viernes, 27 de marzo de 2020

I had a dream

Yo también podría haber dado mi particular discurso, mucho menos trascendental, claro está, totalmente banal y, seguramente, infructuoso, empezando con un "Yo tenía un sueño", así, en pasado, porque como mucha gente hace a lo largo de su vida, yo también he cumplido un sueño. Quedan mucho por llegar, más aún que se quedarán por cumplir y otros tantos que se intentarán, pero ya nunca volveré a decir aquello de "Tengo el sueño de ir Anfield", porque yo ya he estado allí y el sueño, por cumplido, nunca dejará de ser especial.

Liverpool es una ciudad pequeña pero muy acogedora. El centro bullía de gente, las bufandas y camisetas reds decoraban el ambiente, pero en esa calle empedrada donde aparece "The Cavern", miles de gargantas le cantaban al Cholo y profesaban amor por el Atleti. Liverpool, pequeña, acogedora y red, fue roja y blanca por unas horas. Anfield; vetusto, apabullante, místico y casi mágico, fue rojo durante cien minutos, enfrentado a Oblak, a una docena de dientes apretados que mordían el césped, a cientos de alientos en el cogote que suplicaban árnica pero no querían darse por vencidos.

Cuando llegó el apoteosis a nuestras gargantas no les quedaba cielo y a nuestro corazón no le quedaba pulso, pero, como espectadores de una buena película de terror, nos negábamos a dejar de mirar a pesar de intuir que, tarde o temprano, el cuchillo aparecería clavado en mitad de nuestro pecho. Habíamos escuchado, respetuosos, el "You'll never walk alone" mientras mis ojos se llenaban de emoción y mi piel se ponía de gallina, y habíamos asistido, admirados, a una de esas exhibiciones de fútbol que sólo el Liverpool sabe dar cuando es su gente la que exige el precio de la entrada.

Pero si el Liverpool tiene corazón, el Atleti tiene alma y tiene conciencia. Al menos este Atleti del Cholo, al menos este equipo de chicos que, disfrazados de guerreros, pintan su rostro de vergüenza y salen a defender el escudo. Cuando ya se acababan las fuerzas, cuando las esperanzas cotizaban a la baja, cuando el tiempo nos enseñaba un pulgar mirando hacia abajo, llegaron los goles de Llorente y llegaron los abrazos de gol compartidos, llegaron los gritos de rabia y llegaron, una vez más, los sueños cumplidos.

Yo ya había saldado mi particular deuda, yo ya había estado allí, ya había sentido el calor de una gente que inició su leyenda cuando el tipo de la estatua les hizo a todos levantar los brazos, ya había cantado su canción en voz baja mientras dejaba que ellos me la enseñaran en un coro inolvidable y ya había aprendido que cualquier situación es posible cuando el corazón se enfrenta a la conciencia.

Yo también me enfrenté a la conciencia y a la inconsciencia. Me lancé a un viaje a pesar de las recomendaciones, a pesar del peligro, a pesar de la innecesariedad de ponerme en riesgo y de poner en riesgo a mi familia. Pero ya sabemos todos que el corazón tiene razones que la razón no entiende y que los sueños, cuando se cumplen, no son sólo una muesca en el orgullo sino un regalo para la memoria.

martes, 24 de marzo de 2020

El príncipe de las bateas

Es difícil ser un genio en tierra extraña. Te convierte en incomprendido, en profano, en orate, en simple predicador. Es difícil tratar de explicar un truco a quienes no creen en la magia, a quienes no conocen más ilusión que la que deriva del pragmatismo, a quienes creen que la victoria es sólo una consecuencia del esfuerzo.

Es difícil ser ese profeta en tierra lejana porque cuando la morriña ataca, la improvisación se pierde. Cuando eres cola de león, la presa pierde el miedo. Cuando no hay tiempo para ensayar, los trucos se olvidan. Cuando la necesidad ahoga y la exigencia aprieta, el príncipe ajeno necesita atención. Cuando los dedos señalan para acusar en lugar de para admirar, es cuando la garganta se vuelve nudo y el estómago se vuelve madeja. Cuando no hay felicidad, no hay fútbol.

Iago Aspas es feliz en su tierra, donde puede profetizar su fútbol, campar a sus anchas, celebrar sus goles. Cabeza de un ratón que se filtra por el área, que taconea en tres cuartos, que gambetea en la línea de fondo. Dueño del mar de Vigo, capitán de las rías de gente que, en marea ilusionada, bajan cada domingo a Balaídos con la ilusión de verle de nuevo. Orgullo de una tierra cuyos sueños de permanencia pasan por los pies de un príncipe que los gobierna desde la sonrisa.

El príncipe de las bateas aprieta los dientes, busca la pelota, encuentra los espacios. En tiempos de necesidad no hay mayor virtud que el entusiasmo, no hay más salida que el amor propio. Aspas quiere a Vigo y Vigo quiere a Aspas, y mientras el Celta sigue remando contra corriente, el capitán de su nave sigue virando el timón cuando nadie se lo espera y sigue sorprendiendo al mundo mientras toda su gente le observa.

miércoles, 18 de marzo de 2020

El Cabezón

Hay quien dice que Messi es la versión académica del fútbol callejero de Maradona. Que en Maradona todo era natural, hasta el carácter y Messi, a pesar de tener en sí todos los conceptos necesarios para ser el más grande, ha necesitado de alguien que le pula y de alguien que le conduzca. Antes de la biblia junto al calefón hubo un tipo que abrió el camino a base de inventos y gambetas, a base de naturalidad e improvisación, a base de picardía y astucia, a base de poner en pie estadios enteros y poner en solfa a los mejores defensores.

Quitando a Di Stéfano, en cuya cabeza cabía todo el fútbol pese a que en sus pies había menos fantasía, y que algunos consideran el verdadero gran jugador argentino porque creó jerarquía, dinastía y mito, en los años sesenta apareció, vistiendo la banda sangre de River un tipo pequeñito al que apodaban cabezón porque tenía un tamaño desproporcionado de testa pero un monumento al fútbol en sus pies.

Deslumbró en River, donde ganó tantos campeonatos como jugó, deslumbró en Lima, liderando a los carasucias de Argentina y deslumbró, más tarde en Turín, donde se convirtió en un ídolo de masas capaz de concentrar en el Comunalle a decenas de miles de personas un domingo tras otro. Y, cuando parecía que el fútbol le había abandonado y las lesiones habían podido con él, pudo volver a deslumbrar en Nápoles conduciendo, en su crepúsculo, a un equipo de media tabla hasta el subcampeonato. El fue el primer gran argentino en San Paolo. Él puso la primera piedra. Diego terminó de construir el castillo.

El suyo era un fútbol de salón. Era pícaro, incisivo, el más listo de la clase. Una suerte de Raúl en el área con la imaginación de un Zola fuera de ella. Conducía con la cabeza alta y aparecía en la zona de tres cuartos, con su apariencia desgarbada y sus medias caídas. No le tenía miedo a nada e iba al choque con todo. Remataba sin miedo, sin mirar atrás, sin ningún tipo de ambage. Driblaba con la cintura y filtraba con la imaginación, pero antes de nada, jugaba con el corazón. Porque ahí reside el secreto de los verdaderos héroes del deporte, porque ahí reside la causa de la mitificación de los héroes del fútbol.


viernes, 13 de marzo de 2020

La parada del siglo

Carlos Alberto filtró un balón en profundidad hacia la carrera de Jairzinho, el habilidoso extremo brasileño sabía que, si ganaba la carrera a Cooper, podría poner un balón franco en el área inglesa. Así fue, Jairzinho centró bombeado, con efecto, y Pelé apareció en el corazón del área para ganarle el salto a Mulley y conectar un testarazo maravilloso; picado abajo, con fuerza, con toda la intención. Bajó el balón y voló hacia el piso el portero Gordon Banks. Aquella parada, casi milagrosa, ha permanecido en el tiempo como la mejor de la historia. Realmente fue una parada llena de estética y llena de dificultad. No hay balón más difícil que el viene de arriba a abajo, no hay situación más difícil que alcanzar la base del poste. Pero Banks lo hizo, palmeó hacia arriba y la pelota terminó en córner antes de que Pelé se acercase al portero rival y le tendiese la mano en forma de felicitación.

Aquella acción le valió la inmortalidad a un tipo que fue campeón del mundo en 1966 y pasó toda la vida jugando en equipos de media tabla de la liga inglesa. No obstante, aquello no le impidió ser considerado como el mejor portero del mundo desde 1966 hasta 1971, justo los años que pasó en el Stoke City demostrando que los dirigentes del Leicester se habían equivocado cuando le habían dado por acabado.

Todo había empezado con una lesión muy complicada. Banks se había roto la muñeca y en Leicester apareció un joven portero llamado Peter Shilton. Shilton, que había hecho muy buenas intervenciones en ausencia de Banks, amenazó al club con buscarse otro destino si Banks regresaba al puesto de titular tras su recuperación. Así pues, Banks fue despedido y hubo de buscarse un equipo para jugar durante los dos últimos meses de la temporada. Fue el Stoke quien pagó por su pase. Fue allí donde pasó sus mejores días.

Campeón del mundo, caballero de la orden del imperio británico, mito viviente y, sin embargo, su mayor logro siempre lo había considerado el salir de la pobreza. Porque cuando unos matones acabaron con la vida de su hermano él se había tenido que poner a trabajar y entre viajes a la obra y de la obra al almacén había fortalecido su cuerpo y su espíritu. Volaba hacia cada balón como si fuese el último porque sabía que podía ser el último. No regresó atrás, nunca lo hizo y sí miró siempre hacia delante. Debutó con el Stoke ante el Leicester, casualidades de la vida e hizo un partidazo. Sinergias del destino.

Pero ninguno de sus milagros pudo competir con su parada a Pelé en el mejor escenario posible. Él ya era campeón del mundo y sin guantes pero con alas, seguía sabiendo volar hacia las esquinas. Atajó con sus manos pegajosas y recibió la felicitación del mejor jugador del mundo. Y es que el mejor consejo se lo había dado el viejo Bert Trautmann. "Masca dos chicles, restrégalos por las palmas de tus manos y después lame las mismas. Sólo así obtendrás la adherencia necesaria". Cuando, en la bocana de salida al campo, minutos antes de la semifinal de la Copa del Mundo ante Portugal, pidió sus dos chicles, el utillero se quedó blanco y confesó que los había olvidado. Alf Ramsey le ordenó buscar un quiosco cerca de Wembley y Banks recibió sus chicles justo antes de salir a jugar. Realizó su ritual, recibió un gol, pero Inglaterra terminó jugando (y ganando) la final.

Después de aquella parada a Pelé, bautizada como la parada del siglo, todo fueron parabienes. Tantos fueron que Banks decidió celebrar la víspera del partido de cuartos frente a Alemania con unas cervezas. Tantas tomó que terminó indispuesto. Aquel partido lo jugó Bonetti y Alemania ganó por tres goles a dos después de aquel cabezazo imposible de Uwe Seeler. Banks no volvió a un mundial. Dos años más tarde se salió de la carretera con el coche y perdió la visión del ojo derecho en el accidente. Cualquier intento por volver resultó infructuoso. Se dedicó a sobrevivir y tuvo incluso que subastar el jersey amarillo de la final del sesenta y seis y la medalla de oro de campeón del mundo. Recuperó la medalla y recuperó, de alguna manera la dignidad. Antes de cada partido de Inglaterra acariciaba la medalla recuperada creyendo que aquel ritual daría suerte a sus selección. La suerte, para él, se acabó una tarde de verano de 2019 cuando un cáncer de riñón terminó con su vida. Atrás quedaban los milagros de Leicester, los de Stoke y aquella parada inolvidable ante Pelé bautizada, para siempre, como la parada del siglo.


jueves, 5 de marzo de 2020

Las vidas del gato

Hay una especie de gen que sobrevive en aquellos tipos que se resisten a morir, aquellos que miran siempre hacia adelante sabiendo que el fin es solo el principio de algo nuevo y que, mientras puedas saltar de la ventana y seguir cayendo de pie, tendrán intactas sus siete vidas para gastar porque por ellos no pasan los años sino los elogios.

Los años, inescrutables como un depredador hambriento, van moliendo las capacidades físicas de la persona pero, a cambio, aportan algo intangible tan impagable como el buen placer; la sabiduría. Es por ello que tipos que conocen el juego desde el primer momento, saben administrar su físico para transformarse de explosivos a organizadores cuando la edad alcanza la treintena y los agoreros apuntan con el dedo. Por ello, no se trata sólo de saber correr, se trata, sobre todo de saber jugar.

Se reconoce en este Joaquín el entusiasmo del primer niño que vimos corriendo la banda derecha del Benito Villamarín. Cuando el speaker, alborozo mediante, declinaba aquello de "la finta y el sprint" todos podían previsualizar esa jugada tan característica suya en el que tan sólo dos toques le servían para dar una asistencia de gol. Uno le servía para dejar atrás al rival, el otro, con el espacio ganado, le servía para poner el balón en el área. Era lo más parecido a Garrincha que habíamos encontrado en nuestro fútbol.

Joaquín sigue manteniendo la finta y, en cierta medida, sigue manteniendo el sprint, pero hace tiempo que abandonó la soledad de la línea de cal porque se sentía más seguro apoyando que corriendo. El juego de espacios precisa de cierta condición física y de una paciencia infinita para encontrar el desmarque. Los años pausaron al futbolista pero enriquecieron al jugador. Hoy Joaquín no gana la línea de fondo con tanta asiduidad pero ha aprendido a pisar el área para encontrar la portería y, sobre todo, ha aprendido a gobernar la zona de tres cuartos para encontrar la jugada. Porque en la jugada reside el misterio del fútbol antes del gol; el pase, el espacio, la visión, el disparo. Cada fase tiene su escala y en cada peldaño hay un futbolista que ha aprendido que su rol no es más que un eslabón más en el camino hacia la victoria.