jueves, 3 de diciembre de 2020

Camino de la eternidad

Me hice del Madrid por Carmen. Yo tenía siete años y ella era nueva en el cole. Nada más verla, supe que, durante el resto de mi vida, iba a ser prisionero de sus ojos color esmeralda. El problema, más crudo y real, era que su belleza era demasiado para mí, pero yo, como todos, nos hicimos fanáticos del equipo de los merengues el día que la vimos aparecer en clase de gimnasia con una camiseta blanca con la publicidad de Parmalat.

El problema de los niños es que siempre queremos el juguete nuevo. Dos años después Carmen era una compañera más de la clase de primaria y al colegio llegó Patri. Tan morena, tan alta, tan guapa. Aquella chica llevaba puesta una camiseta del Atleti y todos nos hicimos colchoneros en el momento de decirle “Hola Patri” lo más alto posible para que se fijara en nosotros.

Carmen era una estudiante de primera, aplicada, seria, casi educada en la rectitud y en la pragmaticidad. Patri, sin embargo, era más de la calle, más espabilada, descarada e incluso más admirable porque, sin necesidad de aguantarse los eructos, los abrazos imprevistos y las verborreas espontáneas, era capaz de sacar mejores notas que Carmen y de presumir la mitad que ella.

El problema de querer ser buena persona es que siempre tiendes a ponerte del lado del débil. Carmen, tan mojigata ella, tan aplicada y tan seria, tendía a llenar sus ojos de lágrimas cada vez que comprobaba como Patri le igualaba el diez en matemáticas o superaba su nueve y medio en ciencias naturales. Empecé a sentir recelos de aquella chica tan sobrada de dotes y me acerqué a Carmen a modo de amigo de consuelos y consejos de media mañana.

La primera vez que acompañé a Carmen a su casa para hacer un trabajo, su padre gritaba como un loco los goles del Madrid en un derbi. Ambos, acordándonos de Patri, nos abrazábamos cordialmente y nos jurábamos mirarla, por una vez, por encima del hombro. Al día siguiente acudimos a clase dispuestos a sacar un diez en el examen y a pasear nuestras camisetas blancas por delante de Patri. Pero ella apareció allí con sus rayas canallas y no sólo presumió de equipo sino que bordó el examen y jugó al fútbol en el patio marcándonos un par de goles.

Era tan insoportablemente perfecta que terminó por darnos rabia. Pero nosotros teníamos un resquicio desde el que poder sacar nuestras sonrisas triunfantes un lunes tras otro. Mientras su Atleti se dejaba empates en campos de media tabla, nuestro Madrid ganaba por goleaba domingo tras domingo. Así que la llamábamos india, perdedora y mediocre. Pero ella aparecía cada lunes con la rojiblanca y se despedía cada viernes con una sonrisa y un nuevo sobresaliente.

Sucedió que un domingo el Madrid se dejó su racha y perdió por tres goles de diferencia en un duelo desigual. Yo, que había convencido a mis padres para que me comprasen la camiseta blanca de mi equipo, me presenté el lunes tan orgulloso y Carmen me recibió con una reprimenda “¡Pero! ¿Qué haces?” y Patri con una burla “¡Pringao!”.

Así que aprendí a vestirme de blanco en la victoria y a dejar que fuese Patri quien pasease su roja y blanca en la derrota. Pero, al contrario de lo que me ocurría a mí cuando me lo decía, a ella le daban igual nuestras burlas y bajaba al patio para marcarnos goles y celebrarlos con la posición del arquero.

 Los años a mí me regalaron barba y kilos y a ellas belleza y protuberancias. Estuvimos en la misma clase desde segundo hasta el bachillerato. Cantando goles, celebrando Champions, aguantando dobletes e incluso la irrupción de tipos inolvidables vestidos de azul y grana. Pero aquella era otra guerra. Nuestra guerra, contra Patri, era la guerra del odio. Un odio subterráneo, un odio mascado a escondidas y a cámara lenta.

Ellas competían por el primer lugar de la clase y yo era siempre el tercero. Así, diez a diez, nueve a nueve, u ocho a ocho, íbamos avanzando cursos y nos íbamos convirtiendo en jovenzuelos con ganas de comernos el mundo y de bajar a Cibeles para celebrar los títulos de nuestro equipo.

Como en una de esas películas, o cuentos, en los que los protagonistas buscan un tesoro y se encuentran una bifurcación de caminos, nosotros separamos nuestras vidas al llegar a la universidad. Yo elegí el camino recto, el más fácil para mis facultades memorizantes, y me matriculé en Derecho. Carmen escogió el camino de la derecha y se matriculó en económicas. Mucha ambición y pocas ganas de quedarse atrás. Patri tomó el de la izquierda, el revirado y antinatural, y se matriculó en Matemáticas. Mucha constancia y pocas concesiones.

Carmen y yo nos despedimos con dos besos y muchas promesas. Aquel día el Madrid ganó la liga y lo celebramos emborrachándonos y besándonos a modo de despedida. Nos acordamos de Patri para cantarle mofas en su ausencia y nos prometimos no volver a verla jamás.

Carmen dejó de cogerme el teléfono después del verano. Nos habíamos enrollado un par de veces antes de vacaciones y, justo a finales de agosto hablamos por última vez en una conversación llena de excusas y palabras sin esencia. El Madrid había fichado a un entrenador alemán y buscaba ganar una segunda liga consecutiva después de dieciocho años.

La carrera de Derecho me dejó cinco años de estudio plomizo, una licenciatura y un puñado de nuevos amigos. Yo iba con ellos al fútbol como quien acompaña al perro pastor detrás de cada una de las ovejas. Y como ganábamos y odiábamos a quien nos ganaba, nos creíamos superiores al resto. Camiseta blanca recién planchada y otro lunes más al despacho.

Un día, unos colegas me llamaron para que les ayudase a pintar una pancarta. Era una chanza más que dañina hacia el rival vecinal. Realmente no eran rival, porque llevaban sin ganarnos desde el siglo anterior, pero nosotros jugábamos a la risa constante y a la burla perenne. Éramos los más graciosos del barrio.

Sonreí como un bobo cuando, desde mi asiento del lateral, vi aquellas palabras diciéndole al Atleti que buscábamos un rival digno para un derbi decente. Pobrecitos. Y ahí seguían. Y aún creían que podrían ganarnos. Pero no lo hicieron, claro. Llevábamos tanto tiempo ganándoles que aquello se había convertido en una costumbre más que en una obligación.

Acabado el partido, mientras bajábamos La Castellana con el coche para dirigirnos a nuestro punto de encuentro y celebración, nos cruzamos con un grupo de hinchas del Atleti, mirada cabizbaja y andares pesarosos.

-        ¡Indios! ¡A tomar por culo! – Les gritamos con la ventanilla bajada y la valentía que otorga el actuar en grupo.

-        ¡Gilipollas! – Gritó una de ellas, con la cabeza alta y el pecho erguido.

-        ¡Joder qué buena está! – Dijo un colega.

 

Volví a encontrarme con aquella mirada profunda y supe, por segunda vez en mi vida que quería perderme en aquellos ojos negros.

Necesitaba volver a verla. A escondidas, me compré una camiseta del Atleti y gasté parte de mi sueldo para comprar una entrada cada dos semanas para acudir al Vicente Calderón. Inventé mil excusas para no quedar con los colegas y hube de colgar, media docena de veces, las llamadas recibidas en mi teléfono del trabajo. Fui adquiriendo entradas, semana a semana, mes a mes, en cada uno de los sectores del estadio. Fondo Sur arriba, Fondo Sur abajo con el trajín que me costó y el entusiasmo que hube de fingir, tribuna lateral alta, grada lateral baja y así, subiendo y bajando, me iba paseando por los entretiempos y salía el primero para ir mirando a la gente que salía por la puerta hasta quedarme solo en la calle, un domingo tras otro.

Así aguanté hasta el último partido de la temporada. Había cambiado La Castellana por El Manzanares e incluso había entablado conversaciones con tipos que tenían arrugas en la frente pero aún más en el corazón. Aquella manera tan incómoda de vivir en la derrota producía más ternura que antipatía y, poco a poco, aprendí a tratarles como personas entrañables. Tipos que no habían vivido el esplendor y sobrevivían gracias a unos sueños que jamás se cumplirían. Lo suyo daba para una novela decimonónica.

Estaba apurando mi tercer refresco de cola de la tarde, adquirido a uno de esos chavales que recorrían la grada con su nevera portátil cuando, levantados todos por una ocasión de gol clamorosa, pude distinguir una larga y lacia cabellera negra. La camiseta del Atleti, muy ajustada y los pantalones vaqueros de marca conferían a la figura las características de una ninfa. Una musa. La que yo estaba buscando.

No me hizo falta ver su cara para saber que era ella. Quedaban cinco minutos para el descanso y solamente estaba ocho o nueve filas por debajo de mí. Grada lateral alta, sector izquierdo. Así que allí habías estado todo este momento. Aquellos cinco minutos fueron una carrera contra mí mismo y contra el tiempo. Una contrarreloj de planes y deberes, una forma de creer en mí mismo y en mi misión. Para ello debía borrar el pasado, debía dejar atrás demonios y afrentas. Debía establecer un nuevo presente y en él me vestía con una camiseta roja y blanca y miraba a los ojos de la mujer más bonita del mundo.

El pitido del descanso llegó con un gol del Atleti. El último gol del año, probablemente, para mí, más allá del significado deportivo, significaba un pasaporte hacia el objetivo. Un regalo de buen humor para poder afrontar aquella cuesta empinada que me presentaba la etapa reina de mi vida. Subí un piñón e hice mi molinillo particular mientras bajaba las escaleras del anfiteatro sin pensar en nada. Aquello me obligó a improvisar un saludo.

-        Hola. – Dije en voz demasiado alta como para conseguir que media docena de personas se diesen la vuelta.

 

Una de ellas fue Patricia. Tenía su mirada clavada en mi memoria desde aquel primer día en el colegio. Había querido olvidar su magia mientras me perdía en las sonrisas frustradas de Carmen y mis rictus de autoconvencimiento frente al espejo. Durante años me había obligado a odiar y ahora me estaba obligando a reconquistar un terreno perdido.

-        Hola. – Contestó ella sin demasiado entusiasmo cuando comprobó que mi mirada no se despegaba de sus ojos.

 

El resto de personas, salvo su acompañante, desviaron la vista y siguieron con sus quehaceres. Allí quedamos mano a mano, ella y yo y un testigo que se había autoinvitado a una fiesta que yo consideraba ajena para él.

-        ¿No te acuerdas de mí?

 

Traté de sonar firme, seguro de mí mismo y lo más convincente posible. Según supe más adelante, había dado la imagen de un gilipollas en lugar de la de un educado caballero.

-        Pues no.


Allí seguía su encanto natural. Esa manera tan sencilla y, a la vez, tan directa, de mandarte a la mierda con tan sólo mirarte. No podía quedarme callado, llevaba una temporada acudiendo al estadio, domingo sí y domingo no, gastándome mis ahorros para ver a un equipo sobre el que no sentía más que indiferencia y con el único objetivo de encontrar a la chica que me había robado el corazón en segundo de EGB.

-        Soy Carlos.

 

Me miró extrañada, entrecerrando lo ojos, con una displicencia y una desfachatez que me helaron el alma.

-        ¿El vikingo?

 

Le mostré mi bufanda rojiblanca y mi mejor sonrisa.

-        Bueno… ya no. – Respondí con una voz que sonó tan infantil que hasta yo mismo sentí vergüenza.

 

No confiaba en mí. Lo noté porque seguía mirándome de arriba abajo, con una mueca de desprecio y una media sonrisa que no mostraba alegría sino indiferencia.

-        ¿Y cómo se ha obrado el milagro?

 

En aquel momento me di cuenta de qué no sabía qué decir. No había preparado respuesta para aquella pregunta tan capciosa. El milagro habían sido sus ojos, pero ¿Cómo decirle que había hecho esa locura por ella? ¿Y cómo explicarle, además, como había llevado a cabo la locura? Intenté contestar de manera firme y, sobre todo, creíble. Lo más sorprendente fue que, a medida que iba hablando iba sintiendo que aquellas palabras nacían desde la verdad y no desde la imposición.

-        El valor del esfuerzo, ya sabes. Hacerse de un equipo sólo porque gana es demasiado sencillo y hasta demasiado trivial. Hace años me di cuenta que las cosas, cuanto más cuestan, más se disfrutan. Y venir aquí, cada domingo, y encontrarme a cincuenta mil hermanos, cantando conmigo y apoyándome, igual que yo los apoyo a ellos, aun sabiendo que la vida es una mierda y que tenemos que seguir escalando una y otra vez para alcanzar el cielo, me invade de ánimo. Lo sencillo es simplemente fútil, lo verdaderamente seductor es lo difícil, la meta lejana que ves siempre en el horizonte pero sabes que, para alcanzarla te van a poner muchas trabas. A veces es frustrante, sí, pero es apasionante.

 

Y, dicho aquello, hasta yo mismo me hubiese mirado de la manera en la que ella lo hizo. Había intentado encontrar un par de frases que explicasen mi motivo ante Patri y terminé soltando todo lo que me pedía el corazón. En aquel momento fui consciente de que no estaba allí sólo por Patri, que Patri sólo había sido la excusa para ir regresando cada domingo a orillas del río a compartir mis frustraciones con un grupo de desconocidos. La vida no me había ofrecido mejor terapia que el Atleti.

-        ¿Estás solo? – Preguntó rompiendo el momento de ensoñación.

-        Sí.

-        ¿Quieres ver la segunda parte con nosotros?

 

En aquel momento, mientras señalaba con la mano a sus acompañantes, pude reconocer al bruto de su hermano y al cascarrabias de su padre. Ya había tenido algún roce con ellos, en el barrio, durante mis años de instituto. No me miraron bien, como era de prever y, la verdad, es que yo no merecía menos.

-        Tranquila, no quiero molestar.

 

Y así lo hice, no molesté, pero miré. Y ella también miró. Cada ciertos minutos se volvía hacia atrás y me buscaba con la mirada para, inmediatamente, regresar al partido.

Y el partido terminó con un gol del Atleti en el último minuto. Entonces ella hizo algo que no me esperaba y es subir hasta mi sitio para celebrar el gol conmigo. Lo hizo con una amplia sonrisa y un grito sincero que le nació del alma.

Yo intenté fingir lo mejor que pude y me abracé a ella con entusiasmo. Cuando sentí su cuerpo entre mis brazos no necesité impostar ninguna alegría. Aquel gol del Atleti me había transportado a un lugar que ningún otro gol me había sabido transportar antes, ni Copas de Europa o ligas mediante. Aquel gol me colocó en un universo sentimental que jamás había imaginado que pudiese existir.

La temporada había sido un fracaso, una vez más, y los atléticos, melancólicos todos, bajaban el paseo que les daba nombre y honor con la cabeza gacha y los ánimos encendidos. “Volveremos”, cantaba un grupo de jóvenes entusiastas. Yo también volvería, porque quería sentir de nuevo ese abrazo, ese calor, ese aliento contra mi boca.

Así que me hice socio del Atleti y empecé a hablar con Patri a través de mensajes de móvil. Aquella última tarde de temporada nos dimos los números de teléfono y prometimos escribirnos, pero uno por el otro dejamos que el verano pasase por el medio y nos azotase como un vendaval de recuerdos. Adquirí un abono en su sector y quedamos para tomar algo en la previa del primer partido de la temporada. El Atleti estrenaba entrenador y jugaba contra Osasuna. Quedaron cero a cero y nosotros nos besamos por vez primera.

Fue algo casi accidental, cerveza en mano y sonrisa en la boca. Quise captar una señal y me lancé en plancha. Encontré agua y fondo. Me correspondió al principio y terminó en una cobra cruel al final. Casi dio igual el resultado final, yo, como la canción, había venido a emborracharme. Y mi copa de alcohol preferida eran los labios de Patri.

La temporada del Atleti iba encaminada al desastre y mi relación con Patri iba encaminada a convertirse en un cubito de hielo. Poco a poco, pese a que nos veíamos en el fútbol, nos fuimos distanciando hasta pasar a saludarnos simplemente con la cabeza. Realmente no teníamos mucho en común. Yo era un aspirante a letrado con despacho con más ambición que sueños y ella era un miembro importante del Instituto Español de Estadística. Yo soñaba con ser alguien, ganar dinero y celebrar títulos y a ella le interesaba le investigación, el día a día y acudir al estadio sin más objetivo que animar a su equipo.

Nos dijimos adiós y ojalá que volvamos a vernos una fría tarde de diciembre después de que el Atleti perdiese en casa contra el Albacete. El equipo, yo y nuestra relación se iba a pique. Yo había descubierto que Patri era una chica fascinante, pero ella ya se había dado cuenta de que yo era un chico del montón. Así que seguimos nuestras vidas; ella siguió yendo al Calderón y yo revendí mi abono a un chico del trabajo que, iluso él, aún creía en los milagros.

Entonces llegó Simeone y el chico se convirtió en un canalla. Empezaron a ganar pero, sobre todo, empezaron a competir. Mordían, pegaban, corrían y ahora hasta ganaban. Por momentos pude imaginar a Patri disfrutando aquellas noches europeas en su asiento de Grada lateral y envidié estar allí para repartir abrazos y compartir cánticos.

Pero ya era tarde. El Atleti ganó la Europa League y Patri dejó de contestar mis WhatsApp, hasta los que le felicitaban por la victoria. Por sus fotos de perfil supe que había empezado a verse con un chico más alto y más guapo que yo y que, además, vestía la camiseta del Atleti mientras la besaba en los labios ante un atardecer en el mar. Parecía una vida tan bonita que apenas supe disfrutar de los cien puntos del Madrid con un récord de goles insuperable.

A modo de despecho, volví a escribirme con Carmen. Era una corredora de bolsa exitosa cuyas relaciones sentimentales se contaban con cifras en la cuenta corriente. Yo, desde luego, no entraba dentro de su rango económico ideal, pero siempre había tenido labia y poder de convicción. Conseguí recuperar sus besos y, aunque no logré tener una relación estable con ella, sí conseguí, al menos, ser su tipo de usar y tirar, ese follamigo al que acudir en los casos de necesidad y con el que beber gin-tonics después de las victorias del Madrid.

Y eso que aquel año no fue el mejor. Perdimos el tren de la liga muy pronto, el Borussia Dortmund nos eliminó de la Champions y llegamos a la final de Copa contra el Atleti. Habían pasado dos años desde que había empezado a ir al Calderón y aquel equipo muerto ahora estaba más vivo que nunca. Un par de días antes del partido, que cayó en viernes, escribí a Patri por WhatsApp y le pregunté si iba a asistir a la final. No me contestó, pero en su foto de perfil pude ver dos entradas con la fecha y el nombre de los dos equipos. Vuelta al Bernabéu, vuelta a empezar.

Me excusé ante los amigos para no ir a la previa. Realmente llegué a las puertas del estadio con un par de horas de antelación y me coloqué en la calle, apoyado en una farola, en la zona del fondo que ocuparían la gran mayoría de aficionados atléticos. Quería verla. Quería verla una vez más.

Había perdido ya toda esperanza, había decidido dar la vuelta al estadio para incorporarme a mi asiento, cuando la vi llegar de la mano de aquel tipo que había visto en sus fotos de perfil. Era alto, fuerte, guapo, majestuoso. Pero ni el adonis más aclamado del mundo podría competir contra la belleza natural que despedían los ojos, los gestos y las curvas de Patri.

Me reconoció al instante. Lo supe porque descubrí sorpresa y decepción en su mirada. Yo iba vestido con mi camiseta del Madrid y ella llevaba una rojiblanca ajustada que le sentaba como el mejor vestido de fiesta. Me ocurrió lo que tantas veces me había ocurrido con ella; cada vez que la veía, deseaba ser del Atleti. Deseaba ser esclavo de sus brazos.

Pasó de largo, sin dejar de mirarme, pero sin dignarse a saludarme. Yo esperaba un gesto, un guiño, un ademán. Pero no hubo nada. Sólo un ataque de dignidad por su parte y un ataque de vergüenza por la mía. Cabizbajo, busqué mi puerta y accedí a mi sitio. Mis amigos aúno no habían llegado y tuve tiempo para llorar mis penas en silencio mientras miraba como en el fondo norte, miles de camisetas rojas y blancas iban llenando la grada y le iban dotando de vida a base de color y cánticos.

El partido fue un quiero y no puedo por parte del Madrid y un ejercicio de esfuerzo colosal por parte del Atleti. Nos adelantamos con gol de Ronaldo, pero ellos nos empataron antes del descanso y el resto del partido, prórroga incluida, fue una sucesión de paradas de Courtois que terminó desquiciando al Madrid. Para más inri, cuando todo indicaba que nos iríamos a los penaltis, Miranda metió la cabeza en el primer palo y nos ganó una copa que creíamos ganada por derecho una vez que habíamos eliminado al Barcelona en semifinales.

Regresé a casa sin Copa, sin Patri y sin ánimo. Raramente salíamos de fiesta después de una derrota y eso que siempre que ganábamos un derbi obligábamos a uno de nuestros amigos indios a salir con nosotros para poder reírnos un rato de él. Éramos tan arrogantes que ni siquiera el más pintado era capaz de ponernos una sola pega. Ganábamos y volvíamos a ganar y si algún día perdíamos, sacábamos el palmarés a relucir y se acababan las discusiones.

Estaba en casa y en la cama cuando recibí un mensaje por WhatsApp que me descolocó por completo.

-        Sabía que me habías mentido.

 

No sé si alguna vez habéis sentido esa sensación en la que se te sale el corazón por la boca. De repente ves pasar tu vida por un agujero y te encuentras contigo mismo en una situación crucial en la que ves como tus errores le ganan a tus aciertos y todas las ilusiones se van por la alcantarilla.

En aquel momento supe que la había perdido para siempre, que todos mis sueños se habían convertido en humo de cigarro por no haber sido franco y honesto. Aquel día, en las gradas del Calderón debí haberle dicho que seguía siendo del Madrid, sí, pero que estaba allí por ella, que hacía tiempo que mi corazón había vuelto a latir gracias a su existencia y que iba a ser capaz de hacerme socio del Atleti sólo para pasar los domingos a su lado.

En lugar de aquello, seguí con una mentira de patas muy cortas. De alguna manera hubo de haberse informado sobre mí o, simplemente, no me había creído. Siempre había sido demasiado lista como para poder engañarla. Alguna mirada mía, algún titubeo, algún renuncio en el que me hubiese pillado la habría puesto en alerta y su cerebro le había ordenado a su corazón que se alejase de mí, que yo no era trigo limpio.

De alguna manera me sentí un gran gilipollas por primera vez en la vida. Y mira que había hecho cosas que me hubiesen podido catalogar como tal, pero aquel día, tumbado en la cama, desnudo como un recién nacido y el móvil en la mano, me sentí un estúpido y un tipo sin objetivos. Tardé en dormirme y pasé el sábado en casa rumiando mi derrota. La única conclusión que alcancé es que debía reconducir mi vida y tratar de buscar otro clavo que sacase aquel clavo llamado Patricia. Y nada mejor para machacar un puntal que usar otro completamente contrapuesto.

Con el tiempo llegué a conocer a Carmen casi como a la palma de mi mano. Era lista, ambiciosa, activa, pero demasiado previsible en el tema sentimental. Iba de dura por la vida pero hasta ella misma se lamentaba de no ser capaz de encontrar un corchete para su corazón. Sólo había que saber tocar la fibra, accionar la tecla adecuada y mi antigua compañera de instituto caería de nuevo en mis brazos sin remisión.

Yo estaba en un momento en el que necesitaba sentir la compañía de alguien. Cuando estaba solo, la casa se me caía encima y el mundo me parecía demasiado grande como para salir a explorarlo. Necesitaba compartir mis momentos con alguien y necesitaba, sobre todo, egoísta de mí, a alguien con quien pagar mis frustraciones.

Le comí la oreja a Carmen un sábado por la tarde. Habíamos quedado en plan informal, para tomar unas cervezas, y a los cincuenta minutos nos estábamos comiendo la boca como dos adolescentes. Desde la última vez que nos habíamos visto nos habíamos dedicado evasivas y algún me alegro que estés bien, pero ninguno de los dos habíamos dado el paso para concretar lo evidente. Ella se había cansado de tipos sin perspectivas y yo me había cansado de chicas sin ambición. La única que me había robado el alma se había perdido por un vomitorio del Santiago Bernabéu y la alternativa a todos mis desconsuelos bebía cerveza delante de mí y besaba como una campeona del mundo.

Volvimos a ir al fútbol cogidos de la mano, hicimos algún viaje juntos e incluso compartimos, de nuevo, alguna comida familiar. Ella era la chica perfecta; guapa, sonriente, educada y con un puesto importante en una agencia de inversiones. Yo no era tanto como ella pero no le andaba demasiado a la zaga. Había vuelto a cuidarme, había perfilado mi silueta y me había convertido en un partido apetecible. Alto, responsable, con las ideas claras y un puesto fijo en uno de los mejores bufetes de abogados de la ciudad. Digamos que podíamos ser la pareja perfecta.

No existe pareja perfecta en el mundo que no sea socia del Real Madrid. Faltaría más. Aquel año recuperamos el abono y recuperamos las rutinas. Un partido cada dos domingos con gin-tonic incluido, otro partido los miércoles con la música de la Champions y, entre partido y partido, muchas maneras de hacernos el amor con mucho ruido ella y sin demasiadas nueces yo.

Porque yo, en aquel momento, tenía la cabeza en mi futuro pero el corazón se había quedado anclado en el pasado. Podía ponerle a todo el alma pero no sabía cómo ponerle la pasión. Los domingos, en la oficina del Bernabéu, todo era puro trámite, todo era una constante regresión hacia lugares que ya conocíamos. Pero, de alguna manera, aquello ya no era tan impresionante como antes, ya no me fascinaba lo común porque había conocido lo extraordinario.

Aquella pasión encendida cada domingo junto al Manzanares, aquella inseguridad innata de quien no sabe si va a ganar o perder una vez más, aquella manera de animar aun cuando el equipo hacía el ridículo más espantoso y, sobre todo, aquellas miradas, plagadas de euforia, que Patricia me dedicaba cada vez que me pedía un abrazo para celebrar un gol inesperado. Aquello quizá no era fútbol, pero sí era la vida.

De repente llegaron y nos ganaron, en casa, en liga, después de casi tres lustros. Y los vi allá arriba, tan jocosos, tan alegres, tan llenos de vida que sentí que quería ser parte de ellos. Aquella noche hicimos el amor como siempre, pero yo seguía pensando en aquella chica de pelo largo que vi desde lejos a la salida del estadio y creí haber confundido con Patri. O a lo mejor sí era ella. Aquel pelo negro se clavó en mi memoria; aquel culo perfecto, aquella silueta curva, aquellos andares poderosos. Y mientras eyaculaba sin amor y me quedaba dormido sin pretenderlo, quise regresar atrás y contarle toda la verdad a la única chica que, en la vida, me había robado el corazón.

La temporada terminó siendo un vaivén sin sentido. Avanzábamos en Copa y nos paseábamos en Champions, pero en Liga nos desconectábamos al tiempo que nos volvíamos a conectar. Para vengar la afrenta del año anterior, eliminamos al Atleti en la Copa sin demasiadas dificultades y yo viajé de nuevo al Calderón con la esperanza de reencontrarme con Patri y contarle todas mis verdades. Hacía tiempo que había dejado de contestarme a los WhatsApp, aunque yo sabía que seguía manteniendo el mismo número de teléfono porque iba controlando sus conexiones.

Me masturbaba por las noches, pensando en ella, antes de meterme en la cama y leer un libro sin interés con la excusa de poder quedarme dormido cuanto antes. En secreto, iba siguiendo el devenir de los partidos del Atleti y contaba los días para regresar al Calderón y volver a verla.

Pero no la vi y, para pagar mi frustración, me emborraché como un tonto mientras cantaba como un loco canciones en contra del Atleti. Carmen, que sonreía como una boba, cantaba a mi lado y me llenaba de besos con sabor a ginebra y almendras tostadas. Éramos, a ojos de los demás, la pareja perfecta, la demostración de que Dios nos críaba y nosotros nos juntábamos porque nos reíamos de las mismas tonterías y parecíamos disfrutar de las mismas cosas. Nadie sabía que yo moría por dentro por culpa de otra persona.

El Atleti iba como una flecha hacia la liga y, como nosotros, iba ganando con cierta solvencia sus partidos en la Champions. En cuartos se enfrentaron al Barça y encontré el mejor motivo para volver a animarlos. De puertas a fuera era tan sólo una buena excusa, en mi interior era ya un puro sentimiento. No sé si había aprendido a querer al Atleti por querer a Patri o era el Atleti el que me había llevado a quererla a ella. El caso es que canté aquel gol de Koke, en el bar, junto a mis colegas y nos volvimos a emborrachar como tontos. Ellos porque el Barça se había quedado fuera de la Champions, yo porque el Atleti había alcanzado las semifinales.

Habíamos empatado a dos el día que regresé al Calderón con una esperanza perdida y una realidad latente. Disimulé como un bobo mi alegría con el gol del empate de Cristiano y me asombré en demasía con el portugués a medida que iba dejando cadáveres alemanes por el camino. Schalke, Dortmund, Bayern. Y a la final. Y por el otro extremo el Atleti superando sus traumas y exorcizando sus demonios después de dejar en la cuneta al Chelsea y plantarse por segunda vez en su historia en la final de la Champions League.

-        Esto es para verdaderos equipos. – Dijo Carmen.

 

Acto seguido contactó con un buen amigo, compañero de trabajo, sobrino de un directivo del Madrid y nos aseguramos dos entradas para la final de Lisboa.

-        He pedido tres. Por si Charly quiere venir.

 

Charly era nuestro compañero de batallas, nuestro hombre fuerte en la grada del Bernabéu y en los bares de copas. El tipo que se peleaba hasta con su padre con tal de defender el honor del Real Madrid. Hijo de un constructor, de un colegio privado y de una vida de peleas que terminó el día que su padre le prometió un buen puesto de trabajo a cambio de paliar los escándalos en los que se veía inmiscuido. Aun así la cabra seguía tirando al monte y, de vez en cuando, whisky añejo mediante y derrota en las espaldas, seguía montando puntuales escándalos que eran resueltos con el olvido y alguna noche esporádica en el calabozo.

Pero Charly no pudo venir a Lisboa. No pudo porque en una de sus locuras de fin de semana quiso subir a pulso una rocas en Rascafría y se dislocó la muñeca antes de romperse el tobillo.

Nos sobraba una entrada y a mí me sobraban ideas. Pero, sobre todo, no me sobraban las oportunidades. Busqué su perfil de WhatsApp y comprobé que había cambiado la foto. Ya no estaba aquella con aquel tipo apuesto y fornido que la sujetaba con firmeza y la miraba con deseo. Ahora estaba ella, camiseta del Atleti ceñida, escudo imponente frente a la vista y un rictus demasiado serio como para prever que se sentía demasiado orgullosa de pertenecer a una estirpe pero demasiado triste como para sentirse parte de una sociedad idílica.

Conducido por el ímpetu dejé llevar mis dedos y tecleé una pregunta sin esperar ninguna respuesta.

“¿Vas a ir a Lisboa?”

Vaya pregunta ¿Cómo iba a faltar ella a la primera final de la Copa de Europa que iba a jugar el Atleti desde que ella era aficionada? Una chica como ella, apasionada y fiel, no le iba a fallar a su equipo en una cita tan importante.

“Hola. Pues no, no voy a ir. Me quedé sin entrada en el sorteo del club y me falló un conocido al que había pedido un favor. Así que lo veré por la tele”.

Allí estaba mi oportunidad. Allí estaba la locura en forma de proposición imposible.

“A nosotros nos sobra una entrada. Íbamos a ir con un amigo pero al final no va a poder ir. Si quieres te puedes venir con nosotros”.

“Vale”.

¿Vale? ¿Ni un con quién vas? ¿Ni un ni de coña? ¿Ni un no quiero volver a verte?

“Voy con Carmen”.

“Lo imaginaba”.

“¿No te importa?”

“Lo que me importa es poder ver al Atleti”.

Así que era eso. Era el Atleti, no era yo. Justo lo contrario a lo que me ocurría a mí, que no era el Madrid sino que era ella. Pero bueno, si iba a ser por el Atleti que por el Atleti fuera. Iba a tenerla junto a mí durante un día y eso era realmente lo que me importaba.

Pero antes les quedaba ganar la liga. Se la iban a jugar en el Camp Nou y yo bajé al bar de Chema para hacerme el interesante y decir que quería que ganase el Atleti para que se jodieran los puñeteros culés, pero lo que realmente me interesaba era que ganase el Atleti para que Patri fuese feliz y poderle enviar un WhatsApp de felicitación. Realmente tenía preparado, mentalmente, otro WhatsApp por si acaso perdían y tenía que consolarla de alguna manera.

Pero ganaron, y pude felicitarla. Y me contestó. Un simple “Gracias”, sin demasiado entusiasmo. Sin demasiada efusividad.

“¿A celebrarlo?”.

“No tengo con quien”.

No sé si conocen esa sensación en la que las tripas se vuelven del revés y el corazón sube hasta la garganta. Ese segundo en el que sientes que toda tu vida has esperado para eso y que, sin embargo, no sabes cómo afrontarlo. Ese momento presentado en forma de oportunidad única que no se puede dejar escapar y, sin embargo, necesitas encontrar las palabras justas para poder atacar sin dañar, para entrar sin resultar molesto.

“Puedes celebrarlo conmigo”.

“Tú eres un vikingo”.

“Yo soy lo que tú quieras”.

“Entonces eres un sinvergüenza”.

No le faltaba razón. Al menos analizado desde su punto de vista. Pero ella no sabía que yo quería estar con ella y la había dado por perdida. Que en mi despecho me había liado con la chica que había sido su némesis en el colegio, que, por no saber echarle valor había dejado que el tiempo y el silencio me alejasen de ella y fuesen otros brazos la que le rodeasen en sus fotos de perfil.

Pero ahora esos brazos no estaban y no habría otra oportunidad para aprovechar el turno y lanzarse al cuello de su debilidad.

“No, soy un gilipollas”.

“Sí, eso también”.

“Te veo en Neptuno”.

Y ahí lo dejamos.

No hubo más mensajes, ni más WhatsApp, ni más llamadas de atención. Así que, como un tonto, me fui a Neptuno pensando que allí la vería, que su silencio era administrativo en las formas cuando realmente era negativo en las realidades. Y me vi rodeado de atléticos, indios, como yo los llamaba, con la cara pintada, los ojos ebrios y la garganta encendida. Me abrazaban, como si yo fuese uno de ellos y yo cantaba sus canciones como si realmente fuese uno de ellos. Yo era de ellos porque era de Patri, yo era de ellos porque había aprendido a echarles de menos mientras pensaba en una melena negra delante de mí celebrando goles imposibles.

Patri no estaba en la fuente, ni en los anexos, ni en los anexos de los anexos. Hubiese sido imposible encontrarla entre tanta gente y había sido imposible encontrarla al otro lado del teléfono. Primero fueron un par de WhatsApp; “¿Dónde estás?”, “No te veo”. Y después fueron varias llamadas, pero su teléfono, según una voz de operadora, estaba apagado o fuera de cobertura.

Y allí estaba yo; compuesto y sin india. Con la cara pintada de rojo y las manos manchadas de negro después de recorrer el centro calle a calle, bar a bar, copa a copa. Cuando el taxi me dejó en la puerta y Carmen me vio entrar en casa supe que los últimos besos ya se los había dado hacía días, justo el día que fui a despedirla al aeropuerto deseándole suerte para su viaje a Frankfurt.

“He cerrado el negocio”, me dijo por WhatsApp. “Cuando vuelva lo celebraremos”. “¿Cuándo volverás?” “El domingo.”.

El domingo me otorgaba margen y un sábado de asueto. Un sábado que me permitiría ver al Atleti y lanzar la caña a Patri fuese cual fuese el resultado. Si ganaban, como hicieron, dándole la enhorabuena. Si perdían, que no fue el caso, dándole mis más sinceras condolencias.

Pero nada había salido como lo había planeado. Patri me había dejado en la estacada y Carmen me había dejado en la calle.

Me había esperado desnuda, con una botella de champán y la tulipa de la lámpara cubierta con un camisón rojo. Y me había visto llegar borracho, con la cara pintada y una camiseta del Atleti, que yo aún conservaba y ella no sabía que tenía, puesta. Me ahorraré la serie de improperios y me ahorraré todo lo que lloró, que fue mucho. Me ahorraré decir todo lo mal que me sentí y el tiempo que tardé en meter cuatro prendas en una bolsa de deporte y buscar un hotel libre para pasar el resto de la noche.

Yo guardaba las entradas para la final y los billetes de avión en una caja fuerte dentro de mi despacho. No me atreví a ponerme en contacto con Carmen por temor a que me mandase a la mierda pero sí le puse un WhatsApp a Patri diciéndole la hora de embarque y la terminal.

Aquella mañana madrugué más de lo normal. El aeropuerto bullía en vida blanca y rojiblanca. Vikingos e indios conviviendo en un espacio público, intercambiando sus cánticos, sus impresiones, sus esperanzas.

Yo no iba vestido de nada. Llevaba un polo negro, neutro total, y unos vaqueros gastados, de esos que absorben por sí mismos las suciedad, en espera del día de tralla que me esperaba. Me había hecho a la idea de ir solo cuando vi aparecer a Patri cerca de la zona de pre embarque. Iba guapísima, con su camiseta del Atleti ajustada, sus vaqueros azul claro y sus zapatillas blancas de tenis. No sonreía, pero movía el cuerpo con esa soltura que sólo ella mostraba al caminar. Pura sensualidad. Puro deseo en mi interior.

Nos dimos dos besos muy formales y le extendí su billete de avión. Ninguno de los dos llevábamos equipaje. La intención era llegar a Lisboa, emborracharnos, imbuirnos en el ambiente, llegar al estadio, ver el partido y pasar la noche como mejor pudiésemos antes de volver al aeropuerto y tomar el primer avión de la mañana. Si ganaba el Madrid, habría de aguantar a los blancos celebrando por Lisboa. Si lo hacía el Atleti, tocaría justamente lo contrario, con la diferencia de que en ese caso seguramente me acompañase la sonrisa de Patri. Esperaba que, al menos, el Atleti sí le hiciese reír.

Estábamos en la fila, esperando nuestro turno para pasar por los detectores cuando escuchamos, detrás de nosotros, una estridente voz que nos resultaba, al menos a mí, demasiado familiar.

-        ¡Hala Madrid y nada más!

 

No podía ser otra. Carmen estaba guapa vestida de blanco y con esos vaqueros oscuros que ella sabía que tanto me gustaban. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta y sus ojos azules destacaban, con ese fuego, por encima de todas la personas que abarrotaban el aeropuerto. Intenté luchar conmigo mismo pero no pude evitar tener una erección cuando la vi. Tan guapa, tan ajustada, tan poderosa.

Mi cara de sorpresa fue tan expresiva como la cara de disgusto que puso Patri cuando la vio. Llevaban tiempo sin verse aunque no tanto tiempo sin saber la una de la otra. Yo canalizaba la relación entre ambas como un trasmisor de energía negativa. Se odiaban desde hacía años y, aunque llevaban otros cuantos sin dirigirse la palabra, sabían que la vida es ese pañuelo que, arrugado, permite que unos y otros nos vayamos encontrando en diferentes situaciones y nos vayamos alegrando o arrepintiendo de decisiones pasadas así como de planificaciones futuras.

El viaje fue corto pero se hizo largo. Carmen tenía ventanilla y Patri tenía pasillo. Yo, en medio de ellas, contestaba las preguntas maliciosas de la primera con monosílabos e intentaba contestar con gestos fatuos a los silencios incómodos de la segunda.

Lisboa estaba preciosa llena de aficionados. Algunos, borrachos como cubas, insultaban a los rivales que se cruzaban y se retrataban como los gilipollas que, seguramente, siempre habían sido. Pero generalmente el ambiente fue de paz y sana convivencia. Tomamos tanta cerveza que, por momentos, nuestras vejigas apenas pudieron aguantar y nos reímos tanto que, por momentos, nuestras mandíbulas no podían sujetarse. Carmen se marchó a la fan zone del Madrid sin decirnos nada y yo me quedé en tierra de nadie mientras Patri caminaba en silencio y yo la seguía mirándole el culo y pensando qué era lo que realmente quería.

Alcanzamos la zona donde se concentraban los aficionados del Atleti y nos mimetizamos con ellos, con sus cánticos y con sus ilusiones. Patri, de repente, parecía otra. Como si hubiese necesitado de estar con su gente para poder mostrarse cual realmente era, como si necesitase del calor de su hinchada para saberse llena de vida, como si más allá del Atleti no existiese la persona, sólo una chica dulce que sabía besar a escondidas y guardar silencio en la sombra.

Pero con los suyos era un animal salvaje, una mujer empapada en cerveza que hacía botar sus turgencias y sonreía a los extraños como si fuesen propios, porque realmente eran propios. La mujer que todos hubiésemos querido tener porque era objeto de deseo y, sobre todo, era objeto de museo. Más que eso, era un punto en la historia de cada uno porque todos los que allí estábamos sabíamos lo que en realidad significa ser una mujer de bandera.

Intenté besarla media docena de veces y otras tantas ella me hizo cobras llenas de gracia y llenas de sensualidad. Mientras sonaba música rock ella sacaba la lengua y me enseñaba cuernos hechos con la mano, no sé si acompasándose con la música o haciéndome saber que yo allí era un vikingo y sólo ella lo sabía. Mira chaval, puedo decirle a toda esta gente que eres socio del Madrid y te van a llenar el Lacoste de cerveza por gilipollas.

Pero no dijo nada. Prefirió seguir esquivando mis besos y bailando como poseída por un espíritu indio; ese que hacía que todos los allí presentes tuviesen más ilusiones que certezas. Había viajado a otras finales con el Madrid y había vivido idénticos momentos de fiesta, pero había una diferencia, nosotros sabíamos que íbamos a ganar desde el momento en que poníamos el pie fuera del avión y ellos sabían que se iban a divertir desde el momento en que salían de sus casas.

El camino hacia el estadio fue una corriente de cánticos, color y esperanza. Yo, sin camiseta identificativa, pero con el corazón dividido entre el amor y la memoria, sentía cierta lástima por aquellos tipos que habían dejado todo atrás para adherirse a una causa, ya que sabía que no tenían nada que hacer. El Madrid no juega finales, las gana. Y en el fondo, ellos lo sabían tan bien como yo sólo que no querían dar la cara del derrotado sino la cara del tipo que vive un amor por encima de sus posibilidades.

Los asientos estaban ubicados en zona madridista por lo que Patri tuvo que aguantar alguna mirada suspicaz y algún comentario soez cuando ocupó su sitio. Yo intenté hacer callar a los maleducados durante un par de veces pero lo único que gané fue un insulto y el reproche de la propia Patri para que no les dijese nada. “Tranquilo, me los conozco de sobra”.

Vivimos la previa en relativa paz hasta que llegó Carmen. Tenía los ojos vidriosos, fruto del alcohol ingerido, y el carmín de los labios esparcido por la cara, fruto de los besos furtivos que habría compartido con algún aficionado en la fan zone. Nos saludó con tono despectivo y empezó a cantar y a saltar como si la vida le fuese en ello. Recibió la salida de los equipos a calentar como si fuese una misión vital y, al tiempo que animaba a los jugadores del Madrid, insultaba a los del Atleti mirando con recelo a Patri y con ese gesto tan suyo de creerse superior al resto por el hecho de ser aficionada al equipo que todo lo gana.

Patri aguantaba tranquila, mirando su teléfono móvil e intercambiando mensajes de WhatsApp con sus amigos y conocidos. Revisó la alineación y se sorprendió de la presencia de Diego Costa en el once titular. Aquello, como ella se temía, iba a ser decisivo en el transcurso del partido pues Diego no iba a aguantar más de diez minutos y el equipo iba a necesitar un delantero para los minutos de la verdad. Pero Simeone creía en su hombre y el Atleti creía en Simeone. Palabra de Dios, alábanos señor. Diego pidió el cambio y el Atleti se empezó a romper poco a poco. Sin Costa, sin Turán y con la lengua fuera, no iba a ser fácil aguantarle al Madrid un partido entero sin recibir al menos un gol.

Pero ya todos sabemos que casi lo consigue. En parte por suerte, en parte por su férreo sistema defensivo, por esa forma solidaria que tenían de ser, por esa manera de conjuntarse, por ser equipo y, también, en gran parte, porque Courtois era un gran portero que ya nos había amargado la final de Copa en el año anterior.

Había marcado Godín y los del otro lado habían cantado, bailado y coreografiado durante minutos. Jugar contrarreloj produce angustia y la sensación de que el tiempo pasa volando. Lo contrario les debió pasar a ellos. Lo intuí mientras miraba a Patri comerse las uñas y mirar hacia el marcador un minuto tras otro. Ella no había dicho nada, por respeto, cuando el Atleti había marcado. Había levantado los brazos, en modo instintivo, antes de darse cuenta de que estaba rodeado de enemigos y que era mejor guardar la compostura antes de verse escaldada por una alegría mal gestionada.

Carmen, sin embargo, estaba totalmente alterada. Tan fuera de sí que me confirmó que, de alguna manera, había estado tomando algo más que alcohol durante su aventura lisboeta. Miraba  a Patri con descaro y mostraba, cada dos por tres, los dedos corazón de sus manos al tiempo que gritaba algún improperio, bien para el árbitro, bien para alguno de los jugadores del Atleti.

Por eso, cuando el partido se acababa, a Patri no le quedaban uñas y marcó Sergio Ramos, Carmen no sólo lo cantó, sino que lo gritó en la cara de Patri, saltándose mi sitio y colocándose, a modo de equilibrio delante de ella y gritándole en la cara todas sus frustraciones. Aquella manera tan triste de ganar que habíamos tenido durante toda la vida.

Patri permaneció impasible, sin atreverse a mirarla mientras Carmen vociferaba en su cara y le instaba a levantarse de su sitio.

-        ¡Gol! ¡Gol! ¡India! ¡Gol! ¿No te levantas, india? ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡A tomar por culo, india de mierda!

 

La mirada de Carmen era de alguien que, de repente, se sentía con todo el derecho de pagarse todas las cuentas pendientes. Todos aquellos sobresalientes de Patri que le robaban el protagonismo, las matrículas de honor, aquella manera de ser adorada por todos; profesores, alumnos, compañeros de la calle. La mirada de alguien que lo había perdido todo y sólo podía resarcirse gracias a un gol en el último minuto.

La mirada de Patri era la de alguien triste. Pero no era la tristeza terrible que se siente cuando ves esfumarse un sueño, era la tristeza de alguien que había dejado de creer en la condición humana. Mientras levantaba la cabeza y miraba a Carmen dejando que un par de lágrimas recorriesen sus rostro, sonrió levemente. Lo hizo por convicción y porque el corazón siempre le latía un par de pulsos por delante de los demás.

Entonces yo la miré de esa manera que sólo saben mirar los que han descubierto, por fin, su finalidad en la vida. Rodee los hombros de Patri con mi brazo y busqué sus labios con la ternura del que sabe que el amor no es un regalo del destino sino una condición humana, como la persona que averigua, por fin, el motivo por el que ha llegado a este mundo.

Y la besé. La besé sin pensar en nada ni en nadie, delante de Carmen, delante del estadio, delante del mundo. La besé como sólo besan los hombres que encuentran un destino, como sólo se entrega la gente que sabe que las oportunidades no son sólo trenes que pasan sino pájaros que se posan en las ramas del corazón. La besé con toda la ternura que me cabía, con todo el amor que sentía, con toda la fe que profesaba.

Y, aunque yo no lo esperaba, ella me correspondió. Lo hizo porque supo, como yo, que al fin lo habíamos entendido todo, que nos había conectado un hilo invisible aquel primer día en el colegio, cuando nuestras miradas se cruzaron y nuestros destinos se encontraron. Yo llevaba tiempo siendo del Atleti pero hasta ese momento no lo había sabido. Había necesitado un gol en el último minuto y un beso en el último instante para darme cuenta de que hay sentimientos inescrutables y hay motivos ineludibles.

Ella se levantó y me ofreció su mano. Caminamos entre los asientos, sujetos, sin mirar atrás, mientras Carmen nos maldecía en voz alta y los aficionados, alrededor, nos expulsaban con sus cánticos de ganador precoz. Porque ellos habían ganado una prórroga, posiblemente un partido y, con él, otra copa, pero nosotros habíamos ganado un futuro y yo había ganado una vida.

Nos perdimos entre las calles de Lisboa mientras la lejanía tronaba con los goles del Madrid y el camino que nos esperaba guardaba el silencio de los que saben planear su vida aún sin haber preconcebido nada más allá del deseo. Ella lloraba en silencio y reía en voz alta. Yo abrazaba su cuerpo y dejaba que ella me guiase hacia su forma de sentir.

Volvimos al Calderón como abonados y yo me introduje en su círculo de amigos. Aprendí que los goles, con el sentimiento se celebran mejor que con la necesidad. Compartimos vida, hogar y equipo de fútbol y cuando nos queremos enfadar ella me achaca mi pasado y yo aludo a su orgullo. Cuando queremos reírnos ponemos la tele y buscamos a Carmen, convertida ahora en figura de porcelana de la telebasura. Hizo fama como bróker mediática y terminó sus días en una isla junto a una docena de tipos sin más escrúpulos que su propia necesidad de fama.

Hemos vuelto a perder finales contra el Madrid pero por cada derrota yo vuelvo la vista atrás y aprendo a valorar todo lo que gané. Porque mis victorias no se cuentan en forma de títulos, copas o celebraciones multitudinarias, sino que se escriben en piel de gallina, se cantan en garganta encendida y se sienten en un corazón descarnado. Ganar una forma de vivir es como ganar un pasaporte en el cielo camino de la eternidad.

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