jueves, 22 de noviembre de 2007

El nacimiento de la madre de las mejores leyendas

En el mismo año en el que en nuestro país se tambaleaba la monarquía de Alfonso XIII y la dictablanda del general Belenguer terminaba por hastiar a un pueblo sediento de cambio, al tiempo que Lauste y Laudet, dos vecinos franceses, dotaban de sonido al cine y el volcán Strómboli (tubo de escape en la novela de Verne "Viaje al Centro de la Tierra) entraba en erupción, mientras el mundo intentaba curar la herida que el puñal de la crisis había producido en el corazón de Wall Street; las tierras adyacentes al Río de la Plata engalanaban su ánimo y su sonrisa en víspera de celebrar el primer campeonato mundial de fútbol.

Fue un mundial sin sorteo previo. Sin sorteo, ni fase de clasificación, ni siquiera con certeza de disputa, puesto que fueron muchos los participantes que a última hora se bajaron del carro, bien por falta de presupuesto para afrontar un viaje a través del Altántico o bien a modo de protesta por la elección a dedo del país organizador. De esta manera, el sorteo de grupos y la confección del campeonato fue realizado apenas dos días antes del comienzo del mismo, por lo que la primera premisa fue la de estar seguros de que todos los inscritos de manera definitiva hubiesen embarcado en Montevideo. Con la certeza bien documentada, se realizaron los preparativos y se organizó un campeonato que, con los años, fue ganando en prosperidad y entusiasmo.

Para una ocasión tan inigualable no podía faltar una pelota facilmente distinguible. El balón fabricado para el mundial era de color marrón oscuro, al estilo de las pelotas clásicas, formada por gajos rectangulares unidos en una costura exterior de nylon fuerte. Las costuras, más propias de la tortura que de un juego, hacían que cabecear el cuero fuese más un acto de masoquismo que un intento por prolongar la jugada; para ello, muchos futbolistas optaron por jugar ataviados por una boina a la que, los más pícaros, rellenaron de cartón. Algo así como "mens sana in cabeza sana".

El día catorce de julio, mientras la lejana Francia celebraba el aniversario de su más célebre revolución, el defensor rumano Steiner pasó a formar parte de la historia más triste de los campeonatos del mundo. Durante el partido en el que su selección venció a la de Perú por tres goles a uno, el peroné de su pierna derecha hizo crack y se convirtió, de esta forma, en el primer lesionado de gravedad en la historia de los mundiales. Como en aquella época no había lugar para los cambios, Rumanía hubo de aguantar el resultado de forma heroica, con sus diez valientes efectivos sobre el terreno.

Como todo gran acontecimiento, el campeonato también tuvo su particular obra majestuosa. Esta no fue otra que la construcción de un gran estadio en el límite de Montevideo. Le bautizaron como "Centenario" y los años lo han convertido en templo y gloria del deporte. Pese a la extraordinaria rapidez en su construcción, la inauguración llegó más tarde de lo previsto; unos culparon a las lluvias y otros a la mala planificación, pero mientras la burocracia expedía los últimos trámites para su estreno, eran los estadios de Pocitos y Parque Central los encargados de albergar los primeros partidos del torneo. Cuando se abrió al público por vez primera, el cemento estaba tan fresco que los visitantes pudieron grabar sus nombres para la posteridad y las obras estaban tan inacabadas que, mientras los futbolistas cambiaban su traje de calle por el de faena en el corazón del vestuario, se vieron obligados a ser testigos del trabajo de los afanados obreros mientras sacaban a la calle los últimos sacos de cemento y las últimas bolsas de escombro.

El día veintiuno, mientras Rumanía repetía presencia, esta vez frente al aclamado anfitrión, el público preesente tuvo la suerte de asistir a una de las más célebres exhibiciones de la historia del fútbol. Poco después de haber anotado el tercer gol, uno de los delanteros uruguayos cayó al suelo para ser atendido, en pleno terreno de juego, por el masajista local. Los rumanos estaban tan exhaustos que no tuvieron tiempo ni para protestar, pero más curioso resultó, aún, ver como, durante el tiempo que duró esta asistencia, el medio Anselmo anotaba el cuarto gol para los locales. Lógicamente, y vista la pasividad de los rumanos, no iban a ser los charrúas quienes protestasen la irregularidad del incidente.

Cuando Argentina certificó su pase a la final, medio país se agolpó en los puertos adyacentes al Río de la Plata. Los que no tuvieron la oportunidad de cruzarlo, tuvieron que conformarse con la imagen sonora de su transistor para seguir las evoluciones del encuentro. En la Avenida de Mayo, frente a la Casa América, el propietario de un negocio de comunicaciones tuvo el ingenio de sacar un par de parlantes a la calle y sintonizar el partido para todo Buenos Aires. Lo que en principio había sido una singular idea, terminó por convertirse en una enfervorizada manifestación de ánimo. La avenida tuvo que ser cortada y los guardias de seguridad se vieron obligados a hacer acto de presencia ante la pasión generada por la multitud. Nadie se atrevió a hacer cuentas de lo que la locura colectiva hubiese podido generar con una victoria argentina en aquella final.

En el camino hacia aquella final, Argentina había tenido un movido enfrentamiento frente a la selección francesa. Lo curioso de este partido es que terminó seis minutos antes de cumplirse el tiempo reglamentario. Cuando el delantero galo Langiller encaraba en solitario el marco argentino, el público local, deseoso de una rápida eliminación argentina, ocupó parte del terreno de juego presa de los nervios y el ánimo exhacerbado. Ante el asombro generado por el acontecimiento, el árbitro brasileño Almeido Rego optó por suspender la contienda y dar validez al uno a cero que indicaba el marcador. Y fue entonces cuando se desató la guerra. La afición invadió el campo, los jugadores hubieron de huir despavoridos y uno de los jueces de línea se vio obligado, amilanado por las amenazas, a convencer al árbitro para que decretase la reanudación del partido. Los jugadores argentinos, ya con un pie en la ducha, alegaron que su futbolista Roberto Cherro había sufrido un desmayo víctima de la tensión, por lo que no estaban en condiciones de regresar al césped en situación de igualdad. El árbitro se refugió en su caseta, el partido se decretó como finalizado y la situación terminó por enfriarse y convertirse en anécdota.

De cara a la final, toda Argentina confiaba en su director de orquesta Luis Monti. Monti era un tipo fuerte, de los que no se escondían y confiaban en su condición física para hacer relucir ante el mundo el brillo de su talento. Argentina resistía en la cima con los goles de Stabile, la clase de Varallo y Ferreira y, por encima de ellos, la presencia en comandancia del centrocampista Monti. Como durante un amistoso disputado un par de años antes, el bueno de Monti la había emprendido a puñetazos con el ídolo uruguayo Lorenzo Fernández, la expedición argentina atribuyó las amenazas recibidas como el comportamiento vengativo de algún aficionado lunático. Pero Monti sabía que detrás de aquellas amenazas de muerte había algo más que la promesa de un hincha enfervorizado. A Monti no le dejaron dormir durante las dos noches precedentes a la final, a Monti le obligaron a jugar el partido más importante de su vida cohibido por el miedo y arrugado por las voces de ulterior. En el campo, sus compañeros clamaban al cielo para que Monti recuperase el espíritu y en la grada, dos desconocidos italianos llamados Marco Scaglia y Luciano Benetti sellaban una corta conversación con una sentencia firme: "Dentro de noventa minutos sabremos si tendremos que matarlo a él, a su madre u ofrecerle mucho dinero para ir a jugar a Italia".

Y es que detrás de las amenazas recibidas estaba escondida la mano y la palabra de Benito Mussolini. Su plan resultó tan maléfico como eficaz a la postre; Argentina debía ser derrotada y Monti debía convertirse en culpable. Argentina salió derrotada y Monti regresó a su país como un cobarde. Tras varios días de maltrato y menosprecio, aceptó una sorprendente y "casual" oferta para ir a jugar a Italia y cambiar su tristeza por prosperidad. Cuatro años después, Luis Monti saltó al campo como un italiano más, después de culminar su nacionalización, y cumplió el sueño de convertirse en campeón del mundo ataviado, esta vez, con la zamarra azurra transalpina.

Para que nos hagamos una idea de la "importancia" que tenían los entrenadores en aquellas primeras fechas futbolísticas, podemos hacernos eco de las palabras postreras, pronunciadas por dos de las estrellas del campeonato. Treinta y seis años después de celebrar su victoria, el exquisito interior Pedro Cea le contó a un periodista alemán que "la mayoría de los entrenadores, entre los que incluyo a Suppici (profesor de educación física y técnico uruguayo en 1930) son unos charlatanes. El entrenador tiene en el desarrollo del juego menos influencia que el peor de los jugadores, cuánto más habla de tácticas más perjudica al equipo". Por su parte, Francisco Varallo, extraordinario filtrador argentino confirmó que "Cuando fuimos al mundial de Uruguay, de director técnico vino Francisco Olázar, pero los que armaban el equipo eran Ferreira, Monti, Zumelzú y Cherro. El consejo más importante que nos dió fue que no comiéramos sandwiches de salami antes de los partidos".

El resultado de la final fue celebrado con dosis opuestas de desencanto y desenfreno en las dos orillas del Río de la Plata. En el lado argentino rebrotó la violencia de otras decepciones y la embajada uruguaya sufrió las iras del pueblo. Uruguay, por su parte, tras estar al límite de romper relaciones diplomáticas con su vecino, se convirtió en una auténtica algarabía. La gente inundó las calles con consignas victoriosas, las gargantas rebrotaron en cientos de cánticos en honor al campeón y el gobierno entendió tanto el valor de aquella victoria que declaró el treinta y uno de julio como día de fiesta nacional.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bien escrito Pablo, me quito el sombrero, y la bufanda!

zaragocista dijo...

¿Tu ya estabas vivo por aquél entonces? Jajaja, es coña, no te lo tomes a mal Pablo.

Esta ya me la sabía, la verdad. Que cantidad de leyendas nos dejó el fútbol, y que mal uso del vocablo leyenda se hace algunas veces.


Un abrazo Pablo.

piterino dijo...

Gran post, la historia de Monti ya la conocía, aunque escrita por ti siempre se admiran matices. Una pena no tener recuerdo audiovisual de fenómenos como Pancho Varallo, del que he leído maravillas por todas partes.

Anónimo dijo...

España no acudió a ese Mundial y podría haber hecho algo grande ya que contaba con grandes jugadores.

Me gusta comprobar que los entrenadores pintaban poco.

un abrazo y gran post.

Pablo Malagón dijo...

@ lavidaendomingo

Muchas gracias.

@ zaragocista

No me lo tomo a mal, ni mucho menos. Jajajajajaja. Aunque mi afición por el fútbol clásico hace que muchas veces me meta demasiado en el papel.

@ piterino

Varallo, Ferreira y Stabile. Aquella delantera tuvo que ser una delicia. Una lástima que no queden imágenes de ellos y, sobre todo, de la posterior Máquina formada por Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Lostau.

@ fernando

Durante las décadas de los 20 y las 30, españa tuvo un equipo temible con los Regueiro, Quincoces, Zamora, Lángara y compañía.

Andrés Romero dijo...

Muy bien Pablo, la grandeza del fútbol se demuestra en estas interesantes e ilustres historias.


Un abrazo.

Marco dijo...

Excelente recuerdo. Monti un fenómeno.

Saludos.

Carlos dijo...

Esta me la sabía, lo leí en el libro de Maldini, y la verdad de tu historia a la suya no hay tanta diferencia Pablo, no se si habrás pensado en hacer un libro, pero deberías.

La verdad es que lo que más me sorprende es la que montó Mussolini para que Italia ganara un mundial.

FI dijo...

Buena información del primer mundial Pablo, muchas anécdotas y muy curiosas, por cierto.

AEMT94 dijo...

pasa por magiabalon.blogspot.com
GRACIASSS
Y DEJA TU COMENTARIO
CRITICAS SON ACEPTADAS...
GRACIAS A TI

Javi Saiz dijo...

De esto conocía poco, pero si conocía lo de Monti, y la influencia que tuvo Mussolini en los primeros mundiales. (victoria o muerte).

Por cierto, en 1930, todos los europeos viajaban en barco a América no?

un abrazo