miércoles, 8 de febrero de 2023

El pupas

Cuando Reina vio a Luis hacer lo que sabía, su espíritu percibió que aquella no iba a ser una noche cualquiera. La historia del club había dado tantas bofetadas que parecía imposible que el sueño glorioso de la Copa de Europa estuviese a punto de hacerse realidad.

Enfrente, los rocosos alemanes habían hecho toda una demostración de fuerza, más lo que era el peligro, tan sólo lo había visto de lejos a lo largo de los ciento nueve minutos de partido, y aquello era un síntoma extraño. A punto de abrir la puerta grande y sus manos de felino guardando fielmente la puerta de atrás.

Había sido muy duro llegar hasta allí, por eso, cuando Luis clavó la falta en la escuadra, todas las lágrimas que se había guardado en Glasgow por el puro estigma del orgullo, aparecieron entonces cuando la victoria les hacía un pequeño guiño más que merecido.

Lo de Glasgow no había hecho sino reforzar a un equipo irrompible, aunque las víctimas de aquella batalla habían sido numerosas e importantes; no iban a dejar escapar aquella oportunidad de oro por las meras ausencias de Panadero, Ovejero y Ayala. Si ellos eran tres pilares, el equipo tenía quince pilares más donde sustentar el ánimo y mantener intacta la ilusión del logro imposible.

El partido de vuelta en el Manzanares había sido histórico. Cómo gozaba al recordar el baño que le habían pegado a los escoceses. Ya no había guerra, solamente quedaba fútbol y del bueno. Y bajo los palos, Miguel Reina se encargaba de detener todas las sorpresas. Atrás quedaban ocho años en el Barcelona y un récord del mundo de imbatibilidad; atrás quedaban todas sus paradas y todas sus internacionalidades. Aquel momento lo borraba todo; el gol de Luis, la copa que se tocaba con la mano y la gloria que se respiraba en Bruselas eran motivo más que suficiente para esbozar una sonrisa. Aquel grupo de jugadores irrepetibles estaba a punto de alcanzar el cénit y cambiar para siempre la historia del club.

Para ello sólo había que aguantar; para ello sólo había que sufrir diez minutos y saber que la copa esperaba allá arriba para ser levantada entre reflejos rojos y blancos.

Un escalofrío invadió el cuerpo atlético de Miguel Reina. Aquel momento era tan grande que quiso olvidar todos los malos augurios que querían impedir un triunfo cantado. Su recuerdo más curioso databa de tres años atrás, justo del mismo momento en el que regalaron la liga al Valencia. Aquellas historias iban en sintonía con el club, aquellas historias se grababan a fuego en la leyenda de un equipo nacido para ganar pero hecho para sufrir. Aquel memorable día de fútbol él defendía el marco del Barcelona y visitaron el Manzanares con tanto miedo como vergüenza. No le andaba a la zaga el conjunto colchonero, más impaciente por no encajar que por liquidar. Una victoria de cualquiera de ellos les daba la liga, un empate se la daba al Valencia. Empataron. Así era el club que, dos años después, había de acogerle; o todo o nada, o la gloria o la desesperación.

Pero era la gloria la que se ponía entonces del lado de su infortunio. Las botas mágicas de Luis parecían apagar un fuego inquietante y los alemanes parecían dejar caer la prórroga y dejar que la machada cayese por la propia inercia.

Arriba, miles de almas en rojo y blanco ofrecían su espíritu para soñar con un grito de victoria que, hacía años llevaban guardando en un rincón del alma. Abajo, once colosos sedientos de triunfo se empeñaban en defender lo que hacía un par de horas se presentaba al mundo como una sorpresa.

Pero el gol de Luis había desatado la euforia y Miguel Reina sentía llegar el triunfo empapado en el entusiasmo. Recorrió el césped viendo venir el peligro y comprobaba con alivio como Heredia imponía en el área la ley del más fuerte. Apenas había leña que cortar y las brasas estaban a punto de difuminarse. Un esfuerzo más. Solamente un último esfuerzo y la Copa de Europa viajaría a Madrid para vestir el cielo de rojiblanco.

Había preparado aquella final con tanto entusiasmo que en aquel momento en el que la obviedad estaba a punto de convertirse en realidad de la buena, apenas sí recordaba en qué momento de la tarde se había calzado los guantes. Lo que sí recordaba era el ambiente que recorría Bruselas de boca en boca aquella tarde en víspera de un acontecimiento que se presentaba como histórico. Aquel club le había dado tanto cariño que estaba ansioso por devolver, desde su puesto de guardameta, toda la gloria que había prometido. Tantas buenas palabras, tanto ánimo domingo tras domingo, tanta ilusión en los ojos de los seguidores sólo podía pagarse con una victoria como aquella a modo de recompensa definitiva.

Respiró hondo. Quedaba tan poco tiempo que pensar en el final se había convertido en una obsesión más que en el único objetivo. Irureta aguantaba la pelota a duras penas y ver correr a Eusebio tras los fornidos alemanes le causaba tanta emoción como lástima. No podían dejar escapar aquella oportunidad.

Todos estaban tan sofocados que parecía mentira la resistencia fiel que estaban haciendo de aquella victoria épica. Cada vez que el balón llegaba a Luis o a Gárate era más que un motivo para el aplauso; los alemanes se habían hecho tan dueños de la situación que, por primera vez en la tarde, sintió el miedo a perder lo que tanto esfuerzo había costado conseguir.

Le animó contemplar la mirada de niño que Adelardo mantenía un partido tras otro. Y un año tras otro. El capitán era de hierro y su planta de guerrero se imponía por coraje en cada avance alemán. Estaba tan agotado como los demás, pero su orgullo de juvenil no le iba a obligar a hincar la rodilla por muy duros que se mostrasen los teutones.

Alzó la mirada para intentar averiguar el motivo de la caída de Gárate. El goleador estaba muerto de cansancio y se había caído sobre el área alemana sin hacer ademán alguno por levantarse. Los ojos de Miguel Reina denotaban la impresión por el esfuerzo derrochado; quedaba apenas un minuto para la finalización del partido y las fuerzas andaban tan justas, que parecía imposible que aquello fuese a tener un final definitivo.

Gárate mascullaba su cansancio sobre el césped y Luis zapateaba agónico sobre la línea del mediocampo. Cedieron un saque de banda y los alemanes apretaron en el saque. Reina contradijo a los Dioses y maldijo la mala decisión; si sacas el balón del campo, sácalo fuerte, no se lo dejes en bandeja al enemigo. En plena discusión mental andaba cuando vio a Beckenbauer manejar el balón con la soltura de un juvenil. Aquellos alemanes no bajaban la mirada ni a palos. Andaba tan centrado en un recibir un susto que, cuando el balón llegó a Schwarzenbeck, Reina apenas podía vislumbrar idea alguna. Pero vio el balón tarde. El disparo de Schwarzenbeck no era fuerte y la distancia era muy lejana, pero no percibió su salida y hubo de rectificar su esfuerzo. Lo vio venir; se lanzó convencido de sus habilidades y creyó alcanzarlo, pero iba ajustado y dando trompicones.

Se acabó el sueño. Tres segundos antes había visto el balón en los pies de Beckenbauer y ahora se comía la hierba de su área impotente ante el gol del empate que lo echaba todo al traste y que definía mejor que nadie la idiosincrasia del club que defendía a muerte.

Treinta metros más allá, un grupo de jugadores fornidos, celebraban entusiasmados un logro que parecía impensable más que imposible. Con el gol de Schwarzenbeck había nacido un equipo de leyenda.

Sobre su cabeza se agolparon todos los recuerdos que le había dejado aquella competición; sobre sus puños incapaces se acumuló toda la rabia de una derrota y en su alma se unieron todas las miserias. No quedaba tiempo ni para llorar. Todos sus compañeros regresaban cabizbajos a su posición natural e intentaban consolar a Reina con una serie de miradas sin pertenencia. Todo el esfuerzo, toda la ilusión y todas las ganas de ganar se habían ido al traste en el último segundo del partido. Con el gol de Schwarzenberg había nacido la leyenda del pupas.

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