lunes, 23 de octubre de 2023

Balones de oro: Allan Simonsen

Durante los años setenta, la televisión latinoamericana abrió una ventana a un desconocido fútbol europeo. Los eruditos, sabían de sus compatriotas allá en la liga española y otros, los más, conocían los intríngulis del fútbol inglés y el fútbol italiano, pero debido al puño de hierro que impuso el Bayern Munich durante la segunda mitad de la década, comenzaron a aparecer en los televisores de américa los partidos de una Bundesliga que, por entonces, miraba de tú a tú a las ligas más poderosas de Europa.

En sus narraciones, el colombiano Andrés Salcedo, salpicaba de apodos variopintos a algunos de los mejores jugadores del momento y así, la gente comenzó a reconocer a Caperucita Rummenigge, a Migajita Littbarski o a Norbert Nachtweih, el espía que vino del frío. Entre ellos, jugaba un extremo danés que enamoró al mundo y que por su baja estatura fue apodado la pulga y que, como tal, saltaba todas las trampas hasta llegar como una flecha hasta el área rival.

Veloz como un rayo, Allan Simonsen entró en el corazón del mundo haciendo diabluras en aquel Borussia Monchengladbach entrenado por Udo Lattek. Aquel equipo terminó siendo desmantelado por la incipiente liga española, Stielike se marchó a Madrid, Bonhof a Valencia y Simonsen a Barcelona. Allí permaneció hasta que el equipo fichó a Maradona y él, negándose a ser suplente, se marchó por la puerta grande aplaudido por la gente buscando un cariño que ya no encontró en el Charlton Athletic.

En aquel Charlton decrépito no cobró ni un duro, todo lo contrario al traspaso estelar que consiguió el Barça en 1979, aquel joven prodigio ya había destacado en la selección danesa y la vía roto en Monchengladbach durante una década de impresión. Hennes Weisweiler, que ya había entrenado al Barcelona en 1976, recomendó el fichaje del pequeño extremo danés, pero aquel entrenador, que ya había tocado la gloria con el Gladbach, terminó fuera de Barcelona tras un sonado enfrentamiento con un Johan Cruyff que ya empezaba a capitular.

Con Weisweiler había ganado la Copa de la Uefa de 1975 y con el Barcelona ganó la Recopa de Europa de 1982. En ambas finales, Allan Simonsen anotó un gol. Fueron dos entre muchos. De hecho, es el único jugador en la historia en haber marcado gol en las tres grandes finales europeas, una cifra que, a  lo largo de su carrera, detuvo en ciento setenta y ocho, justo antes de que Ivon Le Roux le rompiese la pierna tras una dura entrada en la Eurocopa de 1984.

De hecho, más que un consumado goleador, Simonsen fue un asistente impecable. A ello le ayudaban sus infatigables carreras hacia la línea de fondo y sus maravillosos centros buscando una cabeza goleadora. Ganó un total de doce títulos a lo largo de su carrera, principalmente en Alemania, pero se le resistieron los dos más grandes, ya que perdió la final de 1977 frente al Liverpool y la edición de la Copa Intercontinental de la temporada siguiente ante Boca Juniors en una edición a la que acudió de improviso ante la negativa del Liverpool a viajar a Sudamérica.

Su último título, antes de capitular en la Eurocopa de Francia, fue la liga danesa de 1984, a la que ya había llegado de forma crepuscular y en la que siguió dando lecciones de puro fútbol. En Barcelona, pese a que su llegada no despertó la ilusión esperada puesto que le tocó el feo boleto de tener que sustituir al gran ídolo Johan Neeskens, terminó siendo el tipo más querido de la plantilla formando, junto a Quini, una sociedad que caló en el corazón de la ciudad.

Simonet, como le apodaron cariñosamente en Barcelona, llegó a un Barça maldito después de ganar, una vez más, la Copa de la Uefa con el Borussia Monchengladbach en 1979. Era un Barça de pequeñas hazañas, nada que ver con el actual. Apenas disputaba las ligas y se tenía que conformar con torneos cortos donde podía poner toda la intensidad. Así llegó la victoria en la Recopa de 1982 ante el Standard de Lieja en un Camp Nou totalmente abarrotado que fue testigo de una exhibición del pequeño danés quien, con un gol y una asistencia convirtió a la ciudad condal en la capital del fútbol mundial por un día.

España ya le había visto jugar en un partido entre la selección y Dinamarca valedero para la clasificación a la fase final de la Euro de 1976 a disputar en Yugoslavia. Ninguna de las dos consiguió clasificarse, pero aquel pequeño danés ya había dejado muestras de su ingobernable clase. Al año siguiente, sin causar demasiada sorpresa, fue galardonado con el Balón de Oro y un par de años después le estaba marcando un gol al Zaragoza en la Romareda en el minuto ochenta y siete de su partido de debut con la camiseta del Barcelona.

Antes de aquella Recopa del ochenta y dos, Simonsen y el Barça ya habían ganado la Copa del Rey del ochenta y uno en una final disputada ante el Sporting de Gijón. Aquel zurdo veloz, listo como pocos, había anotado más de cien goles en Alemania gracias a su zigzag imparable y a su salida hacia ambos perfiles, pues pese a tener la izquierda como pierna buena, manejaba la derecha de manera lo suficientemente decente como para saber definir con soltura delante de los porteros.

Aunque su escaparate principal, como dijimos, nunca fue el gol. En Barcelona tuvo el placer de acompañar a Quini y a Krankl, dos monstruos del área, pero antes, en el Gladbach, había formado parte de un auténtico equipazo que le quitó tres Bundesligas al Bayern en los años setenta y entre los que él fue galardonado con el Balón de Oro que le consideró como el mejor jugador de Europa por delante de Kevin Keegan y Michel Platini. Siendo el pionero, además, de una selección danesa que terminó de dar el salto cuando él daba por terminada su carrera, siendo el padrino perfecto para dos monstruos del balompié como Michael Laudrup y Elkjaer Larsen.

Tanto cariño recibió en Dinamarca que, cuando sus piernas pesaban más de la cuenta, decidió dar su última lección en Velje, la ciudad en la que había nacido en 1952 y en a que se convirtió en ídolo inmortal después de regalarle el doblete en 1984. Y es que era un tipo con un carisma incontenible, un extremo excepcional que hizo de Heynckes un goleador impío y que convirtió a Schuster en un tipo feliz al encontrar en él al tipo idóneo a quien regalar sus maravillosos pases en largo.

Sufrió mil entradas, muchas de ellas terroríficas, pero supo sobrevivir siempre en el alambre de la línea de cal, tirando autopases y regateando con la cabeza agachada y el corazón en vilo. Desde aquel debut con dieciocho años hasta aquella entrada terrorífica cuando tenía treinta y dos, dejó catorce temporadas de puro fútbol clásico con carreras inagotables y centros al corazón del área para que sus compañeros pudiesen tener esa bendita gloria llamada gol tatuada por siempre en el riego de sus venas. Era muy pequeño, pero el fútbol le hizo muy grande.

En 1982 se despidió de Barcelona con lágrimas en los ojos y con el alma encogida. Los aficionados no querían su marcha, pero el club había hecho una nueva inversión y la Liga no dejaba inscribir a más de dos extranjeros por equipo. El pequeño extremo iba a ser sustituído por un futbolista aún más pequeño pero, decían, aún más talentoso. Se llamaba Diego Maradona y la historia terminó por escribirse en líneas derechas sobre renglones torcidos.