jueves, 11 de junio de 2020

Campanal

El tío Guillermo, con el aspecto bien cuidado y una media sonrisa en los labios, esperaba al joven Marcelino en el muelle del puerto de Sevilla. Se estrecharon en un abrazo y se dirigieron a comer algo. Hacía calor y el chico, acostumbrado al clima fresco del norte, notó como el sudor empapaba su espalda. "Mañana te presentaré a la gente del equipo". Y así empezó la segunda parte de una historia familiar que se había iniciado en la preguerra.

Guillermo González del Río había dejado el Sporting de Gijón para enrolarse en las filas del Sevilla. Tenía sólo diecinueve años y un valor lo suficientemente temerario como para ser tenido en consideración. Jugó durante diecisiete temporadas en Nervión y marcó más de doscientos goles, siendo, aún hoy, el máximo goleador histórico del club además de uno de sus jugadores más galardonados después de haber logrado una liga y dos copas vistiendo la camiseta blanca del Sevilla.

La familia de Guillermo era propietaria de una conservera que enlataba fabada y la vendía por Asturias. El nombre de la fábrica era Campanal y con ese nombre se le conoció durante toda su carrera. Convertido en gloria y leyenda del sevillismo, Campanal se estableció en Sevilla y comenzó a entrenar a equipos de la región después de su retirada. Visto su cómodo nivel de vida, su hermana le mandó a su sobrino desde Avilés para ver si podía interceder por él y sacarle así de la pobreza que se vivía en la Avilés de la posguerra.

"Juega al fútbol, como tú, y dicen que es muy bueno". "Vamos a ver si es verdad". Guillermo habló con la directiva y les informó que en unos días llegaría un sobrino suyo y deberían hacerle una prueba. Allí nadie podía negarle nada al gran Campanal. Así que allí estaban, tío y sobrino en un muelle junto al Guadalquivir y prometiéndose un futuro enredados en un abrazo.

"¿Eres delantero como tu tío?". "No, yo soy defensa". Las miradas se entornaron, los gestos se fruncieron, las manos hicieron algún aspaviento. "Está bien, veámoslo". Cuando acabó el día, alguien habló con el viejo Campanal: "Guillermo, tu sobrino es un fenómeno".

Debutó en diciembre, después de que el titular en el centro de la defensa sufriera una lesión. Desde ese día no volvió al banquillo. Era rápido, fuerte, elástico, atlético. Durante los entrenamientos superaba los récords de España de Atletismo. Llegó a correr los cien metros en diez segundos y ochenta centésimas y llegó a saltar siete metros y noventa centímetros en longitud. Imposible de parar en carrera, los delanteros evitaban enfrentarse a él por miedo a verse abocados al fracaso e incluso al ridículo. Incluso el gran Di Stéfano llegó a confesar: "La noche antes de jugar contra Campanal, me cuesta conciliar el sueño".

Porque a Marcelino le habían llamado Campanal, al igual que su tío, al igual que aquella marca de Fabada que se había hecho famosa ya en toda España. Y Campanal II siguió los mismos pasos que el primero; lucha, entrega, valor. Se convirtió en ídolo y en leyenda y en un tipo con el que no jugarse los cuartos. Tenía carácter de sobra. Lo supieron los turcos en aquel famoso partido ante España en el que nos jugamos la clasificación para el mundial de Suiza, y lo supieron los portugueses en aquel partido amistoso entre Oporto y Sevilla que acabó en batalla campal. Varios turcos acabaron en el suelo, varios portugueses también. Porque Campanal no sólo era rápido y ágil, sino que también tenía puños de acero. Aquella tarde en Oporto se hizo fuerte en la bocana de vestuarios y con un palo arrancado del banderín de córner previamente, se dedicó a repartir estopa a cada portugués que llegaba para rendir cuentas.

Pasó dos noches en el calabozo. "Si no es por el embajador, aún continuaría allí", confesó más tarde. Pero allí no acabó su leyenda de tipo duro y corajudo. Sus enfrentamientos contra el Madrid traspasaron fronteras. Bernabéu, instado por Di Stéfano, le quiso fichar en más de una ocasión, pero él se sentía sevillista y agradecido. En aquel ocho a cero en Chamartín en cuartos de la Copa de Europa, fue expulsado tras responder con un puñetazo a un escupitajo de Marsal. Al siguiente verano, encendido por la rivalidad, golpeó cruelmente al joven Santisteban en la final del torneo Carranza. Se armó un revuelo y el madridismo terminó de ponerle en el ojo del huracán. Poco más tarde, en un partido de liga en el Bernabéu, un fuerte choque con Gento le provocó la pérdida de un riñón.

Pese al dolor, pese a estar orinando sangre, pese al mareo, Campanal terminó el partido, igual que terminó aquel ante el Sporting de Gijón a pesar de tener el peroné roto. Porque él era así. "Nadie me puede. Nada me tumba".

Le tumbó la edad y antes de dejarse caer se marchó por la puerta grande. El estadio entero, en pie, aplaudía al tipo que había hecho cátedra desde el centro de la defensa. El capitán más joven de la selección española, el mejor defensor de la historia del Sevilla. Marchó a La Coruña para jugar en el Deportivo y aguantó otro par de años y un ascenso. Cuando se retiró, regresó a Avilés y reemprendió la práctica de otros hábitos deportivos. Fue campeón de España de Atletismo de veteranos y seniors más de cien veces, estableciendo varios récords nacionales en varias disciplinas. Se hizo asiduo al club de tenis de Avilés y tuvo que federarse para encontrar rivales de su nivel. Aquello hablaba de la clase de atleta que había sido aquel futbolista.

Hasta hace poco, se seguía levantando temprano cada mañana para caminar tres kilómetros. Eso con casi noventa años. Han sido ochenta y ocho los que le ha permitido su cuerpo y su mente. Un cuerpo hecho para el deporte y una mente hecha para la competición. Nos dejó el veinticinco de mayo, en plena vorágine de fallecimientos por una pandemia que nos ha cambiado la vida. Pero a él no se le llevó la pandemia sino la más cruda enfermedad. Sobrevivió a los golpes, a las carreras, a las caídas, a las fracturas. Sobrevivió a las derrotas y quedó siempre el pecho henchido después de cada victoria. Atrás queda el recuerdo de un tipo que nació para ser deportista y se ganó la vida siendo futbolista. Es lo que quiso su madre, lo que intuyó su tío y lo que pudieron disfrutar miles de sevillistas durante dieciséis temporadas de puro nervio.

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