Una
vez más Alemania volvía a convertirse en testigo de excepción de las páginas
más importantes que se estaban escribiendo en la aún bisoña Copa de Europa. Si
en febrero de 1958 la ciudad de Munich se había convertido en un infierno para
una plantilla de jugadores ingleses dispuestos a conquistar el continente,
ahora era la ciudad de Stuttgart la que había sido elegida para convertirse en
la sala de juicios en la que Real Madrid y Stade Reims volvían a verse las
caras tres años después de que el equipo español se coronase por vez primera
como mejor equipo de Europa.
Desde aquel mayo parisino de 1956
hasta este mayo alemán de 1959 habían transcurrido cientos de partidos, miles
de goles, millones de anécdotas y una desgracia que había paralizado a Europa:
el accidente aéreo que había masacrado al Manchester United. Con todo, el Real
Madrid seguía siendo dueño y señor de la competición y cada año que transcurría
iba apuntalando su inigualable plantilla con los mejores jugadores del mundo.
Así, tras Di Stéfano y Rial llegaron Kopa y Santamaría, y tras la última
lección de superioridad dada ante el Milan en la final disputada en Bruselas la
temporada anterior, Santiago Bernabéu se había empeñado en rizar aún más el
rizo contratando al húngaro Ferenc Puskas.
Puskas llegó a Madrid rebotado por
una huída indeseada y un exilio plagado de nostalgia y buenos recuerdos. Los
aficionados al fútbol aún podían recordar sus exhibiciones cuando Hungría se
paseaba por Europa como máximo referente del fútbol mundial. Una vez hubo
abandonado su país y tras dos años inhabilitado para practicar lo que más le
divertía, regresaba a los terrenos de juego para convertirse en eje fundamental
del equipo de moda en aquel momento: el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano.
La primera vez que Puskas disputó un
partido de la Copa
de Europa con la camiseta blanca del Real Madrid, lo hizo sintiendo el deseo de
quitarse la espina de su última final disputada y demostrar al mundo que en su
incipiente tripa no descansaban los restos de un jugador acabado. Varias veces
había soñado con aquel partido en el que Alemania le había arrebatado la gloria
en la final del campeonato del mundo de Suiza y varias veces había despertado
maldiciendo al cielo y al alemán Liebrich que le hubiesen impedido disputar
aquella final en el tope máximo de sus facultades. De haber sido así,
seguramente la historia habría escrito otro nombre en el renglón de los
vencedores.
Puskas amaba a Hungría por encima de
todo, pero sentía que regresar allí era meterse en la boca del Infierno, por
ello, una vez que decidió no regresar a su país mientras el comunismo siguiese
derribando las costumbres y acallando las voces de su patria, se convirtió en
un exiliado ilustre para sus paisanos y, al mismo tiempo, en un cobarde
indeseado para el gobierno invasor. Puskas, que había defendido a su país
sirviendo en el ejército y había sido elevado a la categoría de coronel gracias
a sus goles, sentía un vacío en el alma cada vez que pensaba en su tierra y era
consciente de que, posiblemente, jamás regresaría al lugar que le vio nacer,
crecer y convertirse en el mejor futbolista de Europa.
Apenas llevaba unos meses en Madrid
y ya le habían cambiado el nombre. El impronunciable Ferenc para los españoles
se había convertido en un castizo Pancho y su chut imparable con la pierna
izquierda había pasado a conocerse popularmente como “Cañoncito Pum”.
Se sentía cómodo en España, allí
había encontrado unas costumbres totalmente diferentes a las que se había
acostumbrado durante su juventud en Budapest. Una gente más cercana y
temperamental y un país sumido en el silencio de una dictadura que pasaba
factura a cada palabra pero que respetaba al Real Madrid hasta consentirle
cualquier atisbo de reivindicación, pues el equipo blanco se había convertido
en la mejor bandera con la que hacer propaganda del país ante los ojos del
mundo.
Por todo ello Puskas fue valorado
como un ídolo y como tal fue tratado desde su primer gol. Llevaba poco tiempo
en Madrid pero ya era consciente de la grandeza del equipo y de la calidad de
sus compañeros, sobre todo de Alfredo Di Stéfano, el único compañero que había
sido capaz de arrebatarle todo el protagonismo sobre el terreno de juego. Aún
recordaba Puskas, con una sonrisa vestida de orgullo, aquella vez en que le
dieron la vuelta al fútbol y derrotaron dos veces a Inglaterra, una de ellas en
su inexpugnable Wembley. La prensa inglesa, más dada al alcance del
acontecimiento que a la noticia en sí, calificó al día siguiente el encuentro
como “El Partido del Siglo”, toda una descripción en regla del revolucionario
esquema que habían presentado en la disputa y que les había coronado como un
equipo invencible.
La WM que habían representado en la inolvidable
actuación de Wembley podía ser repetida en el Real Madrid con la creciente
ventaja de que Di Stéfano era mejor que Hidegkuti y Gento era aún más veloz que
Czibor, con semejante elenco y con Rial y Kopa empeñados en hacer de Puskas el
mejor goleador de la historia, era imposible que la Copa de Europa tuviese otro
ganador que no fuese el Real Madrid.
Pero las semifinales habían
terminado por aniquilar al equipo. El Atlético de Madrid, el único equipo ante
el que Puskas sentía verdadera sensación de igualdad, les puso la lección en
latín y fueron ellos mismos los que tuvieron que aprender a dar misa y expiar
sus pecados en un partido de desempate que dejó a todo el equipo físicamente
herido. Puskas anotó el gol de la victoria y unos días después terminaba de
romperse y se unía a Kopa en la lista oficial de bajas de cara a la final de
Stuttgart ante el Stade Reims.
Puskas se tuvo que conformar con ver
el partido desde la grada y contemplar como los nervios se apoderaban de él
mientras volvía a maldecir al cielo que le hubiese negado esta nueva
oportunidad para demostrar quien era el mejor goleador del mundo. Su sutituto,
Mateos, se convirtió en el auténtico protagonista del partido al anotar un gol
y fallar posteriormente un penalti. A pesar de que Di Stéfano le había instado
a que dejase que fuese él mismo el que se encargara de lanzar la pena máxima,
Mateos, que buscaba en aquella final una renovación que le atase laboralmente
al Madrid y económicamente a la vida durante el resto de su vida, hizo oídos
sordos a aquella recomendación y lanzó el penalti a las manos del imponente
portero Colonna. Mateos no consiguió su renovación pero el equipo sí renovó
victoria gracias a un segundo gol de Di Stéfano que, una vez más volvía a
convertirse en protagonista de la final e iba acrecentando su legendaria figura
al convertirse en el único jugador que había anotado en todas las finales de la
competición.
Puskas no disputó la
final, pero una vez concluyó el partido supo de inmediato que el destino
volvería a otorgarle una nueva oportunidad pues con aquel equipo, volver a llegar
a lo más alto solamente era cuestión de seguir jugando.