Los peores momentos de la historia pasan una y otra vez por nuestra cabeza a modo de pesadilla para hacernos saber que sí, que podemos soñar todo lo que queramos, pero no somos más que esclavos de un pasado donde las ilusiones se cercenaron de manera cruel. Y aunque la vida, en más de una ocasión, nos ofrezca un instante para la revancha, en nuestro momento de felicidad seguirá doliendo el pinchazo que aquella maldita espina nos produjo en el centro del corazón.
Hay equipos marcados a fuego, para siempre, por un
instante maldito. El gran Deportivo La Coruña de los noventa tuvo su momento de
esplendor en los albores del siglo cuando, cabezazo de Donato mediante, pudo
alzar los brazos en lo que era un merecimiento por derecho propio. Aquel
campeonato de liga ganado a los más grandes quedará para siempre como la mayor
gloria de un club que, sin embargo, nunca podrá quitarse el estigma de aquel
penalti fallado por Djukic en el último minuto.
Se ha hablado tanto de Djukic que apenas se ha hecho
hincapié en los valores de un equipo que aprendió a jugar al fútbol desde la
libertad y el talento. Los fichajes de Mauro y Bebeto apuntalaron a un equipo
que, capitaneado por Fran y bien escoltado por secundarios de lujo, supo hacer
un fútbol vistoso y aguerrido que puso en pie a decenas de estadios en el país.
Durante unos años, todos nos hicimos del Dépor porque todos nos creímos, a pies
juntillas, la historia del equipo humilde que venía a toserle en la cara a los
poderosos. Pero todo aquel cuento de hadas comenzó un poco antes, justo el día
en el que Stojadinovic se convirtió en un ídolo más dentro del santoral
deportivista.
Jugar en primera era un sueño que, desde hacía casi
veinte años, se había esfumado en las ilusiones de los ciudadanos coruñeses. Un
sinfín de proyectos baldíos daban con el equipo, una temporada tras otra, en
los confines del infierno. El descenso a Segunda División B supuso un momento
de catarsis en un club que había vivido del talento y ahora se veía obligado a
salir de una guerra con el cuchillo entre los dientes. Fue un camino largo que
terminó aquella tarde de junio en un partido contra el Murcia poco después de
ver como la grada de Riazor ardía como una tea en un día que pudo ser tragedia
y terminó en historia.
Deportivo La Coruña y Real Murcia saltaron al césped
de Riazor con una premisa en la mente y una misión en el alma; ascender a
primera división. Eran los tiempos de dos puntos por victoria y esa era la
ventaja que el Murcia tenía sobre su rival. En la ida, los pimentoneros habían
ganado por tres goles a dos por lo que les valía el empate e, incluso, perder
por un solo gol. Por ello, cuando Stojadinovic anotó a puerta vacía al comienzo
de la segunda parte, las llamas que, durante un buen rato habían poblado parte
del estadio, se convirtieron en fuego interno para los más de treinta mil
espectadores que lo abarrotaban. Una explosión de alegría que confirmó el
segundo gol del yugoslavo. Un jugador que llegó, vio y cumplió. Un tipo que,
con la llegada de Bebeto y Claudio al equipo hubo de buscarse otro lugar donde
seguir creyendo en los milagros. Y aunque el futuro no le dio más tardes de
gloria como aquellas, en algún rincón de La Coruña siempre será el tipo sobre
el que empezó un sueño.
Se falló un penalti en un último minuto de un último partido, sí. Y más tarde se ganó una liga. Y dos Copas, una de ellas asaltando el tempo más inexpugnable del planeta. Toda la gloria tiene un final y los que hoy observamos al Dépor deambular en la zona noble de la Segunda División, no olvidamos a ese equipo que, durante muchas temporadas nos hizo creer en los cuentos de hadas. Un cuento que empezó la tarde en que Riazor se impregnó de fuego y gloria antes y después de los dos goles de Stojadinovic.
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