lunes, 30 de noviembre de 2009

El valor de una apuesta

Rubén y Ramiro formaban, como si de Brasil se tratase, la doble erre del Atlético Recaminos, equipo modesto de la liga regional del sur de la capital y aspirante a cotas humildes tales como el ascenso a la segunda regional, un logro que tenían al alcance de la mano a falta de un solo partido.

Rubén y Ramiro eran amigos y residentes en el mismo barrio. Ambos eran delanteros y ambos habían sumado treinta goles por barba a lo largo del campeonato. Encaraban a los defensas rivales con el insultante descaro que otorga la juventud y anotaban sus goles con la felicidad que supone saberse ganador de un desafío consigo mismo. Los dos, en su arrojo ganador y su ímpetu desafiante, se habían apostado, apretón de manos mediante, el orgullo, una cena y cien euros por ver quien terminaba la temporada con más goles anotados.

En esta circunstancia llegaron ambos al último partido de la temporada, empatados a goles, a respeto y a ilusión. Se conocían de memoria y sus jugadas conjuntas significaban, a aquellas alturas de campeonato, el más próspero patrimonio con el que contaba el club, pues su goles, amén de sumar en el casillero de su apuesta personal, habían puesto al equipo en la zona alta de la clasificación y a una sola victoria de hacerse con el campeonato, el ascenso y la gloria.

El destino quiso enfrentarles contra el Sporting Norante en aquella última jornada. El Sporting, cuya sede se ubicaba unas calles más abajo, llegaba al enfrentamiento con un solo punto de ventaja y con la confianza de saber que un único gol de diferencia le otorgaba la gloria incompartida del ascenso. Era más que un temido rival que contaba en sus filas con la segunda mejor dupla de atacantes del campeonato; Borja y David, dos armarios de complexión, sumaban cincuenta y dos goles entre ambos y más de un centenar de bofetadas contra los defensas rivales. De esta manera, el partido no incidiría en lo meramente futbolístico sino que, vista la fama que se otorgaba el, hasta entonces, líder del grupo, era posible que los minutos sucumbiesen al poder de la violencia.

Pero Rubén y Ramiro sabían que tenían la sartén por el mango, que las gotas de su calidad eran suficientes para rociar de victoria cualquier encuentro y que fuera donde fuesen, con ellos siempre viajaba el espectáculo. Tan seguros estaban de sí mismos que ejercitaron la sonrisa como único modo de comprensión.

Ambos equipos llegaban al partido final invictos y separados por la mínima distancia que suponía un empate de más, pues ambos habían empatado en el partido que habían disputado entre sí en la primera vuelta de la liga, pero el Atlético Recaminos había cedido un empate más que su rival en un calamitoso e imperdonable encuentro ante el Real Filer, equipo que, para más inri, estaba situado en el último lugar de la clasificación en aquellas alturas de la temporada.

El empate era, por tanto, un resultado suficiente para que el Sporting Norante se alzase con el título por la vía de las matemáticas. Al Atlético Recaminos sólo le valía ganar para disfrutar la miel de un éxito que hasta entonces no había tenido parangón en la historia del club.

Tanto Rubén como Ramiro, que habían cruzado sus vidas en el equipo cadete del mejor equipo de la ciudad, habían llegado al Atlético Recaminos rebotados por su propio fracaso. Cuando el fútbol y el coloso les dejaron fuera de sus planes, tuvieron que buscarse la vida y el ocio por la parte de afuera de los sueños. Rápido aparcaron sus aspiraciones de jugar en la élite y se postraron en la monotonía de la vida con los ojos bien abiertos. Ramiro, que nunca había abandonado la fe en los libros, prosiguió con sus estudios de arquitectura, y Rubén, que con las manos siempre se manejó con más habilidad aún que con los pies, entró a trabajar en un taller del barrio. Como ambos se conocían de sobra; conocían su pasión por él fútbol y conocían la necesidad del equipo del barrio por adquirir talento.

Se presentaron un jueves por la tarde y el domingo ya estaban jugando. No se les requirió entrenamiento alguno como certificado de cualidades y les bastó un solo partido y dos goles por cabeza para comenzar a formar parte de la historia más gloriosa del club. Así, siguieron goleando a lo largo de toda la liga hasta llegar a aquel último partido final en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a olvidar aquella apuesta que se hicieron minutos antes de debutar con el equipo y que daría a premiar con cien euros a quien llegase al final de la liga con más goles anotados.

Rubén era el más veloz de los dos, pero Ramiro era más técnico. Rubén era el típico delantero de pequeña estatura y alto voltaje en el sistema nervioso que podía liquidar las tablas en cualquier contra, sus arrancadas eran tan temidas como su capacidad de decisión. Ramiro, en cambio, era más lento y sosegado, a muchos les desesperaba su tranquilidad para decidir, pero él siempre decidía lo correcto. Su toque de balón era exquisito y su remate de cabeza era colosal. Llevaba marcados tantos goles de falta directa como de finalización de jugada elaborada, y si no fuese porque, a pesar de tener el record de no haber fallado un solo penalti a lo largo de su vida, le había cedido a Rubén el honor de lanzar las siete penas máximas que les habían pitado a favor a lo largo de la liga, en aquel momento llevaría catorce goles más que su compañero y estaría gozando con algarabía el placer de contar con cien euros más en su bolsillo.

El partido comenzó lento y respetuoso. Parecía que ambos equipos tenían más miedo a perder que a vivir y seguramente así fuese. La primera ocasión fue para el Sporting, pero el Atlético respondió rápido con una contra fugaz bien dirigida por Rubén y mal finalizada por Ramiro. Un par de ocasiones más y el partido adquirió aires de gran empresa. La ida y la vuelta comenzaron a desintegrar el fondo físico de los jugadores, pero el aficionado, el verdadero mecenas del espectáculo, disfrutaba copiosamente del lindo espectáculo que le ofrecían dos equipos lanzados a tumba abierta de cara a la portería rival.

Ramiro comenzó a poner el temple y Rubén el desequilibrio, y con ellos y un poquito de fortuna, tan sólo era cuestión de poco tiempo la llegada del primer gol. Y llegó. Llegó en una jugada que ambos tenían memorizada dentro del baúl de sus mejores recuerdos; un calco del gol que le habían hecho al Deportivo Cación en la quinta jornada de liga. Una arrancada de Rubén desde la banda izquierda, un apoyo en Ramiro, una pared, un desmarque, un quiebro al portero y un gol. Con la derecha y a puerta vacía. Un gol para soñar, un gol para celebrar y gol para ganar una apuesta.

La apuesta. Aquel pensamiento de presión recorrió la espina dorsal de Ramiro causándole un escalofrío inquietante. Estaba a un solo gol de perder una apuesta que él mismo había propuesto hacía más de ocho meses y que en aquel momento estaba a punto de escapársele de entre los dedos, justo cuanto más fuerte la tenía apretada. Se alegró por el gol, sí, por la victoria, también, por el equipo y por el momento, pero un intenso calor en forma de duda recorrió su cuerpo cuando tuvo que preguntarse a sí mismo si resultaba correcto alegrarse por su compañero en aquellos momentos. Quería a Rubén como podía querer a un hermano, le estimaba tanto como a sus propios instintos, pero no estaba muy seguro de sentir alegría por él, porque, para qué engañarse, le molestaba bastante el imaginarse como víctima perdedora en aquella apuesta consigo mismo, con la vida y con su compañero del alma.

Así fue como se decidió a coger los tiros del carro y capturar la autoridad atacante de su equipo en busca de la sentencia. Y aunque abrazó fervorosamente a Rubén cuando se acercó hacia él para darle las gracias por los servicios prestados, supo por sí mismo, que aquello no era más que un fingimiento para con el mundo.

El primer balón que recibió Ramiro tras el primer gol del encuentro lo chutó a portería desde más de treinta metros de distancia. El balón se le fue muy arriba y sintió las miradas desaprobadoras de sus compañeros. Qué más daba, ninguno de ellos sabía lo que se traía entre manos.

El segundo balón que recibió lo pudo haber puesto en diagonal hacia el fabuloso desmarque de su compañero Rubén, pero Ramiro prefirió quebrar, avanzar y chutar desde más allá de la línea delimitadora del área. De nuevo se le fue alto y de nuevo sintió desaprobación en las miradas de sus compañeros de equipo. Incluso a Rubén le notó cierta incomprensión en el torrente de su mirada confusa.


No tardó mucho Rubén en darse cuenta del motivo que fabricaba el egoísmo de su compañero en la punta del ataque. Aquella apuesta en la que ambos se habían jugado el prestigio estaba convirtiendo a su amigo en un esclavo de sus propios ritos. Quiso condenarlo por ello pero no sintió más que comprensión. Más que nada porque habiéndole visto actuar supo de inmediato que él hubiese hecho lo mismo. No podía ocultar la satisfacción en el movimiento de sus sonrisas; satisfacción por el gol anotado, por la victoria momentánea y por la virtual victoria sobre Ramiro en aquella apuesta en la que habían puesto palabras y motivos necesarios como para no dejarse perder.

El partido continuó en los límites del espectáculo. El Sporting se lanzó al ataque desesperado en busca de un empate que era pura victoria y el Atlético comenzó a jugar a la especulación y al contragolpe para liquidar a su rival por el K.O. más absoluto y la vía del tormento más devastador. Para minar la moral de los jugadores del bando contrario solamente bastaba un contraataque letal y un gol que hiciese callar bocas ajenas y romper silencios propios. Un contraataque como el que inició Ramiro y como el que concluyó Rubén en su mano a mano particular con el portero, rodando por el suelo y con el árbitro señalando el punto de penalti en su carrera frenética hacia el área de conflicto. Rápidamente supo Rubén que conseguir aquel balón significaba conseguir medio pasaporte hacia el éxito y no pensó en el ascenso y ni siquiera en el aficionado del barrio que estaba asistiendo inquieto a una posibilidad histórica, solamente pensó en su orgullo, en sí mismo y en los cien euros que le pensaba ganar a su gran amigo Ramiro.

Se levantó rápidamente y tomó el balón con ambas manos para plantarlo en el punto de penalti. Si conseguía anotar aquel lanzamiento se iría a los treinta y dos goles y dejaría a Ramiro con treinta, degustando su amargura y llorando su derrota. No había terminado de asimilar su propio regocijo cuando sintió un violento empujón sobre su espalda. Se giró rápidamente para encararse con el agresor y descubrió el rostro desafiante de Ramiro mientras su voz le ordenaba la cesión de aquel lanzamiento. El barullo que se organizó a continuación solamente podría describirse como una situación lamentable, pues ambos se enzarzaron en una riña de empujones y enganchones de camiseta que despertó la vergüenza de todo aquel que había asistido al campo a observar el partido. Finalmente fueron separados por sus compañeros y se vieron sancionados con sendas cartulinas amarillas que supieron, en el ambiente, a demasiado poco castigo para sus actos.

Finalmente fue Ramiro, previo consentimiento del entrenador, quien obtuvo el privilegio de lanzar la pena máxima y como nunca antes había fallado penalti alguno, lo lanzó con la seguridad del maestro y con la eficiencia del asesino. El balón acabó en la escuadra y los ánimos sobre las nubes. Todos se acercaron hacia Ramiro para felicitarle por el gol anotado, todos menos Rubén, quien sintiéndose agraviado por la decisión, se negó a festejar el gol, la virtual victoria y el alcance del sueño casi hecho realidad.

En estas circunstancias llegó el descanso y con el mismo estalló la tensión. Todo empezó con una recriminación, prosiguió con un empujón y terminó a bofetadas. Ningún integrante del equipo pudo dar crédito a lo que estaba siendo testigo durante aquellos instantes. Los dos fueron separados y seriamente reprimidos. Nadie podía entender un comportamiento semejante cuando se tenía al alcance de la mano un logro sin precedentes. El entrenador supo que la mejor solución posible pasaba por sustituir a los dos y dejarlos en la ducha, pero temió por ellos, por sus compañeros y por él mismo. Temió por él mismo porque en el momento en el que pensó en cambiarlos tuvo la certeza de que si lo hacía, el partido y el ascenso se le irían al garete.

Así las cosas, ambos comenzaron, junto al resto de titulares, a disputar la segunda parte del partido y decidieron, en su propia consideración, no mirarse a los ojos ni prestarse palabra alguna. Y la falta de entendimiento llevó al desastre y el desastre se consumó en dos goles del Sporting que significaron el empate en el marcador y el fin de un sueño que, durante muchos minutos, creyeron en propiedad.

Aquella postura infantil les había abocado al fracaso. Dejaron de tirar paredes, dejaron de mirarse y dejaron de entenderse. Perdieron cada balón que recibieron en su obsesión por la jugada individual y los motivos de aquel desbarajuste fueron observados por el equipo rival como un caramelo que no podían dejar de saborear y sus jugadores captaron enseguida que algo raro ocurría entre ellos. Y como Borja y David eran tan eficientes en su tarea como Rubén y Ramiro, les bastaron un par de ocasiones claras para decantar la balanza a su favor.

El empate no era absolutamente nada para el Atlético Recaminos, pero significaba la vida misma para el Sporting Norante. Y así llegó el fútbol brusco del equipo líder. Mantener el empate se convirtió en una cuestión de vida, de honor y de algarabía. Comenzaron repartiendo zancadillas aisladas y terminanron creando un auténtico campo de minas dentro del terreno de juego. Lo que hasta hacía pocos minutos había sido un espectáculo deportivo, se había convertido enana pelea barriobajera. Los jugadores saltaban de un lado hacia otro impulsados por las piernas de sus rivales y el balón bajó tanto su cotización que la mayoría se olvidó del motivo de su existencia.

Y llegó el último minuto del partido. Llegó una volea hacia adelante y llegó una pelota franca a los pies de Ramiro Ramírez, el número nueve del Atlético Recaminos y autor del segundo gol del partido después de transformar un penalti. A su lado corría Rubén Rubinos, con el número siete a la espalda y con las mejores intenciones en su cabeza de cara al marco rival. Ramiro controló el balón y lo acomodó orientándolo hacia su pierna izquierda, la misma con la que más a gusto se sentía a la hora de desplazar la pelota. Esquivó dos entradas muy fuertes y descubrió que en diez metros había despejado todo su camino de cara al portero rival. Avanzó con la cabeza alta y las piernas a pleno funcionamiento. Pensó en marcar, en ganar y en celebrar. Pensó en el equipo hasta el momento en el que descubrió que, cinco metros hacia su izquierda, su compañero Rubén acompañaba su ofensiva en una carrera paralela. La jugada se parecía bastante a la misma que ambos habían repetido durante toda la temporada; un dos contra uno ante el portero y la aplicación de la regla máxima; el balón siempre para el que esté libre de obstáculos. Si obedecía la lógica debía darle el balón y el gol a Rubén, pero si se obedecía a sí mismo, era posible que el diablillo del orgullo que llevaba toda la tarde susurrándole al oído, le aconsejase finalizar, marcar, festejar y ganar el partido y la apuesta. Aquella maldita apuesta que le había puesto en contra del mundo, una apuesta en la que, realmente, los cien euros en juego no significaban absolutamente nada, ya que lo que realmente importaba era saberse triunfador y evitar de paso la sonrisa complacida de su compañero celebrando su éxito. Lo que verdaderamente se jugaba, entonces, era el orgullo, y ambos, que habían apostado a ganar consigo mismo, no eran capaces de concebir la idea de perder por más que el triunfador fuese su mejor amigo y, por ende, su propio equipo.

Decidió, pues, chutar y negarle la gloria a su compañero de ataque. Y Ramiro nunca olvidaría aquel momento en el que golpeó al balón con el empeine y el balón apenas tomó un palmo de altura para acabar, casi mansamente, entre las piernas del portero rival. Y menos aún olvidaría la jugada que inmediatamente después inició el mismo portero que había puesto freno a su gloria y que, tras varios toques, acabó en el tercer gol del equipo rival y que significó toda una lección para su orgullo herido en tanto se había visto como Borja, terrible delantero del Sporting Norante, le había cedido el balón a su compañero David, rechazando con ello imitar el egoísmo de Ramiro Ramírez y buscando, con ardor, el ascenso que llevaban todo el año peleando.

Y no olvidaría nunca Ramiro aquella jugada en la que pecó de egoísmo solamente por ganar una apuesta, porque al haberse traicionado a sí mismo había perdido, para siempre y de un solo golpe, no solamente una apuesta, sino también un partido, un deseo y un amigo.

5 comentarios:

Dewey Wilkerson dijo...

Hay que revisar las mates: si le hubiera dejado tirar los siete penaltis, no llevaría siete goles mas, sino catorce. Los siete que mete + los siete que no contabilizaría su compañero.

Pablo Malagón dijo...

Mates revisadas. Corregido. Gracias.

Christian dijo...

Buen blog ¿Nos enlazamos?
Saludoos desde :
http://elcredofutbolistico.blogspot.com

FERNANDO SANCHEZ POSTIGO dijo...

Genial. Apostar es parte del fútbol siempre y cuando sea para bien y nunca para bien. Me encantó. Un abrazo.

Alba dijo...

Un buen post; la verdad una historia que demuestra que el fútbol es una cosa de equipo y que por encima de las individuales hay un grupo.
Saludos