miércoles, 30 de julio de 2008

Significó tanto que no lo supieron vender

Cuando se pone el honor por encima del logro, la política por encima del deporte y la bandera por encima de la camiseta, las victorias quedan empañadas porque no se habla de héroes sino de revanchas y a la calle llega la voz de que la copa no sacia nuestra esperanza sino nuestro orgullo.

Ahora que el recuerdo concreto se ha puesto de moda y hemos tirado de nostalgia para justificar el sentido de la selección española, conviene recordar que el partido final que vació las calles de España y nos aupó al triunfo europeo en 1964 pudo jugarse porque fue nuestro país quien acogió el evento. Cabe recordar que cuatro años antes, cuando la primera Eurocopa viajaba hacia su fase final, antes de ver París, nuestro equipo se negó a jugar en la Unión Soviética aludiendo rivalidad política y miedo a la inseguridad. Pero lo cierto es que una derrota, un escarnio y una eliminación a manos de los soviéticos hubiese herido tanto el orgullo patrio como la sensación ante sentirse enano ante una potencia tan irreverente.

Afortunadamente, la URSS no devolvió la afrenta y si viajó a España para mostrar en hipócrita orgullo un escudo de reivindicaciones que escondía miles de afrentas y opresiones. Viajó primero a Barcelona para eliminar a Dinamarca y viajó después a Madrid para jugar la final del segundo campeonato europeo de selecciones nacionales. Ellos eran los campeones, defendían título y se amparaban en la leyenda del mejor portero de la historia.

Yashin ya era un mito casi convertido en Dios. De tanto escuchar su nombre, sus paradas imposibles y su centenar de milagros, la gente pensaba que iba a ver un gigante con dentadura metálica, cabeza de roca y ocho brazos como un pulpo. Pero Yashin era humano. Un fenómeno, pero humano. Un humano que encabezaba, con el pecho erguido y la mirada fría, la expedición de una Unión Soviética con el aurea mística de equipo invencible y la realidad más o menos gloriosa que le ofrecían los resultados.

El estadio de Chamartín presentaba una entrada espectacular. Desde el régimen se había publicitado la llegada del ogro comunista. Había ganas de demostrar que la furia española era capaz de devorar el telón de acero. Querían vender la madre patria como ejemplo de corrección y disciplina. La gente coreaba a España y España entera se sentó junto a su viejo transistor. Era una selección mixta, representativa de todos los equipos y todos los lugares de la geografía; no se discutió centralismo, ni caprichos, ni ausencias. Estaban Iríbar, Rivilla, Olivella, Calleja, Zoco, Fusté, Amancio, Pereda, Marcelino, Suárez y Lapetra. Athletic, Atlético, Barcelona, Real Madrid y Zaragoza. Guipúzcoa, Ávila, Barcelona, Palencia, Navarra, Lérida, La Coruña, Burgos y Zaragoza. Faltaban equipos. Faltaban regiones. Pero toda España estuvo presente aquella cálida tarde del recién estrenado verano de 1.964

Como cuatro años antes España se había quedado con las ganas de demostrar su potencial, aprovechó la condición de local para impulsar de un solo tiro toda su energía. Para alcanzar aquella final habían tenido que eliminar a Hungría unos días antes en un partido casi dramático. Tras una épica remontada redondeada con el gol de Amancio en la prórroga, España se anunció como la anfitriona de una final irrepetible. Se enfrentaban dos países encerrados en su ideología, pero mucho más importante, se enfrentaban dos equipos de fútbol plagados de magníficos jugadores.

No tardó Pereda en poner el ánimo de la algarabía en lo más alto. Como los grandes jugadores que no esperan el gol sino que lo encuentran, el fino interior del Barça recogió un rechace y batió por alto a Yashin, a bocajarro. Los brazos en alto, el júbilo exteriorizado y las carreras de sus compañeros en busca del abrazo denotaban la importancia del gol. Uno a cero con el partido casi empezado y la certeza de que lo que tocaba era más sufrir que disfrutar.

Pero el fútbol también es un juego macabro. Como si de un ejercicio de imitación se hubiese tratado, Fusté y Olivella jugaron a la incomprensión y dejaron muerto el balón a Jusainov para que anotara el empate. Era una devolución de favores y un infortunio fortuito que se aplicaba en la norma no escrita que dice que el fútbol es un juego de errores y aciertos, una ocasión furtiva, una búsqueda constante y una oportunidad en aras de ser aprovechada.

Resultaba más demoledor el error cometido comprobando como tanto Fusté como Olivella se conocían, admiraban y entendían desde hacía años. Unos dijeron que fue simple mala suerte, otros achacaron el error a esas cosas que siempre nos pasan a nosotros. Iríbar también pudo haber hecho más, pero no era hora de pedir cuentas porque de la misma manera que los zagueros blaugranas eran un seguro de vida, El Chopo era uno de los guardametas más seguros del continente. Así que simplemente tocaba empezar de nuevo. Como tantas otras veces.

El partido fue tenso y poco vistoso. Se habían visto mejores partidos en aquel escenario, más acostumbrado a los paseos en blanco que a los sufrimientos en rojo. El público jaleaba porque se sentía cómplice de un objetivo y testigo de una promesa irrepetible. Desde el palco de honor, Franco miraba más por su imagen que por el resultado. Eran tiempos de cerrojo y silencio. Tiempos de enemistad exterior cuyo peor enemigo vestía con una hoz y un martillo cosidos sobre el corazón. Dos regímenes austeros, dos recelos, mucho que callar y poco de lo que presumir, y como fondo, un partido de fútbol con veintidós héroes en busca de su parcela de gloria y de un balón que viajaba de un campo a otro inerme a los recelos e ignorante ante el odio. El gol como objetivo, el deporte como único motor. Pocos sabían que aquello no era una guerra sino un simple partido de fútbol.

Lo que sucedió en las postrimerías nos lo han contado tantas veces y hemos creído vivirlo otras tantas que una descripción detallada resultaría más un ejercicio de repetición que de aclaración. Rivilla rebaña un balón, sube la banda como una flecha, combina con Pereda quien regatea a su par y centra al primer palo donde Marcelino cabecea a la red. Parece sencillo pero fue un escorzo dificilísimo; el balón a media altura, la recepción a contrapié y el cuerpo hacia el suelo. Yashine hizo la estatua y el estadio se convirtió en una fiesta.

Y la fiesta continuó. Fue una fiesta austera, porque los límites no ofrecían más. Durante mucho tiempo quisieron hacernos creer que aquella fue la victoria de una raza de hombres buenos contra el ogro comunista. No fue así. Con el tiempo y la conciencia ambos regímenes pasaron al olvido. Llegó el progreso, llegaron las democracias y llegó el dinero. Y como el tiempo ha ido regalando más decepciones que logros, hemos sido conscientes de que aquella victoria no fue ninguna venganza sino un título de valor trascendental.

5 comentarios:

No, gracia a vo´ dijo...

Poco tiempo antes de la Euro pensé en hacer un post de aquel equipo español de 1964!
Este ha sido uno de los tantos casos donde la política se comió al deporte en sí! Podríamos mencionar varios casos como este!

Muy buen relato!

Saludos,

Migue

piterino dijo...

Otro gran relato, te vuelvo a felicitar!

No cabe duda de que estos acontecimientos (y más cuando están en juego selecciones nacionales) están rodeados de factores políticos; pero afortunadamente, la pelota no entiende de esas discusiones humanas, y cuando se pone a rodar es más neutra que la más apolítica de las cabezas pensantes.

Saludos.

Anónimo dijo...

Buenísimo el artículo Pablo. Lleno de significado y mucho más tras la victoria de la selección hace poco más de un mes. Esto es otro más de entre tantos hechos que demuestran que el fútbol siempre se impone a la política.

Pasate por mi nuevo blog.
Saque de Esquina

Saludos.

No, gracia a vo´ dijo...

pd: Pablo puedes participar de la votación en mi blog. Tienes tiempo hasta el 8 de este mes!

Un saludo!

Migue

chimoeneas dijo...

me uno a las felicitaciones. extraños, interesantes (y por suerte, pasados) tiempos aquellos en los que los rusos comían niños. cómo se habría tomado "el régimen" una derrota en la finalísima?