jueves, 21 de marzo de 2019

Media hora antes de la hecatombe

La historia es tan caprichosa como lo permite la memoria. Demasiadas veces nos hemos echado las manos a la cabeza ante un acontecimiento crucial sin haber perdido al menos un segundo en analizar, no ya las causas, sino las consecuencias del mismo. Porque es importante saber hacia donde vamos, pero no es menos importante saber de donde venimos ya que de la semilla del error crece el fruto del acierto. Caminar es caer y volver a levantarse; así es la vida, conocer siempre la causa del error, analizar la consecuencia del mismo, no volver a caer en la síntesis.

El Atlético de hoy, tan cargado de dudas, tan fracasado en la Champions y tan acostumbrado a vivir en la zona noble, es la consecuencia del Atlético de ayer; un equipo que supo levantarse, que supo seguir sorteando trampas y que aprendió, sobre todo, a no caer en el tradicional fatalismo. Hace apenas diez años, cuando la ignominia era compañera de viaje habitual, el Atleti caía una y otra vez en las garras de su autoexigencia. Ni tenía equipo para estar arriba ni tenía mentalidad para creerse grande. Un descalzaperros habitual que lo convirtió en sorna y sonrojo de la actualidad deportiva.

La última clasificación del equipo para la Champions, antes de la era Simeone, databa de la temporada 2009-2010, después de que un año mágico de Forlán le asegurase el cuarto puesto. En aquella fase de grupos, el Atleti fue de ridículo en ridículo hasta verse obligado a viajar a Nicosia para jugarse el tercer puesto del grupo ante el quinto clasificado de la liga chipriota. El reto, que a día de hoy puede parecer una boutade sin reservas, se convirtió, para aquel equipo, en un dolor de muelas difícil de soportar. El Apoel, que ya había arrancado un empate a cero en el Calderón en la primera fecha, tenía en su mano mandar al Atleti al último puesto del grupo y dejarle sin la aspiración de disfrutar un premio de consolación llamado Europa League.

La temporada había comenzado con Abel en el banquillo y con las mismas dudas de siempre en el césped. Derrota tras derrota, el equipo fue firmando su peor comienzo de temporada en los últimos cincuenta y seis años. Eso, teniendo en cuenta que ya se había sufrido un descenso nueve años antes, sonaba aterrador. Se prescindió de Abel y se contrató a Quique, pero los resultados siguieron sin llegar. De esta manera el Atleti viajó a Chipre con la soga al cuello y los puntos perdidos tanto en Liga, como en Champions, en el haber de su cuaderno de cuentas. La vida, aunque parezca una exageración deportiva, pendía de un hilo.

El Atleti se presentó sin ideas, sin proyecto, sin carácter y casi sin futbolistas. Los pocos que había no tenían fe y los que la habían tenido la habían perdido por completo. Forlán andaba peleado con el mundo, Agüero era una sombra de la promesa y, en el mediocampo, ni Camacho, por juventud, ni Santana, por desproporción, eran capaces de llevar la manija. Jurado era un tipo para el salón y Simao era una moneda al aire. Detrás, Ufjalusi, Perea, Juanito y Domínguez, se encargaban de dar la razón a todos los que les demonizaban; era lo más parecido a un circo que se ha visto en un terreno de juego.

El esperpento se hizo carne cuando, apenas cinco minutos después del inicio del partido, el Mortadelo Mirosavljevic, un tipo que había dejado en Cádiz un apodo y mucha guasa, remataba a placer un centro de la muerte de Alexandrou, un extremo cualquiera que, gracias a que le regalaron espacio y maniobra, pudo creerse Maradona durante noventa minutos. A medida que los minutos pasaban y el Atlético no se encontraba, resurgían viejos fantasmas y los malos augurios se hicieron presa de los futbolistas. Ni había fútbol ni intención alguna de encontrarlo.

Era la penúltima jornada de la fase de grupos y el Atlético tenía dos puntos merced a dos empates logrados en casa, uno de ellos ante el propio Apoel. Ese era el punto que tenía el equipo chipriota. Así pues, quien ganase aquel partido ganaría el derecho de jugar la Europa League. Ganar, al menos, para ser terceros. Pero el Atlético no podía hacerlo y el Apoel dejaba pasar el tiempo como si jugase ante una pandilla de juveniles desorganizados. Sin más recurso que los balones largos en busca de Agüero, el argentino supo parar uno de ellos y encontrar un disparo cruzado que el portero despejó hacia el corazón del área. La providencia quiso que Simao se encontrase en el lugar preciso y pudiese poner el pie para que la pelota, llorando, entrase en la portería. Quedaba media hora para el final y el Atleti, al menos, salvase los muebles.

Quien creyese que aquel gol espolearía al equipo se equivó como el que quiso asar la manteca. Sin más objetivo que el de no perder, el Atleti se dedicó a guardar la ropa y se abocó al rezo para evitar que alguno de los contragolpes que permitió terminase con un gol en contra. Después de realizar un cambio para perder tiempo en el minuto noventa y dos, Quique se marchó al vestuario con la sensación de haber cumplido el objetivo y haber salvado un ridículo que era imposible pasar por alto.

La victoria o, al menos el empate siempre que el Apoel no ganase en la última jornada, le valía al Atleti en el partido ante el Oporto. Fue un cero a tres doloroso en el Calderón que se acrecentó con el gol a última hora de Mirosavljevic en Stanford Bridge. Durante ocho minutos, la agonía pinto de negro las esperanzas atléticas. Finalmente, el empate a dos entre Chelsea y Apoel daba al Atlético la tercera plaza por un gol más en el average. Un gol que marcó Simao en el minuto sesenta dos de un partido horrible en el que el Atlético se encaminaba hacia la hecatombe.

En la Europa League el Atlético fue eliminando equipos a medida que se fue encontrando a sí mismo. Sporting de Portugal, Valencia y Liverpool cayeron gracias al valor doble de los goles fuera de casa. La final, contra el Fulham, fue otra muestra del sufrimiento al que estaba abocado aquel equipo. Tras una liga para olvidar y una copa sin opciones desde el principio, el Atlético levantaba un título europeo cuando ya nadie apostaba por él. Aquel título, casi sin querer, consiguió enchufar a un equipo que fue enlazando éxitos año tras año hasta que, Simeone mediante, aprendió a vivir en la élite sin hacer más ridículos de los pronosticados. Derrotas puntuales que duelen pero que ayudan a aprender.

El Atleti aprendió a ganar de la manera más improbable posible. Depositó sus esperanzas en un título que no mereció jugar y que, sin embargo, fue enganchando a la afición al grito de "Volveremos". Desde entonces ganó tres, jugó dos finales de Champions y dejó tardes para el recuerdo. Pero si echamos la vista atrás, antes de aquel gol medio rebotado de Simao no existía nada. Sin aquel medio ridículo en Nicosia el Atleti, quizá, seguría buscando su lugar en el mundo.

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