lunes, 8 de marzo de 2021

Bon Scott

Los años ochenta fueron duros. A la cada vez más pronunciada caída del Atleti se fue sumando un auge indiscutible del Real Madrid. Para aquellos niños que soñábamos en rojiblanco y que habíamos de acudir a la escuela después de una nueva derrota y habíamos de soportar aquellos pavoneos tan irritables, las temporadas se iban convirtiendo en suplicios cada vez mayores. La situación se agravó cuando nuestro ídolo, el acróbata mexicano, decidió dejarnos huérfanos de gol para marcharse a jugar con el máximo rival sin ni siquiera dar las gracias por tanto.

Aquel punto de inflexión fue el comienzo de un terrible calvario para todos aquellos que debíamos volver a clase el lunes con el corazón pintando en rojiblanco. Cuando los equipos vascos dejaron de ganar ligas y el Madrid conjuntó un grupo de inolvidables canteranos apuntalado por los mejores jugadores de España, la inercia se vistió de blanco y los campeonatos empezaron a teñirse de un solo color. Sólo los tropiezos de aquel magnífico equipo en Europa nos servían como bálsamo para poder ir a clase con cierta sonrisa de consuelo pintada en el rostro y el nombre de Mathaus, Van Breukelen o Van Basten en nuestras conversaciones.

Aquel equipo era la filarmónica de Viena; cuando se ponían a interpretar, todo sonaba a música celestial. Combinaciones, paredes, filtraciones, regates, remates y goles, muchos goles. Futbolísticamente eran casi inabordables porque, cuando les querías marcar un gol, ellos ya te habían hecho tres. Jugaban con el órdago constante y convertían los partidos cerrados en asedios concienzudos y los partidos de ida y vuelta en un festival de goles. Por ello, ya que no les ibas a ganar ¿Por qué no convertir sus perfectas sintonías en un inesperado concierto de rock and roll?

El siete de noviembre de 1987, el reluciente primer proyecto de Jesús Gil se puso de largo en un embarrado Santiago Bernabéu. Las peleas por la supremacía en la capital habían sido históricas a lo largo de la década, pero si una cosa estaba quedando clara es que la trayectoria del Madrid era tan ascendiente como descendiente era la del Atlético. Uno aspiraba a tocar el cielo y el otro había coqueteado con su peor infierno. Por ello, aquella memorable noche de noviembre, sobre el barro del Bernabéu, y ante los cien mil espectadores que esperaban una nueva sinfonía de su coral conjunto blanco, apareció el mismo Bon Scott desde los infiernos para poner patas arriba los pronósticos y los corazones rojiblancos.

La carrera de Paulo Futre bien se puede compilar en un vídeo al ritmo de los acordes de AC/DC. Aquella manera suya de rocanrolear, tirando amagos sin cesar, jugando en el límite, corriendo y frenando con el ímpetu de los supervivientes y siempre tirando de zurda hasta en las situaciones más inverosímiles, se ha quedado grabada para siempre en el imaginario colectivo de una generación que vivimos anegados a una derrota y que crecimos agarrados a una ilusión.

Aquel Atleti no ganó mucho, la verdad, pero aquel tipo se ganó el respeto y la idolatría de toda la hinchada. En aquellos campos embarrados de la época, se lanzaba el balón hacia adelante como un suicida, se dedicaba a driblar hacia adentro como un osado y se revolcaba en el lodo como una gacela herida. Y sus muecas, sus gestos y sus sonrisas eran las nuestras porque puestos a no ganar, para qué coño queríamos ser la filarmónica de Viena si teníamos al puto Bon Scott.

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