El
sainete de la Superliga VIP ha concluido con una victoria inesperada, al
menos para los oligarcas del faraónico proyecto. El pueblo ha ganado por
goleada. Al menos en Inglaterra, donde los aficionados —mucho más que clientes
y súbditos, como les presuponen los megalómanos del tinglado— han prendido la
rebelión definitiva, la onda expansiva que ha mandado al garete a quienes por
unas horas se creyeron la jet set del fútbol. Una victoria popular
incontestable: por muy ricos que ustedes sean, el fútbol es nuestro, de nuestros
antepasados y futuras generaciones, hinchas anclados década tras década por un
sentimiento de naturaleza casi tribal. Un lazo perpetuo con el club de toda la
vida, con el equipo bandera de tal o cual ciudad, de tal o cual país. Miren
ustedes, no nos importa el dueño mientras el juego sea nuestro. Rectificaron en
la Premier y no hubo adhesión de la Bundesliga y la francesa Ligue 1.
Finalmente, Europa cerró el paso a la ensoñación de Florentino Pérez y Andrea
Agnelli, a los que el apabullante eco interior del Real Madrid y la Juventus no
les sirvió como locomotora fuera de sus fronteras. Mientras, el Barça agazapado
a la espera de cualquier chute financiero que le permita quitar telarañas de la
caja.
Antes
lo entendieron políticos como Boris Johnson y Emmanuel Macron, con más sentido
demoscópico que aquellos que pretendían autoproclamarse únicos y exclusivos
dueños del cotarro. Presidentes, jeques e inversores que no comprenden que
pueden adueñarse de un club, pero no comprar el fútbol. Bien lo saben
exjugadores como Karl-Heinz Rummenigge o Uli Hoeness, rectores del Bayern
opuestos desde el principio a convertir el fútbol en una autarquía. O Pep
Guardiola, contrario a esa idea ultracapitalista de obviar la esencia
vertebradora y transversal de un juego basado en la meritocracia. Un motor de
emociones sin parangón, ya sea en un barrio periférico o en una distinguida
capital. El fútbol no se juega en Wall Street o en la sala de juntas de JP
Morgan.
El error de cálculo de ese reducto de dignatarios del poder financiero ha sido
mayúsculo. En primer lugar, por creer que el dinero les hace invulnerables.
Solo con la chequera por delante se lanzaron a decretar un proyecto que no
estaba del todo atado. Ni mucho menos, a la vista está. Con muchas, muchas
razones de fondo, a los ideólogos del reseteo de la Copa de Europa les faltó un
dictado transparente, conciso y persuasivo. Y, por supuesto, no elitista.
Sobran argumentos para poner en jaque a la UEFA y la FIFA, más predispuestas
como entidades de recaudación de lo ajeno que de compenetrarse con los clubes
que sostienen su andamiaje. A los que más de una vez torpedean con calendarios
imposibles o trabas comerciales impositivas con un único beneficio propio.
Es hora de que los clubes, todos, tengan más voz y voto. Si la UEFA no afloja
su cerco a los primeros actores de esta industria, que ella gestione su
Eurocopa y los clubes su Champions. Ocurrió en su día con las federaciones. Ya
fueran LaLiga, la Bundesliga o la Premier, el fútbol entendió que había llegado
el momento de la autogestión patronal en detrimento de los entes federativos.
Pero esta vez no se trataba de independizarse de forma unánime de la UEFA para
alumbrar una liga profesional europea. Los poderosos 12 disidentes pretendieron
cerrar la mesa de una partida de póker, solo con algunas caritativas
invitaciones a capricho. Hubiera bastado con presentar un plan ecuménico para
pobres, ricos y clase media. Un fútbol de todos mejor para todos.
No cabe apelar a las “ruinas” económicas. Resulta paradójico que quienes
inflaron el mercado galáctico como nadie, que quienes camuflan su condición de
clubes-estado o quienes han agrandado hasta el infinito la caja fuerte de los
intermediarios pretendan ahora aliviar la tesorería a costa de dejar en la
cuneta a los que no creen de su divina condición. Con el pueblo, sea del
Brighton, del Crotone o del Eibar, no se negocia. Se puede dar la espalda a
toda UEFA de este mundo, pero no a las gradas. Y ya es chocante que las
protestas más airadas fueran de los fans del Chelsea y el Liverpool,
dos de las entidades aceptadas en esa Superliga del frac.
Tras el desaguisado es fácil distinguir el latido de estos días en las entrañas
de Stamford Bridge, Anfield: nada de fútbol entendieron esos pobres hombres
ricos goleados por el pueblo.
Publicado en "El País".
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