martes, 7 de julio de 2020

Le petit Zizou

Se movía como él, gesticulaba como él, conducía como él e incluso encorvaba la espalda en los controles como lo hacía él. Pero no era él. Y nadie le puede culpar de ello porque solamente Zidane puede ser Zidane igual que solamente hubo un Maradona, un Messi o un Di Stéfano. La comparaciones, cuando sirven para etiquetar, son una espada de doble filo cuando la moral es más frágil que la expectativa, porque siempre habrá un dedo para acusarte y siempre habrá, sobre todo, un "ya lo sabía yo" que te mandará al infierno de los fracasados.

Hay dos maneras de asumir el fracaso cuando este viene dado por imposición en lugar de por propia frustración; o bien te dedicas a hacer lo que sabes de la mejor manera que sabes o bien te dedicas a reprocharte a ti mismo por cosas que jamás podrás llegar a conseguir. A Yoann Gourcuff le dijeron que tenía que ser como Zidane cuando sólo tenía diecisiete años y deslumbró en Francia jugando para el Lorient. Las promesas, flores de primavera que conduce a una ilusión, se convirtieron en plato de obligación cuando el chico deslumbró en el europeo juvenil de 2005 y el Milan se apresuró a ficharlo para convertirlo en su nuevo estilista. Jugó un año más en Rennes, a gran nivel, y aterrizó en un Milan donde Kaká era capitán general. Empezó bien, porque todas las bombillas lucen con ánimo cuando están recién compradas, pero poco a poco se fue hundiendo entre peleas consigo mismo, falta de compromiso y una vida disoluta que le encaminó a un calvario de lesiones.

Como el hijo pródigo que regresa a casa para ser feliz junto a los suyos, Gourcuff se reencontró con el fútbol y consigo mismo en la temporada 2008-2009. El Girondins de Burdeos, dirigido desde el banquillo por Laurent Blanc, y comandado en el campo por el pequeño Zidane de Ploemeur, ganó la liga francesa después de diez años con un fútbol de salón. Todo eran parabienes, sin embargo, lo peor aún estaba por venir. Sus buenas actuaciones en Burdeos le valieron para ser convocado por Francia para el mundial de Sudáfrica y para ser fichado por el Olympique de Lyon, por aquel entonces, el mejor equipo de la liga francesa.

Resultó que en su cruz ya llevaba su estigma. Francia había perdido a Zidane, el gran estandarte de la mejor selección tricolor de la historia y el Lyon había perdido a Juninho Pernambucano, el gran comandante de un equipo que ganó la liga francesa durante siete temporadas consecutivas. Y Gourcuff, ya lo sabemos, no era Zidane, y tampoco era Juninho. Era un jugador más frágil; estilista, con sentido del juego y detalles de calidad, pero su cabeza jugaba aparte y su cuerpo, castigado por las lesiones, terminó jugando con él. Francia fracasó en Sudáfrica y el Olympique de Lyon no volvió a ganar la liga francesa. Y mitad del huracán, Gourcuff, sospechoso habitual, fue señalado y engullido por el viento.

Tras el calvario regresó a Rennes, el lugar donde un día quiso ser feliz, pero ni su padre, entrenador del equipo, pudo detener su caída en picado. Tras la aventura del regreso, probó a jugar en Dijon, pero su cuerpo dijo basta después de ocho partidos y unas míseras estadísticas. Tras el huracán, quedan los restos de un tipo que hoy mira el fútbol desde la tribuna pensando si merece la pena volver o quizá haya llegado el momento de decirle adiós a todo y a todos. Quizá en algún momento, en el patio de su casa, vuelva a sentirse Zidane y controle la pelota con el pecho para conducirla con elegancia y salvar a un rival con una ruleta, porque a todos los niños les gusta imitar a su ídolo, el problema llega cuando el ídolo sigue estando arriba y a ti no dejan de reprocharte que no seas capaz de salir de abajo.

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