lunes, 18 de febrero de 2019

Un proyecto de diez años


Resulta difícil no pasar de puntillas por un suceso cuando este tiene connotaciones casi milagrosas. Resulta difícil no pararse a pensar, aunque sea durante un instante, qué es lo que ha podido ocurrir para que un grupo de hombres carezcan de sentido del juego y, casi sin que nadie predijese lo contrario, volviesen la cabeza al mundo y se convirtiesen en los tipos más competitivos del planeta. Resulta difícil explicar qué suceso ha llevado al Atlético de Madrid de ser eliminado de la Copa del Rey ante un segunda B a, más de un lustro más tarde, estar codeándose con los mejores equipos de Europa después de haber coqueteado con todos los títulos posibles.

Resultaría difícil contarlo si, realmente, no fuese tan fácil dar con la clave. Cuando el Atlético deambulaba en los últimos puestos de la tabla y la gente volvía a mofarse de su enésimo proyecto fallido, arribó a puerto un capitán con un desafío casi imposible. Como en sus tres lemas impedía la vocalización de la palabra imposible, se puso a trabajar y les dejó claro a sus chicos que el esfuerzo no es negociable y que nunca hay que dejar de creer porque si se trabaja y se cree, se puede. Y vaya si se pudo.

El primer paso para conseguir que un paciente se recupere de una depresión, es conseguir que pueda creer en sí mismo. Hacerle saber de su valía y que puede salir a la calle a pasear entre la gente, sin complejos, que la vida sigue y que siempre nos depara algo detrás de cada esquina. Que ese algo sea bueno o malo depende en gran medida de nosotros pues, generalmente, somos, y hacemos, lo que pensamos. Que aquellos jugadores consiguieran pensar que podían ser capaces de ganar parecía imposible. Pero el diván de Simeone se manifestó como una catapulta perfecta hacia el éxito.

Agarrado a una solidez defensiva casi sin precedentes en la historia del fútbol, el Atlético se catapultó hacia el éxito desde el diván de su entrenador y hacia los más altos puestos a nivel mundial. Y si lo logró, aparte de por su capacidad de sufrir, fue por una capacidad para competir que rozaba lo salvaje. Entendida esta definición como intensidad más que como violencia, el equipo se fue convirtiendo en la peor china en el zapato de cualquier comercial con ínfulas de vender su éxito como el único representante de la gloria. Si, hasta hoy, ha sido capaz de mirar a los ojos a los equipos más poderosos del mundo es porque estos futbolistas han sido capaces de conseguir el imposible de creer en ellos mismos por encima de los pronósticos y las deslegitimaciones. Un equipo, en la máxima extensión de su palabra, es un grupo de hombres que reman al unísono y a un ritmo frenético, en pos de un objetivo. El Atlético de Simeone, que convierte aguas turbias en mansas ante el poder de los palazos de un grupo de hombres que reman con el objetivo en mente, es lo más parecido a un equipo en la máxima extensión de su palabra.

Una renovación hacia un proyecto de diez años impolica la consolidación de un proyecto más allá de los resultados. El Atleti, hoy en día, navega en un mar de dudas y ese el peor pronóstico para un equipo vacunado, al fin, del mal del fatalismo y aupado en los pronósticos como favorito a todo. El legado de Simeone, más allá de los logros, se cimenta en la autoconfianza del grupo y en el reconocimiento de los demás. Jugar bien o mal dejó de ser debate para convertirse en acicate. Si hay algo que ya no hace el Atlético es jugar sin competir. Ahí está la medicina. Pierde, gana y empata, como todos, pero, por encima de todo, cree. Porque aquel equipo muerto de desidia es hoy un milagro latiente; un grupo salvaje que vive en la continua búsqueda de la expiación.

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