miércoles, 9 de marzo de 2022

La butifarra

Los años ochenta podrían haber significado una inflexión; comenzaron con un grito de resistencia desde el norte pero terminaron como casi siempre, dominados por el Real Madrid gracias al trabajo exquisito de sus directores de cantera. La Quinta del Buitre no sólo llegó para ganar, sino que lo hizo para dejar un legado cuyo testigo recogió el Barcelona de Cruyff; el del gusto por la pelota. Pero antes de que el Barça se encontrara con su tótem, hubo de perseguir agua en un desierto donde sólo clamaba sed y no encontraba más que escasos oasis en una travesía que no parecía tener fin.

Hablar del Barça pre Cruyff es de hablar de un club acomplejado cuyas pataletas viajaban siempre en puente aéreo y cuyas temporadas estaban marcadas en una pancarta solitaria y ajada que rezaba como lema: "Aquest any sí". Por ello, las llegadas de Maradona y Schuster, en coincidencia con un Real Madrid de entre guerras, había soflamado de ánimo las cabezas de los aficionados. Menotti tenía la tarea de hacer al Barça campeón y el Barça tenía la exigencia, mal entendida, de aspirar a todo después de venir de ganar casi nada.

Pero si había una pequeña parcela de éxito en clave azulgrana, esa venía siendo la Copa del Rey. En 1978 le habían ganado una final a Las Palmas y en 1981, ya con Schuster en la plantilla, habían vencido al Sporting de Gijón. Por ello, cuando eliminaron a la Real Sociedad en semifinales, media Cataluña se echó a la calle, prendida de ilusión, por más que el rival en la final fuese el Real Madrid.

La final de Copa de 1983 pasó a la historia por la violencia, por las carreras frustradas de Maradona y por un remate imposible en el último minuto que provocó que Schuster despidiera a la afición madridista con un gesto que en Cataluña se bautizó como la butifarra.

El Real Madrid,que buscaba su sitio entre la hegemonía norteña, estaba entrenado por Alfredo Di Stéfano y quedó segundo, aquella temporada, en todas las competiciones en las que participó. Tras haber disputado la final de la Recopa de Europa ante el Aberdeen escocés, le esperaba una segunda final en Zaragoza ante su más enconado rival. El técnico argentino, leyenda blanca por doquier, alineó a Miguel Ángel, San José, Metgod, Bonet, Camacho, Ángel, Salguero, Gallego, Stielike, Juanito y Santillana.

El Barcelona, por su parte, venía de una temporada convulsa después de sufrir la lesión de Schuster y la hepatitis de Maradona. El castillo de naipes de cayó demasiado rápido y hubieron de agarrarse a la tabla de salvación que ofrecía la Copa para tratar de salvar la temporada. De esta manera, Menotti, prestigioso técnico argentino y campeón del mundo, puso un once de gala sobre el césped de La Romareda, formado por Urruti, Sánchez, Gerardo, Migueli, Julio Alberto, Carrasco, Víctor, Schuster, Esteban, Maradona y Marcos.

Había sido la primera temporada tras el mundial que había mostrado a España ante el mundo como un país en vías de desarrollo y con todo el espíritu del mundo para transformarse en una democracia sólida y respetada. Aquel verano, Maradona había visitado España para quedarse, primero vestido de albiceleste y más tarde vestido de azulgrana, para provocar delirios y altas expectativas. En Barcelona comenzó un peligroso juego nocturno y en Barcelona empezó a sentir el peso de una fama mal llevada. No fue un gran periplo, pero dejó detalles exquisitos y una final de Copa llena de intenciones. Cada eslálom terminaba en falta y, aún así, no dejó de intentarlo. De sus botas salían las mejores jugadas y así, pudo ver como Miguel Ángel desbarataba una buena ocasión de Schuster mientras el Madrid trataba de entrar el partido más de forma racial que de forma sustantiva.

Porque el Madrid también tenía su genio. No era porteño sino malagueño, no tenía exigencias porque ya se las había comido todas y no tenía golpes sino cicatrices. Juanito era un tipo especial cuya relación con la pelota transpiraba amor en los aciertos y odio furibundo en los errores, un torero frustrado que sentaba rivales con la facilidad de un capotista y remataba goles con la astucia de un matador. Urruti le negó la suya cuando había dibujado un eslálom y el Barça se vio en ventaja poco después cuando Víctor culminó por abajo un control y pase académico del gran Diego Armando. 

Aquella final se llevó por delante la carrera del prometedor defensa mallorquín Paco Bonet. El Barça, que habría de acusar la baja de Alexanko, dejó su muralla defensiva en manos del valladar Migueli. El ceutí, apodado Tarzán por su coraje y dureza, era un tipo que iba con todo y solía salir indemne de los choques frontales. Aquella patada a destiempo a Bonet le rompió la rodilla y las ilusiones, y no fue más que una piedra más en el muro de violencia que se impuso en el partido desde que Camacho, obsesionado con su marcaje individual, regaló a Maradona una colección de patadas dignas del museo de la tortura.

En visos de echarse las manos a la cara andaba la gente cuando Gerardo, habitual lateral derecho y sustituto de Alexanko en el centro de la zaga, pegó la pelota con los dos pies y le dejó franca para que Santillana, a puerta vacía, hiciese el empate al regresar del descanso. Por lo que los bocadillos se habían digerido con la incertidumbre en el cuerpo y con la sensación de que si bien el Barcelona era capaz de trenzar mejore jugadas, era el Real Madrid el más capacitado para hacer daño a la hora de la verdad. Así había sido, quedaba un mundo y el partido empezaba de nuevo de cero con cuarenta minutos por delante.

Al jugar el Barça con dos extremos muy marcados, Camacho, que tenía que andar pendiente de la marca de Maradona, habría de vigilar de cerca las internadas de Carrasco, lo que provocaba que en cada ataque, el Madrid perdiese uno de sus interiores a la hora de lanzar una contra, por eso tuvo que ser Santillana y no Ángel o Stielike, quien pusiese una balón en profundidad a Isidro para que se quedase solo ante Urruti. Fue el momento en el que La Romareda se quedó muda y contuvo la respiración; los madridistas por la expectativa y los barcelonistas por el miedo. Pero Isidro quiso regatear al portero y terminó tropezando mandando la ocasión al limbo y las esperanzas a un nuevo estado de histeria, porque el partido fue perdiendo fuelle a medida que el cansancio iba haciendo mella y los pases iban siendo interceptados por los defensores.

Así hasta que el balón llegó a Maradona en las inmediaciones del centro del campo. El último minuto se había puesto en marcha y aún así Diego paró el tiempo, miró y encontró a Julio Alberto junto a la línea de cal. Julio Alberto era un lateral incisivo, muy bravo, de corte clásico, que gustaba recorrer la banda bien en busca de un balón, bien en busca de un tobillo. Así era el fútbol de antes, sin medias tintas y sin reproches. El caso es que Julio Alberto era demasiado bueno como para dejar escapar el balón medido de Maradona. Por eso encaró a Salguero y le tiró un amago de alta escuela, ganó la línea de fondo y puso un centro con música hacia el segundo palo. En el centro de la portería, Miguel Ángel vio volar el balón y vio volar a Marcos. Debió quedar estupefacto ante la postal porque quedó clavado sobre la línea al tiempo que Marcos buscaba un balón imposible y lo conectaba con la frente para colarlo al fondo de la portería blanca.

Estalló Barcelona, estalló la parte azulgrana de La Romareda, estalló Maradona, estalló Julio Alberto y estalló Marcos, pero estalló sobre todo Schuster que, picado por las derrotas sufridas y las declaraciones vertidas, celebró el gol dedicando cortes de manga hacia la grada madridista descargando así su rabia y su frustración. Aquel gesto, mano sobre el antecodo y el dedo levantado, fue bautizado como "La Butifarra" y así pasó a los anales; un partido bronco, un gol en el último minuto, una victoria agónica y una butifarra. Aquel será, para siempre, el partido de La Butifarra.


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