martes, 23 de octubre de 2007

Cuando el fútbol bailó la samba

Nombrar a Rudolf Glöckner como uno de los participantes en la que ha pasado a la historia como la mejor final de la historia de los mundiales, sería un ejercicio de confusión y adivinanza traicionera. Decir que el trabajo de Rudolf Glöcker, además de pitar la final del mundial celebrado en México en 1970, fue el de aplaudir con el alma la exhibición brasileña, sería una frase más acorde a la realidad, porque el alemán, invitado de piedra en un espectáculo inolvidable, no tuvo más trabajo que el de señalar el inicio y el final de un partido convertido en leyenda con la fuerza del recuerdo.

El estadio Azteca, situado a dos mil metros sobre el nivel del mar, se alzaba majestuoso como una obra maestra de la arquitectura moderna, al tiempo que se enfrentaba a un clima extremo y angustiante, pero las consecuencias de su azote no llegaron más allá del jadeo agonizante y el pecho empapado de sudor; aquel fue un mundial limpio, tanto que desde el primer al último partido no contó ni un solo jugador expulsado.

Se enfrentaban dos estilos contrapuestos, dos maneras diferentes de vivir el fútbol, dos caminos bifurcados en busca de un tricampeonato, porque ambas selecciones, Brasil e Italia, manejaban con orgullo el brillo de su palmarés y ante los ojos del mundo presumían de sus dos conquistas anteriores; unas, las de Italia, perdidas en el recuerdo de los albores del balompié, y las otras, las de Brasil, encendidas en el recuerdo más presente de cada aficionado que abarrotaba las gradas del Azteca.

Brasil era la samba convertida en fútbol. Un equipo con cinco dieces por delante y cinco obreros con alma de malabarista por detrás, un equipo diez y un diez para el examen de la memoria de cada uno de los espectadores. Una seleccionador dirigida por Zagallo gracias a un rebote del anecdotario, una discusión de entretiempo que consagró como entrenador al otrora magnífico ala izquierda de la canarinha, una gloria vestida de lógica dada la calidad de cada uno de sus futbolistas, un futuro vestido de banquillo gracias a un prestigio ganado bajo el tórrido sol mexicano.

Como la victoria no corría tanta prisa como el interés por conseguirla, ambos equipos se dedicaron al mutuo reconocimiento durante los primeros minutos del partido. En aquel tanteo faltaba Rivera, el gran ausente de una fiesta dibujada para él, porque los artistas, donde mejor se mueven es el escenario. Pero Rivera era espectador por antojo de su entrenador y sobre el umbral de su melancólica mirada podía asombrarse ante la majestuosa fisonomía del recinto diseñado por los arquitectos Vázquez y Mijares después de una costosa y justificada vuelta al mundo copiando al detalle el mejor de los rincones de cada uno de los estadios repartidos por cada país. Un gran estadio para un gran evento. Un gran evento con grandes contendientes, contendientes para la historia y las cuentas que nunca fallan que colocaron, por vez primera en la historia, a cuatro campeones del mundo como los cuatro semifinalistas dispuestos a regalar sus lágrimas por un pedazo de cielo.

La torcida brasileña festejaba en la grada todo un carnaval de deseos y antes de hacer historia con una invasión de césped que acompañaría al pitido final, tuvieron que contemplar la gallardía, resistencia y desmoronamiento de un rival que se presentó con dignidad, jugó con orgullo y perdió ahogado en su propio arrojo. Porque Italia era un equipo serio en toda la extensión de su palabra, el prototipo alpino que conjugaba contundencia, especulación y talento. Como además, su nivel competitivo se alzaba más allá de cualquier sospecha, la victoria brasileña se iba a convertir tanto en épica como en inolvidable. Y es que el valor de una victoria crece en una medida proporcional a la de la calidad del rival al que te enfrentas.

Un ejército dirigido desde el banco por el vilipendiado Ferruccio Valcareggi. Vilipendiado por el atropello cometido sobre Gianni Rivera, vilipendiado por aferrarse a la suerte para rebotarse hasta la final, vilipendiado por no saber dar forma ni sentido a su discurso. Pero una vez más, el fútbol dio la razón a la italiana al bueno de Valcareggi, analista del rival y entrenador de sus miedos.

Y eso que el tanteo inicial no pintó del todo mal para el equipo italiano. Dos jugadas aisladas sirvieron para poner en jaque a todo el sector defensivo brasileño; Riva primero y Mazzola después pusieron el "uy" en las gradas y la posible sorpresa en la imaginación. Y es que en Riva estaban depositadas la mayoría de las esperanzas de los tifosi, porque el gigantón había hecho grande al Cagliari con el poder de su fútbol, porque Gigi era leyenda viva de un país que crecía renaciendo mitos de área pequeña.

La media cúpula que dibujaba la estructura del estadio Azteca conseguía multiplicar cada decibelio por diez. De esta forma, cada oportunidad perdida se convertía en un amago de tragedia en las gradas, así como cada grito de ánimo era un perfecto reclamo a la propia vida. Orgullo de un país, el estadio se erguía imponente mientras era testigo del tiempo. México tenía la magia y la magia vibraba en los pies de cada futbolista.

Recuerda Rivelino, que una hora y media antes de caer desmayado por la fuerza de la emoción, puso un balón curvado en el limbo. Recuerda el italiano Burgnich que saltó hacia aquel balón con toda la energía que le proporcionaba su ánimo y que décimas después de caer derrotado al suelo, el cuerpo atlético de Pelé continuaba surcando el viento agarrado a las asas del cielo. Recuerda Pelé que sus piernas fueron muelles y que alcanzó aquel balón pegado a una nube para cabecearlo con fuerza junto al palo izquierdo de Albertosi. Recuerda Albertosi que la estirada fue insuficiente y que en la celebración brasileña encontró la añoranza del que se levanta cada mañana con sueños infinitos.

Con el uno a cero comenzó el sobeteo. La imparable delantera brasileña comenzaba en Jairzinho. Ídolo de Botafogo, donde tuvo que llenar el hueco dejado por el inolvidable Garrincha, a Jairzinho le gustaba jugar vestido con una sonrisa. Tocaba hacia adelante y buscaba el desmarque con la inteligencia del depredador. En el área era insuperable. En la celebración era envidiado.

Los ciento siete mil espectadores que abarrotaban las gradas comenzaron a tocar sus sones de batucada. La fiesta del fútbol presagiaba una leyenda y en el olvido quedaron las guerras centroamericanas que tiñieron de sangre la fase de clasificación. Como solamente quedaba un balón como testigo de la historia, se propusieron los brasileños secar las lágrimas al ritmo de su danza.

Recuerda Tostao, que una hora antes de acabar desnudo por el césped, empezó a jugar como en un patio de recreo. En sus recuerdos confiesa tener presente las sonrisas de sus compañeros y la preocupación latente en el banquillo ante la burla confiada a la que estaban sometiendo a un rival dormido pero no muerto. Fueron minutos de horizontalidad, alegría y filigranas comandados por Gerson. Porque Gerson era el toque omnipresente de un equipo que bailaba a su alrededor, el jefe de operaciones de un grupo de artistas, el lanzador perfecto de cada sueño carioca.

Observaba Zagallo, aterido por la inquietud, como sus jugadores jugaban con el fuego de la confianza. El pobre Zagallo, puesto en su pedestal por una decisión política y arrimandose al fuego de la obediencia que en su día quemó a Joao Saldanha, vilipendiado por la crítica y cesado de su cargo por la fe ciega a una de sus más notables conclusiones. Y es que para Saldanha, Pelé no estaba en condiciones para ir al mundial. Con esa firmeza en sus argumentos, el bueno de Saldanha no duró más de un periquete en el cargo y es que en Brasil, pronunciar en vano el nombre de Pelé era aún peor que faltarle al segundo mandamiento.

Recuerda Gerson, que una hora antes de acabar empapado por la tormenta de su propio llanto, comenzó a jugar con sus propias pretensiones. Como el resultado final le impidió condenar sus momentos de soberbia, dejó como anécdota el sobeteo indeciso que terminó con Clodoaldo y Félix en el suelo y con el balón besando las redes tras disparo de Boninsegna. Era el empate a uno, y aunque por momentos pareció que solamente había un equipo sobre el terreno de juego, la partida recuperaba sus fichas perdidas y empezaba otra vez de cero.

El dorsal número nueve lo portaba Tostao. Él era quien servía de acompañante a Pelé en la punta de ataque y él era el que se descolgaba hacia atrás y engañaba a los rivales mientras dejaba el espacio libre al rey creador. En cada uno de sus movimientos derramaba sentido de juego y en cada uno de sus centros apostaba a caballo ganador, porque en él se iniciaba el vértigo definitivo.

Fueron goles, rondos y movimientos que el mundo entero pudo disfrutar desde el sillón de su casa, porque el esplendor de aquel mundial nació con las retransmisiones televisivas. Aquel fue el primer mundial televisado y en la magia de la tecnología se hizo más grande la leyenda de aquel equipo brasileño. Y recuerda Zagallo, que una hora antes de abandonar el estadio subido a los hombros de un aficionado, pudo celebrar y lamentar al mismo tiempo un disparo de Pelé que alcanzó las mallas italianas pero que el señor Glöckner había decidido anular al coincidir en su ejecución con el pitido que señalaba el final del primer tiempo. De nuevo aparecía el señor Glöckner, de quienes todos se habían olvidado sumergidos en la pasión de un espectáculo desenfrenado.

Pelé era el auténtico redentor del pueblo. En Brasil era el Corcovado de Sao Paulo vestido con la camiseta blanca del Santos y en México era el Mesías de un equipo que añoraba los momentos de gloria aún presentes en el recuerdo. En las botas de Pelé, el balón Telstar fabricado por Adidas, parecía la etiqueta de un sello legendario, porque Pelé tocaba el balón con la suavidad de un ángel vestido de corto y la elegancia de un caballero ataviado para la mejor gala. Y recuerda Pelé, que media hora antes de terminar descalzo y navegando en una nube de brazos, sintió que en el ronco jadeo de cada futbolista italiano se escondía la renuncia involuntaria al sueño de todas las infancias.

Aquella irrepetible delantera se acostaba en su perfil izquierdo en las botas firmes de Rivelino. Él era el dueño del juego de un Fluminense lanzado hacia sus mejores días, él era el dueño de la mejor pierna izquierda del campeonato, él era el autor de los goles más necesarios del equipo, como aquel disparo ante Perú que sirvió para barrer a todos los fantasmas de una patada y para llorar la victoria ante Didí, entrenador enemigo aquel día e ídolo irrepetible en la juventud de cada uno de los futbolistas brasileños.

Recuerda Carlos Alberto, que una hora antes de agarrar por derecho la Copa Jules Rimet, sintió que la llegada imparable de Gerson iba a abrir el camino definitivo hacia todos sus sueños. Corría el minuto sesenta y seis y el imponente centrocampista del Sao Paulo encontró el balón en la cercanía del área. Como por allí no había ningún jugador italiano dispuesto a impedir lo irremediable, el número trece la pegó con el alma y lo deseó con el corazón. El balón encontró la escuadra de Albertosi y el partido murió mientras toda Brasil desgarraba su garganta con el zapatazo de su director de orquesta.

Y es que para los jugadores italianos, aquel disparo inalcanzable sirvió como renuncia definitiva al último esfuerzo. Y no era la falta de ánimo lo que impidio a los transalpinos luchar por una final que se habían ganado a pulso, sino la falta de corazón y de aliento. Porque cada carrera regalada a sus ciudadanos escondía el cheque pagado por conseguir el pasaporte a la final. En el partido de semifinales ante Alemania habían alcanzado el cielo, pero nunca pudieron imaginar que desde aquel cielo iban a encontrar el infierno en plena final.

Aquel irremediable esfuerzo fue la guadaña de un equipo que tuvo que rendirse ante la evidencia de un Brasil que jugaba al fútbol bailando samba. Aquel equipo fue el canto definitivo de un fútbol que jamás se ha vuelto a presenciar y que quizá por ello haya quedado hoy como auténtico ejemplo de perfección. Y fue en plena liberación de egos cuando Gerson y Pelé dibujaron un plano de perfecta armonía y permitieron que Jairzinho marcase su gol y entrase en la historia definitiva como el único jugador capaz de anotar un gol en todos los partidos de un mundial.

El partido entró entonces en una dinámica cada vez más autodestructiva para Italia y cada vez más desaforada para Brasil. El combate simuló al del boxeador intratable que juega con pequeños golpes a destrozar el rostro de un rival totalmente noqueado. A los italianos no les quedaban fuerzas ni para dar patadas y terminaron, con su honradez, vistiendo aquel mundial como el más limpio de la historia y es que, pese a ser la primera vez que los colegiados tuvieron la oportunidad de mostrar las difamadas tarjetas, no encontraron la ocasión, en todo el campeonato, de enseñar el color rojo de su cartulina. Y ausente en su falta de actividad, el señor Glöcker, de nuevo olvidado por el tronío del momento, pudo ser testigo de excepción de uno de los momentos más maravillosos de la historia del fútbol.

Corría el minuto ochenta y cinco cuando Clodoaldo encontró el balón en su medular y, tras combinar en corto con Gerson y Pelé, realizó tres bicicletas para deleite de su torcida, se la dio a Rivelino, situado a su izquierda, para que enviase un pase largo, paralelo a la línea de banda, que recogió Jairzinho pegado a la cal. Jairzinho avanzó hacia adentro y encontró a Pelé. En solo cinco pases, toda la línea defensiva italiana había quedado descolocada y en aquel desorden encontró Pelé el abismo descomunal que se abría en el flanco enemigo. Un solo y preciso toque bastó para dejar al lateral Carlos Alberto solo ante el portero rival. El número dos rompió la pelota y Brasil puso un inalcanzable e inolvidable cuatro a uno en el marcador de una final memorable por sus goles y sus detalles.

Ya habían borrado del mapa a Checoslovaquia, Rumanía, Inglaterra, Perú y Uruguay. Ahora era Italia la que mordía el polvo ante su talento. No era de extrañar que cada uno de los futbolistas brasileños se sintiesen protagonistas de un cuento legendario, no fue de extrañar que en la cabeza de cada futbolista carioca sobreviva el recuerdo de un mundial que demostró al mundo que se puede jugar al fútbol con una sonrisa y dibujando pasos de samba en cada toque de balón.

5 comentarios:

Wetto dijo...

Tus posts retro son la leche.

Anónimo dijo...

Gran post y me quedaré con un detalle de esos que luego sirven para quedarte con la gente, y es con lo de Jairzinho y sus goles en todos los partidos.

Saludos!

Christian dijo...

bueno, pues ayer leí de que iba el post, y por la noche vi ese partido que tenia por ahí guardado en mis documentos.
un partidazo, el otro dia ablabamos de los mejores partidos de la historia, y este, por lo menos lo es, aunque de un eqipo solo...
una pena para italia, q no merecia tal castigo, pero es que brasil si merecia esa recompensa.
partidazo por todo lo alto. un partido de esos q nunca mas volveremos a ver, basicamente porq ningun entrenador cree en lo bonito como manera d triunfar.
una pena, veo al brasil de dunga y lloro...

un saludo!!!!

Anónimo dijo...

En aquel Brasil nació el mito del 'jogo bonito'. Han pasado casi cuarenta años y el Brasil de ahora sigue aprovechándose de la fama de aquel. Equipo increíble por lo que cuentan. Por cierto, casi coincides con Segurola, que hoy (un día después) también ha escrito en marca.com sobre Brasil del 70, jejeje. Igual te ha copiado, jaja. Un saludo crack.

Javi Saiz dijo...

De estos post, mejor leo y no opino, pedazo de artículo!
yo el partido entero no lo he visto, si he oido hablar muchas veces de el, y viendo como combinan los brasileños en algunas jugadas, se entiende pq les considera el mejor equipo de todos los tiempos.