lunes, 5 de marzo de 2012

Japón 1979

El pequeño Diego se había presentado en sociedad una cálida tarde primaveral en el estadio de Vélez. En el descanso de un partido sin mucha historia entre Boca y Argentinos Juniors, el pequeño pelusa, recogepelotas del bicho colorado y malabarista de circo sin carpa, tomó el balón en el área grande y recorrió el campo haciendo jueguitos con la pelota. Era el mismo niño al que un par de años atrás había ido a visitar la televisión y había proclamado su sueño a ojos de todo el mundo; "Quiero salir campeón con Argentina".

No tardó mucho en hacerlo por vez primera. En el verano de 1979 y en la lejana tierra de Japón, el joven Diego y un grupo de muchachos talentosos, deslumbraron al mundo con un fútbol preciosista y eficaz. Anotaron veinte goles y encajaron solamente dos. Uno de ellos en la final ante la Unión Soviética y que les puso por debajo en el marcador. Pero no temblaron las piernas, ni palpitaron los corazones. Respiró hondo el Diego, retumbaron las gradas y cinco minutos mágicos dejaron el marcador en tres a uno para Argentina.

Fue el último capítulo de un serial mágico que comenzó dos semanas atrás. Cinco goles a Indonesia, uno a Yugoslavia, cuatro a Polonia, cinco a Argelia, dos a Uruguay y tres a la URSS, vigente campeón. Cinco más uno, más cuatro, más cinco, más dos, más tres, igual a veinte. Seis del Diego y ocho de Ramón Díaz, socio necesario y compañero letal. Ellos formaron la dupla inolvidable, amigos durante un mes y enemigos durante el resto de su vida. Uno, Diego, haciendo magia con la franja oro de Boca y la celeste del Nápoles, y el otro, vacunando porteros sin cesar con la banda sangre de River y la neroazzurra del Inter. Inolvidables para el espectador e imparables para los defensas.

Aquel fue el primer mundial de Maradona. Pudo haber sido el segundo si Menotti hubiese tirado a la basura los miedos y el hubiese convocado para el campeonato celebrado en Argentina un año antes. Pero aquello fue sólo anécdota, la verdadera dimensión del diez se vio en México, siete años después. Aquel recorrido memorable en la jugada de todos los tiempos lo eclipsó todo. El pasado y el futuro. Maradona fue Dios en La Boca, Príncipe eterno en Nápoles y, para el resto del mundo, un barrilete cósmico que llegó de otro planeta para dejar en el camino a tanto inglés.

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