jueves, 27 de septiembre de 2018

Pichichis: Mariano Martín

El chico no conocía el miedo, era el pequeño de cinco hermanos y había pasado su infancia buscando la manera de escapar de sus cachetes. Es por ello, que no sintió ningún tipo de temor el día que le dijeron que debía de dejar la escuela y ayudar a la economía familiar. En pocos años fue aprendiz en una fábrica de almidón, en una carpintería, una peletería y, por último, en un almacén de enseres eléctricos. Allí conoció a su mujer, era la hija del dueño. Como siempre, el valor por encima de la timidez.

Parecía que se estaba gestando la historia de un tipo normal, de uno de esos que encuentran una mujer, forman una familia y llegan a casa por la noche después de un largo día de trabajo. Pero lo que el joven Mariano no sabía es que le esperaba la fortuna más allá de las puertas del almacén.

Mariano Martín llegó a Barcelona con un año de edad. Sus padres, agricultores sin fortuna, decidieron dejar la tierra palentina que les vio crecer y se arriesgaron a la aventura en la gran ciudad. Allí, el padre, constancia mediante, consiguió un buen puesto como guardia municipal y pudo dar algo de estudios a sus hijos. Lo justo, las cuatro reglas y a trabajar. En el almacén había algunos muchachos que jugaban al fútbol en el Peña Font, un equipo de barrio. Mariano había dado algunas patadas y creía hacerlo bien. Un día, uno de los compañeros dijo que les faltaba un jugador para el siguiente partido y allí, valiente de nuevo, se ofreció voluntario. Le miraron con displicencia y le negaron la mayor. Sólo tenía quince años y era enclenque como un junco. Pero el chico insistió y, total, por probar no pasaba nada.

La rompió.

Así comenzó la historia del primer máximo goleador que tuvo el Barça en la liga. Fue en la temporada 1942-43 y terminó anotando treinta y dos goles. Era un delantero eficaz que atacaba el área con todo y hacía trabajar a los defensores. Ganó dos ligas y una copa y ganó la inmortalidad gracias a una marca de balones. Aquello fue cuando ya se había retirado del fútbol y se convirtió en empresario de material deportivo. Los balones "Nitram", diseñados, fabricados y comercializados por él, se convirtieron en los balones oficiales de la liga durante muchos años.

Su valedor deportivo fue Josep Planas. Planas había sido un futbolista exitoso en el Barça durante los primeros años del siglo y se había convertido, con los años, en un exitoso entrenador de equipos provinciales. En un amistoso entre el Sant Andreu y el Peña Font, Planas conoció a Mariano y enseguida supo que allí había un futbolista de verdad. Le fichó para su Sant Andreu e, impedido por la Guerra Civil, tuvo que soñar en verde mientras sufría por la vida de sus seres queridos y rezaba por el fin del conflicto. Cuando la guerra terminó, el Barça era un erial de jóvenes inexpertos dispuestos a reflotar el equipo. Se fichó a Planas como entrenador y Planas llamó a Mariano, aún en el Sant Andreu. Había un partido contra el Real Madrid en el horizonte y le ofreció debutar como azulgrana. "¿Te atreves?" "Por supuesto". Si había empezado a desollarse las manos con nueve años ¿Qué miedo le iba a tener a enfrentarse al Real Madrid? El partido terminó cero a cero y Mariano se afianzó en el once titular.

Pero era un Barça inestable. Tanto que en 1942, días después de ganar la Copa del Generalísimo, tuvo que jugarse la promoción de descenso ante el Murcia a un único partido. Cara o cruz. Historia o mala memoria. El Murcia se adelantó y todos lo dieron por perdido. Todos menos Mariano, un tipo que conocía las dificultades y sabía como superarlas. Sólo había que insistir. Como en el trabajo, como con sus compañeros, como con la hija de su jefe. E insistió. Tres veces. Tres goles que remontaron el partido y dejaron al Barcelona en la primera división. Nunca ha vuelto a verse tan expuesto y son pocos los que conocen la historia del tipo que les salvó del infierno.

Pero fue en sus mejores días, cuando todos glosaban sus gestas, cuando su carrera se truncó para siempre. Tenía veinticinco años y una forma física espectacular. Se apuntaba a todo, tanto que quiso acompañar a la selección catalana que se enfrentaría a la levantina en uno de esos amistosos festivos que se programaban de vez en cuando. Luchó por una pelota imposible, su rodilla hizo crack y hubo de retirarse llorando. Regresó demasiado pronto, sólo dos meses después y, en un partido de liga ante el Castellón, volvió a recaer. Después fue el golpe en Sabadell y, finalmente, un partido ante el Celta de Vigo en el que el menisco terminó por ceder. Entonces no había una cirugía avanzada y los futbolistas debían jugar con la rodilla inflamada y el alma dolorida.

No volvió a ser el mismo. Cuando dejó el Barça, cuatro años después, había anotado ciento ochenta y ocho goles en ciento sesenta y siete partidos. Un servicio más que admirable para un tipo que se partió el pecho y se dejó la rodilla. Atrás quedaban sus días de gloria, las dos ligas conquistadas ya con una participación menor y, sobre todo, el mes de junio de 1942 cuando, además de salvarle el cuello a su equipo, había liquidado al gran Athletic de Bilbao con dos goles, uno de ellos, el definitivo, en la prórroga, en una excelsa y emocionante final de Copa que terminó con un cuatro a tres a favor del Barcelona.

La gloria le había llegado en Chamartín, curiosamente en el estadio de su máximo rival. Allí había goleado al Athletic y allí había goleado al Murcia. Allí goleó más de una vez en partidos de liga y allí regresó, diezmado, antes de decir adiós y darle el relevo a un jovencito César Rodríguez. Igual que él había hecho con Vergara, fue César, a la postre ídolo incondicional del club, quien le obligó a hacer las maletas y buscar nuevas aventuras. Fichó por el Nástic de Tarragona, aún en Primera División, y le ayudó a permanecer en la categoría aportando ocho goles que valieron oro. Pero su lugar ya no estaba allí, tenía treinta años y habría de estar en su esplendor, pero su rodilla no le dejaba correr con gracilidad.

En 1950 regresa al Sant Andreu, ya en Segunda División, y completa dos extraordinarias temporadas en las que anota más de cuarenta goles. Es la punta de lanza de una delantera completada por Buqué y Tejedor. Sus compañeros harían carrera en Primera División, uno en Valencia, otro en el Español, pero ninguno llegaría a tener la trascendencia de Mariano Martín. Un temerario del gol al que apodaron "La Furia del área" y que no dejaba un sólo cabo por atar. "Mi secreto", confesó, "es que yo siempre veía el gol". Sabía donde colocarse, donde recibir, hacia dónde golpear. Fue internacional entre 1942 y 1946, año en el que dio el relevo a un bilbaíno llamado Telmo Zarra. Año en el que empezó a darse cuenta que la élite ya no era para él.

Dio igual, más allá de los traspiés de la historia, quedó, para siempre, la memoria. Y la estadística. Esa que dice que Mariano Martín es el octavo máximo goleador en la historia del Fútbol Club Barcelona, un dato nada baladí teniendo en cuenta la cantidad de grandes goleadores con los que ha contado uno de los clubes más grandes de nuestro tiempo. Cuando murió, en 1998, y con sesenta y siete años, ya no podía caminar pero aún podía recordar. Y como muestra gráfica de su memoria quedó una película, "Once pares de botas", en la que se cuenta la historia de un futbolista cualquiera y en la que Mariano Martín hace acto de aparición junto a las grandes estrellas de la época.

viernes, 21 de septiembre de 2018

La presentación de un ego


El veintiséis de febrero de 2004 el Oporto estrenaba como local, en la Liga de Campeones, su flamante nuevo estadio construido para la Eurocopa que se celebraría en Portugal durante el verano siguiente. Aquel no sería sino el primer episodio de una historia de amor y pasión que duró tres meses y que culminó con una copa levantada hacia el cielo y la consagración de un tipo con un ego tan grande como su personalidad.

Habría que ponerse en situación para rememorar aquella eliminatoria de octavos de final disputada entre el Oporto y el Manchester United. Aún en sus horas más bajas dentro del longevo proyecto liderado por Alex Ferguson, el United no había dejado de ser un equipo competitivo. En busca de una nueva identidad y un nuevo grupo que presentar al mundo, iba dejando al Arsenal escaparse en solitario en la Premier mientras apuraba sus últimas cartas para apostar por un órdago en la máxima competición continental.

El sorteo, a priori, parecía sencillo. El Oporto había pasado como segundo en un grupo liderado cómodamente por el Real Madrid. No era un gran equipo en apariencia, pero llevaba tiempo demostrando que era un grupo fuerte y competente. Nueve meses atrás habían ganado la final de la Copa de la Uefa en Sevilla y eso les situaba en un lugar suficientemente alto como para tenerles en cuenta. Su principal activo, decían los cronistas, era ese tipo de rictus serio que se sentaba en el banquillo y al que ya todos conocíamos por su etapa como segundo entrenador en el Fútbol Club Barcelona.

José Mourinho había sido, aquí, motivo de chanza puesto que su principal papel ante la luz pública era la de ejercer de traductor a su entrenador Bobby Robson cada vez que salía a dar una rueda de prensa en el Camp Nou. Se decía que el viejo Robson se había traído a su intérprete, pero entonces nadie sospechaba que el Barcelona tenía en su equipo técnico a uno de los tipos más perspicaces del fútbol mundial. Incluso cuando se marchó Robson y el portugués decidió quedarse como ayudante de Van Gaal, la gente le tomó con un mínimo de seriedad. Por ello, sus primeros éxitos como técnico del Oporto fueron considerados como una sorpresa. “Vaya, si resulta que ese tipo no era un traductor sino un entrenador competente”.

Aún con todo, nadie apostaba un euro por el Oporto en aquella eliminatoria contra uno de los mejores equipos del continente. No era el mejor Manchester pero su nombre era lo suficientemente importante como para generar temor en algunos de sus rivales. Sin embargo, durante el partido de ida, el Oporto fue mucho más enérgico y jugó mucho más convencido de sus posibilidades. El dos a uno final dejaba la eliminatoria abierta y la sensación que quizá, sí, el Oporto era un buen equipo y Mourinho podría llegar a ser un buen entrenador.

Lo que ocurrió en el partido de vuelta entra dentro de los momentos puntuales que cambian la historia de cualquier gran personaje. El United se adelantó con gol de Scholes, Van Nistelrooy pudo sentenciar y Baia le sacó un gol casi cantado a Giggs. Parecía un partido medianamente cómodo hasta que, a falta de veinte minutos, el Oporto empezó a aparecer en el juego. Se aprovechó de la falta de aire de su rival y percutió el área con cierto peligro. A falta de pocos minutos, Alenichev pudo empatar el partido pero Howard detuvo el disparo y el United tiró de oficio para dejar pasar el tiempo y conseguir una clasificación que estaba costando mucho más de lo esperado.

El tiempo de descuento se jugó sin sobresaltos hasta que el árbitro cobró una falta cerca de la frontal del área del Manchester United. Era el minuto noventa y uno y no quedaba tiempo para mucho más. Mientras todos esperaban un disparo de Deco, el excelso centrocampista líder del equipo, el sudafricano Benny McCarthy sorprendió con un golpeo seco y fuerte pero demasiado centrado. La pelota, sin embargo, debió hacer algún extraño en su trayectoria puesto que Howard, bien colocado para detener el disparo, hubo de rectificar e hizo un despeje suicida hacia el centro del área. Y allí apareció Costinha, el jugador más improbable puesto que apenas se permitía el lujo de pisar el área, para aprovechar el rechace y cruzar la pelota a la red ante la estupefacción de los setenta y cinco mil espectadores que abarrotaban Old Trafford.

En apenas un minuto, un instante, un rechace, el fútbol había cambiado. Aquel portugués, antaño traductor, se presentó al mundo con una celebración mítica, demostrando su alegría y expulsando su rabia, mientras Old Trafford guardaba un silencio sepulcral. De repente, el mundo había descubierto a un gran entrenador. Después del United cayeron el Olympique de Lyon, el Deportivo La Coruña y el Mónaco. El Oporto terminó levantando la orejona en Gelsenkirchen y Mourinho terminó firmando el contrato de su vida con el renovado Chelsea de Abramovich. En el día de su presentación en Stamford Bridge, eran pocos los que e acordaban de aquel momento en el que un gol de Costinha en el último minuto de un partido de octavos de final lo había cambiado todo.


jueves, 20 de septiembre de 2018

La realidad

La realidad es el crudo espejo en el que nos miramos cuando las cosas no salen como esperamos. La realidad es esa receta que nos aconseja reflexionar, ser conscientes de nuestras carencias y trabajar para mejorar. Porque no hay nada peor que esas palmadas en la espalda y ese elogio desmedido que nos aleja peligrosamente de la realidad.

El Manchester City fue un equipo coral que maravilló en la pasada Premier. Batió el récord de puntos, de goles y de victorias en la historia de la Premier, datos que hablan a las claras de la calidad del grupo y del hambre voraz que le impulsaba a comerse cada partido. Pero, más allá de los elogios, vive escondida una realidad que pone las cosas en consecuencia, esa maldita verdad que nos acucia a todos y termina por ponernos los pies en el suelo.

La Champions moderna es larga, el formato da opicones de redención y el City es un equipo con recursos sobrados para revertir la situación, pero no es menos cierto que este equipo que cuenta con un ramillete de brillantes talentos en la zona de definición, carece de verdaderos líderes en la zona de contención. Stones y Laporte seguirán siendo, durante años, dos tipos con un pie de seda y un salto portentoso, pero, características mediante, no dejarán de ser dos tipos lentos y poco agresivos en cuya espalda vivirá el infierno de un equipo que está fabricado para aspirar a todo.

Todo equipo se culmina en su zona de definición, todo equipo ha de contar con un armador personificado, un filtrador audaz y un estilete avasallador. Pero todo gran equipo ha de forjarse desde el cimentado. El City tiene buenos centrocampistas y buenos delanteros, pero por más que intente asaltar sus propios sueños, la realidad dice que sigue sin tener buenos defensas.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Los preceptos

La vida cotidiana nos obliga a contar con algunos preceptos sociales, nos presuponen ciertas actitudes que, por encima de las aptitudes, nos ayuden a caminar por la senda de la sociedad. Uno debe ser responsable, agradecido y cauto y, por iniciativa personal, podría encontrarse en una situación de ventaja si fuese intrépido y audaz. Todo lo quede lejos de los preceptos se considerará atípico y todo lo atípico será atacado los códigos de establecimiento.

El fútbol no está demasiado alejado de la vida en cuanto a su comportamiento. Los preceptos, aunque de distinta consideración, siguen siendo valores presupestos en la concepción del juego. Todos deben ser, a su manera, responsbles, agradecidos y cautos y, sin quieren conjugar el juego con el éxito, resulta casi imprescindible que sean intrépidos y audaces. Pero más allá de la socialización está la concepción. La presunción de entendimiento conlleva una cabeza intuitiva y unos pies de seda. A los centrocampistas les pedimos jugar al pie y a los delanteros jugar al espacio.

Un delantero que entiende los espacios es un arma de continua percusión. El tipo que vive en el filo, que conoce sus virtudes, que esconde sus defectos y que siempre alcanza la pelota un segundo antes que el defensor. Es tipo de futbolista que es una bendición para los centrocampistas y un soplo de alivio para sus propios defensores, sabiendo que su hombre en punta estirará al equipo y que, en caso de duda, cualquier balón en largo será peleado hasta la extenuación.

Hirving Lozano es de esa estirpe de hombres que viven a mil por hora. Un tipo pequeñito, de tranco bajo, que juega al espacio porque tiene la suficiente intuición como para encontrar el hueco. Su velocidad es el arma para ejecutar el desmarque, su habilidad es el arma para ejecutar al defensa. Tiene velocidad, gol y sabe moverse en ese filo de navaja que es la línea del fuera de juego. Con sus mismas condiciones, cientos de delanteros hicieron carrera, con su mismo descaro, decenas de futbolistas se convirtieron en leyenda.

martes, 18 de septiembre de 2018

La sala de estar de la memoria

Los inmortales son, a menudo, tipos de pellizco en el alma y descaro en las piernas. Esos hombres que han dibujado el fútbol detalle a detalle y lo han encumbrado al olimpo de los deportes. Un puñado de elegidos que viven en la memoria popular y cuyas gestas englosan las líneas de las historias más emotivas.

Pero hay otros tipos que llegan al corazón gracias al tesón y la entereza moral. Son esos hombres que llevan grabado en la piel el escudo que defienden. Jugadores de toda época que juegan para la grada porque saben que algún día volverán allí.

Imanol Aguirretxe nunca fue el mejor delantero del mundo. Probablemente nunca lo pretendió, pero pocos futbolistas son capaces de marcharse por la puerta delantera glosados de honores. Quien lo hace, lo consigue por ser un tipo sincero en el juego y abnegado en la entrega.

Aguirretxe formó parte del equipo que sacó a la Real Sociedad del pozo de la segunda división. Acuciado por una crisis de identidad atropellante y secuestrado por una sucesión de gestiones nefastas, uno de los históricos se vio abocado al infierno y allí hubo de encontrar a hombres dispuestos a defender la camiseta.

Aguirretxe fue uno de ellos. Arropado por tipos como Prieto, Elustondo, Bergara o Zurutuza, hubo de cambiar el signo de los objetivos para centrarse en pelear en el barro. Lo hicieron, y fue Aguirretxe el tipo al que se agarró el equipo para adornar el regreso a la élite con goles. Fueron goles de batalla ganada, de cabezazos imposibles, de cuerpeos interminables.

Allí pasaron Griezmann, Vela, Seferovic o William José. Todos dejaron huella, todos arrancaron aplausos y levantaron a Anoeta de su asiento, pero ninguno se ganó las lágrimas de la gente como Imanol Aguirretxe. Porque los nombres pasan de largo firmando en el libro de la historia, pero los hombres se quedan para siempre en la sala de estar de la memoria.

Artistas en tiempos de gloria

El silencio es el peor enemigo del futbolista discreto. Del tipo que, aunque aúna calidad de sobra para poner en pie un estadio, prefiere pasar desapercibido, hacer su trabajo y regresar a casa con un saludo tímido y una pequeña sonrisa de satisfacción. Tipos mucho menos dotados pero mucho más preparados para saltar al ruedo mediático, se han ganado el aplauso tribunero con alguna declaración ex tempore o con alguna carrera sin objetivo hacia la línea de fondo.

No hay nada mejor para un entrenador, que un tipo abnegado. Y nada mejor para una afición que un tipo fiel. O, en su defecto, un tipo profesional; entendido esto como un jugador que ejecuta su trabajo sin excesos, pero también sin defectos. Llego, lo hago, cobro y me voy. Entre los mercenarios capaces, existen tipos de finura especial que hacen lo suyo mejor que el resto y, además, no dejan problemas porque saben para qué les han fichado.

A Juan Carlos Valerón le llamaron “El Mago” el día que filtró un pase imposible después de dejar atrás a dos rivales con la facilidad de quien pasea por el campo. Como si no le costase trabajo, tomaba la pelota en el centro del campo y avanzaba sigiloso, casi inexpresivo, con la pelota siempre pegada a su pie. Podía regatear en corto, buscar una pared o filtrar un pase de gol. Lo que hacía, lo hacía tan bien y parecía tan fácil, que nadie quería alejarse de su compañía. Los compañeros, convertidos en amigos, fabricaban sociedades junto a ese tipo flacucho y desgarbado que dibujaba clases de fútbol en cada incursión en campo contrario.

Roy Makaay era otro tipo improbable. Quizá más que Valerón. También era desgarbado y, en apariencia, torpe. Era liviano y aparentaba debilididad. Parecía desorientado, pero tenía el instinto animal de los que saben siempre donde llegará la pelota. Atacaba casi siempre al espacio porque conocía sus límites y depuraba sus virtudes; gracias a su velocidad anticipaba al defensor, o ganaba las dos primeras zancadas en cada carrera. Sus definiciones eran extraordinarias y era un especialista en el engaño porque parecía que nunca saldría del atolladero y, sin embargo, muchas veces, sin saber cómo, se encontraba de cara con el portero en posición de fusilarle. La casualidad, que generalmente se trabaja, suele acompañar, casi siempre, a quien conoce el oficio.

Fran González era mucho más poético. Un interior de los de toda la vida; de finura en la conducción, regate certero y pase sencillo al compañero mejor colocado. Se marchó como un ídolo del Deportivo porque, al contrario que muchos de sus contemporáneos, no buscó el acomodo de los grandes para engrosar el palmarés. Compitió, y lo hizo con los dientes apretados hasta hacer del Dépor un equipo campeón. Atrás dejaba centenares de detalles y tres grandes títulos que situaron a La Coruña en el epicentro del mapa futbolístico. Gustaba de tirar diagonales, de buscar la pelota de cara y de ofrecer un auxilio constante desde el centro del campo. Ese lugar donde la inteligencia y la intuición juegan un papel esencial a la hora de fraguar el éxito. Y esas, no son cualidades propias de los tipos vulgares.

Los adioses son momentos complicados porque los ídolos nunca se borran de la memoria. Uno se ha acostumbrado a los pases, a los desmarques y a los goles y cree que la magia es eterna. Asumir la despedida de los grandes es asumir tu propio viaje por el tiempo. Nos hemos hecho mayores viendo como algunos tipos nos levantaban de sus asientos. Los grandes momentos quedan cada vez más lejos, y los que están por venir sólo generan incertidumbre. Aquel centenariazo, el día que el Milan mordió el polvo en Riazor, las exhibiciones en los mejores estadios del mundo. Aquellos días de Valerón, Makaay, Fran y el superdépor. Actores principales en un teatro de sueños. Se bajó el telón, se acabaron los sueños, pero siempre, sin remisión, permanecerán los recuerdos.