lunes, 24 de octubre de 2011

El Bocha

El destino suele ser tan caprichoso como los deseos incumplidos, tan impredicible como un resultado a ochenta minutos del final, tan importante como la mejor de las noticias, tan emocionante como el más feliz de los reencuentros. A veces, los sueños de la niñez se hacen adultos sin pararse a pensar cual fue el momento en el que dejaste atrás todos los sueños para reciclar la caja de los deseos y volver a nacer con nuevo ritmo en el corazón. Ricardo Bochini, que creció soñando con San Lorenzo, vivió todo un sueño en Independiente y tan hermoso fue el sueño que aún hoy le recuerdan con la sonrisa encendida y la nostalgia pintada en lágrimas; sin duda, fue el mejor de todos.

En su estela dejó una escuela de patentes dibujadas en pases de gol. Aún hoy, son muchos los que describen un último pase con el sobrenombre de "pase bochinesco", y aún hoy, son muchos los que recuerdan a aquel imberbe y pálido muchacho que, salido desde las inferiores del rojo, debutó de la mano del gran Pedro Dellacha en 1971. Entonces tenía diecisiete años, y entonces nació una leyenda.

Una leyenda agrandada por el tiempo, los goles y los milagros. Tanto se amó a Bochini que Avellaneda le regaló una calle con su nombre; camino del estadio del rojo, entre las calles Alsina y Ferrocarril, los hinchas de Independiente pueden rendir homenaje diario ante una placa con un nombre y un nombre con un pasado. Un pasado que nació en los primeros años de la década de los setenta y que culminó hace poco, cuando al tipo le dio por demostrar su inmortalidad vistiendo, durante medio tiempo, la camiseta roja (no podía ser otro color), del Barracas Bolívar. Un gesto altruísta para un equipo modesto, un gesto diferente más de un tipo genial.

Los que no le vieron jugar los mundiales de 1978 y 1982 reprocharon siempre a Menotti su error en la elección y le recordaron, una y otra vez, aquella tarde de enero de 1977. Independiente rendía visita a Talleres de Córdoba en el partido definitivo por el campeonato nacional. En la ida, tras un partido bronco, el resultado fue de empate a uno, por lo que un empate sin goles, al igual que una victoria, le valía a Talleres para campeonar. El partido fue duro y, como más tarde declaró Bochini "fue raro, muy raro". El árbitro Barreiro se convirtió en protagonista después de señalar un penalti dudoso a favor de Talleres y conceder un gol ilegal al equipo local después de que Bocanelli empujase el balón con la mano. Para más inri, el trencilla expulsó a tres futbolistas de Independiente y el rojo alcanzó el tramo final del partido con ocho efectivos, un dos a uno en contra y la moral por los suelos. Fue entonces cuando se puso en marcha el mecanismo de los milagros. Bochini agarró el cuero en el centro del campo, combinó con Bertoni y abrió la pelota hacia Biondi, en el mano a mano, Biondi esquivó al portero pero perdió el hueco para efectuar el disparo, por lo que templó el balón al corazón del área, justo hacia el lugar donde apareció Bochini para empalar fuerte, por arriba, haciendo imposible el despeje del defensor que había alcanzado la raya de gol para intentar sofocar la jugada. La grada de Independiente explotó, los cinco minutos siguientes fueron agónicos, pero el rojo ganó el campeonato y Bochini, una vez más, fue levantado hacia el cielo buscándo un lugar en los altares de la historia balompédica.

Y es que Bochini se acostumbró, a lo largo de su carrera, a convertir goles trascendentales. No fue nunca un excelso goleador y, sin embargo, cada vez que veía puerta era para ganar un partido, para abrir una puerta a la leyenda y para poner una esquirla más en su exitoso palmarés. Pocos olvidarán su gol a la Juventus en la Intercontinental de 1973, el gol a Peñarol en la Libertadores del 76 después de driblar a medio equipo rival o sus dos goles a Fillol en la final del Nacional del 78 ante River. Convirtió goles decisivos y ganó tantos títulos que su palmarés parece más un museo que un listado. Cinco títulos nacionales, cinco Copas Libertadores, 3 Copas Interamericanas y 2 Copas Intercontinentales; esa fue su aportación al mito del "Rey de Copas".

Pero, más allá de los títulos, la gente recuerda su forma de jugar, su elegancia, su visión de juego, su capacidad para dominar los partidos. Tanto y tan bien lo hizo que un pequeño tipo de pelo ensortijado le convirtió en su ídolo. Se llamaba Maradona y uno de los placeres que se permitió en sus inicios fue la de compartir cancha con Bochini en aquellos duelos a muerte entre Boca e Independiente. Tanto adoró su fútbol que, tras el agravio sufrido en el 78 y el 82, convenció a Bilardo para que le incluyese en la  lista de los futbolistas que viajarían a México para disputar el mundial de 1986. Allí, en una Argentina entregada a su Dios, Bochini solamente disputó media docena de minutos en los momentos finales de la semifinal ante Bélgica. Saltó al campo por Burruchaga y, al alcanzar la medular, Maradona le recibió con una reverencia, un apretón de manos y una frase inmortal; "Dibuje, maestro".

El maestro dibujó seiscientos treinta y cuatro partidos vistiendo la roja de Independiente y trazó jugadas maestras, cientos de pases de gol y noventa y siete dianas. Todo hasta que en 1991 se vio obligado a decir adiós después de una dura entrada de Erbín en un partido contra Estudiantes. Tenía treinta y siete años y, aunque su cabeza pedía más, el cuerpo le obligó a decir basta. Pasó al otro lado de la raya de cal para sentarse en la grada y sufrir por su equipo. Todos recuerdan hoy a aquel centrocampista pausado que gustaba de jugar andando y dirigir mirando siempre hacia el frente. No fue correr lo suyo, por ello se extrañó en demasía el día que se enfrentó al Ajax y se econtró a un tipo flaco e incansable, apellidado Cruyff, que corría a ciento por hora y combinaba a toda velocidad. "Es rápido", dijo cuando le preguntaron por él; "pero juega bien".

"Juega bien". Aquellas dos palabras eran más que importantes en la concepción del fútbol de Bochini. Él siempre disfrutó el fútbol como un juego y como tal lo dió a paladear. Su sociedad con Bertoni fue maravillosa, ambos dibujaron jugadas de museo, ambos tiraron tantas paredes como muros defensivos derribaron. Llegó con diecisiete años, se marchó con treinta y siete. Dejó veinte años de sueños y realidades. Le llamaron "El Bocha", le recuerdan como un genio, le adoran como un ídolo. Para la gente del rojo, no habrá otro igual.

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