martes, 28 de diciembre de 2021

Fracasos a la carta

Los onanistas de la exigencia en el plano ajeno, gustan de dictar leyes concretas a la hora de evaluar la trayectoria de un equipo o un entrenador. Si en el caso que nos concierne, se trata de un equipo dirigido por un entrenador que ha hecho tragar mucha bilis, estos onanistas de su propio ego, terminan siempre tirando su temporada a la basura en los círculos de opinión porque no es capaz de levantar la Copa más preciada. Ellos, que desprecian cualquier futbolista que no vista su camiseta y no ven más allá de una sala de trofeos, se atreven a dictar sentencia sobre un tipo que no sólo ha cambiado el fútbol sino que ha puesto patas arriba todo campeonato en el que ha dirigido.

Decir que Guardiola fracasa porque no gana la Champions es como decir que Indurain fue un fracasado porque jamás ganó el campeonato del mundo o que los Jazz de Malone fueron un bluff porque jamás ganaron el anillo. Y es que para conceptuar un análisis, primero hay que poner en boga las circunstancias y después saber analizar las consecuencias y lo cierto es que Guardiola ha jugado tres semifinales en Munich y una final en Manchester; un dato que no debe ser muy respetado por aquellos que piensan que una competición que solamente gana un equipo al año es la panacea del esforzado.

Durante años, hemos virado tantas veces la cabeza hacia la voluntad de los más grandes, que pensábamos que ganar la Champions no era cuestión de esforzarse más sino de tener a favor a los tipos tocados con una varita. Cuando vimos que Messi no ganaba sin su cuadrilla y que Cristiano era vulnerable fuera de su aldea de Asterix, nos dimos cuenta de la importancia de la mecha explosiva en un arsenal de bombas. El City, que durante un lustro ha jugado al fútbol mejor que nadie, se encontró en diversas ocasiones en la tesitura de saberse reconocer en los momentos en los que pudo haber sido contendiente preparado. El caso es que, más por inconsistencia que por mera voluntad, terminó cayendo en duelos a vida o muerte por culpa de un mal que afecta a todos aquellos equipos que se asoman a la élite por vez primera; el vértigo.

El PSG, que durante años ha tirado el dinero tras el proyecto definitivo, aún no ha sido capaz de asaltar el trono de la Champions y nadie llamó fracasado en su día a Ancelotti, Blanc, Emery, Touchel o Pochettino. Será porque en el fondo los eruditos saben que la tradición y el empaque juegan un papel importante a la hora de afrontar un reto de mayoría de edad. Hay equipos que, por más que se muestren fuertes y con aspecto de abusón, no dejan de ser niños sin más estructura que una buena fachada. Y es que no se le puede exigir una Champions a un equipo que no la ha ganado nunca porque al final del camino sólo se llega andando y nunca dando saltos de canguro.

Tanto el PSG, al que este año se exigirá un punto de más por el mero motivo de ver fracasar a Messi, como el Manchester City, dieron bandazos en su trayectoria hasta que consiguieron sobrepasar sus propios rubicones en una competición que no admite extraños a la primera. Primero alcanzaron unos cuartos, después jugaron su semifinal y, por fin, durante las dos últimas temporadas, lograron alcanzar la final después de haber quemado proyectos y reestablecido sus andamiajes. No ganaron, claro, porque rara vez un equipo gana a al primera esta competición, pero al menos sintieron cierta liberación personal al saber que podían llegar al final del camino cumpliendo con los límites de la exigencia. Ahora bien, a los onanistas de la exigencia superpuesta, no les vale llegar allí porque saben que mientras sus villanos no ganen ellos podrán seguir jugando a ser héroes, por lo cierto es que Messi es un tipo saciado y el Manchester City lleva un lustro ofreciendo los mejores minutos de juego de la temporada. Durante todo ese tiempo, ha ganado en tres ocasiones la liga más competida del mundo y va camino de hacerlo una cuarta vez, pero qué más dan todas sus virtudes si no es capaz de levantar cierta Copa, mientras no lo haga, para muchos, seguirá siendo el equipo de un entrenador fracasado.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Clase a medida

Existen futbolistas, de cierta clase, que, una vez encuentran su lugar de acomodo, rinden por encima incluso de sus posibilidades, llegando incluso a verse atormentados una vez abandonan su hábitat y son capaces de cerciorarse que, lejos de su hogar, su fútbol se vuelve triste y, lo que es peor, previsible. En estas vicisitudes hemos encontrado casos como el de Aspas, Martial o Bernardeschi, tipos de geniales con camisetas de menor calado que, cuando han tenido que mostrar su clase en equipos de serias aspiraciones, no sólo se han dado un porrazo sino que han terminado por añorar el lugar de procedencia.

En estas vicisitudes vivió Santi Ezquerro durante la primera década del presente siglo. Devuelto al norte por las circunstancias de un Atlético de Madrid en proceso de descomposición, el otrora canterano de Osasuna, encontró en Bilbao no sólo su mejor fútbol sino su forma de ser. Componente imprescindible de aquel primer Athletic de Valverde que bordó tardes de ensueño, Ezquerro se complementaba perfectamente por Urzáiz porque habría espacios, encontraba lugares y alcanzaba el gol en muchas ocasiones.

Una de ellas fue un inolvidable y espectacular gol anotado al Villarreal en uno de esos trámites que vivía la Catedral cada dos semanas. El balón, llovido desde la derecha, llegó al borde del área donde Ezquerro llegó a contrapié. Acosado de cerca por un defensor y viendo que la prolongación hacia Urzáiz era más comprometedora que esperanzadora, se sacó de la manga un remate de tijera que acabó como un misil por la escuadra. Un gol de esos de pañuelos, puerta grande y recuerdo perenne. Un gol que definía a un futbolista de clase.

Una clase hecha a medida de un club. Un club singular que necesitaba jugadores como él, mezcla talento, mezcla sentido de pertenencia. Porque Ezquerro, superado por las expectativas, voló a Barcelona poco después y supo, pronto, que su lugar verdadero estaba cerca de casa. En un Barcelona plagado de estrellas, donde ganó dos ligas y una Champions, se convirtió en un futbolista residual, ni siquiera en un recurso. Y entonces supo que ningún título paga los aplausos de San Mamés el día en el que marcas el mejor gol de tu carrera.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Un claro favorito

A los analistas de lo incierto les gusta endulzar sus relatos con una pizca de cuento de hadas y otra pizca de épica mal concebida para, así, dar un punto de incertidumbre a su discurso y dotar a la probabilidad de una venda que, sin herida, no es más que un por si acaso ante una improbable variedad en lo que realmente dicta su creencia, porque, vamos a ser sinceros, creer, a día de hoy, que el Atleti, tal como está, puede ser capaz de tomar el Bernabéu tal y como está el Madrid, es más un ejercicio de propaganda que de mera mesura divulgativa.

Al Atleti, que tiene equipo para afrontar el duelo y plantar cara a su máximo rival, se le están atragantando los duelos contra los equipos que meten una sexta marcha y ponen la intensidad por encima del juego. Víctima de una competición donde los árbitros ralentizan el ritmo y los equipos menores han de buscarse las castañas desde lo abrupto, cada vez que ha salido a pasear por Europa ha dejado al descubierto sus vergüenzas viéndose arrollado por todos los rivales a los que se ha enfrentado a pesar de haber consumado su enésimo milagro en la competición.

El Madrid, por su parte, sí ha sabido encontrar la velocidad de crucero necesaria para adquirir el punto de solvencia que precisan todos los equipos campeones para cumplir con sus objetivos. Perfectamente dirigidos desde el banquillo por un señor curtido en mil batallas, Ancelotti ha sabido conjugar paciencia y trabajo y está obteniendo frutos gracias al talento de sus futbolistas y a la solidaridad necesaria para saber aguantar las embestidas rivales cuando se enfrentan a grupos más compactos. Con un Courtois en estado de gracia y un Vinicius estelar, el equipo se acomoda al ritmo de Kroos y Modric y gobierna los partidos desde su propia condición. Saben que son el Madrid y saben que no hay nadie capaz de ganarles.

Es la seña de identidad de un equipo que ha hecho de competir su modus operandi y de ganar su estilo de vida. Por ello, desde la seguridad del trabajo y desde la excelencia del talento, van dando pasos de gigante al tiempo que observan a sus rivales caer por el precipicio de la exigencia. Durante años, sus estigmas se abrieron con la personalidad y el trabajo de dos tipos que llegaron desde Argentina para poner en duda su hegemonía. Messi desde el talento y Simeone desde la fe, dieron quebraderos de cabeza a un equipo que, pese a que el campeonato doméstico no haya tenido su mejor etapa, ha dominado en Europa gracias a sus recursos económicos y su potencial futbolístico.

Fuera Messi de la ecuación y con Simeone buscando el equipo perdido, el Madrid se presenta en el derbi del domingo como el claro favorito para la victoria. Porque si existe una premisa innegociable para cada entrenador es que su equipo se parezca de la manera más fiel a lo que ellos quieren que sea. El Madrid de Ancelotti es intenso, profundo y sometedor. Y el Atleti de Simeone, que debería ser una roca, un canto a la solidaridad y un rayo al contragolpe, no se parece en nada a lo que ha expuesto durante los últimos diez años, olvidando no sólo el juego sino también la fiabilidad defensiva. Así pues, cualquier apuesta que incluya una victoria del Atlético en feudo del Madrid, por más que intenten vender la burra los profetas de lo improbable, no es arriesgada sino arriesgadísima.