jueves, 28 de octubre de 2021

Volverán las golondrinas

Las pruebas que, a priori, son las más sencillas, son en realidad las más complicadas porque implican una dosis de responsabilidad propia que va más allá de la pasión  y la adrenalina. El compromiso requiere esfuerzo continuo y el jugador profesional, entendiendo como tal aquel que vive su profesión por encima de las posibilidades, no entiende de facilidades ni de llanuras absolutas. Para burlar las trabas, hay que poner mucha dosis de humildad y de respeto por encima de los pronósticos, sí, pero sobre todo no hay que desdeñar el esfuerzo, porque solamente así se alcanza la meta con la satisfacción plena y la conciencia tranquila.

Otra cosa es que los recursos no sean lo suficientemente aptos como para afrontar el reto con garantías de éxito. El éxito, aparte del esfuerzo, depende en gran medida del talento, y sin ambos fallan, generalmente gana quien más empeño pone en conseguirlo. Existen excepciones en la que entran en juego el azar, la sorpresa o la casualidad, pero, en cualquier competición, nadie llega primero al final de una carrera sin haber trabajado más que nadie, sin haber soñado más fuerte que nadie y sin estar mejor dotado que nadie. Se trata de poder, querer y resistir. Sin fórmula no hay soluciones factibles.

Los partidos de entre semana ponen en solfa la verdadera valía de una plantilla. El problema no radica tan sólo en que, cuando acechen el cansancio o las bajas, los jugadores suplentes no sean capaces de doblegar a un rival inferior, sino que se agranda en demasía si el análisis del conjunto no da demasiadas esperanzas de mejora. La falta de capacidad es un problema en sí porque no sólo deriva de la actitud, sino que es resultado directo de una fórmula de aptitud. Una plantilla poco competitiva te lleva a la deriva cuando la inercia de las mareas comienza a generar marejadas en plena temporada. La importancia de un buen fondo de armario es vital, ya que se necesitan jugadores que aporten talento y conocimiento y si pierdes ambos valores, al final no encuentras una tabla de salvación a la que poder agarrarte para salir a flote. El Barça no tiene buenos suplentes, pero lo más grave lo encuentra cuando es consciente de que tampoco tiene un buen once titular.

Se puede ganar mucho con un once titular muy bueno, se puede competir bien con un once aseado y bien conjuntado, pero resulta imposible mantenerse en lo alto de la pirámide con retales de mal uso, veteranos heridos de guerra y jóvenes imberbes que aún no han aprendido a competir. Si no hay más de donde sacar, ya pueden venir cien entrenadores para exprimir el limón. No hay más jugo, no hay más fútbol.

El Barcelona, que durante las últimas temporadas ha sido víctima de su mala planificación, arrastra el pecado de sus antecesores con poco fútbol, mucha desidia y malos resultados. El éxito, relativo en su caso, a final de año, dependerá de una buena gestión en la preparación y una concienciación generalizada. Los grandes campeonatos los ganan los mejores equipos y el Barça, lejos de esa lucha, debe aprender a regenerarse de alguna manera. Acostumbrado, durante años, a los milagros cotidianos de Messi, sabe que su única tabla de salvación pasa por aceptar el presente, interiorizar la resignación y pensar a largo plazo. Si, en ese escenario, a Xavi, o a quien venga, le dejan trabajar, tan sólo hay que tener paciencia para saber que se pueden obtener resultados. Porque todos los gigantes caen, lo importante es saber que el zarpazo de un león herido puede ser el doble de mortal. Volverán las golondrinas, seguro, pero va a pasar un tiempo hasta que volvamos a ver un Barça campeón.

lunes, 25 de octubre de 2021

El fútbol puro de toda la vida

El fútbol es un juego sencillo matizado por las complejidades. Lo que en teoría resulta más fácil y cómodo, termina siendo un ejercicio de incomprensión para la mayoría de los futbolistas, más pendientes de figurar en la foto que de quedar fuera de foco por más que en las cocinas se cuezan los ingredientes que se servirán calientes en el corazón del área.

El ejercicio más sencillo, darle el mejor pase al compañero mejor colocado, es incomprendido por muchos y tan solamente sublimado por unos pocos. Fueron muchos los equipos que se auparon con delanteros intratables y otros tantos que lo hicieron haciendo del ejercicio defensivo un máster de categoría, pero sólo los equipos con buenos centrocampistas entraron en el olimpo de los mejores de la historia, porque el fútbol de verdad, es que sólo ven quienes saben manejarlo, se juega en la zona media y se decide, por cordura, en la zona de tres cuartos.

Retirado Xavi, apartado del foco Iniesta y casi vencido por la edad Modric, quedaba dirimir quién era el verdadero dueño de la esencia futbolística en el plano mundial. Muchos son los jugadores que, por incisión o percusión, se han convertido en valores necesarios dentro de su club, pero a día de hoy, ninguno tiene la capacidad perceptiva de Joshua Kimmich para jugar a la pelota.

Kimmich entiende el juego con la complejidad de los sabios y lo interpreta con la simpleza de los necios, porque nada hay más arriesgado que acompañar la jugada, asegurar el pase y romper líneas con el pie tras una orden exacta emitida por la cabeza. Porque así juegan los futbolistas de verdad, siempre encontrando el espacio, acomodando y dejando la conducción para los osados y el regate innecesario para los ignorantes. El pase, siempre concreto, debe ir al pie del compañero en mejor posición para que la jugada, limpia y clara, llegue hasta el punto el que un penúltimo centro suponga la certera seguridad de que el siguiente sea el lance definitivo.

Si el Bayern de Munich es hoy el otro de antaño, más allá de la fuerza bruta a la que siempre ha recurrido para ganar por empuje, es porque ha encontrado a un tipo que en las circunstancias más agónicas mantiene la calma y en las circunstancias más dañinas mantiene el cuchillo. Kimmich es el orden convertido en desorden ajeno, porque sus pases rompen líneas, hacen avanzar a su equipo y el Bayern, gracias a sus grandilocuencia, siempre encuentra la ventaja necesaria en cada avance hacia el área rival. Los goles son cosa de Lewandowski, el grado emocional está en propiedad de Muller, el vértigo es el elemento diferencial de Gnabry y la contundencia barredora vive en el alma de Goretzka. Pero el fútbol puro de toda la vida sobrevive en los pies del gran Joshua Kimmich.

lunes, 18 de octubre de 2021

Merecido homenaje

Como solemos echar mano de la memoria sólo cuando la función mediática la convierte en novedad, no dejamos escapar la oportunidad de hacer recuento de agravios, renovar nuestra lista de de deudas pendientes y glosar una figura que no merece caer en el olvido. Algo parecido ha ocurrido con Luis Aragonés ahora que Mónica Marchante lo ha vuelto a poner en la picota después de un exquisito documental donde se repasa su carrera y se apostilla a un tipo cuyas deudas pagó con silencio y cuya herencia cobramos con entusiasmo.

No fue la de Luis una carrera pegada continuamente al elogio. Generalmente solemos tirar de palmarés para aupar, o bien condenar, al tipo que vemos sentado en el banquillo dirigiendo menesteres. Lo cierto es que, el de Luis, no es el palmarés más exquisito de la historia, pero no es menos cierto que cada vez que tuvo mimbres tocó alguna copa y cada vez que le dejaron trabajar, puso a cada equipo muy por encima de su lugar correspondiente.

La historia de Luis empezó con una Copa Intercontinental y terminó con una Eurocopa de Naciones. Viendo semejantes éxitos, muchos creerían que toda su carrera estuvo trufada de éxitos, pero lo cierto es que Luis fue un tipo directo en el discurso, pero extravagante en las formas. Depresiones, desencuentros y algún tropiezo inesperado, mancharon parte de su carrera y le pusieron en la picota en más de una ocasión, pero lo cierto es que ninguno como él supo reconstruirse cual Ave Fénix para regresar siempre a su lugar común y saber hacer de su gestión un éxito.

Después de media vida en el Atleti, con sus altos, sus bajos, sus idas y sus venidas, comenzó una peregrinación por equipos menores que se saldó con éxitos generalizados a pesar de que las Copas no regresaron a su currículum más que cuando volvió a su casa durante los años más convulsos del gilismo. Sin despreciar aquella Copa ganada con un Barça en proceso de autodestrucción, los éxitos de Luis se cuentan con la palabra mérito antes que con la palabra necesidad, porque tan exclusivo es un trofeo con el Atleti o el Barça como poner en Europa a Espanyol y Betis, como hacer pelear la liga a un Valencia moribundo o como clasificar para la Champions a un equipo pequeño como el Mallorca. Y es que en la exigencia sobrevive el hambre del soñador y en la autoexigencia sobrevive el poder del ganador.

Cuando Luis regresó al Atleti para sacarle del infierno, fueron muchos los que pensaron que aquel hombre había cerrado su propio círculo que merecía un último baile acorde a sus expectativas. Por eso, cuando la selección española pegó su enésimo batacazo, una portada mediática rezó una súplica que sonaba a advertencia: "España necesita un sabio". Lo que no sabía el sabio es que España, lo que en realidad necesitaba era un tipo que rompiese los moldes, diluyese los absurdos y se enfrentase a las tradiciones más arraigadas, porque romper un molde no trabajo exclusivo del más osado sino del más erudito. De ahí provenía la sabiduría.

Por ello, cuando dejó de contar con los tipos que a los medios les llenaban las portadas y les alimentaban las tertulias, los caciques de la caverna mediática se tiraron como perros sarnosos al cuello del seleccionador. No importaba que el tipo estuviese construyendo un monumento, importaba que, para ello, no contaba con los materiales que ellos vendían como inalterables. Pero lo cierto es que, con Raúl y todos los miembros de su camarilla, España sufrió un descalabro ante Francia y sin todos aquellos que decían se necesitaban para competir, España fue fabricando un equipo, a pulso y a conciencia, que terminó de enamorarnos a todos y nos situó en el escalón más alto de nuestros sueños cumplidos, porque, seamos sensatos, jamás imaginamos tal cosa y jamás nos lo hubiésemos llegado ni a proponer.

Dice Xabi Alonso en el reportaje que Luis no sólo les mostró que podían jugar bien, sino que su mayor éxito consistió en hacerles creer que podían ganar. Ellos eran bueno, muy bueno, pero hasta que el viejo sabio no se lo dijo y ellos no aprendieron a mirarse a los ojos, no terminaron de creérselo. Y es que el éxito de un hombre reside en su palabra y se sostiene en sus argumentos. Todos aquellos chicos sabían jugar de maravilla, pero necesitaban que alguien, un genio, les diese la confianza suficiente como para terminar de creerse que no eran simplemente buenos, sino que eran los mejores. Aquel ciclo exitoso de la selección se sostuvo en el fútbol de Xavi, en los milagros de Casillas y en los goles de Torres, Villa y el resto de secundarios, pero lo cierto es que nada de aquello hubiese ocurrido de no haber sobrevivido al odio y a la crítica aquel hombre de verbo directo y corazón indomable.

Por todo ello ha sido necesario el homenaje dirigido por Mónica Marchante y por ello es necesario este homenaje que dejo en el blog, porque las reparaciones se fabrican con palabras, pero se cierran con un perdón. Ya que nadie se lo ha dado ni aún después de muerto, sirvan aquellos testimonios y estas palabras para sacarle los colores a los miembros de la canallesca.

jueves, 7 de octubre de 2021

Víctima de su miedo

Se espantaron los fantasmas, se acurrucaron los miedos, se generó una expectativa, se abrió una vía, se alcanzó una meta y se quiso creer en una promesa de cara al futuro. No hay mayor gloria que la que sobreviene a la victoria, no hay mayor profesor que la derrota y no hay mejor motivación que la seguridad de saberse en posición de privilegio de cara a futuros retos. Uno levanta una Copa América después de una vida de lucha y siente tal liberación que sabe que, a partir de ahora, los críticos serán más envidiosos y los envidiosos serán más vulnerables.

El miedo es el botón que impulsa el resorte de nuestras precauciones. Es la barrera que nos impide levantar la cabeza y apretar los puños. Tenemos miedo a fallar, al que dirán, a no ser lo que se espera de nosotros, a caer en el precipicio del ridículo cuando el auténtico ridículo reside en la falta de intención antes que en el error justificado.

A Messi le perseguía un fantasma. En Barcelona encontró rápido el respaldo y el espacio y, cuando jugaba con confianza, era una arma de destrucción masiva. Capaz de desbordar en el centro con un pase magistral, en banda con un regate sideral o en el área con un remate imposible, su catálogo de recursos era tan extenso que le llegaron a bautizar, de manera justa, como el mejor jugador del mundo. No sólo era el mejor en todas la posiciones del juego, también era el más decisivo.

Con un repertorio tan extenso y unas condiciones tan privilegiadas ¿Qué le impedía triunfar como estrella en la selección argentina? Hubo quienes culparon al sistema, otros lo hicieron con los compañeros y algunos más, lo hicieron con el entrenador de turno. Pero no es menos cierto que cada seleccionador argentino intentó hacer una clonación del sistema del Barcelona con tal de que Messi se sintiera en su jardín ¿Y los compañeros? Es posible que estos no fuesen tan excelsos como aquellos que tuvo en Barcelona, pero, en su club, Lío siempre se supo adaptar a las distintas circunstancias; se afianzó como punta de lanza en el exquisito Barça de Guardiola, se convirtió en hombre orquesta en el vertiginoso Barça de Luis Enrique, convirtió en rey de España al Barça de Valverde e intentó tapar todas las vergüenzas del Barça crepuscular hundido por Bartomeu.

El problema, entonces, era de cabeza. No podíamos deducir otra cosa. Messi, vestido de albiceleste, partía con un fantasma agarrado a su espalda en cada cabalgada. Desde su nacimiento como estrella, todo futbolista argentino se ha visto sometido a una injusta comparación con Maradona. Sin tener en cuenta que las condiciones, tanta físicas como técnicas, de cada uno eran diferentes, Messi se vio obligado a demostrar en cada partido con Argentina el doble de lo que ofrecía con el Barcelona. La lupa, siempre situada sobre su cabeza, le examinó cada pase, cada regate, cada gol, y en todas las comparaciones salía perdiendo. Porque uno había ganado un mundial y el otro no había sido capaz de embocar una pelota cruzada en aquel último partido contra Alemania. Porque el aficionado ya tenía sus prejuicios y porque a un Dios no se le puede bajar de su lugar en el cielo.

Sin capacidad cognoscitiva para asumir el reto, Messi se fue empequeñeciendo en cada cita importante con su selección. Él vivía de los detalles y nosotros vivíamos de la expectativa. El exorcismo sólo era capaz de generarse en su cabeza y el convencimiento sólo podía llegar por la vía de la creencia. Él era Messi y los demás no. Un jugador fabuloso, un talento irrepetible ¿Por qué no era capaz de asumirlo? Ningún equipo gana por inercia y ningún trofeo cae por su propio peso. Brasil tardó veinticuatro años en volver a ser campeón del mundo tras la marcha de Pelé. Los fantasmas, cuanto más grandes, son más costosos de espantar. Para hacerlo, hacía falta decisión y coraje. Messi tenía el fútbol, sólo tenía que dar un paso más.

Bastó un verano donde ya no importaba nada, un mes donde la preocupación estaba en otro lugar, un torneo donde sentirse arropado y un partido donde fluían los pases, para sentirse por fin agusto y sentirse, por fin, líder. Cuando ya nadie lo esperaba, cuando las dudas habían dado paso a la desilusión, cuando jugar era más inercia que compromiso, Argentina terminó levantando la Copa y Messi terminó levantándose a sí mismo. Sin presión, el juego es un fluído que se distribuye por el mecanismo. Sin miedo, cualquier afrenta es posible porque mirarle a los ojos al destino no es sólo cuestión de valentía sino cuestión de sentirse en paz. En el crepúsculo de su carrera, Messi mira a los ojos de generaciones anteriores y les dice a las venideras que el trono tiene su nombre y que el vacío existencial se vence con fútbol, pero sobre todo, se vence si miedo.

viernes, 1 de octubre de 2021

Pichichis: Waldo Machado

Walter Marciano había sido el primer jugador brasileño en vestir la camiseta del Valencia. Dotado de una técnica exquisita, se había ganado a la afición valenciana gracias a su exquisita técnica y su golpeo de balón. En el apogeo de su carrera, Walter, quien gustaba de los coches caros y la velocidad, acudió a un cumpleaños en la Albufera y en el camino de regreso se estampó contra una furgoneta mal aparcada a la salida de una curva. Toda Valencia lloró su muerte. Para homenajear su persona y sacar un dinero necesario para la familia, se organizó un partido homenaje al que acudió Fluminense, uno de los muchos equipos punteros de Brasil y que tenía organizada una gira por Europa en aquel verano de 1961.

La estrella del Fluminense era un delantero espigado y hábil que concretaba cada acción con un disparo a puerta sin miramientos. Aquel chico ya llevaba siete años jugando en el Flu y se había convertido en el máximo goleador de su historia. Tras tres títulos y con la huella de sus pies fijada en Maracaná, como homenaje a los grandes artistas, el chico, de nombre Waldo, remataba cada balón y jugaba siempre con una sonrisa. Era difícil no enamorarse de él.

El partido homenaje a Walter lo ganó el Fluminense en Mestalla por dos goles a tres. Waldo anotó dos goles, repartió el tercero y dejó la sensación de que, desde Mundo, no se había visto un delantero semejante en aquel estadio. Le ofrecieron dinero, casa y un futuro estable y el chico se quedó en Valencia. Tenía veintiséis años y los mejores años de su vida por delante. Se visitó de blanco, le cosieron un nueve en la camiseta y se convirtió en el mejor goleador del Valencia durante la década de los sesenta.

Le preguntaron a Luis Aragonés, maestro en el lanzamiento de faltas, que cual era su secreto y contestó que fijarse en Waldo Machado. Y es que Waldo le pegaba a la pelota con precisión milimétrica. Su golpeo, bautizado en Brasil como Folha Seca, se había instaurado en Mestalla como denominación de origen. Había anotado trescientos diecinueve goles con el Fluminense, muchos de ellos de falta, y prometió anotar otros tantos en Valencia. No fueron tantos, pero sí los suficientes como para convertirse en el quincuagésimo cuarto goleador histórico de la liga española con un total de ciento quince goles anotados.

Waldo jugó nueve años en Valencia, hasta que se fue con treinta y cinco y más de centenar y medio de goles. Era un delantero rápido, fuerte y voraz, difícil de tumbar y con una arrancada brutal que dejaba atrás a los defensores y le hacía ganarse el espacio para rematar en ventaja. Un fútbol de calle que en Brasil sacaba futbolistas diferentes y que en España terminamos gozando con tipos como el propio Waldo, Didí o Vavá. En total fueron ciento sesenta goles los que anotó con el Valencia, repartiendo, además, sesenta y tres asistencias, lo que habla de un delantero completo que, además de tener un disparo preciso, tenía una sensacional visión de juego. No obstante, es el quinto máximo asistente en la historia del Valencia, amén del tipo que marcaba en todas las finales.

Vacunó al Barça en la final a doble partido de la Copa de Ferias de 1962, hizo lo mismo con el Dínamo de Zagreb en la final del mismo torneo del año siguiente y, una vez más, marcó uno de los dos goles del Valencia en la final de la Copa del Generalísimo de 1967 ante el Athletic de Bilbao. Fueron los tres títulos que ganó como valencianista, pero, más allá de ellos, se ganó la eternidad gracias a sus goles y su forma física, siempre un segundo antes que los mejores defensores de la época.

Su debut con el Valencia no fue el esperado, ya que el equipo perdió por cero goles a tres ante el Zaragoza de Reija, Marcelino, Seminario y Lapetra. Un equipazo. Sin embargo, pudo desquitarse en la jornada siguiente cuando el Valencia visitó Oviedo y Waldo marcó los dos goles de la victoria. Empezaba una relación apasionada entre el delantero y el escudo del murciélago. Cuando sus compañeros sentían el agobio de la presión, cualquier balón en largo era disputado y ganado por Waldo. Además de sus golpes francos, eran majestuosos sus remates de cabeza y sus disparos de media distancia. Aquel primer curso terminó con catorce goles, una Copa de Ferias y la ilusión por haber encontrado un nuevo hijo pródigo.

En su primer partido en Europa le marcó gol al Nottingham Forest. Era el principio de un idilio entre Waldo y la Copa de Ferias, competición en la que jugó cincuenta partidos y anotó treinta y dos goles. Y es que, con su técnica de delantero centro perfecto, era completamente indetectable para los defensores rivales. De esta manera se convirtió en el máximo goleador valencianista en todos los torneos que disputó, alcanzando el trofeo Pichichi en la temporada 1966-67 después de anotar veinticuatro goles en treinta jornadas. Fue el cénit de un tipo que cada año fue incrementando sus cifras hasta coronarse como estrella del gol de la liga.

Su dupla junto a Vicente Guillot fue la más famosa de Levante durante aquellos años de gloria. Les llamaban "café con leche" y se complementaban a la perfección. Uno abría los espacios y el otro los aprovechaba, uno filtraba la pelota y el otro remataba a gol. Los marcaba con las dos piernas, de cabeza y de falta. Todo un manual. Con semejantes recursos se convirtió en el segundo máximo goleador en la historia del Valencia, posición que aún ocupa y que tardará en ser superada. En total fueron ciento sesenta goles los que marcó para el Valencia, muchos de ellos espectaculares, casi todos ellos decisivos.

Jugar en Europa le impidió vestir más veces la camiseta nacional de Brasil. En una época en la que la los campeonatos brasileños eran, posiblemente, los más competitivos del mundo, ganarse un puesto en la canarinha era harto difícil. No obstante, Waldo jugó cinco partidos con la verdeamarelha en los que anotó dos goles. Porque él siempre hizo goles en todos los equipos en los que jugó. Los hizo en su Niteroi natal, cuando empezó a jugar contra chicos mayores cuando tan sólo era un adolescente, los hizo en Madureira, donde llegó con diecinueve años y desde el que marchó a Fluminense, donde también los hizo, claro, tantos que aún ningún jugador del club ha conseguido superarle. Y así siguió hasta que un día de 1970, cuando ya tenía treinta y cinco años, Alfredo Di Stéfano, nuevo entrenador del equipo le miró a los ojos y le fue franco: "Usted la ha dado mucho a este equipo, pero usted ya no está para jugar aquí".

Así que tuvo marcharse al Hércules, donde jugó unos partidos junto a su hermano Wanderley antes de darse cuenta de que la velocidad le había abandonado y sus músculos ya no ganaban la partida contra los defensores. Se marchó dejando una cifra de cuatrocientos ochenta goles y la sensación de que, desde entonces, Mestalla ha visto al salvaje Kempes, al incisivo Mijatovic y al oportunista Villa, pero no ha vuelto a ver a nadie con la estética en el remate de Waldo Machado.