jueves, 21 de junio de 2018

Fiebre en las gradas


El quince de abril de 1989 el Celta de Vigo derrotó al Real Madrid en Balaídos. No era un resultado cualquiera si tenemos en cuenta que el Madrid llevaba treinta y cuatro partidos consecutivos sin conocer la derrota. No era de extrañar el récord si nos paramos a analizar el equipo; era un equipo en toda regla que jugaba de memoria. Sin embargo, lo que los goles de Amarildo debían haber significado como noticia, quedaron empañados por lo que había ocurrido a más de dos mil kilómetros de allí.

Prácticamente a la misma hora, Liverpool y Nottingham Forest se enfrentaban en Sheffield en partido de semifinales de la FA Cup. Lo que hubiese significado un partido más entre dos equipos que habían fraguado una gran rivalidad debido a sus éxitos durante la década, terminó convirtiéndose en una tragedia que conmocionó al mundo. Apenas comenzado el partido, los futbolistas de ambos equipos comenzaron a ver que algo no iba bien. Una avalancha de aficionados, debido al mal reparto de las entradas y a las pésimas condiciones de seguridad en el estadio, estaba provocando la muerte, por asfixia y aplastamiento, de decenas de hinchas del Liverpool.

La tragedia se sintió como un puñal en todo el mundo del fútbol. Se tomaron medidas, se suprimieron las vallas de los estadios, se eliminaron las localidades de a pie y se instalaron tornos en el acceso a los recintos. Como medida cautelar, se retrasó el partido que el Liverpool debía jugar el fin de semana siguiente frente al Arsenal en Anfield y que habría significado un pulso casi definitivo en pos del título de liga.

Aquel Liverpool era un equipo espectacular. Arrastraba el castigo de no poder disputar competición europea por la tragedia que sus aficionados habían protagonizado en Heysel cuatro años antes, pero, aun así, le daba de sobra para pasearse por el campeonato inglés. De aquella manera, los reds habían ganado siete de los diez últimos campeonatos, por lo que nadie tenía dudas sobre quién era el mejor equipo del país. Opinión que reforzaron cuando, en un partido épico, pudieron brindarle, a las víctimas de Hillsborough, una victoria en la final de la FA Cup después de ganar al Everton en uno de los mejores partidos en la historia de la competición.

El problema del Liverpool en aquella temporada se llamaba Arsenal. Cualquiera que haya leído “Fever Pitch” de Nick Hornby, puede hacerse una idea de lo que había sido el Arsenal durante las anteriores dos décadas. Alternando alguna buena victoria con derrotas esperpénticas, el equipo se había perdido en una zona de nadie de la que no parecía poder salir. Los tabloides y las aficiones lo habían bautizado como “Boring Arsenal” debido a que se había convertido en un equipo insípido, sin juego y sin personalidad.

Sin embargo, aquella temporada había sido distinta. El equipo había empezado bien. Muy bien. Hasta el punto de que, pasado el Boxing Day, ya aventajaban en quince puntos al Liverpool, gran favorito para todos en las apuestas de cara el título. Parecía que aquel año se iban a cumplir las promesas y el equipo iba a levantar de nuevo la copa de campeón de liga después de dieciocho años sin ganarla. Pero todo se torció de la peor manera.

Llegaron las dudas, los miedos, las lesiones y las inseguridades. El Arsenal comenzó a perder, a rascar algún empate y a ganar partidos al límite de sus fuerzas. Mientras, el Liverpool fue alcanzando su habitual velocidad de crucero mientras iba subiendo puestos en la clasificación. De aquella manera se había situado a dos puntos del Arsenal antes de disputar aquella trágica semifinal de Copa ante el Nottingham Forest. Es posible que, si aquel partido se hubiese jugado en su fecha, el Liverpool hubiese aprovechado su dinámica y hubiese ganado al Arsenal sin contemplaciones en su carrera hacia el título. Nunca lo sabremos. Los sucesos, en el fútbol y en la vida, son tan inesperados que jugar a la ficción es sólo un motivo para imaginarnos con una sonrisa en el momento y el lugar en el que secamos nuestras lágrimas.

Pasó Hillsborough y el Liverpool – Arsenal se aplazó al viernes veintiséis de mayo cuando ya se habían disputado todas las jornadas de la liga inglesa. La atención, pues, fue total. Todo el país se centró en Anfield pues allí jugarían los dos únicos equipos con opciones de levantar el título de campeón. Las cuentas eran claras y casi todas favorecían al Liverpool. El empate le valía, perder por un gol también. El Arsenal solamente sería campeón si ganaba por una diferencia de dos goles y, mirando hacia pasado, el recuerdo le señalaba que su última victoria en Anfield había sido quince años atrás. Además, hacía más de tres años que el Liverpool no perdía por más de un gol un encuentro como local.

Recuperando a Nick Hornby, cualquiera que haya leído “Fever Pitch” puede tener el conocimiento de lo que significó, para los hinchas del Arsenal, aquel último partido de la temporada 1988-89. No tenían muchas esperanzas, pero algo les mantuvo frente al televisor durante los noventa y dos minutos. Fue un partido aburrido, sin apenas profundidad y con dos equipos más pendientes de no encajar que de anotar un gol. George Graham, entrenador del Arsenal, había sorprendido a todos con una línea de cinco defensas y un solo hombre en punta, el infatigable Alan Smith.

Smith era el típico punta inglés de la época con el que cualquier entrenador hubiese ido a la guerra. En un fútbol de balones largos y prolongaciones, el nueve del Arsenal se había ganado fama de procurador de goles en adversidad. No era veloz ni hábil, pero saltaba un poco más que los demás e iba al choque con tanta fe como el más férreo de sus marcadores. Era listo para meter el cuerpo y hábil en el remate de cabeza.

Y así llegó el primer gol. Una falta lateral botada por Winterburn y que Smith cabeceó a la red ante la escasa oposición de la zaga red. Cero a uno y cuarenta minutos por delante. Por algún motivo, los aficionados del Arsenal habían empezado a creer. Una fe que se fue diluyendo con el paso de los minutos a medida que el Liverpool se iba haciendo dueño del balón y de la situación.

El partido entró en parada. Porque el Liverpool sabía que no debía descuidar su espalda y porque el Arsenal se abocaba al milagro de algún balón suelto. Se perdió ritmo y aparecieron los nervios. Los gunners dejaron algún espacio y el Liverpool desperdició dos buenas ocasiones antes de que en el electrónico apareciesen los dígitos que anunciaban que se había cumplido el tiempo reglamentario.

Fue entonces cuando emergió de nuevo la figura de Alan Smith. Un balón a ninguna parte del lateral Dixon fue ganado por el delantero inglés quien prolongó hacia la carrera del centrocampista Michael Thomas. Thomas, un chico fuerte, con algo de criterio en su juego, y que gustaba del ida y vuelta, se coló entre una frágil zaga red para plantarse cara a cara con Bruce Grobbellar y batirle por bajo con el exterior del pie.

Se desató la locura. El Arsenal ganaba por dos goles en Anfield y era campeón de liga. Un hito que no repetía desde hacía casi dos décadas. Un título que reivindicaba a un club que, durante los primeros años del siglo había sido insignia del país y se había convertido en una comparsa de los equipos del noroeste. Un gol que levantó a un país, a una ciudad y a una afición que sentía el fútbol como un estado de ánimo. Ese estado de ánimo que, durante años, estuvo tan dormido como su equipo y que, de repente, se había despertado de la manera más épica posible. Con un gol en el último minuto en el estadio del mejor equipo del mundo. Igual que había hecho el Celta de Vigo el día que el mundo lloró por el fútbol, el Arsenal consiguió romper algo el dia que el mundo sonrió con su triunfo. El renacimiento del fútbol inglés comenzó con aquella internada de Thomas en el área de Anfield.

martes, 19 de junio de 2018

Anillo al dedo

La confusión nos suele conducir hacia términos dispares. Cuando el foco mediático apunta lo extradeportivo, es cuando solemos disparar contra los actos antes que contra el rendimiento. Algunos se precipitaron pidiendo la cabeza del bautista en una bandeja de plata y quienes vieron al equipo nacional privado de su mejor delantero, se deleitaron porque creyeron haber ganado una batalla que en el fondo les satisfizo más por el ruido que por la consecuencia.

Conviene poner el foco en el rendimiento antes de echar por tierra la reputación de un futbolista. En el tema más candente, la adaptación de Diego Costa a la selección española, no era difícil hallar el resultado; el futbolista no había cuajado con el estilo. Bien porque se encontró partidos poco propicios, bien porque jugó en épocas donde la forma física no era la adecuada, o bien porque, como parece ser, el futbolista no ha sabido interpretar el sistema, el caso es que, hasta ayer, el delantero hispano brasileño no ha sido capaz de cumplir con las expectativas generadas. De aquí que, aprovechando su comportamiento pendenciero en ocasiones, los salvaguardas de la patria se lanzaran a decir que el jugador no merecía la camiseta y que para defender el escudo hacían falta algunos valores y otros tantos sentimientos. Todo muy bonito.

Candente el tema de la selección española donde Costa ha hecho méritos para llegar pero no para permanecer, vayamos un poco más allá y analicemos el mal endémico que atosigó al Atlético durante tres temporadas y que no fue otro la falta de un delantero. Cuando uno analizaba partidos desastrosos del pasado, era cuando terminaba de ser consciente de la importancia que tuvo Diego Costa en la magnífica temporada cuajada culminada con el título de liga. Uno veía al pobre Vietto pelear sin premio contra la defensa rival y no podía menos que añorar aquellos cuerpeos ganadores en los que Costa se llevaba por delante a los defensas a base de fe, fuerza y habilidad. 

No hace falta analizar mucho el sistema de juego del Atlético para darse cuenta del impacto que un delantero como Costa tiene en el juego. Durante las últimas temporadas el equipo se reforzó bien en puestos importantes, pero no encontró ese elemento diferenciador que le situó entre uno de los cinco mejores equipos del continente. Mientras Costa se pegaba con medio mundo en la Premier League con mayor o menor fortuna, el Atlético iba buscando un remedio a su escasez de gol. No cuesta mucho recordar el puñado de partidos que el equipo ganó hace cuatro temporadas con un solitario gol de Diego Costa. Aquellos partidos valieron una liga. No cuesta mucho entender por qué Simeone, cuando le dieron a elegir, solicitó su regreso. Puede tener muchos detractores. Quizá sus defensores se exceden en su valoración. Lo que ofrece pocas dudas es que ahora mismo, Costa, al Atlético, y, por qué no, a la selección, les viene como anillo al dedo.

lunes, 18 de junio de 2018

Corazón roto

El Manchester había reinado en Europa en 1968. Con un estilo atractivo y un grupo de jóvenes que habían hecho olvidar la catástrofe que había hundido al club apenas diez años antes, el equipo de Matt Busby se había coronado como campeón de Europa ante el Benfica una dorada noche de primavera londinense.

Los grandes pilares del equipo, Busby aparte, había sido sus tres delanteros. Tan magníficos y tan especiales que la hinchada los llegó a bautizar como "Holy Trinity" (santísima trinidad). George Best era un relámpago con una culebra en la cintura, Bobby Charlton era el cerebro capaz de organizar una jugada de área a área y Dennis Law era un tipo con clase que dejaba escuela en cada aparición cerca del área.

La decadencia del equipo comenzó cuando Busby se sintió viejo y decidió tomarse un descanso. En 1973 Charlton se marchó a la segunda división buscando un retiro dorado y Law cruzó la calle para enrolarse en las filas del Manchester City. Y así llegó el último partido de la temporada siguiente.

El United, acuciado por una crisis de juego y resultados, había perdido toda su identidad. Best seguía en el equipo, pero era una sombra de lo que había llegado a ser y el grupo encaró el derbi ante el rival ciudadano con una premisa imprescindible; no perder. De confirmarse la derrota, el gigante con pies de plomo caería a la segunda divisón y el país entero terminaría echándose las manos a la cabeza después de haber sido testigos de su caída a los infiernos.

Cuando el partido moría y el equipo se agarraba al empate como tabla de salvación, el balón cayó, muerto, a pies de Dennis Law. Cualquier tipo podría haber dejado pasar el momento y permitir que el equipo de su vida se mantuviese en la élite, pero el instinto de gran delantero le hizo taconear la pelota y batir al portero. Las noticias no tardaron en inundar las casas del resto del país. El único equipo inglés campeón de Europa se iba a la segunda división por culpa de un gol anotado por una de sus mayores leyendas. 

Contado así parece demasiado cruel. Basta ver la cara de Dennis Law tras anotar para comprobar cómo, y de qué manera, se le había roto el corazón.