender a un extremo brasileño que, tras la duda primero y tras la mofa después, se ha convertido, con su permiso, en el futbolista más diferencial del equipo y, visto como está el Madrid, quizá en el futbolista más diferencial del planeta.

Vinicius aúna las virtudes de los grandes futbolistas de siempre; talento, velocidad, descaro y una capacidad especial para convertirse en imparable. Conocedor de los defectos de los laterales modernos, se sitúa siempre a la espalda para encontrar el pase preciso e iniciar una carrera que le conduce siempre hacia el área contraria. Pero no sólo del desmarque vive el brasileño; cuando trata de encarar en estático, tiene recursos de sobra para salir airoso y ganar la línea de fondo, ya que tiene una culebra en la cintura y dos propulsores en los pies. A tan alto nivel ha llegado su fútbol que se ha convertido, casi sin quererlo, pero con total merecimiento, en el principal arma ofensiva del mejor equipo del mundo.

Con Mbappe en la cuneta y Haaland en el horizonte, Vinicius afronta un mes crucial para convertirse, por derecho, en el máximo candidato a esos trofeos de fin de año que coronan a los mejores futbolistas del planeta. Para ello ha de seguir driblando y sortear las trampas que le pondrá Guardiola en la Champions y los autobuses a los que deberá enfrentarse en una etapa final de la liga en la que el miedo tiene más poder que la ilusión. De su capacidad para seguir saliendo airoso de las trabas dependerá su consagración definitiva como futbolistas. Porque el día a día otorga admiración, pero cuando se es diferencial en los días grandes, es cuando se inscribe tu nombre en los libros de historia.