martes, 29 de enero de 2019

Pichichis: Alfredo Di Stéfano

El delegado de Deportes, Armando Muñoz Calero, temiendo ser un Poncio Pilatos de postín, tomó una solución salomónica: el jugador jugaría dos años en el Barcelona, dos en el Real Madrid y, al finalizar los cuatro años de rigor, ser ambos equipos los que terminasen poniéndose de acuerdo. El Barça, ultrajado en su orgullo, dijo no y más adelante denunciaría presiones. El Madrid se quedó con el futbolista y el futbolista cambió la historia.

La primera vez que, en Europa, habían tenido noticias de él, había sido en el sudamericano de naciones de 1947. El jugador, aún casi niño, la había roto. Fue la última vez que jugó para Argentina. Más tarde, como tantos coetáneos, se convertiría en un futbolista más en vestir la camiseta de dos selecciones. Despropósito que la FIFA tardaría tiempo en cortar y del que se aprovecharon muchas selecciones para alinear a los mejores futbolistas foráneos.

Siendo ya entrenador, el ya viejo Di Stéfano aclaró que, más allá de cualquier circunstancia, un buen equipo es como un buen reloj, si falla un jugador, si falla un mecanismo, sigue siendo igual de bonito, pero dejará de funcionar. Es una lección que aprendió, sobre todo, jugando con la camiseta roja de la selección española; allí jugaban casi los mismos que lo hacían con él vestidos de blanco más lo más selecto de Barcelona, Atlético o Athletic, pero aquel reloj, con muy buenos mecanismos, jamás fue capaz de funcionar. Fue por ello, quizá, por lo que Di Stéfano jamás tuvo la oportunidad de jugar un mundial. En Argentina le pudo la burocracia y en España le pudo la inconsitencia. Fue un lunar, seguramente el único, de un futbolista que, como internacional tuvo treinta y siete apariciones y anotó veintinueve goles.

Y es que las cifras siempre le acompañaron. En total disputó seiscientos sesenta y nueve partidos como profesional de club y anotó cuatrocientos ochenta y tres goles. De los mejores de la historia. Y eso que debutó perdiendo; cuando tan sólo era un imberbe niño de dieciocho años, River Plate lo hizo debutar ante Huracán en un partido con poca trascendencia. El equipo era campeón y los jóvenes tendrían su oportunidad. Era el River de la máquina, el River colosal que dejó impronta en el tiempo. Y Di Stéfano perdió aquel partido. Fue algo premonitorio, porque precisamente a Huracán iría cedido la siguiente temporada y allí, entre tangos y requiebros, sorprendió a todos con una temporada de escándalo. Cuando volvió a River y lo hizo de nuevo campeón, ya todos sabían que allí había un futbolista de época.

Y es que era tan completo que, a menudo, solía hacerse el dueño del partido. Y eso que jugaba como delantero. O, supuestamente, era delantero, porque su función no se limitaba sólo al área sino que recorría el césped de cal a cal. Hubo un momento en el que Bernabéu, en su éxtasis de fantasía, fichó al brasileño Didí, un campeón del mundo que manejaba los tempos con soltura. Tanto campo quería abarcar que pronto se vió eclipsado por Di Stéfano. Lloró al presidente y el presidente lo mandó de vuelta a Brasil. Dueño del campo sólo había uno y se llamaba Alfredo.

Terminó su carrera en el Español, donde llegó con treinta y siete años y pocas cosas que demostrar. Mantenía la ilusión pero había perdido la velocidad. Siempre como rival directo del Barcelona, equipo al que había en su primer enfrentamiento; había dudas sobre quien tenía la supremacía del país y el Madrid ganó cinco a cero. Así, de primeras. Y es que Di Stéfano cambió el rumbo del fútbol español y el destino del Real Madrid. Y si hubo un trofeo que se asocia a su nombre por encima de todas las cosas, esta es la Copa de Europa. El Madrid de Di Stéfano ganó las cinco primeras ediciones y Di Stéfano anotó en todas y cada una de las finales. Como para no tenerle en un altar.

Nada impidió que su amistad con Kubala se mantuviese firme. Si marchó al Español es porque estaba él, si le hubiese gustado, en algún momento, jugar en el Barcelona, es porque estaba él. Eran dos jugadores fantásticos pero diferentes en el concepto. Kubala era un artista, un definidor de últimos metros, un tipo que buscaba el espacio y regalaba goles en el área chica. Di Stéfano era un todoterreno, el tipo de futbolista que él mismo había atisbado en Adolfo Pedernera, su antecesor en River y su compañero en la aventura Colombiana de Millonarios de Bogotá. Y es que, como el mejor, siempre terminó jugando con los mejores; así formó una legendaria delantera, en el Real Madrid, junto a Kopa, Rial, Puskas y Gento. Casi nada al aparato.

Debutó con gol en la liga española. Un gol al Racing y a empezar a sumar. Le costó, porque estaba falto de ritmo y porque este era otro fútbol. Pero mediada la temporada, el Madrid ya marchaba a velocidad de crucero. Fue la primera de muchas ligas. Ocho en total. Y una Copa. Amén de las cinco Copas de Europa y la Intercontinental. Un palmarés de escándalo en una época donde los trofeos se ganaban con los dientes apretados. Tan famoso se hizo que llegó a rodar una película inspirada en su vida de futbolista: "La saeta rubia". Así le llamaban; por simular un avión a propulsión que recorría el campo sin que nadie fuese capaz de detenerle.

Regresó al Madrid, años más tarde, como entrenador. Ya no estaba Bernabéu, el presidente que le trajo y el que más le admiró, pero también con quien tuvo las mayores broncas. La primera vino a cuenta de una camiseta. La de Alfredo no estaba bien cosida y él mismo recortó una manga. "Esta camiseta cuesta mucho", le indicó el presidente. "En primer lugar, no se puede jugar con una manga más corta que la otra. En segundo lugar, ¿quién otro que no sea yo va a llevar el nueve del Real Madrid?". Discusión zanjada.

Fue un buen entrenador. No consiguió hacer carrera en el banquillo del Madrid, pero con él debutaron los integrantes de la Quinta del Buitre. Suficiente legado como para tenerle en consideración. Sí triunfó en Valencia, con quien ganó una Liga y una Recopa, y en Argentina, siendo el único entrenador en la historia capaz de salir campeón con River y con Boca. La admiración de todos siempre por delante.

Y es que Alfredo forjó su carácter en el potrero. Su padre era secretario del gremio de patateros de Buenos Aires y en más de una ocasión se tuvo que enfrentar a la mafia. Con semejante educación, es fácil que aprendiese a ser un tipo duro y no dejarse amilanar. Apoyó la huelga de futbolistas que dejó el fútbol argentino como un erial en 1949 y se marchó a Colombia donde se convirtió en el líder de un grupo de futbolistas maravillosos. Allí conquistaron la Pequeña Copa del Mundo de Clubes, un campeonato no oficial pero que enfrentaba a lo mejor de cada continente. Tras aquel partido se despidió de Millonarios y voló a Madrid. Once años después ya era el mejor futbolista de la historia.

El Pacto de Lima había establecido que los futbolistas que habían abandonado Argentina en pos de la huelga, quedarían en propiedad de sus actuales clubes durante un periodo de dos años tras los cuales regresarían a sus clubes de origen. En esas, Millonarios viajó a Madrid para jugar el partido homenaje por el cincuenta aniversario del Real Madrid. La frase de aquel vestuario era "Cinco y baile". Lo que quería decir que no anotaban más de cinco goles para no humillar al rival y, a raíz del quinto, se dedicaban a bailar con la pelota. Al Madrid le cayeron cuatro y Bernabéu señaló al rubio. "A ese, al nueve, hay que ficharlo".

Cuando llegó al Madrid, el equipo blanco llevaba más de veinte años sin ganar la liga, en las once siguientes temporadas, ganó ocho. Pero su gran logro no se quedó en los títulos sino en el legado. De equipo fatalista, el Madrid pasó a ser el equipo más temido del mundo. Se marchó Di Stéfano y, como una máquina perfectamente engrasada, el Madrid siguió ganando. Y ahí sigue, con la ambición y el poderío intactos.

Su llegada generó uno de los mayores conflictos de la historia de nuestro fútbol. El Barcelona había llegado a un acuerdo con River, quien tenía sus derechos en diferido según el pacto de Lima. El Madrid llegó a un acuerdo con Millonarios quien tenía sus derechos en el momento. Fue una batalla legal muy dura. Muñoz Calero fue salomónico y el Barça se sintió agraviado. El resto es historia. En el crepúsculo del siglo XX, la revista France Football le premió con el Súper Balón de Oro como el mejor futbolista en la historia de Europa. Ese fue el impacto. Reconocimiento total. Unanimidad en las interpretaciones.

El hombre orquesta le llamaban. Por jugar, jugó hasta de portero en un partido ante Boca en sus inicios. Se lesionó Carrizo y quedaban pocos minutos. River aguantó el resultado con Di Stéfano en la portería. Sabía hacer de todo y todo lo hizo gracias a la pelota. Por ello mandó poner una escultura en la puerta de su casa. Era una pelota, esculpida en bronce y una inscripción: "Gracias, vieja".

"Marcar un gol es como hacer el amor. Todos saben hacerlo, pero nadie lo hace mejor que yo". En aquella declaración estaba impresa la categoría de un tipo nacido para la gloria. "El fútbol de verdad terminó el día que entró el primer secador en un vestuario". Pierna fuerte, carácter sólido y en la cabeza sólo una cosa; el juego.

Si a alguien hizo superlativo Di Stéfano fue a Paco Gento. Gento había llegado una temporada antes y no había tarde que no despertase un molesto runrún en la grada. Gento sabía correr y con Di Stéfano aprendió a frenar. Ambidiestro, hábil y privilegiado para leer el juego, Di Stéfano aguantaba la línea defensiva y descargaba siempre en profundidad. Gento llegaba antes que nadie y el balón, ya en el área, era rematado a placer por cualquiera de los delanteros. Una patente que dio muchos triunfos.

Semejante altitud alcanzó su fama que el grupo revolucionario FALN le secuestró en un viaje del Mardid a Venezuela. Le utilizaron para dar altavoz a su mensaje, pero le trataron mejor que a un hijo. Una anécdota más en una historia irrepetible que terminó en julio de 2014. Aquel día, su Argentina natal jugaba una semifinal de la Copa del Mundo después de veinticuatro años y Don Alfredo había salido a comer a un restaurante cerca del estadio Bernabéu para celebrar su cumpleaños. Allí, junto a su estadio y el día que Argentina buscaba reencontrarse consigo misma, Di Stéfano se desplomó y se dejó una vida en el recuerdo. El gol invisible, el ballet azul, la despedida amarga.

El gol invisible fue frente a Bélgica en un amistoso de postín. Se llama así porque ninguna cámara pudo grabarlo, pero quienes lo vieron no han podido olvidarlo. Miguel centró desde el costado y Di Stéfano remató de escorpión una vez que comprobó que la pelota le iba a sobrepasar. El Ballet Azul fue Millonarios de Bogotá, bautizado así por aquella manera tan peculiar de bailar en el campo y conseguir que el equipo rival se plegase a su danza. Y la despedida amarga vino después de la derrota por tres a uno ante el Inter de Milán en la final de la Copa de Europa de 1964. Tras la misma, Bernabéu entró como un ciclón en el vestuario y Alfredo le paró los pies. Fue su última gran bronca. Días más tarde ya vestía la camiseta del Español de Barcelona.

Nadie había hecho, desde el campo, más que él para el Madrid. Y ahora se veía despedido de la peor manera. El tipo que había conquistado Europa, el que fascinó a Bobby Charlton hasta el punto de hacerle cambiar su forma de jugar, el que obligó a la Juve a cambiarse de uniforme porque no eran capaces de distinguir al árbitro, el que destrozó dos veces al Stade Reims para cabalgar como campeón de Europa, el que agotó al Milán en Bruselas y descompuso al Eintrach en Glasgow, el que dio satisfacción al régimen en una plácida tarde de mayo frente a la Fiorentina, el que formó sociedad letal con Puskas, el que amargó la vida al Atlético y al Barcelona, el que terminó conquistando el norte, el número nueve que jugaba como un diez. Cinco veces pichichi, doscientos veintisiete goles en la liga y la sensación de que, hasta él se jugaba a una cosa y, desde él, a otra completamente distinta.

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