martes, 19 de marzo de 2019

El triunfo de la virtud

La virtud como una forma de vida. La belleza como máxima expresión del arte. Al igual que los césares aclamaron bajo el cielo la gracia de la virtud y los mecenas instigaron a sus protegidos a vivir presos de la armonía, a todos nos gusta resaltar, desde los rincones del recuerdo, las bondades del talento; la máxima virtud y el mayor soplo de belleza en el reino del deporte. Recuros innatos que coronaron a Roberto Baggio como príncipe del fútbol. 

En Baggio la virtud se hizo talento y su talento fue el presente más bello ante los ojos del mundo. El día que le vimos jugar su último partido y le vimos llevárselo, en su rebosante bolsa de triunfos, con sus instintos eternos de ganador nato. También le vimos llorar y creímos, sinceramente, que aquellas lágrimas tenían un significado que recorrían su vida y dotaban su memoria de todo aquello que pudo haber sido y no fue. Si a Baggio le hubiesen acompañado los títulos hoy no tendríamos ninguna duda sobre quien hubiera sido, en su tiempo, la quinta corona de la historia del fútbol. 

Nosotros, insaciables seguidores de gloria, que compadecemos nuestra intriga un domingo tras otro, dimos gracias al destino por cada minuto que nos dio por regalarnos a Baggio para el fútbol, y le dimos gracias al fútbol por dejarnos vivir el esplendor de un tipo que vive en la memoria colectiva, el balón siempre pegado al pie y en el tiempo, siempre, el recuerdo, en cada gesto, de sus mejores jugadas. 

En Baggio se conjugaron las mayores verdades del juego, y sus verdades chocaron de frente contra la ecuación dictatorial que hundía al fútbol italiano en lo más profundo de la ignominia. Si el “catenaccio” nació como una forma de vida, Baggio sacó de su chistera el espectáculo y nos enseñó a todos que, en cualquier lugar del mundo, incluso en Italia, es posible jugar bien y ganar. A su ritmo nos dimos cuenta, reflejando la felicidad en nuestros labios, que su practicidad era tan bella que no queríamos buscar más inventos que maltratasen el espectáculo. 

Con Baggio se fue el instinto del último devorador de fieras. Su cuerpo, poco bondadoso con la física, armonizó tanto en su progresión que cada quiebro se convertía en un motivo para el aplauso y cada toque de balón era una invitación al asombro, seguramente la inspiración que más hubiese deseado Lewis Carroll para terminar de encontrar su país de las maravillas. Si cuando él llegó ya había jugadores que sabían tocar la pelota, él la tocó mejor que nadie. Si cuando llegó ya había alguno de conocía de memoria el oficio de aniquilar porterías, Baggio, coleta al viento y mirada traviesa, acarició la bola con tanto placer en cada uno de sus goles que todos ellos, y fueron muchos, se convirtieron en firmes candidatos a entrar en el rincón de las obras de arte. 

Talento más gol. Sencillamente la fórmula que define el cariz de los más grandes jugadores. Hoy llamamos crack a cualquiera que se atreva a deslumbrarnos con la delicadeza de un buen gesto con el balón. Baggio, entonces, era un crack de los de verdad. Llegó recogiendo el testigo de Maradona y se fue como un ídolo dejando su legado vacío en el templo de la indecisión. Existió un Zidane que fue arte sin definición, existió un Totti que fue pasión sin tragedia. 

Tras su estela inolvidable dejó una carrera devorada por el ansia ajena y admirada por todos aquellos que nos considerábamos lo suficientemente exquisitos como para echarle de menos apenas una semana después de su adiós definitivo. Porque Baggio no fue mesías de Italia. Pero su talento fue más allá de la concepción cuadriculada del espectáculo que tipos como Trapattoni instauraron como timón de guía. Otrora su mentor, Trapattoni siguió siendo el símbolo angustioso de una época que jamás debió ponerse de moda. Y Baggio, que fue azote de Trapattoni, igual que lo fue en su día de Sacchi, de Lippi y de Capello; tipos intentaron ningunearle, pero a quienes terminó salvando el pellejo el pellejo, tuvo que ver desde la distancia como el fútbol italiana viraba con el nuevo siglo y terminaba cambiando practicidad por belleza, orden por vértigo. 

En su tristeza, algún día deberá pedir cuentas a todos aquellos que cercenaron su ánimo, por haber convertido, con sus humos de inventores del resultadismo, en un error de cálculo que Baggio hubiese nacido en Italia sabiendo que, en tiempos de entusiasmo global, la gloria le hubiese esperado con los brazos abiertos en cualquier otro lugar del mundo. Y seguirá siendo, en los foros de discusión y cada vez que se rememore su fútbol de alta categoría, el azote de todos aquellos ilusos que, con sus desprecios, siguen pensando que el tipo no fue más de lo que quiso simplemente porque no pudo. 

Porque habrá muchos tipos que pasen de largo por el camino del recuerdo, pero la memoria sólo premiará con la inmortalidad a los hombres dispuestos a marcar una época impartiendo magisterio calzados con botas de fútbol. A todos los dudosos les preguntarán algún día por los mejores futbolistas que vieron y en sus palabras escupirán el nombre de un futbolista cualquiera, picados por el aguijón del orgullo. Pero en sus corazones, y en sus cabezas, seguirá latiendo siempre, presos de la emoción, el recuerdo perenne de Roberto Baggio.

 

No hay comentarios: