jueves, 30 de julio de 2020

Rutinas

El estuche de la cámara bajo el brazo y el pelo alborotado por un viento infernal, Clemente

Rodríguez caminaba impávido hacia la redacción del periódico. Su vida de reportero de provincias le había dado para comer, pero no le había servido para cubrir todas las expectativas que se había auto impuesto cuando, años atrás, decidió ingresar en la Facultad de Ciencias de la Información y convertirse en un periodista de raza.

Y eso que la primera vez que pisó la redacción se había sentido un tipo importante. Creyó que allí arrancaría una aventura que terminaría con él narrando un gol en la final de la Copa del mundo. Nada más lejos de la realidad. Arrinconado en campos de competición regional, Clemente fue viendo como tipos más aviesos que él llegaban para no quedarse y marchaban en busca de una fortuna que, casi siempre, terminaban encontrando.

En el fondo se había convertido en un conformista, a pesar de querer hacer creer que no quería renunciar a sus sueños. Pero la vida fue pasando, se fue acomodando en su piso, se casó, tuvo hijos y le costó verse despegado de una ciudad que le había acogido desde la infancia. Aún así, cada vez que tenía que viajar, cámara en mano y libreta en la mochila, a un campo de Tercera División, seguía viéndose a sí mismo, en una ensoñación imperecedera, como el tipo que narraba goles increíbles en los partidos de élite.

Tanto viajó y tanto escribió que no dejó tiempo para sus prioridades. Cuando llegó a casa, una noche de tormenta después de una derrota, calado hasta los huesos y con una tos seca segando su garganta, encontró una nota de despedida pegada a la nevera con un imán de su equipo favorito. “No nos busques. No nos llames”. Acababa todo al tiempo que todo volvía a empezar. Claro que buscó y claro que llamó, porque encontró, pero no halló respuestas y, sobre todo, no halló cariño. Así que hubo de dedicarse a lo único que le había apasionado de verdad durante sus pocos años de periodista; a seguir al equipo del pueblo de manera casi incondicional.

La redacción es una oficina tranquila en los bajos de un edificio de viviendas. Hace tiempo que dejaron la antigua nave en el polígono industrial. Cada vez son menos y cada vez son más los colaboradores externos que hacen favores mientras cobran de los grandes medios y las noticias sacadas de las agencias de información. En el fondo se sienta Calvo, de sociedad, en el ala están Domínguez y Peña de local y, en la entrada, junto al despacho del director, está su mesa, la del responsable de la información deportiva.

Un par de correos electrónicos y un café cargado. Es, junto a la previa del derbi regional del sábado, el único trabajo que ocupará la mañana de Clemente Rodríguez. Habrá una reunión a mediodía y, por la tarde, se marchará al campo de fútbol para observar el entrenamiento y tomar algunas notas.

Hace frío, como todas las tardes de invierno, pero Clemente ya está acostumbrado. Siempre acompañado de su anorak y su gorro de lana, se mueve por las instalaciones como si fuesen su propia casa. Le pide un café caliente al utilero y una tablilla para apoyar el papel al encargado de mantenimiento. Va tomando notas al tiempo que observa el entreno. Villaverde ha reencontrado la forma y ahora remata de primeras como los auténticos killers, Azcona ha cogido peso, pero es tan bueno que puede jugar sin necesidad de correr. Basilio y Contreras saben el oficio y Pozo y Gaitán siguen tan finos que se pican en las series de velocidad.

            Al final saluda a todos y regresa a casa con el moquillo en la nariz y la soledad en el alma. Nadie le espera, así que enciende el televisor y disfruta del partido de la jornada. Dos equipos ingleses se curten el lomo con sobriedad y celebran los goles con rabia. Se ha perdido cierta solemnidad en los festejos, piensa. Ya no hay tipos que recorren el campo en busca de un abrazo ni hombres que rescatan la rabia en forma de puños en alto, sino que sólo hay chicos que imitan a un mono u otros que idean un baile estúpido que sólo les conduce hacia el ridículo.

            Un día más, una crónica más, un entreno más. El delegado del club le da una acreditación para la siguiente eliminatoria de Copa. No vendrá nadie así que sólo hemos otorgado una y es para ti. Todos le reconocen, por el estadio pasea como si fuese su casa. Sabe tratar a los futbolistas con la pluma y sabe respetarlos con la palabra. Todos le quieren, no hay más tipos allí dispuestos a darles voz así que le otorgan tantos detalles como pueden. A él corren los directores de otros periódicos para que les haga de corresponsal. Vende sus crónicas por una miseria y no recibe demasiadas recompensas por parte de su periódico; las dos pagas extras de rigor y una cesta con bebidas para Navidad. Hace poco apuró la última botella de güisqui por lo que debería ir al supermercado a comprar una nueva.

            El nuevo día arranca con una intuición; hay sorteo de Copa y nos puede caer el gordo. En la tirada del día ya ha hecho el análisis pertinente de todos los equipos en liza. Ellos son un Tercera División y seguramente toque en suerte algún equipo de Segunda División B. Sería bueno para el club; jugar contra un equipo con mayores aspiraciones, conseguir una taquilla decente y poder tapar algún agujero. El peligro son los equipos que juegan con extremos rápidos, insiste. Nuestros laterales son muy buenos, pero tienen una merma defensiva. Mejor si nos toca un equipo que sabe descubrirse y así aprovechar nuestra velocidad al contragolpe.

            Teclea sin cesar una serie de posibles análisis cuando le llega la información vía mensaje de texto: El Bicarboneras de Redondilla, líder del grupo cuatro. Toca viajar. Toca remar. No es la mejor temporada del equipo, cierto, pero a ilusión no les va a ganar nadie. Sigue pensando perogrulladas mientras se pone la chaqueta y parte hacia el campo municipal de deportes. Nos ha tocado el Bicarboneras, chavales. Recoge impresiones, se deja invitar a una cerveza y regresa a la redacción para comer un bocadillo sobre la marcha y hacer media docena de llamadas a los medios locales del norte.

            Se pone al día de los últimos partidos, cómo fueron, quién golea, quien roba más pelotas; intenta recopilar todos los intangibles. Lee crónicas, escucha algún podcast, se empapa de las tertulias, de las opiniones, de las informaciones. Y prepara un dossier lo más detallado posible. En el periódico publica unas líneas llamando a la movilidad y, sobre todo, a la prudencia, y en el club deja su informe encima de la mesa del entrenador. Vía libre, amigo, mi casa es tu casa. Y así, de esa manera, el equipo prepara la primera de sus grandes citas. Tres a cero. Apoteosis. La siguiente ronda está servida.

            Y en la siguiente ronda toca otro equipo de la Segunda División B. Sigue sin haber demasiadas expectativas fuera de la ciudad, por lo que Clemente Rodríguez sigue sin recibir demasiadas llamadas. Él si las hace, una vez más. Trabajo de campo. Nuevo informe, nuevo dossier, nuevas esperanzas. Las expectativas son altas, las ilusiones también. Otra buena taquilla y a soñar con un rival más fuerte. Total, ya hemos eliminado a un líder de grupo, porque no vamos a poder con un cuarto clasificado. Y así, con todas las esperanzas en lo alto, salen a jugar y salen a ganar. Y ganan. Lo hacen bien; dos a cero. De nuevo la puerta a cero y de nuevo la incredulidad en el rostro de los rivales. Un equipo de Tercera, en media tabla, ha eliminado a dos gallitos de una categoría superior. Casi sin quererlo, los jugadores se han encontrado con ellos mismos. El reto les ha colocado en un estado de ánimo superior y juegan mucho más tranquilos cuando tienen que enfrentar a un ogro que cuanto tienen que hacerlo con un enano. El transcurso de la liga es mediocre y, sin embargo, en la Copa siguen avanzando rondas en espera de encontrar, de una vez, esa señal de Stop que les diga “disculpen ustedes, pero de aquí no pueden pasar”.

            Clemente es un gran cronista. Casi tan bueno como aquellos a los que admiraba desde niño, la única diferencia es que él no ha pasado de un diario de provincias y no ha conseguido ser referencia para nadie. Pero se siente tranquilo. Sabe lo que tiene y sabe, ya, a lo que puede aspirar. Espera sentado, ante el transistor, el sorteo de la siguiente ronda de la Copa. A priori será la última eliminatoria para ellos, justo a la siguiente ya estarán los equipos de Primera y será una pena no llegar allí con la esperanza de encontrar un rival de verdadero nivel y conseguir que el pueblo reviente la taquilla y las televisiones les visiten como si de una cenicienta de cuento se tratase.

            La radio le devuelve un nombre que le remonta al pasado. El Granadita Olímpico, otrora fiero componente de la élite del fútbol y con cuarenta años arrastrando su nombre por la categoría de plata. Es un buen equipo, está claro. Para ellos, que están en tercera, debería significar el fin de un aventura, pero, más allá del pre pronóstico, cabe la esperanza de saber que las eliminatorias anteriores han encendido al pueblo y que seguramente espere una gran afluencia al partido. Un dinero para cubrir gastos, afrontar alguna reforma y apuntalar un proyecto que, quien sabe, quizá les conduzca a una categoría superior en un par de años.

            Pero, más allá de los cuentos de la lechera, existe una realidad que deben afrontar y es el próximo partido de liga. De alguna manera, la euforia de la Copa ha distraído al equipo en la liga y se ha ido dejando puntos a medida que ha visto como se le ha ido escapando el tren de la cabeza. Clemente, como cada tarde, se acerca al club y les ofrece un buen informe sobre el próximo rival en el grupo de Tercera, pero allí le responden que ya conocen de sobra a todos los equipos de su grupo y que necesitan un informe detallado sobre el Granadita Olímpico.

            Mal asunto, piensa Clemente.

Pero se pone manos a la obra. Su primera llamada es a un viejo conocido de la universidad; un granadino que, como él, tuvo que conformarse con ser jefe de sección en un diario de provincias pero que rezuma, como siempre, un optimismo exacerbado. Qué tal Clemente, cómo te va la vida. A mí me va de vicio, tengo mujer y dos hijos y un trabajo que me encanta. A ver si este año volvemos a subir a primera, oye y qué suerte estáis teniendo vosotros, pero ya sabes que la suerte se os ha acabado ¿Eh? Ja ja ja. Y Clemente lo escucha todo mientras asiente en silencio y contesta con monosílabos al tiempo que sujeta una petaca llena de güisqui barato.

            ¿Cuál es vuestro estilo? ¿Y vuestro mejor jugador? ¿Y el punto débil? Es que quiero escribir el artículo más detallado posible. Estaría bien que todos los vecinos del pueblo sepan contra quien juegan y contra quien se va a eliminar. Le concede seguridad desde el victimismo. No tenemos que hacer nada contra vosotros, claro está. Y su viejo compañero se lo larga todo; nuestro punta es magnífico en el juego de espaldas, pero es más lento que un caracol, nuestro mediocentro es muy técnico pero muy blandito y nuestros defensas van muy bien por alto, pero tienen serias dificultades a la hora de tirar el fuera de juego.

            Y Clemente apunta y escribe y sigue llamando y sigue consultando crónicas y páginas web. Y al día siguiente, en el despacho del entrenador hay un dossier de treinta páginas detalladas con las características del Granadita Olímpico. Muchas gracias por todo Clemente, qué haríamos sin ti. Y le vuelven a invitar a un café de la máquina y a un montado de chorizo en el bar. Nimia recompensan para un trabajo tan arduo.

            La mañana del partido amanece nublado y Clemente sabe que eso les puede aportar una ventaja. A tipos acostumbrados al sol, la lluvia les molesta. Es algo tan lógico como que a un león no le gusta la hierba o a un vegetariano no le gusta la carne. Y a la hora del mediodía empieza a llover, y llueve con todas las ganas. El campo se encharca, la gente duda de que el partido se dispute y Clemente sabe que ni árbitros ni rivales tienen intención de volver a poner un pie en aquel pueblo del diablo. Se jugará pues. Y se ganará. Ya no queda otra opción.

            La última derrota en liga ha dejado al equipo en una situación muy delicada. Debe reflexionar consigo mismo y pensar si le conviene seguir pasando rondas en la Copa y esperar un rival de mayor enjundia o evitar esfuerzos y centrarse en una permanencia sobre la que aún tiene colchón, pero cuya posición, con algún despiste, se puede tornar preocupante.

            Pero a ver quién es el guapo que dice ahora que no quiere ganar cuando ve que su diminuto campo se ha llenado hasta el último rincón. Tribuna, fondos y grada supletoria en el otro lateral. El pueblo está entusiasmado por enfrentarse a un equipo profesional y los jugadores están motivados por saberse protagonistas del cuento de la cenicienta.

            Mientras, en un lugar del campo municipal, casi a pie de banquillo, sentado en una silla de madera, Clemente Rodríguez toma notas sin cesar y se viste de cronista en una ceremonia interna. El club no ha acreditado a nadie más que a él, por lo que, pase lo que pase, tendrán que ser sus crónicas las que se vendan a otros medios. Es una responsabilidad, pero, qué demonios, ha soñado toda su vida con un momento así. No hay infraestructura para acoger a mucha gente y en el club saben lo que Clemente ha hecho por ellos. Es de bien nacido, le dijeron, el ser agradecido.

            Los goles llegan en la segunda parte, justo cuando el equipo rival ha empezado a desesperarse por no ser capaz de anotarle un gol a un equipo de Tercera. Y sí, allí están ellos, una vez más, dando la campanada y provocando reacciones contrarias en tipos que creían que iban a ganar y ahora se marchan del campo expulsados por agredir, insultar y no tener la decencia de saber perder como caballeros.

            Así lo escribe Clemente en una crónica que da la vuelta a España. Escribe bien este tío, se escucha en algunas redacciones y se comenta en algunos bares y oficinas. Yo estuve allí, comentan algunos, y Clemente lo escribe todo con minuciosidad y sin formulismos. Una crónica literaria que convierte al equipo en “los caballeros de la prosa”. Bonito nombre para una bonita aventura. Lo único que no todo en la vida es la Copa y no todo termina con un pitido final.

            Porque lo que importa, de verdad, es la liga y la liga es la vida. Si el equipo cae al pozo de la Preferente no habrá más sueños encendidos ni más presupuesto para reforzar la plantilla. Está bien ser mediático, pero mucho mejor está permanecer en tu lugar. Por ello, cuando el equipo pierde por un gol a dos durante el fin de semana, Clemente decide realizar un informe, no sobre el próximo rival de Copa, que ya saben que será otro equipo de Segunda División, sino sobre el siguiente rival en liga al que tendrán que rendir visita y cuyos puntos resultarán vitales para sobrevivir a aquel infierno de piernas duras y cabezas vendadas que es la Tercera División.

            Y prepara el informe más concienzudo sobre el Estrella Martín, el equipo que, junto a ellos, se está jugando las habichuelas por evitar la última plaza del descenso. Quedan quince partidos, un mundo, dicen, pero conviene hacer los deberes cuanto antes para saber que se puede jugar con la cabeza despejada y las dudas aniquiladas. La respuesta es fría y contundente; Ya conocemos al Estrella Martín, preocúpate de hacernos un informe sobre el Salamanqués Industrial. Y no tardes.

            No tardes. En aquel momento se acordó del dicho de su abuelo; No hagas favores porque el favor pasa a ser costumbre y la costumbre se convierte en obligación. Y así estaba él, instado a hacer informes sobre equipos que le daban encaste al club deportivo del pueblo pero que no le servían de nada de cara a su permanencia en la máxima categoría.

            Pero lo hace. Lo hace porque respeta al club, porque ama su trabajo y porque necesita seguir sintiendo el pellizco de la grandeza. De nuevo es el único periodista acreditado al partido y, aunque el equipo ha perdido días atrás ante el Estrella Martín y se ha metido en la lucha por no caer en el pozo, realiza un partido perfecto ante el Salamanqués Industrial y supera, por vez primera, los treintaidosavos de final de la Copa del Rey. Aquello es portada y mención. Hacía mucho que un equipo de tercera no llegaba tan lejos.

            En los dieciseisavos llega el premio gordo; el Real Capital de España. No hay nada que hacer; es el mejor equipo del mundo y la derrota va a ser una ciencia más que segura. Por fin, respira aliviado Clemente Rodríguez. Por fin podrán dejar a un lado aquella maldita copa y centrarse de una vez por todas en la verdadera misión de todas; evitar el descenso de categoría.

            No hará falta, por fin, realizar un informe del rival a enfrentar; el Capital es el equipo más conocido del mundo y solamente basta con ver un día entero de televisión para enterarse de todos sus intríngulis. Conocen a los titulares, a los suplentes y a los suplentes de los suplentes; saben quien toma sopa para comer y quien come tostadas para desayunar, conocen el lugar de los tatuajes de cada uno de los jugadores y, por supuesto, el nombre de sus hijos y la marca de sus coches. No hace falta mucho más; solamente salir sin miedo, disfrutar del momento y dejar que la goleada caiga por su propio peso.

            Cuando comunica en el club su intención de realizar un pormenorizado informe del Angosto y Redondo, próximo club al que se van a enfrentar, desde el cuerpo técnico le indican que deje al Angosto para cuando toque y que ahora hay que centrarse en la verdadera ilusión de los jugadores de la plantilla.

-        No me jodáis. – Replica Clemente. - ¿Es que no los conocéis de sobra?

-        No nos jodas tú, Clemente. Si te decimos un informe del Capital nos haces un informe del Capital, que luego bien que te gusta venir aquí a beberte los cafés gratis y a comerte los bocadillos por la gorra.

 

Aquello le duele muchísimo. Le punza el alma y le supura todo el sentimiento. Se siente como un padre cuando su hijo reniega de él, como un abuelo cuando su nieto se avergüenza de su torpeza.

Pero ¿Qué otra opción tiene? Ama a su pueblo y, sobre todo, quiere agarrarse, como excusa, a la ilusión que aquella eliminatoria ha provocado entre todos los habitantes. El mejor equipo de España visitará nuestro campo ¿Qué más podríamos pedir? Hay una cosa que sí podemos pedir, piensa Clemente; la permanencia. Así lo quiere hacer saber a cada uno de los vecinos que se va encontrando en la calle, en el bar y en el comercio. Bah, le contestan airados ¿Cómo no vamos a permanecer? Si hemos sido capaces de ganarle a dos equipos de segunda ¿Cómo no vamos a ganarle a un puñado de equipos de Tercera?

Traza un plan tan absurdo como conciliador consigo mismo. Hará un informe sobre el rival, pero será el informe más obvio del mundo; analizará al equipo con todos sus titulares y estrellas omitiendo a los suplentes. Está claro que el Real Capital jugará con su equipo B, pero a él nadie le ha especificado nada. Si son listos y audaces deberán saber que no jugará ningún titular en el campo municipal, pero, aún así, acogen el informe con agradecimiento y le vuelven a invitar a un bocadillo que Clemente rechaza con el orgullo encendido y el dolor punzante aún latiendo en su memoria.

Sorprendentemente, el Real Capital se presenta con su equipo de gala. Es una temporada de transición y las cosas no están yendo bien ni en Europa ni el campeonato doméstico donde ya han perdido el tren de la cabeza y todas las aspiraciones. Gracias a su informe detallado, el entrenador sabe donde poner las marcas y donde atacar los espacios. Debería resultar absurdo todo conato de ilusión pues, por muy mal que jugase, el equipo de España debería imponer la victoria por el simple camino del talento. Dos llegadas le valdrían para poner distancia y otras dos para rematar la faena. Sólo es cuestión de esperar y dejar que la manzana caiga del árbol por su propio peso.

Pero los minutos pasan y el equipo aguanta. Los periodistas, que se agolpan en la esquina sureste del campo, narran entusiasmados la resistencia numantina del equipo de Tercera. Clemente ha perdido su sitio. Hoy no es el único acreditado y, junto al banquillo, lugar en el que suele ponerse, han dejado que se acomoden los corresponsales de los diarios de tirada nacional. No les iban a hacer el feo para una vez que van, compréndelo, Clemente, seguro que tú estás muy a gusto en el sitio que te hemos reservado dentro de la grada supletoria.

A gusto, lo que se dice a gusto, no está. Se ha sentado en un borde, casi arriba del todo y tiene que andar con cuidado de no caer al vacío cada vez que la gente se levanta entusiasmada por una ocasión de gol. Cuando el equipo marca, ante la perplejidad de todos, ha de agarrarse fuerte a su compañero de al lado para no caer a plomo, ganándose, no sólo el reproche por la situación, sino el susto monumental por la impresión.

Decide marcharse de allí lo más rápidamente posible no sin antes llevarse otra docena de reproches por los pisotones y las molestias. A aquellas alturas nadie repara en quién es Clemente Rodríguez y en qué ha colaborado para que ellos estuviesen allí, viendo al mejor equipo del mundo y saboreando una victoria que dará la vuelta al planeta.

Se encarama a la tapia del córner y saca su libreta del bolso para apuntar unos esbozos de lo que será su crónica. Quedan diez minutos y la sorpresa es más que mayúscula. El equipo está en octavos de final y nadie, salvo él, es capaz de entristecerse por ello. Más dura será la caída, rechina entre dientes mientras visualiza una nueva derrota durante el fin de semana y otra más durante el fin de semana siguiente. Si los que andan por aquella zona ganan sus partidos, el equipo se meterá en el puesto diecisiete de la clasificación con todas probabilidades del mundo de irse al pozo quien sabe si para siempre.

Un guarda de seguridad viene a echarle de malas maneras. Está claro, no me conoce, intenta justificar Clemente, pero a aquellas alturas ya sabe que allí nadie le va a reconocer. Ni van a reconocer su persona ni van a reconocer sus méritos. Cegados por la lujuria y la soberbia, cada uno de los allí presentes se está dejando matar por un puñado de gloria efímera.

Su crónica es un lamento a la incompetencia competitiva en la que ha caído el club. Nadie entiende cómo, tras una victoria tan memorable, el plumilla más reconocido del pueblo se ha atrevido a glosar una serie de despechos en lugar de loar la capacidad del equipo para seguir reinventando sorpresas. Claro que fue un gran partido, escribe Clemente, nadie lo duda, fue grandioso, glorioso, histórico. Pero que nadie lo olvide, el objetivo no puede detenerse en un puñado de eliminatorias con un final preestablecido, sino que debe poner el foco en la verdadera fuente de la vida; la permanencia.

Pero si vamos a permanecer, tío cenizo. Vaya un tío más negativo. Vete a cagar, Rodríguez. Por aquí no vuelvas, hombre. Dedícate a escribir de moda. No vales para esto. Así le reciben en cada lugar del pueblo. Trata de calmar los ánimos y dejar que el tiempo haga el resto. Cuando va a por su acreditación para el partido del fin de semana le dicen que ya estaban repartidas, pero ¿Cómo puede ser? No hay más periodistas deportivos aquí. Lo siento, Clemente, tendrás que comprar tu entrada o esperar al próximo partido. Cuando va a comprar la entrada le dicen que están agotadas y en los alrededores comienza a escucharse un molesto runrún que dice que Clemente Rodríguez da mala suerte y por eso el equipo no es capaz de ganar ninguno de los partidos de liga. Pero ¡Si he ido a todos los de Copa! Da igual, el gafe sólo afecta a los de liga.

Intenta no hacerse mala sangre y prefiere la tranquilidad antes que la confrontación. Al comprobar que le va a resultar imposible asistir al partido del domingo, solicita a su compañero de local que le haga el favor de solicitar una acreditación a ver si a él si son capaces de dársela. Se la han dado al Interpretador. El Interpretador es el periódico de la ciudad vecina así que no tiene más remedio que ponerse en contacto con Narciso, redactor de deportes y buen amigo suyo, para que le pase una crónica decente antes del cierre de la sesión.

Espera la crónica de una derrota y se sorprende sobremanera cuando recibe la de una victoria. Aquello es la gota que colma el vaso. Le comienzan a señalar como gafe y le vuelven a prohibir la entrada al campo hasta nueva orden.

-        Esto es un sinsentido.

 

En los octavos de final de la Copa les cae en suerte el Locomotoro de Albacete. Es un buen equipo, un equipo trabajado desde divisiones inferiores y con un proyecto sólido que se ha colado entre la élite del fútbol nacional. Han eliminado al Barcelona Intercostas, por lo que hay poca fe en la clasificación, aunque mucha ilusión por jugar.

-        Ya sabes lo que tienes que hacer. – Le dicen a Clemente.

 

¿Cómo puede ser? ¿Cómo pueden ningunearme de esta manera y después solicitarme un informe sobre el próximo rival? ¿Es que sólo doy mala suerte de forma aleatoria?

De bueno eres tonto, le solía decir su madre cada vez que le veía hacer favores mal pagados. Y efectivamente, Clemente Rodríguez es tan bueno que es tonto y antepone, como siempre, los intereses del club a los de sus directivos, o a los de esos jugadores engrandecidos por media docena de gestas y sin la capacidad moral suficiente como para cerrar una permanencia que es la que les debe dar el pan durante la temporada venidera.

El informe es extenso y excelso, en el club le dan su acreditación y le invitan a un bocadillo de chistorra con una cerveza sin alcohol. Ya sabes, Clemente, que no vendemos alcohol en el campo, le dice el presidente mientras le guiña un ojo de manera cómplice. Quieren jugar a ser amables con él cuando él mismo sabe que se ha roto cualquier vínculo que trasladase el cariño entre él y el resto de las personas encargadas de dirigir al equipo. Cuando intenta hablar con alguno de los jugadores estos se muestras esquivos y se disculpan con excusas casi infantiles. Llego tarde a cenar, perdona, Clemente, pero tengo al niño malo, otro día hablamos ¿Vale? Tengo a los suegros en casa y no puedo llegar tarde o el mañana madrugo que igual servía para cancelar una cita con un amigo como para esturrear a un periodista molesto que sólo quería conocer su manera de pensar en cuanto al transcurso de la temporada.

Gracias a la gestión de un contacto en la ciudad de Guadalajara, consigue una entrada para el siguiente partido de liga. Cuando, tras la derrota, los dirigentes y jugadores se enteran de que Clemente ha estado allí presente, se levantan en armas y reproches contra él y le recuerdan que su lugar está en la Copa, donde su presencia y ayuda les está ayudando a hacer historia, y no en la liga, donde, cada vez que se presenta, la derrota es un factor seguro que les incapacita para seguir pensando en cotas mayores.

A aquellas alturas ya todo le parece absurdo. Si va a ver el partido de Copa no es porque se crea talismán sino porque hace años que no se pierde un partido del equipo siempre que esté en capacidad para poder asistir. En primer lugar, porque el roce hizo el cariño y se siente un aficionado más y, en segundo lugar y mucho más importante, porque, como profesional que se siente, sabe que debe estar siempre al pie de la noticia porque su trabajo es el de informar lo más detalladamente posible. Y en fútbol nada expone más detalles que un partido.

Y, claro, ganan con claridad, pero no porque él esté en la grada sino porque el equipo entrega todo lo que tiene de sí y sabe exactamente qué es lo que tiene que hacer. Ya están en cuartos de final y hay quien se lo agradece directamente a Clemente en su función de talismán y hay quien le mira con desconfianza con esa cara de no se te ocurra ir al partido del domingo que en liga no nos podemos permitir más alegrías.

Y, claro, como el partido es en casa y no le van a permitir la entrada, se tiene que conformar con seguirlo en la radio del móvil mientras sintoniza la cadena local. Un partido bronco, disputado, sin la energía que han demostrado en los partidos de copa pero que han terminado ganando por la mínima gracias a un gol en el último minuto ¿Será porque el amigo Clemente no ha estado en el campo? Pregunta con cierta retranca el comentarista. Amigo suyo, por cierto, y con muy mal gusto para la broma, confirma también.

Antes del sorteo de cuartos de final, hay partido fuera de casa y allá va Clemente, casi de incógnito, a tomar notas para su crónica semanal. Nadie parece recabar en él, con esa gorra calada y esas gafas de sol. El partido es soporífero y la derrota no es sino la consecuencia de un mal juego que ha llevado al desastre. Aún así, y poco antes del pitido final, observa como Eufrasio, el delegado del equipo recorre el perímetro del campo mirando hacia las gradas en busca de un bulto sospechoso. Clemente tiene que estar por aquí, dice su cara de malas pulgas. Y el perro guardián atrapa a su presa y le señala acusadoramente mientras le invita, con una seña, a que baje a hablar con él en cuanto acabe el partido.

-        ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?

-        Sí, ver un partido de fútbol.

-        Eres un irresponsable, Clemente, con lo que nosotros hemos hecho por ti.

-        Y lo que yo he hecho por vosotros.

-        ¿Qué has hecho tú por nosotros? ¿Jodernos cada vez que has venido a vernos?

-        Se os está yendo de las manos, Eufrasio.

-        No, aquí el único desfasado eres tú. No te quiero volver a ver cerca del equipo.

 

Se queda en silencio, no tiene mucho más que decir. Desesperado por comprobar que nadie es capaz de entrar en razón, regresa a casa con la cabeza hundida y una lágrima asomando en unos ojos que ya creía secos de por vida.

Cualquier capacidad de asombro, sin embargo, es poca cuando el cinismo y el ser humano son capaces de juntarse. A la mañana siguiente, nada más conocerse el nombre del rival para los cuartos de final, el mismo Eufrasio le llama para solicitarle el informe pertinente.

-        Y rapidito. – Apostilla.

 

El Gerundés Olympic, es un equipo rápido y certero. Con centrocampistas de buen toque y extremos rapidísimos. Tiene un delantero, un paraguayo, que es un tanque con el cañón siempre en marcha. Pum, pum, pum. Lo remata todo y todo casi siempre hacia dentro.

Recomienda cerrar bien las líneas de pase, jugar directo a la espalda de los defensores, marcar de cerca al mediocentro y abrir mucho el campo en los ataques porque los laterales gustan de subir hasta campo contrario.

Cuando entrega el informe, el presidente le tiende la mano y le da un golpecito amistoso en la espalda.

-        Vendrás a vernos ¿No?

 

Clemente mira de soslayo, cuando ya casi se ha dado la vuelta y por un instante detiene el tiempo. Silencio, sentimientos encontrados y mil respuestas flotando por la cabeza, pegándose entre ellas para ver cual es la primera en salir a flote.

-        Claro. – Responde finalmente.

 

Porque ya sabe que de bueno es tonto, porque ya sabe que primero el equipo y porque sabe que, sobre todo, la prioridad es su profesión. Su profesión le apasiona, su profesión es su pan y su gloria, su vestigio y su memoria, su hambre de querer, su sed de parecer. Por eso irá a verlos, no porque se considerase un talismán ni porque quisiera ser testigo de un partido histórico, irá porque se debe a su gente, a su periódico y a sí mismo.

-        Iré. – Repite.

 

Y va, claro que va, y el partido es de un cariz tan histórico que se rememorará durante mucho tiempo en el pueblo. Porque le ganan al Gerundés Olympic y se clasifican para la semifinal de Copa. Es la primera vez que un equipo de tercera alcanza este hito. Es la primera vez que todo un país coincide en querer la victoria para un equipo pequeño que se ha dejado la vida, la piel y las ilusiones en pos de lograr una victoria que le va a poner de cara con la historia.

Clemente lo cuenta todo. El partido, el ambiente, los goles, la pasión, la ilusión, la gloria. Su crónica es tan exquisita que termina siendo retuiteada por los aficionados de todo el país. Hay quien le saca en hombros del campo y hay quien se cita con él para la semifinal. Nadie le agradece sus trabajos previos, sus informes, sus llamadas a deshora, sus pérdidas de sueño. Lo único que saben es que Clemente es talismán en Copa y cenizo impertinente en Liga. Así que sigamos así, señores; niéguenle la entrada en Liga y denle un palco para la Copa. Y si no existen palcos pues que los creen.

El siguiente partido de liga es en casa y se gana. Como mandan los cánones. Como manda la suerte siempre que Clemente no está allí para verlo. Quedan cinco partidos y se necesitan cinco puntos. Una victoria y un par de empates. Uno fuera, otro en casa, dos seguidos fuera y el último en casa. Se hacen cuentas. Dos en casa en los que Clemente no estará y seis puntos. Ya pueden dejarle ir a los partidos de fuera. Todo está hecho. Todo está controlado.

Así que le dejan ir al partido de fuera de casa que se juega durante el siguiente domingo. El equipo está excitado porque acaba de conocer su rival en semifinales y pierde ante la presencia de Clemente. A la salida del campo, algún aficionado del equipo, que ha viajado hasta allí le espeta de manera jocosa. “Clemente, el próximo el equipo en casa y tú en la tuya”. Le siguen las carcajadas y las palmadas amistosas en la espalda.

El rival en Copa es el Torpedo de Aragón. Un equipo histórico que ha recuperado la energía y se ha plantado a dos pasos de un sueño. Huelga decir que ellos son la cenicienta, que los otros tres equipos en liza son equipos de Primera y que para ellos ya es un premio el mero hecho de estar allí. Pero, qué narices, van a salir a ganar. Van a salir a hacer historia.

Pero primero queda un partido en casa que van a ganar porque allí no estará Clemente. Ni acreditación ni entrada y guardas de seguridad en la puerta por si se le ocurre asomar el hocico. Y, claro, lo ganan. Como no podía ser de otra forma, comentan los vecinos según van abandonando el campo. Con este cenizo aquí seguro que nos meten cinco. Y risas. Y más risas. Clemente no lo oye, pero le duele igual porque le han dejado de lado por una estúpida superstición. Ha dejado de disfrutar del fútbol y, sobre todo, de su profesión, porque alguien había llegado a la conclusión de que era gafe. Porque ese alguien no se había parado analizar que él estuvo en todos los partidos de la temporada del ascenso y que, cuando empezó a asistir al campo, el equipo estaba en las últimas posiciones y, de repente, empezó a ganar partidos como si le debiesen dinero.

Pero eso había sido otra época, otra temporada, otro año. El olvido es cruel con quien más ha arrimado el hombro. El olvido es un revólver en la sien siempre a punto de apretar el gatillo.

El olvido es la tijera que corta el hilo rojo que nos conecta con la realidad, porque muchas veces la verdad duele más que el engaño, porque pocas cosas tienen más verdad que el desengaño y porque el despecho es el sentimiento que más reconduce a los deseos de venganza. Ni liga ni copa. Ni permanencia. Ni más planes de futuro en aquel pueblo del demonio.

Recibe la llamada un martes por la mañana y el miércoles ya tiene la maleta llena de planes. Un importante periódico de la capital necesita un redactor de deportes. No es un gran trabajo pero sí es una gran oportunidad. Nadie le recordará después de todo lo que ha pasado y, sobre todo, nadie le echará de menos. Acepta y espera a presentar su carta de baja voluntaria porque da como condición que le permitan acabar la temporada. Quiere certificar la gesta de Copa con una eliminación dulce y quiere, más que nada, glosar las claves de un descenso de categoría que él mismo lleva meses pintando como inevitable. Su crónica será una loa al “ya lo advertí” de libro. Disfrutará como un niño sabiendo que tenía razón desde el primer momento.

Queda el partido de casa y el de afuera y, entre medias, el partido de semifinales de Copa, ese que ha de llevarles en volandas hacia la final soñada. Y no se lo piensa perder. No se va a perder nada porque lleva años viviendo en el alambre de la crónica certera, en la necesidad de informar, en la droga del directo, en la ilusión por comunicar.

Alquilará una furgoneta y transportará una escalera plegable. Esperará a que el partido esté comenzado, se encaramará a lo alto de la tapia, porque a esas alturas ya nadie esperará su presencia y no habrá vigilancia en los alrededores. Por si acaso, se podrá una peluca y unas gafas de sol y seguramente, desde lejos, le confundirán con uno de esos caraduras que, partido sí, partido también, aprovechan la picaresca y la habilidad para ver el partido por la cara. Nunca dicen nada a nadie porque son pobres diablos que merecen la indiferencia antes que la sanción. Si consigue subirse allá arriba, nadie reparará en él y podrá escribir su antepenúltima crónica en el pueblo.

Cuando está colocando la escalera escucha el jolgorio de las tres mil personas que abarrotan el campo. Gol. Pues ya están los tres puntos que necesitan. Para qué seguir. Cuando está subiendo escucha el sonido del segundo. Veinte minutos y partido resuelto. Salvación conseguida, ya no tendrá que seguir escondiéndose. Aun así, ya que está allí, no se va a bajar de la tapia. Ni del burro.

Se acomoda la peluca y saca la libreta de la bandolera. Le va a costar escribir allá arriba pero encuentra la postura para acomodar el papel sobre las piernas y tener la espalda lo suficientemente en tensión como para no caerse. El partido ha debido ser más entretenido mientras él estaba perpetrando su plan, porque lleva un cuarto de hora y ya ha bostezado dos veces. Un juego plano, dormido, sin tensión ni profundidad. Así lo hace saber en sus notas. Será una crónica sin mucha historia. Un equipo que piensa en su partido más importante y otro que ya no se juega nada viéndolas venir. Fútbol sin salsa.

Pero de repente, cuando ya ha bostezado otro par de veces, llega un gol. Y él anota la jugada. Es el último minuto del primer tiempo y el público protesta por la suerte que ha tenido el equipo rival al haber anotado un gol en su primera llegada a portería. Realmente no fue una llegada al uso sino un regalo de la defensa del equipo local que había dejado al delantero visitante mano a mano con el portero. Como para desperdiciarlo.

Falta de concentración. Pensamiento plano dirigido al partido de copa. El partido es largo. Se puede complicar. Todo ello lo anota Clemente en su libreta mientras observa como los hombres acuden al bar a por una cerveza y los niños desenvuelven el papel de plata de sus bocadillos.

La segunda parte sigue los mismos derroteros que la primera, al menos la parte que Clemente ha podido ver porque, a pesar de que cuando se había alzado a la tapia, el equipo ya había marcado dos goles, no le había observado ningún lance del juego que mereciese la pena resaltar. El partido es horrible y se está jugando en el alambre. El equipo no es ningún funambulista por lo que corre el riesgo de darse un buen golpe contra el suelo.

Él también puede darse un buen golpe y, en su caso, de forma literal. Sentado sin apoyo sobre una tapia, toma notas del gol del empate y mira su reloj. No vale aquel punto. Al equipo le hacen falta dos para mantenerse, lo que le obligaba a jugar a empatar el siguiente partido. Claro, que siempre puede ser peor. El equipo rival puede marcar el tercero y mandar al equipo a la lona de la desesperación. Con la obligación de salir a ganar en el último partido después del esfuerzo físico y mental que supondrá el partido de semifinal de Copa en el medio de la semana.

De repente un murmullo, ajeno al juego, empieza a recorrer el campo y varias personas se acercan hacia la tapia señalando a lo alto hacia su posición. Es el momento justo en el que el equipo rival hace el tercer gol y todos los planes se vienen abajo.

Aunque el que realmente se viene abajo, y de manera literal, es él.

-        ¡Es Clemente! – Grita uno de los vecinos, exaltado.

-        ¡Sí! ¡Es él!

-        ¡Baja de ahí, desgraciado!

 

El revuelo es tremendo y Clemente no sabe cómo salir del embrollo. Habían dado igual la peluca y las gafas de sol, habían dado igual las precauciones. Estaba claro que allí pasaba algo y la gente había empezado a buscarlo. Presa del pánico se desequilibra y cae hacia atrás. Por suerte para él consigue caer de costado y se libra de un buen golpe lumbar o cervical.

Aun así termina en el hospital con una pierna escayolada y un brazo en cabestrillo además de cuatro puntos de sutura en la frente y un ojo morado. Mientras la gente aplaudía su caída tornaba su pequeña victoria personal en una victoria global con el gol del empate del equipo justo en el último segundo del partido.

-        Lo que yo te diga. Este tío es gafe.

 

Y así se confirmó el rumor y fue corriendo de boca en boca la confirmación de que están a punto de descender porque Clemente Rodríguez, el gafe, se subió a la tapia para ver el partido de fútbol del equipo. A quién se le ocurre. Será desagradecido.

Todo son parabienes hasta que son conscientes de que necesitarán su presencia para el próximo partido. Si está en el hospital no podrá venir a vernos en Copa, y en Copa, con él, ganamos. Y si no está él perderemos. Y la gente acude en masa al hospital para sacarle en volandas, pero el médico se niega. Este hombre está gravemente herido. Está consciente, doctor. Sí, pero no debe moverse, tiene un pulmón perforado y un fuerte golpe en la cabeza. Serán tan solo un par de horas, prometemos devolverle sano y salvo. Que no. Cómo que no. Pues que no.

Y agreden al doctor. Y se llevan al paciente casi a volandas. Se llevan una ambulancia, y dejan la ciudad a toda velocidad. Le buscan acomodo en zona de minusválidos y colocan la silla de ruedas tras la portería. Clemente quiere mirar pero no puede ver nada. Le duele la cabeza pero, sobre todo, le duele el alma. Cuando el equipo marca todos corren a abrazarle. Cuando le empatan le piden que mire, que mire que si no mira no hay nada que hacer. Y él mira lo que puede, pero no capta apenas nada. Anota en su cabeza situaciones concretas y cree tener una crónica que dictará por teléfono a Domínguez. No sabe cómo lo hará, pero habrá de hacerlo.

Un gol en el último segundo, justo cuando alguien le ha obligado a levantar la cabeza sujetándole firmemente por la nuca, coloca al equipo al borde de la historia. Solamente tiene que aguantar el descuento y la final será suya. Un equipo de tercera en la final de Copa. Epopeya, leyenda, milagro, historia.

-        ¡Qué alguien le sujete la cabeza a ese hombre, que nos empatan!

 

Y son cuatro los que corren. Uno sujeta la espalda, otro la barbilla, otro la nuca y el último le obliga a no dejar de mirar.

-        No pierdas de vista el partido, desgraciado. No dejes de mirar que nos empatan.

Y Clemente mira porque le obligan, mira porque no puede hacer otra cosa, mira porque sabe que será lo último que haga en ese pueblo del demonio.

Y Clemente deja de mirar justo cuando el árbitro pita el final. Le sueltan, su sien cae a plomo sobre sus hombros, sus pies son un trapo tembloroso, su cabeza es sólo un amasijo de imágenes pasadas y un viaje tormentoso hacia el mundo de lo irreal. El pueblo es un clamor y Clemente no puede escuchar nada porque ya nada le incumbe.

Cuando ingresa en el hospital ya no hay diagnóstico clínico que sea capaz de salvarle la vida. Los golpes, las emociones, las imprudencias han terminado con él. Le enchufan a una máquina y, desde allí, juega a soñar con algo, pero su cabeza no es más que una fábrica de imágenes borrosas y sentimientos encontrados. La llama se apaga mientras el equipo juega sus dos finales. Una, la de liga, la gana porque Clemente ya no irá a verlos y no podrá impedir, con su gafe, lo irremediable. La otra, la de la Copa, la pierde. La opinión general es porque el envite era demasiado grande para las posibilidades del club, la opinión del pueblo es que con Clemente en la grada ese partido lo hubiesen ganado porque él era el adalid de la buena suerte.

Pero la buena suerte se termina apagando. Realmente se había apagado el día que el pueblo le dio la espalda por una estúpida teoría conspiranoica y se certifica en el momento en el que la máquina empieza a emitir un pitido continuo que certifica que el periodista Clemente Rodríguez ha fallecido a las diez de la mañana en el hospital provincial. Recemos todos una oración por su alma.

Y el pueblo reza por el alma de un pobre diablo. Y el equipo, que ha ganado dinero y lo ha sabido administrar, sube de categoría durante tres años consecutivos ¿Se acuerdan de él? Relata el redactor de un periódico de tirada nacional. El tipo que el diario tuvo que fichar cuando se enteró que el contrato con Clemente Rodríguez no se podría firmar porque la muerte se había interpuesto entre ellos. Es el equipo milagro, aquel que jugó una final de Copa y ahora juega en la Primera División.

Nadie cita a Clemente en sus crónicas. Hablan del milagro copero, de la final perdida en un estadio demasiado grande, de los ascensos, del crecimiento, de la asentamiento. Del que nos quiten lo bailao.

La gente acude al estadio en masa. Ya no es un campo de dos mil asientos sino que es un recinto para cinco mil. La política de precios y la pasión desbordada pone el cartel de no hay billetes un domingo tras otros. Algunos jóvenes se reúnen antes del partido en uno de los parques de las afueras, allí beben cerveza e idean cánticos a los pies de una estatua de bronce sobre un pedestal.

“A Clemente Rodríguez”, puede leerse en las letras desgastadas y talladas sobre el metal, “El hombre que murió por su equipo”.

Así, sin más. Durante los primeros meses, algunos vecinos iban a depositar flores a los pies del pedestal. Fueron sólo los primeros partidos, después la estatua sólo recibía la visita de las palomas y sus heces y los jóvenes y sus vómitos. Poco a poco se fue oxidando, olvidando y abandonando. Hasta que llegue el día en el que a nadie le suene el nombre de Clemente Rodríguez y cambien la estatua por la de ese empresario que invirtió en el equipo y lo llevó directo a la Primera División sin la ayuda de nadie.

martes, 28 de julio de 2020

Fútbol

El fútbol, en la práctica, es tan sencillo de entender como complejo de interpretar; puede tratarse de una
sucesión de pases y regates con el fin de llevar la pelota hasta la portería contraria. En esencia, sin embargo, entran en juego otros factores, como la velocidad, la precisión o la fuerza física. Pero como un juego extrapolado a la vida, puede definirse como un juego de engaños y mentiras dirigidos para descubrir la verdad. Y allá, al final, no hay más verdad que el resultado y no hay más mentira que el conformismo. El verdadero triunfo es el que deja poso en el tiempo, ese que nos dice, cuando los relatos empañan los ojos del anciano, quien, verdaderamente, fue capaz de conseguir el hito de la inmortalidad.

Hay futbolistas que creen en el engaño, que juegan por delante de los demás porque siempre tienen el pase correcto en el momento correcto, porque, en el mayor de los apuros, saben que el balón debe viajar a sus pies y de allí saldrá una jugada mejorada. Porque el fútbol, tan sencillo de entender y tan complejo de interpretar, necesita jugadores que lo entiendan como lo ha hecho Santi Cazorla durante toda su carrera.

Castigado por las lesiones durante tres años de castigo, Cazorla perdió su madurez postrado en una silla de ruedas y soñando con un regreso que no llegaba. El quirófano pudo haber acabado con el futbolista, pero jamás terminó con la persona, y desde la fortaleza mental se estableció unos plazos que fue cumpliendo estrictamente hasta regresar, de nuevo, al punto de retorno. El futbolista que regresó tenía todos los conocimientos impresos en la cabeza; había perdido velocidad, había perdido habilidad, había perdido chispa, pero no se le había olvidado jugar al fútbol.

El Cazorla de estas tres últimas temporadas ha sido un sabio con aires de maestro. Ha sido el hombre que ha tomado de la mano a sus compañeros y les ha enseñado el secreto mejor guardado del juego; la inteligencia sensorial. Cada control, cada balón al espacio, cada llegada al área, cada pase de gol eran parte del máster que, con un tobillo inutilizado y un cuerpo castigado por los golpes, se ha dado el gusto de ofrecerles a aquellos que han compartido césped junto a él. Porque el tipo que se va aún se siente futbolista y aún sabe que el juego puede ser una sucesión de pases y regates con el fin de llevar la pelota hasta la portería contraria, pero en el eterno debate entre el cómo y el cuándo, Cazorla ha apostado fuerte por cuidar los medios antes de conseguir el fin. En lo práctico, por hermoso, reside su legado.

viernes, 24 de julio de 2020

Los principios

Es importante manejar un libreto, saber expresarse con claridad, tener mano firme pero también mano
izquierda, verbo fácil, comprensión y, sobre todo, capacidad de motivación. Y es importante, sobre todo, tener claro tus principios porque, cuando vayas a morir, mejor hacerlo con la cabeza alta por ser fiel a ti mismo que dejarte matar vilmente por haber vendido el alma al primer diablo que apostó por ella.

Existe una condición inherente de desconfianza para todo aquel que quiere hacer carrera como entrenador y no ha logrado ser antes futbolista de élite. Se le mira con más recelo, se le trata con menos respeto y se le saluda con desdén porque, en su falta de glamour, reside su condición de elemento extraño. Es por ello que su trabajo debe ser más generoso, más constante, más comprometido y, sobre todo, más desarraigado, porque cuando te caes te levantas solo, porque cuando triunfas, las medallas se comparten entre un puñado de ajenos.

Diego Martínez llegó a Andalucía a primeros de siglo y pronto se dio cuenta de que no sería futbolista de élite. Consciente de que las aptitudes no iba acorde a las actitudes, se preparó para ser jefe de banquillo y logró su primer contrato dentro del fútbol modesto. Entrenó tres años en Tercera División, con números tan óptimos como para llamar la atención del tipo que organiza la estructura del Sevilla desde hace años. Monchi le ofreció hacerse cargo del Juvenil A y Diego aceptó el reto de ser, además de entrenador, un buen formador. El éxito de su trabajo le hizo ir subiendo escalones y en cinco años era el entrenador jefe del Sevilla Atlético al que terminó ascendiendo a Segunda División.

Tras no lograr el objetivo en Pamplona, regresó a Andalucía para constatar que sus preceptos iban más allá de un fracaso y que, quien tiene unos principios claros, sabe que el éxito es sólo cuestión de trabajo y esperanza. Dejando el azar en el lugar de los posibles, Diego Martínez confeccionó una plantilla para ascender y ascendió, confeccionó otra para mantenerse y se mantuvo, consiguiendo, en ambos casos, un logro añadido al objetivo de su contratación; le pidieron ascender y lo hizo de manera directa, le pidieron mantenerse y metió al equipo por vez primera en competiciones europeas.

El camino es largo y el bosque demasiado frondoso. Seguirán dudando de él para los retos magnánimos porque seguirá siendo un tipo sin pasado y con una muesca en el currículum. Siempre le pedirán más, hasta los suyos propios, porque el trabajo del entrenador es ese ingrato reto en el que sólo cuenta el resultado. El trabajo, como máxima para curar la conciencia, no puntuará en positivo si el balón no entra o el portero no llega por un par de centímetros. Congraciar Europa con la Liga para un equipo modesto será el reto del mediofondista que se atreve con el maratón; puede que al final no esté ni para misas, ni para bares. Para eso están los principios y para eso está el trabajo. La lupa enfrente y la espada de Damocles siempre en la espalda. Porque más allá del aplauso pervive,siempre la duda de los inconformistas y la puñalada de los olvidadizos.


miércoles, 22 de julio de 2020

El VAR se ha ensañado con el Leganés (por Alfredo Relaño)

LaLiga se ha cerrado con 149 penaltis, 36 más que la de hace dos años, me dice Míster Chip, y récord absoluto en la historia del campeonato. Ya lo sospechábamos. No se redondeó en 150 porque el domingo Cuadra Fernández no vio la zamorana de Jovic en Butarque y a Sánchez Martínez no le plugo aconsejarle que fuera a la banda a mirar repeticiones, por si acaso. ¿Para qué? ¡Sólo era el Leganés! Hace un tiempo esas manos no se pitaban, pero según las últimas consignas, sí. Nada más acabar el partido me llamó un buen celtista, tan aliviado como incómodo por lo injusto del trance. “El Leganés no merecía esto”, me dijo.
Un penalti es un 70% de gol, en su caso un 70% de salvación, alegría suprema que hubiera llegado acompañada de victoria ante el Madrid. Hubiera sido un día para la historia de signo muy distinto. Ya sé que no se baja en un día, como no se gana la Liga en un día. Pero es que este campeonato el Leganés se ha comido dos penaltis, dos, ¡fuera del área! Uno en Mestalla (jornada 5ª, gol, resultado final 1-1) y otro en Butarque, ante el Levante (8ª, gol, final 2-3). También sufrió aquel desmayo de Messi en el área del Camp Nou cuando el partido iba 1-0 (29ª, gol, final 2-0). Parejas distintas de árbitros le han ido poniendo clavo tras clavo en el ataúd.
Un día aparecerá Velasco Carvallo con los porcentajes de acierto del VAR y tal y tal. Le oiremos como el que oye llover salvo en Leganés, donde sonará a escarnio. Entre otros problemas el VAR ha servido para ahondar la sensación de que hay una justicia para ricos y otra para pobres. El Madrid, que arrastraba la queja del doble penalti a Varane en el Camp Nou (rico contra rico, para el de casa, es la ley de bronce), ha vivido estas 11 jornadas en tal idilio con el VAR que se han cargado de argumentos sus detractores. Hasta el último día, cuando al Leganés se le negó ese penalti que sólo la ejemplar caballerosidad de Javier Aguirre supo perdonar.

Publicado en As el 22-07-2020.

viernes, 17 de julio de 2020

Dos metros de Romario

El Arsenal era poco más que un cadáver cuando Arsene Wenger llegó al rescate en septiembre del noventa y seis. Poco quedaba de aquel equipo que había ganado la Recopa dos años antes y se había quedado a dos segundos de alcanzar la tanda de penaltis en la final del año siguiente. Un histórico con pedigrí que le había disputado, y ganado, el título al Liverpool a finales de los ochenta y que, sin embargo, en esos ejercicios de autodestrucción tan típicos en él, se había ido apagando hasta convertirse en una sombra de sí mismo.

Durante los años sesenta y setenta, mientras Liverpool, Leeds o incluso Chelsea, destacaban por un fútbol vistoso y vigoroso, el Arsenal seguía su tradición de pelota larga y prolongación en busca de una segunda jugada o un disparo lejano. Boring Arsenal le llamaban. Ganó el doblete en el setenta y uno y no volvió a ganar una liga hasta el ochenta y nueve. Con tan solo una FA Cup en aquella travesía del desierto, solamente se pueden entender las frustraciones de los hinchas desde la lectura; Nick Hornby escribió Fever Pitch y nos habló de la rabia, la desidia y el desamparo. Ese era el Arsenal que recogió Arsene Wenger.

Con bloque de diez aguerridos británicos y Dennis Bergkamp como estilista, el Arsenal ganó la liga del noventa y ocho. El título, más allá de una celebración, valió un punto de inflexión. Tardó otros cuatro años en volver a ganarlo, pero, entre medias se fue elaborando un equipo que nada tenía que ver con el Arsenal aburrido de décadas atrás. El balón largo y la prolongación se cambiaron por el toque preciso, la circulación rápida y el juego profundo, siempre a ras de césped. Para interpretar sus sinfonías, Wenger fichó a jugadores de buena pierna y ganas de triunfo. A Bergkamp se le unió su compatriota Overmars, con quien ya había hecho una buena sociedad en el Ajax y en la selección holandesa, y desde Francia llegaron los rocosos Vieira y Petit, además del delantero Anelka, rebotado tras su fracaso como fichaje estrella en el Real Madrid.

Entre aquel grupo de tipos duros con buen gusto, se coló un delantero que había despuntado en el Ajax campeón de Europa y se la había pegado, como casi todos los fichajes sonados de la época, en el Inter de Milán. Cortado del equipo italiano tras serle detectado un problema en el corazón, Nwankwo Kanu fue rescatado por Wenger para hacer subir al Arsenal un peldaño más. El tipo era alto, más alto de lo normal y si destacaba, más que por su altura, era por la habilidad que tenía para mover sus ciento noventa y ocho centímetros.

Nacido para asombrar, sus quiebros imposibles, sus definiciones asombrosas y sus toques de balón estando de espaldas a la portería, hicieron que el público de Highbury se enamorase de aquel nigeriano grandullón que sólo sabía marcar goles bonitos. Gracias a sus habilidades en el área y a sus aptitudes fuera de ella, Jorge Valdano, al que tanto recurrimos aquí, llegó a decir que Kanu eran dos metros de Romario.

Más allá de lo exagerado, o no, de la comparación, y el agravio comparativo que nos dejó el tiempo, lo cierto es que Kanu dejó varias obras de arte antes de marcharse de peregrinación al sur y convertirse en leyenda menor en el Portsmouth. Una de ellas, quizá la más sonada, es aquel gol imposible que dejó el día que el Arsenal anotó seis goles en el estadio del Middlesbrough. Tras una combinación entre Parlour y Dixon, el eterno lateral del Arsenal puso el balón en el corazón del área para que Kanu, con un taconazo inverosímil, pusiese el estadio patas arriba. Era su manera de entender el fútbol dentro del área. Allí, o eres genio, no no eres nada. O eres un Romario de dos metros o no habrá manera de ganarse la inmortalidad.


miércoles, 15 de julio de 2020

Implicación

Para el hambre no hay pan duro. Es una frase que solía repetir mi padre siempre que nos quejábamos de una comida o poníamos esa nota de excentricidad en la mesa queriendo hacer creer que éramos unos expertos en materia culinaria cuando realmente éramos unos desagradecidos. Con ellos nos quería hacer ver que lo nuestro no era hambre sino insatisfacción y que, quien realmente ha conocido la necesidad, no hace ascos a un mendrugo al igual que no lo hace a cualquier plato que se ofrezca caliente o frío y que, haciendo de necesidad virtud, se convierte en superhéroe de sí mismo cuando sabe que, frío o caliente, la única opción que le queda es la del agradecimiento por seguir sobreviviendo y la del esfuerzo para compensar la subsistencia y, sobre todo, para intentar mejorar la situación.

Existen muchos futbolistas que ven rotos sus sueños de la infancia cuando comprueban que no hay sitio para ellos en el equipo de sus amores. Muchos son los que quedan cortados para siempre, otros terminan en equipos de barrio para superar la abstinencia y algunos otros, los menos, sobreviven en el filo de la élite a base de cesiones en equipos de ínfima aspiración. Jugar en primera, más allá de hacerlo en el primer equipo, es una quimera que muy pocos terminan alcanzando, por ello, aquellos que se ven relegados a la Segunda División B o incluso a la Tercera, sólo tienen una opción si quieren demostrarle al mundo que sus designios eran erróneos: trabajar, trabajar y trabajar.

Apretar los dientes, tragar barro, disputar cada balón como si fuese el último y jugar como si se tratase del partido más importante de la vida. En eso se basa la implicación; siempre la ilusión por seguir avanzando, siempre el trabajo para ser imprescindible, siempre la pasión para no dejar de ser tenido en cuenta.

Sergio Reguilón encontró, durante la temporada pasada, el premio a su trabajo después de verse relegado, durante dos ocasiones, a una cesión residual en la Unión Deportiva Logroñés. En un equipo sin demasiadas aspiraciones más allá de la permanencia, Reguilón hubo de batirse el cobre ante veteranos que venían de vuelta y jornaleros del fútbol que ya dejaron pasar su último tren. En esa trituradora de cadáveres que es la tercera categoría de nuestro fútbol, Reguilón siguió soñando en grande y no dejó de pensar que su puesto era la Primera División. No podía llegar a pensar que su lugar estaba en el primer equipo del Real Madrid y mucho menos que sería titular durante gran parte de la temporada.

Condenado por una temporada aciaga y tapado por el fichaje de Mendy y los galones de Marcelo, Reguilón tuvo que ver como su sueño de triunfar de blanco se cerraba de nuevo, con una nueva cesión. Pero para qué tirar la toalla cuando ya te has visto en el peor rincón del ring. El Sevilla era una plaza de categoría y la traslación no debía verse como un fracaso sino como una nueva oportunidad. De esta manera, Reguilón se convirtió en el más sentido sevillista, dando fuste y categoría al lateral izquierdo. Volvió a apretar los dientes, volvió a trabajar y volvió a disputar cada balón como si fuese el último. Agarrado a la implicación y sostenido por la pasión, volvió a convertirse en titular, una vez más, en uno de los mejores equipos de la Primera División. Sabe que volver al Madrid es difícil, pero sabe, también, que la vida da pocas oportunidades y que ser un jugador importante en la élite es mucho más de lo que hubiera soñado de niño. Con las mandíbulas fortalecidas tras haber masticado el pan duro, no tiene más opciones que agradecer y seguir soñando. Hoy es bandera en Sevilla, mañana, quien sabe, puede volver a ser un jugador importante en el club de sus sueños o un ídolo en su club de acogida. Quien tiene que comer siempre quiere más. Reguilón  ya se ha sentado en la mesa y quiere disfrutar del banquete.

martes, 14 de julio de 2020

La élite del Atleti

Cuando el fuego viene desde fuera, cuando los cañones se disparan desde otra trinchera, cuando el fuego enemigo busca tu línea de flotación, cuando las críticas se centran en los medios antes que en el fin, es que algo estás haciendo bien. Cuando las barbas del vecino, remojadas y peladas, se ven estorbadas por un parásito incordiante es cuando salen a relucir la rabia y la inquina. Si has conseguido molestar a quien antes no se molestaba, es que algo has hecho bien.

Durante años, los atletistas tuvimos que ir mirando, con recelo, como equipos con menos historia pero mayor merecimiento iban disputando la Liga de Campeones mientras el Atleti había de conformarse con una Intertoto o alguna pachanga veraniega. Eran años en los que nadie protestaba, años en los que incluso se hablaba de simpatía y de falsa conmiseración. Nadie decía que el Atleti, que no jugaba a nada y no competía ni en los entrenamientos, era el anti fútbol, nadie nombraba el sueldo de sus entrenadores, ni la dureza de sus futbolistas, ni criticaban las victorias por la mínima porque, simplemente, el Atleti no molestaba.

Basta con mirar a esos aficionados del Arsenal, cansados de quedar entre los cuatro primeros con Wenger, año tras año, pero nunca campeonar, mirando a su equipo caer en la inmundicia, caerse del Big Six para convertirse en un equipo más de media tabla y empezando cada año la temporada con ciertas esperanzas para terminar la misma en el basurero de la mediocridad. Así que, si alguno tiene ganas de escuchar a la sirenas, de dejarse embaucar por su canto, de protestar contra la naturaleza de la realidad, no tiene más que visualizar un Atleti sin Simeone y mirar donde estábamos antes de su llegada.

Así pues, más nos vale disfrutar el presente y no tontear con un futuro incierto. A este equipo le han quitado a dos campeones del mundo, al defensa central de su mejor época y al futuro mediocentro de la selección española. Se ha tenido que reinventar con un lateral brasileño sin experiencia en Europa, con un mediocampista que terminó reconvertido en delantero, con un joven portugués que aún no entiende la exigencia de la alta competición y con un puñado de jugadores que están pendientes de aportar un mínimo de actitud. Sin mimbres y con trabajo, Simeone ha vuelto a reinventarse para darle una patada en el culo a los agoreros. Nadie vende a sus mejores activos y sigue en la élite, porque la élite, en el Atleti no son sus futbolistas sino su entrenador.

viernes, 10 de julio de 2020

Último servicio

Los equipos que tienen grandeza pero no tienen poder económico, se ven obligados, por fuerza propia y por exigencia ajena, a picar piedra en las mejores canteras y extraer, aún siendo en los lugare más extraños, los minerales más valiosos, porque su supervivencia en la élite depende de los buenos jugadores y porque su capacidad de reinventarse reside, siempre, en la intuición antes que en la proposición.

Planificar, para el Ajax, se convirtió en un ejercicio de cordura cortoplacista desde que los millones ajenos llegaron al fútbol y tuvieron que quedarse con las ganas de conservar a sus estrellas. Si el traspaso de Cruyff, un hito en la época, rompió la banca y, sobre todo, los esquemas del club, no fue sino mucho más adelante cuando hubo de hacer recomposición y cuenta nueva cada vez que miraba como una nueva estrella se marchaba, otra vez, por la puerta delantera que conduce hacia el éxito. Así marcharon Van Basten, Rijkaard o Bergkamp entre otros.

Así pues, el club se vio abocado a confiar en dos factores: la aparición de un gran equipo por generación espontánea o el trabajo de secretaría técnica peinando los lugares más recónditos; allá donde los grandes clubes no alcanzan por el mero hecho de no considerarlo atractivo. Desde el primer factor nació y creció una generación de futbolistas que maravillaron al mundo y reconquistaron Europa. Pero cuando los Kluivert, Seedorf, Overmars, Davids y De Boer volaron en busca de gloria y dinero, el equipo encontró un erial y fue entonces cuando apareció, de la nada, un conejo encontrado en una chistera escondida en un lugar al sur de Suecia.

Un sueco con apellido eslavo y ascendencia musulmana es, a priori, una mezcla extraña e incluso exótica. El tipo que le vio jugar en Malmoe debió creer mucho en él para pagar ocho millones de euros en 2001 por un tipo al que apenas conocían en su país. No tardaron mucho en conocerlo en el resto del mundo. Zlatan Ibrahimovic era un genio de dos metros con la agilidad de un simio y la habilidad de un anfibio; un animal del área que regalaba golazos y grandes momentos, el hombre que volvió a levantar de su letargo a la grada del Amsterdam Arena.

Debutó con gol en liga, en copa y en Champions. Dominó la Eredivise y, cuando quiso creer que el universo holandés se le había quedado pequeño, firmó por la Juventus un traspaso que duplicaba el importe de su fichaje por el Ajax. Era agosto de 2004 y Zlatan ponía rumbo a la liga italiana. En su último partido, ante el NAC Breda, el sueco comenzó siendo increpado por la grada a causa de haberse dejado comprar por las liras italianas y terminó ovacionado, con el estadio en pie y reconociendo que aquel había sido uno de sus futbolistas más especiales en toda su historia.

Uno de los goles de aquel partido, el último gran servicio de Ibrahimovic en el Ajax, se ha convertido, con el tiempo, en un icono que representa las excelencias del futbolista sueco. Recibe a trompicones en zona de tres cuartos, avanza amagando, tumba a un defensor, rompe a otro y vuelve a tumbar a un tercero para terminar empujando la pelota a la red. Todo ello con una parsimonia y una calidad de tal categoría que dio tiempo a levantar exclamaciones y a dibujar admiraciones. Aquel gol de Ibrahimovic con el Ajax aún es considerado como el mejor de su carrera y aún es recibido con exclamaciones y admiraciones cada vez que se repite en un compilatorio de sus obras de arte.

 

martes, 7 de julio de 2020

Le petit Zizou

Se movía como él, gesticulaba como él, conducía como él e incluso encorvaba la espalda en los controles como lo hacía él. Pero no era él. Y nadie le puede culpar de ello porque solamente Zidane puede ser Zidane igual que solamente hubo un Maradona, un Messi o un Di Stéfano. La comparaciones, cuando sirven para etiquetar, son una espada de doble filo cuando la moral es más frágil que la expectativa, porque siempre habrá un dedo para acusarte y siempre habrá, sobre todo, un "ya lo sabía yo" que te mandará al infierno de los fracasados.

Hay dos maneras de asumir el fracaso cuando este viene dado por imposición en lugar de por propia frustración; o bien te dedicas a hacer lo que sabes de la mejor manera que sabes o bien te dedicas a reprocharte a ti mismo por cosas que jamás podrás llegar a conseguir. A Yoann Gourcuff le dijeron que tenía que ser como Zidane cuando sólo tenía diecisiete años y deslumbró en Francia jugando para el Lorient. Las promesas, flores de primavera que conduce a una ilusión, se convirtieron en plato de obligación cuando el chico deslumbró en el europeo juvenil de 2005 y el Milan se apresuró a ficharlo para convertirlo en su nuevo estilista. Jugó un año más en Rennes, a gran nivel, y aterrizó en un Milan donde Kaká era capitán general. Empezó bien, porque todas las bombillas lucen con ánimo cuando están recién compradas, pero poco a poco se fue hundiendo entre peleas consigo mismo, falta de compromiso y una vida disoluta que le encaminó a un calvario de lesiones.

Como el hijo pródigo que regresa a casa para ser feliz junto a los suyos, Gourcuff se reencontró con el fútbol y consigo mismo en la temporada 2008-2009. El Girondins de Burdeos, dirigido desde el banquillo por Laurent Blanc, y comandado en el campo por el pequeño Zidane de Ploemeur, ganó la liga francesa después de diez años con un fútbol de salón. Todo eran parabienes, sin embargo, lo peor aún estaba por venir. Sus buenas actuaciones en Burdeos le valieron para ser convocado por Francia para el mundial de Sudáfrica y para ser fichado por el Olympique de Lyon, por aquel entonces, el mejor equipo de la liga francesa.

Resultó que en su cruz ya llevaba su estigma. Francia había perdido a Zidane, el gran estandarte de la mejor selección tricolor de la historia y el Lyon había perdido a Juninho Pernambucano, el gran comandante de un equipo que ganó la liga francesa durante siete temporadas consecutivas. Y Gourcuff, ya lo sabemos, no era Zidane, y tampoco era Juninho. Era un jugador más frágil; estilista, con sentido del juego y detalles de calidad, pero su cabeza jugaba aparte y su cuerpo, castigado por las lesiones, terminó jugando con él. Francia fracasó en Sudáfrica y el Olympique de Lyon no volvió a ganar la liga francesa. Y mitad del huracán, Gourcuff, sospechoso habitual, fue señalado y engullido por el viento.

Tras el calvario regresó a Rennes, el lugar donde un día quiso ser feliz, pero ni su padre, entrenador del equipo, pudo detener su caída en picado. Tras la aventura del regreso, probó a jugar en Dijon, pero su cuerpo dijo basta después de ocho partidos y unas míseras estadísticas. Tras el huracán, quedan los restos de un tipo que hoy mira el fútbol desde la tribuna pensando si merece la pena volver o quizá haya llegado el momento de decirle adiós a todo y a todos. Quizá en algún momento, en el patio de su casa, vuelva a sentirse Zidane y controle la pelota con el pecho para conducirla con elegancia y salvar a un rival con una ruleta, porque a todos los niños les gusta imitar a su ídolo, el problema llega cuando el ídolo sigue estando arriba y a ti no dejan de reprocharte que no seas capaz de salir de abajo.