lunes, 6 de mayo de 2019

Pichichis: Ferenc Puskas

Dicen que la historia la escriben los ganadores. Dicen que los que vencen son los que roban la memoria al resto porque gustan de dejar impronta en papel de la memoria. Pero los que verdaderamente dejan huella son aquellos que pasan por la vida dejando un legado de asombrosa peculiaridad. Belleza y templanza, vencer y convencer, caerse y, siempre, volverse a levantar.

Ferenc Puskas fue el líder de los dos mejores equipos del fútbol húngaro y dos de los mejores equipos de la historia del fútbol. El Hondved, previamente Kispest de Budapest, fue pionero en un estilo de juego donde primaba la combinación por encima de la dirección. Un estilo que el gran Gusztav Sebes trasladó a la selección húngara y que, apoyado por las estrellas del Hondved y un puñado de grandes futbolistas más, estuvo más de tres años invicto contabilizando un total de treinta y dos partidos. En una época donde no existía la palabra "amistoso" y cualquier encuentro entre selecciones nacionales era una llamada a la defensa y el compromiso con la patria.

Entre aquellas exhibiciones contínuas, destacó la doble victoria ante Inglaterra en 1953. El tres a seis en Wembley en el que se bautizó como "El partido del siglo" y el siete a uno en Budapest en un festival de juego ofensivo. Porque aquella Hungría era así, un festival de fútbol continuo en el que cada partido era un motivo de aplauso.

Pero el currículum de Puskas no se remitió a la mejor selección de fútbol de los años cincuenta, sino que, una vez hubo abandonado su país y sus miedos, decidió enrolarse en las filas del mejor club de fútbol de la década. Allí, en el Real Madrid, le acogieron como a un niño grande con los brazos abiertos, le apodaron "Cañoncito Pum" como homenaje a su colosal pierna izquierda y él mismo se encontró tan agusto que fijó en Madrid su residencia hasta que, dos décadas más tarde, el gobierno húngaro le permitió volver a pisar su tierra.

Fue allí, en Hungría, donde se hizo hombre y futbolista monumental. Siempre de la mano de su inseparable Jozsef Boksic, capitán de la selección, y a quien conoció siendo un niño, se coronó como rey del fútbol en una época donde el deporte tenía sus príncipes. Jugó ochenta y cinco partidos con Hungría y anotó ochenta y cuatro goles, uno de ellos en la final del mundial de 1954 que terminaron perdiendo ante Alemania, y otro más, dos años antes, en la final de los Juegos Olímpicos en la que terminaron derrotando a Yugoslavia.

Aquella final ante Alemania le jugó mermado porque en el partido de la fase de grupos jugado ante la misma selección, el defensor Werner Liebrich le propinó una fuerte patada que le lastimó el tobillo. Acortó los plazos y jugó la final, pero no pudo dar de sí lo que el fútbol hubiese querido. Tal era su capacidad para anotar goles, muchos de ellos inverosímiles, que en la actualidad la FIFA homenajea el mejor gol del año nombrándolo como Premio Puskas. Y es que Puskas fue un futbolista técnicamente exquisito y un goleador excelso que fabricó su historia a base de goles decisivos.

Ya desde pequeño, cuando formaba parte del equipo infantil del Kispest, los aficionados del club construyeron un camino que iba desde su casa hasta el campo de entrenamiento. Tal era la devoción que causaba ya con doce años que sus propios aficionados le facilitaban el acceso a las instalaciones deportivas. Por ello, por saberse siempre protegido por los suyos, Puskas tendió al descuido siempre que se vio fuera de los terrenos de juego. Cuando fichó por el Real Madrid después de dos años sin jugar oficialmente, el técnico Carniglia corrió a quejarse a Santiago Bernabéu: "Presidente, me ha traído a un futbolista al que le sobran veinte kilos ¿Dígame qué puedo hacer con él?". Pero el mesías blanco fue certero al espetar a su entrenador: "¿Y usted me lo pregunta? Póngale en forma, ese es su trabajo, y deje de quejarse".

Puskas llegó a Madrid con treinta y un años y en sus primeras apariciones parecía un ex futbolista. Gordo, ajado y lento, el público comenzó a sospechar de él hasta que él decidió apagar sus dudas. Le llamaron "Pancho" de manera cariñosa y se quedó ocho años en el club hasta que decidió marcharse rondando los cuarenta y con cientos de goles en la mochila. Si en Hungría había sido el líder del equipo, aquí fue la guinda de un pastel espectacular. Porque el equipo ya tenía un líder y ya sabía ganar, pero con Puskas ganó de manera aún más rotunda. Más espectacular.

Al "Mayor galopante" sólo le pudo el Alzheimer cuando ya rondaba los ochenta años. No se acordaba de nada, pero el mundo le recordaba por todo. Atrás dejó una cifra de más de quinientos goles en primera división, repartidos entre las ligas húngara y española y una exigua carrera como entrenador que comenzó de forma exitosa en Panathinakos y terminó de forma desastrosa en Murcia. En Grecia, un año después de retirarse, se proclamó campeón de liga para, en el año siguiente, plantar al equipo en la final de la Copa de Europa. Como si de un guiño del destino se tratase, allí sucumbió ante el incipiente Ajax de un Johan Cruyff que prometía gobernar el fútbol. Aquella noche se juntaron la esencia más pura de las dos selecciones más bellas; la Hungría del cincuenta y cuatro y la Holanda del setenta y cuatro. Dos finalistas honorables, dos equipos que perdieron ante Alemania y que, aún así, pervivieron para siempre en la memoria colectiva como dos ejemplos para la imitación.

Porque en Suiza, Hungría asombró al mundo hasta que en la final se encontró con sus peores fantasmas. Arrasó a todos los equipos en la primera fase y fue excelso y competitivo para eliminar a Brasil y Urugay en las rondas eliminatorias. En la final, con Puskas mermado y los alemanes enérgicamente motivados, Alemania remontó un cero dos inicial para firmar una de las derrotas más tristes de la historia. Dicen que la historia la ganan los ganadores. Dicen. Pero aquel mundial será, para siempre, el mundial de Hungría.

Aquella Hungría, como el Hondved, murió deportivamente en 1956. El Hondved lo hizo en San Mamés, después de un partido en la Copa de Europa en la que el Athletic pasó de ronda y los húngaros pasaron a la historia. La noticia de que los tanques soviéticos habían invadido Budapest para solventar el conato de revolución, provocó el miedo y la furia en los integrantes del equipo. El plantel, en su mayoría, decidió no regresar a casa y pidió asilo político en España. Antes que Puskas, Czibor y Kocsis ficharon por el Barcelona, lo que animó a Ferenc a aceptar la oferta del Real Madrid. Había estado dos años sin jugar, sancionado por la FIFA ante las acusaciones de desertor del gobierno de su país. La inactividad le hizo ganar kilos, pero no consiguió que se le olvidase jugar al fútbol. En aquel Madrid liderado por Di Stéfano, Puskas se sintió libre y goleó por doquier. En total, a lo largo de su carrera, disputó setecientos veinte partidos y anotó setecientos nueve goles. No en vano, fue nombrado mejor goleador del siglo XX por la IFFHS.

En el Madrid formó parte de una delantera gloriosa que, aún hoy, se recita de carrerilla: Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. Los mejores del mundo en el mismo equipo. El mejor equipo en el mejor momento. Tanto destacó en el frente de ataque que marcó siete goles en dos finales de la Copa de Europa; cuatro ante el Eintrach en la ganada en 1960 y tres ante el Benfica en la perdida en 1962. Y es que el oficio de golear en las finales era el ejercicio preferido de Ferenc Puskas. 1952, final de los Juegos Olímpicos (ganada), gol. 1954, final del mundial (ganada), gol. 1960, final de la Copa de Europa (ganada), cuatro goles. 1960, final de la Copa del Rey (perdida), gol. 1960, partido de vuelta de la Copa Intercontinental (ganada), dos goles. 1961, final de la Copa del Rey (perdida), gol. 1962, final del copa de Europa (perdida), tres goles. 1962, final de la Copa del Rey (ganada), dos goles.

Después de semejantes exhibiciones dejó seca su pólvora en las finales y solamente jugó una más al alto nivel, fue en 1964, en el último partido de Di Stéfano con el Madrid, en la que el equipo blanco sucumbió ante el Inter de Helenio Herrera y tras la cual, Puskas se acercó a Sandro Mazzola para intercambiar con él su camiseta. "Tu padre estaría orgulloso", le dijo. "Eres digno de él".

Entre todos los años gloriosos de su carrera, ninguno se acercará excelsamente a lo que logró en 1960. Aquel año marcó veintiseis goles en liga en la que el Madrid sería segundo, doce en la Copa de Europa, incluídos tres en semifinales contra el Barcelona y los cuatro de la final, que el Madrid terminó ganando, diez goles en la Copa del Rey, incluido uno en la final que el Madrid perdió frente al Atlético y dos goles en el partido de vuelta de la Copa Intercontinental en el que el Madrid derrotó por cinco goles a uno a Peñarol de Montevideo. En total fueron cincuenta goles, la mayoría de ellos decisivos, que no le sirvieron para ganar el Balón de Oro.

La historia ha demostrado que, en el fondo, los premios no son más que un trozo dorado que no siempre se instalan en el estante de la memoria. Florian Albert fue el único húngaro en ganar el Balón de Oro y, sin embargo, nadie duda de que Puskas ha sido, de largo, el mejor futbolista en la historia del país. El goleador excelso, el artista que jugaba con la pausa y desaparecía con la aceleración. Un pie izquierdo celestial que marcó treinta y cinco goles en sus treinta y siete aparciones en la Copa de Europa. El hombre que lideró a unos magiares que llamaron mágicos por su manera de trenzar el fútbol, el delantero que le anotó dos hat-trick al Barcelona en 1961 y apuntilló así una revancha que llevaba tiempo ideando. Aquel Barça post Herrera que le había ganado dos ligas al Madrid y al que Puskas goleaba una y otra vez sin piedad que le frenase. El mismo tipo que, en 1962, y después de dos finales perdidas, goleó de nuevo en el Camp Nou para jugar una nueva final de Copa y marcar el tanto decisivo que le dio el triunfo a su equipo. Porque así era él, pertinaz, goleador y decisivo. Una máquina de hacer goles que llegó tarde a Madrid y se fue demasiado rápido por tanto como se le disfrutó.

Aquella Hungría inolvidable se apagó en 1956 con aquella desbandada planificada en Bilbao, pero deportivamente ya había tocado a su fin cuando Checoslovaquia les había derrotado en un trepidante partido después de otros dos años sin conocer la derrota. Era el fin de una era y el comienzo de una emigración que llevó a sus integrantes a distintos puntos del continente. Cuando Bernabéu comentó a Samitier su intención de fichar a Puskas, el secretario técnico se negó en redondo. Le había visto jugar pachangas y sabía que estaba viejo y fuera de forma. "Entonces serás tú quien debas irte", respondió el presidente blanco al tipo que había gestionado los fichajes de Di Stéfano y Kopa. Y se fue. Y llegó Puskas y, andando y pateando, dio clases magistrales de fútbol de salón. Tan efusiva fue su estancia en España que, aún con treinta y tres años encima, se nacionalizó español para formar parte del plantel que debía jugar con España el mundial de Chile. Por unos momentos, los españoles quisieron soñar con algo grande. Di Stéfano y Puskas juntos, aquello era una llamada a la esperanza. Pero Di Stéfano no estuvo y Puskas rindió al nivel que solían hacerlo los futbolistas de la época cada vez que se vestían de rojo. Con el Madrid les podía la ilusión, con España les podía la responsabilidad. Y aunque la selección fue campeona de Europa tres años más tarde, por entonces, Puskas, que aún seguía goleando, había pasado a formar parte del recuerdo patrio para un equipo que vivía en continuo proceso de renovación.

En su primera temporada de blanco, anotó cuatro tripletes y en la última, se despidió de la Copa de Europa con un partido apoteósico ante el Feyenoord al que anotó cutaro goles en el Bernabéu rondando los cuarenta años. Cuando se marchó, vencido por la edad y los dolores, se sentó en el banquillo del Panathinaikos y lo condujo a la final de la Copa de Europa en tan sólo dos temporadas. Después entrenó en España, en Chile, en Arabia, en Egipto, en Paraguay y hasta en su Hungría natal, donde abandonó la vocación y se quedó a vivir para siempre en paz consigo mismo. Ningún fracaso como entrenador empañó su gloria como jugador y así se le reconoció en el año 2011 cuando la FIFA lo incluyó en el Salón de la Fama de la Historia del Fútbol. Un jugador así no podía tener un menor reconocimiento.

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