viernes, 30 de noviembre de 2018

Memorias de Adriano

Uno no tiene nombre de emperador simplemente para existir sin más. Si uno tiene nombre de emperador y está tocado por la varita mágica del talento, es más que posible que haya nacido para gobernar su mundo. Y si alguien nacido para gobernar su mundo tiene la potencia de un tanque y la precisión de un torpedo, es fácil que se convierta en el arma de guerra más temida por el enemigo.

Adriano Leite es hijo de la pobreza, un soñador que cumplió a lo grande y un hombre con alma de mendigo que lo perdió todo por recuperar sus raíces. Pocos pueden luchar contra la saudade y, sobre todo, nadie puede luchar contra sí mismo cuando el corazón piensa diferente de la cabeza. El día que fue coronado rey del mundo recibió la noticia de la muerte de su padre y entonces todo se agolpó sobre su cabeza; la infancia, la pubertad, la juventud y todas aquellas lágrimas de satisfacción. El descampado tenía arena seca y por las zapatillas rotas se colaba el polvo que le arañaba los pies. Aprendió a chutar descalzo y a correr como si persiguiese sueños. Al final, de tanto correr hacia delante, terminó huyendo de sus propias pesadillas.

Era veloz como un felino, fuerte como un paquidermo, certero como un rapaz. Cuando arrancaba, dejaba un reguero de víctimas por el camino y, cuando le pegaba con la izquierda, parecía dejar una estela de humo que moría en la escuadra rival. Nunca antes habían soñado tan fuerte los aficionados del Inter, nunca después han vuelto a sentir la tristeza tan grande como la que les causó la caía a los infiernos de su ángel de la guarda.

Se apagó como se apagan las supernovas; a lo grande. Fascinante en su brillo y terrible en la zona de definición, comenzó a engordar cuando el alcohol corrió por su sangre para intentar mitigar los dolores. Huyó despavorido en busca de sus orígenes, pero jamás reecontró la paz. Castigado por los recuerdos, prefirió regresar a la favela para seguir llorando antes que regresar a los focos para seguir impresionando. Fue un corto espacio de tiempo, pero tan inolvidable que, aún hoy, hay quien recuerda a aquel tipo como el auténtico emperador en la tierra que vio nacer el mayor imperio del mundo.


jueves, 29 de noviembre de 2018

Un gol orgásmico

Tommy y Lizzy querían experimentar el mismo placer que Renton. "No había sentido nada igual desde que Archie Gemmill le marcó aquel gol a Holanda en el setenta y ocho". La película es Trainspotting y la cita alude al magnífico gol que aún pervive en el ideario colectivo de los escoceses. El día que Escocia tumbó al subcampeón del mundo.

Pero para terminar en una película, aquel gol tuvo que tener más historia. Escocia tenía un gran equipo y Archie Gemimll era uno de los tipos que habían ayudado a agrandar la leyenda del inmortal Brian Clough. Fichado para el Derby County cuando era un imberbe juvenil, acompañó a su entrenador a Nottingham después de su particular viaje hacia el infierno de Leeds. Allí volvió a hacer fortuna. Volvió a ganar el campeonato inglés y, sobre todo, fue uno de los artífices del mayor logro en la historia del club: la Copa de Europa de 1979. Éxito que repetiría un año después ya sin Gemmill en el equipo.

Hablar de Archie Gemmil es hablar de un centrocampista excelso, casi entrado en carnes, con un buen pie y una buena habilidad para sortear rivales. Así lo demostró aquella tarde en el que dejó tumbado a tres holandeses y picó la pelota por encima de Jongbloed. Escocia necesitaba ganar por una diferencia de tres goles y aquel tanto les incitó a soñar. No lo lograron porque Johny Rep recortó cuatro minutos más tarde, pero aquel tres a uno momentáneo quedó para siempre en el imaginario colectivo de un país que siempre soñó más allá de sus verdaderas pretensiones.

La jugada nació trastabillada, un pase hacia la línea de fondo que Dalglish buscó con su movilidad habitual. No pudo hacerse espacio entre dos defensas y el rechace le cayó a Gemmill quien inventó el gol del mundial. Un amago, un quiebro, un caño y una pisadita. Todo entre el borde del área y el punto de penalti. Un gol de sombrero que consagró a un futbolista e hizo amar el fútbol a un puñado de niños que, como Danny Boyle, prometieron, algún día, inmortalizarlo en un libro o en alguna película subersiva.


Noche de Champions

La vida es un trasunto de sucesos marcados por momentos puntuales y elecciones controvertidas. Tú puedes acomodar la pelota con la mano y lograr que el árbitro no lo vea y tú puedes, una vez más, salvar los muebles en el descuento y poner los dos pies en los octavos de final de la Liga de Campeones. Porque la vida no son sólo expectativas, también, muchas veces, son promesas cumplidas.

Celebró Mourinho con la mediatización que se le exigía y volvió a la rueda de prensa para tirar dardos. Siempre con cuentas pendientes por cobrar, sabe que, como un héroe de videojuego, ha agotado una nueva vida, pero aún se siente con fuerzas para seguir pasando pantallas y buscar el rescate de la princesa prometida.

Quien le iba a decir que, a estas alturas y con un grupo, a priori, más complicado, iba a tener los mismos puntos que su vecino. Mientras el United se ha visto obligado a remar detrás de la intratable Juventus, el City se ha visto obligado a remar tras su propia estela. Después de una primera jornada donde se dejó en evidencia, hubo de reinventar su centro del campo para asentarse como uno de los firmes candidatos. En el camino hacia el primer puesto ha ido dejando momentos de preciosa lucidez en ataque pero, como siempre, se ha visto lastrado por ciertos errores puntuales en la defensa. Este talón de aquiles, seguramente, le termine lastrando más temprano que tarde.

Sin salir de Inglaterra, el Liverpool se ha metido en un lío considerable. Debe ganar al Nápoles, y debe hacerlo por más de un gol. No es tarea fácil si tenemos en cuenta que el italiano es el único equipo invicto del grupo y si tenemos en consideración que el equipo red se ha mostrado más inseguro que certero en esta fase de grupos. Con el PSG como invitado de piedra, el Liverpool se enfrenta a un match ball de características épicas. No es sólo el subcampeón, sino uno de los equipos que, en su liga, se está mostrando con la firmeza necesaria como para querer aspirar a todo.

Otro equipo que está como un tiro en su liga pero que ayer dejó pasar una oportunidad crucial es el Borussia Dortmund. Jugó conociendo el resultado del Atlético y no pudo con la responsabilidad. Acucidado por un Brujas que plantó su defensa muy atrás, encontró sus propias costuras al comprobar que, cuando no puede correr, no es un equipo tan feliz. Aún le queda un cartucho, sabe que el Atleti no es un equipo que se conceda grandes alegrías y debe confiar en que el Brujas le arranque algún punto en el último partido. Ser primero, en esta competición, no es un premio menor.

Bien lo sabe el Real Madrid. Nada mejor que certificar el pase como primero para alejar fantasmas e intentar centrarse en lo crucial. El equipo, el mismo que hace meses volvió a asombrar al mundo, es el mismo excepto un jugador. Claro, qué jugador. Pero si todos estábamos de acuerdo en que la plantilla era bouqué, no podemos desdeñar ahora el poder del buen futbolista. El Madrid los tiene a puñados y, frente a las dudas, nada mejor que fútbol para salir de la crisis. Como en una novela tremendista, cada capítulo volverá a agitar la escala de colores. Si gana, todo volverá a ser blanco. Si pierde, todo tornará, de nuevo, al negro más oscuro.

Si hay un equipo que ha vivido la comodidad del resultado en esta primera fase, ha sido el Oporto. Favorecido por un sorteo amable, ha sabido capacitar sus condiciones y calcular sus probabilidades. Conducido por la pareja mexicana formada por Herrera y Corona, y agarrado a los goles de Marega, paso a paso se ha ido conduciendo por la senda correcta. No tardará mucho en convertirse en el equipo que muchos segundos de grupo quieran para sí. Puede ser la cenicienta de los primeros, sí, pero que nadie olvide que pocos equipos se regeneran tan bien y en tan poco tiempo como lo hace el Oporto de Pinto da Costa.

Otro equipo obligado a regenerarse casi contínuamente es el Ajax de Amsterdam. Finalista, hace temporada y media, de la Europa League, parece que, esta vez sí, ha encontrado el grupo correcto con el que hacer soñar a su hinchada. No durará mucho, todos lo sabemos, pero los aficionados holandeses han aprendido que nada como disfrutar del momento para calibrar el sentido de sus sueños. Un grupo joven, comandado por De Jong, que ha rescatado el fútbol de salón. Transiciones rápidas, jugadas colectivas, diagonales desde la defensa. Algo parecido al Ajax de toda la vida.

Lo de, casi, toda la vida, le ocurrió al Inter en Wembley. Acuciado por su pasado más reciente (obviando el trienio mágico de Mourinho), el equipo interista volvió a conocer la fatalidad en forma de gol en los últimos minutos. Ya no depende de sí mismo, ya no le quedan más balas que gastar. Ni Icardi, ni Brozovic, ni Vecino, ni otro de sus buenos futbolistas, son capaces de solucionar el problema de base: el juego. Es un equipo demasiado irregular como para aspirar a algo y, sobre todo, es un equipo demasiado incrustrado en su propia leyenda fatalista. Nada mejor que abrir los ojos para conocer lo que hay fuera. Nada mejor que querer para, quizá, aspirar a poder.

martes, 27 de noviembre de 2018

Ante la duda, cholismo

La necesidad histórica se mide en el palmarés, en la costumbre y en la ausencia de fatalismo ante los grandes retos. La necesidad social se mide en ilusión, en el agolpamiento de esperanzas amontonadas durante el corto plazo y en la oportunidad histórica. La exigencia, hija de las necesidades, es esa espada de doble filo que corta la ansiedad y secciona el miedo. Es posible afrontar un reto con la capacidad de superarlo, sin embargo, para superar los obstáculos hace falta una mente clara y unos nervios templados. Saber que los reveses serán puñales pero que se puede sobrevivir. Saber que un gol en contra es un muro pero que, todos a una, pueden ser capaces de escalarlo.

El Atleti se enfrenta a sus miedos y, sobre todo, se enfrenta a su futuro. Con un pasado reciente más acorde a su historia y que ha limpiado los borrones de la primera década del siglo, el equipo se dispone a reescribir su historia y glosar las páginas de su leyenda más reciente. Estar durante cinco años consecutivos entre los ocho mejores de Europa es consolidar un proyecto y reafirmarse a sí mismo como un candidato a tomar en consideración.

Por ello, un partido de la máxima competición es algo más que un partido de fútbol. Es el camino a la consolidación, la gota de agua necesaria para sofocar el incendio, el gramo de azúcar con el que reforzar el espíritu y el momento idóneo para que los futbolistas del equipo se sientan grandes de verdad. La grandeza no se regala, se trabaja y como bien dice el Cholo, el esfuerzo no se negocia. Teniendo en cuenta la premisa e intuyendo el deseo, deberemos aferrarnos a la frase triunfal del cholismo: si se trabaja y se cree, se puede.

Pichichis: Telmo Zarra

Alguien, alguna vez, tras algún partido, exclamó, exaltado por el ánimo, que había visto jugar a su equipo como una manada de leones. Así, de aquella manera, comenzó a conocerse a los futbolitas que vestían la rojiblanca del Athletic de Bilbao. Guerreros con corazón de león que acechaban el área y defendían su territorio con eficaces dentelladas. Muchos de ellos hicieron historia, pero uno, especialmente uno, se coló en la memoria de las grandes aficiones de España.

Telmo Zarra fue un goleador impenitente, un león de clase alta que sobrevivió a Kubala y hubo de rendirse a la dictadura de Di Stéfano, pero que, aún en sus últimos coletazos, dejó destellos de furia incansable. Hablamos del máximo goleador español en la historia de la liga. Hablamos del mejor goleador que ha parido esta tierra de contrastes y sentidos.

Y eso que su carrera no empezó, emocionalmente, de la mejor manera posible. No fue porque no supiese golear o no supiese jugar; pero siempre hay una fecha que se clava en la memoria de los hombres más ambiciosos. Tras llegar a su primera final de Copa, apenas nueve meses de debutar como futbolista del Athletic, falló un gol cantado en la prórroga que le persiguió durante toda su vida. Pudo resarcirse más tarde, porque hubo otras finales y otras copas, pero aquella primera vez. Ay, aquella primera vez.

Su padre nunca quiso que fuese futbolista, creía que con dos peloteros en la familia era más que suficiente, pero Telmo le desoyó y corrió con la pelota hacia los descampados de Asúa. Años después, se convertiría en el primer gran futbolista mediático del franquismo; el hombre con el que todos querían salir en la foto. Su fama se forjó a base de goles y culminó una fría tarde de otoño austral en la que batió a Wilkes para derrotar a Inglaterra en el mundial de fútbol y darle a España su mejor clasificación histórica hasta el momento. No lo toquen, suplicaban, este hombre es un semidiós vestido en pantalón corto.

Pero le tocaron. Lo hizo el portero Montes, guardavallas del Atlético de Madrid y admirador de sus goles. No pudo evitar caer sobre su pierna y partirla en dos. Fueron meses duros; el niño ya era un hombre adulto y el final estaba cerca. Pero no se iba a marchar del área por culpa de una lesión. Y eso que no era la primera vez que se lesionaba, pero sí era la primera de tan extrema gravedad. En 1944, apenas tres años después de asomar la cabeza en la élite, una mala caída en el área terminó con su clavícula fuera de sitio. Gajes del oficio. Y es que el área era su hábitat natural. Para lo bueno y para lo malo, como aquella vez en la que, tras un econtronazo con el defensor Álvaro, del Valencia, el Piru Gaínza le dijo, en tono jocoso, que le pisase, creyendo que aquel estaba fingiendo más de la cuenta. Arreciado por la broma, Zarra pisó fuerte el césped justo a unos centímetros de la cara de Álvaro. Escartín, árbito mediático y hombre sin retórica, sacó la roja y lo mandó a la caseta. Menudo disgusto. De nuevo una final de copa y de nuevo una posible derrota por su culpa. Esta vez lo arregló Iriondo y la copa viajó a Bilbao, pero al bueno de Telmo se le quitaron las ganas de volver a hacer una broma.

Sus goles más famosos los hizo con la camiseta roja de la furia, cuatro en un mundial, veinte en total, pero nadie olvidará aquella exhibición ante la Real Sociedad en San Mamés el día que los blanquiazules quisieron asaltar el derbi y Zarra les anotó cinco goles uno detrás del otro. Igual que los cuatro goles que le hizo a Suiza en una soleada tarde de 1951, como lo dos que anotó en su primer partido en la Primera División, nada menos que contra el Valencia de Gorostiza y Mundo, ídolos de otro tiempo que habrían de claudicar ante el poderío del hijo del ferroviario.

Aquel año, el de su debut, el Athletic ganó la liga. Fue el único campeonato liguero ganado por Zarra quien sumaría cinco copas y ganaría el reconocimiento de todo un país. Y pensar que estuvo a un sólo paso de fichar por el Baracaldo. De hecho, llegó a fimar con ellos siendo jugador del Erandio, pero un partido amistoso lo cambió todo. Las federaciones de Vizcaya y Guipúzcoa acordaron jugar un partido entre sus mejores jugadores jóvenes; Zarra, entonces un buen goleador en segunda, afrontó el partido como una prueba y lo terminó con siete goles en su haber. Aquella cifra llamó la atención del director técnico del Athletic quien, presto a reclutar al mejor goleador joven de Vizcaya, se persono en la sede del Baracaldo y pagó los daños y perjuicios. Telmo, el séptimo de una familia de diez hermanos, cumplía su sueño de niñez y se enfundaba la zamarra del Athletic para convertirse en leyenda.

Una leyenda que acrecentó el tiempo y la espectacularidad de sus goles. Tal era su remate de cabeza que un viaje a Suecia de la selección española, se publicitó de tal manera en las calles de Estocolmo: "Vengan a ver la mejor cabeza de Europa después de Churchill". Fue mito y leyenda, epopeya constante y el hombre sobre el que se cimentó la mayoría de los sueños de los niños de Bilbao. Cuando murió de un infarto, en febrero de 2006, la ciudad se paralizó y le guardó un luto respetuoso. No se marchaba un futbolista, se marchaba el eterno número nueve. El hombre que paralizó al mundo y colocó a Bilbao como un punto fijo en el mapa.

El Athletic que encontró Zarra era un equipo destrozado por la Guerra Civil española. Ya no era el equipo que había atemorizado al país durante más de un lustro; los Bata, Unamuno, Gorostiza o Chirri se habían marchado, bien por las secuelas del conflicto, bien por las secuelas de la edad. Tocaba reestructurar el club y el Athletic buscó en los viveros de Vizcaya para relanzar al equipo. Lo consiguió de alguna manera. Zarra ya había mamado el fútbol en casa. Pese al odio de su padre a este deporte, dos de sus hermanos, Tomás y Domingo, habían sido futbolistas de primera división. El primero fue quien resolvió el conflicto entre Athletic y Baracaldo, el segundo fue portero y murió en la Guerra. Aquel dolor le quedó siempre grabado a Telmo; el dolor de la muerte del hermano que, manos firmes, se entrenaba con él en las tapias de la estación intentando detener los certeros disparos de su hermano pequeño.

Aquellos disparos le sirvieron para anotar trescientos cincuenta y cuatro goles en trescientos noventa y tres partidos. Acuciado por la conciencia, antes de retirarse decidió mirar atrás y fichar, con treinta y seis años, por el mismo Baracaldo que no había podido contar con sus servicios cuando apenas tenía veinte. Era una manera de compensar el desplante, una manera de hacer entender que no tenía nada contra ellso pero que las circunstancias le habían llevado a vestir la camiseta del mejor equipo de fútbol del país.

Antes de aquel adiós, ya había recibido un merecido homenaje en la plaza donde más se le había temido. En Madrid, ante un Chamartín abarrotado, una selecta selección de futbolistas de la liga, se enfrentó al Athletic para rendir pleitesía a su mejor jugador. Era el colofón a una carrera que había comenzado cuando fichó por el Erandio y que se había forjado tras los muros de la estación de ferrocarril de Asúa, el lugar donde había vivido su infancia y el lugar donde su padre trabajaba como jefe de servicio. El mismo padre que al que acudieron para comunicar que su hijo le había marcado un gol a Inglaterra para colocar a España en la cima del mundo y que contestó no saber qué era un balón de fútbol. Continuó con su partida y con sus recuerdos. Estaba orgulloso del chico, faltaría más, pero, como los mayores, le había desobedecido queriendo jugar a ese vulgar deporte practicado con los pies.

Para entonces ya no había quien parase su carrera. No tardó en superar a Gorostiza como máximo goleador en la historia del Athletic y anotó tantos goles que estableció una marca que ningún otro futbolista del equipo ha sido capaz de superar. Ochenta y un goles en copa, más que nadie y un doblete en 1943 que le encumbró al cielo de los mejores. En su ocaso, dejó el testigo al joven Eneko Arieta. No era malo, pero no era él. Dijeron que pasaría mucho tiempo hasta que apareciese un futbolista como él. Realmente aún no ha aparecido.

Porque él fue la punta de lanza de aquella delantera histórica formada por Iriondo, Venancio, Panizo, Gaínza y él mismo, porque él fue el tipo que le anotó cuatro goles al Valladolid en la final de copa de 1950, él es el hombre que tiene una calle en el centro de Bilbao, el hombre que regresó de una lesión grave y regresó para volver a ser máximo goleador de la liga, el hombre que anotó veinte goles en veinte partidos con la selección española, el hombre que anotó doscientos cincuenta y un goles en la liga y estableció un rércord que duró cincuenta y nueve años.

El goleador al que, de niño, no le gustaba el área. Prefería jugar de interior o de extremo y dibujar regates para, después, dibujar goles. El área era un terreno minado donde sólo se cocinaban golpes e intimidaciones. Por ello, debió aprender a jugar en aquella zona de guerra una vez descubrió que lo suyo era anotar goles. Practicó el remate y lo perfeccionó hasta convertirlo en sutil. Fue seis veces máximo goleador de la liga española y en lo alto de la ciudad deportiva de Lezama hay un busto con su cabeza al que deben rendir pleitesía todos los jóvenes que, cada mañana, acuden a entrenar. Es el homenaje al hombre de acero.

Pocos olvidaron, en su día, la tarde en la que España se jugaba el pase, a doble partido, para la disputa del mundial de Brasil, aquel en el que Telmo hizo gloria y fortuna. En una eliminatoria que se presentaba dura, Zarra destrozó a Portugual a base de goles y España sacó billete rumbo a Río. Allí, ante los ojos del mundo, y desatado por la euforia, le marcó gol a Estados Unidos, a Chile, a Inglaterra y a Suecia. Mejor carta de presentación, imposible. Ni aún así mereció un homenaje en San Mamés después de su retirada. Lo recibió en 1994, cuarenta años después, cuando le espetó al presidente del club que jamás había recibido el homenaje pactado con la rescisión del contrato. Dicho y hecho. El Athletic compensó la ofensa y al homenaje acudió San Mamés al completo, amén de los jugadores más históricos y el portero Wilkes, aquel al que batió en Maracaná para convertirse en inmortal a ojos de nuestro fútbol.

Era la guinda a una vida que había comenzado a campas de tierra. Allí le llamaban Telmito el miedoso porque no iba al choque y sólo la buscaba en los rincones. Liviano, lento y apocado, hubo de aprender a jugar antes que a competir. Cuando aprendió ambas cosas se convirtió en un cañón de artillería. En una bomba de racimo que asolaba el área y entusiasmaba a las gradas. Un buen hombre que compensó sus goles con los dos gestos más hermosos que un futbolista puede tener sobre un terreno de juego.

Primero fue en un partido contra el Málaga. Tras un choque con el portero Arnau, este queda conmocionado en el área. El árbitro no señala falta y el balón queda franco para que Zarra lo emboque a puerta vacía. Sorprendentemente, lo manda fuera a propósito. Para él no era lícito marcar un gol en semejantes circunstancias. Parecida acción repetiría más tarde en un partido contra el Deportivo en La Coruña. De nuevo un choque, esta vez con el central Ponce y de nuevo el rival se lleva todas las de perder. Cuando Zarra comprueba que el árbitro no señala nada, observa al central dolorido y decide coger la pelota con la mano. El hombre, siempre, por encima del jugador.

El mito, siempre, por encima del hombre.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Barrilete cósmico


Existen momentos históricos puntuales de un carácter tan excepcional, que somos capaces de recordarlos por siempre asociándolos, de inmediato, a un instante concreto de nuestra vida. Son esos momentos históricos, bien monumentales por su grandeza, bien miserables por su dosis de tragedia, que nos pillaron con la boca abierta por el asombro y la piel de gallina por la espectacularidad de lo acontecido.

Hace treinta y dos años yo tenía un balón en las manos y esperaba la hora del partido vespertino con mis amigos del barrio de San Isidro. La tele refulgía en verde y aunque a mí me gustaba ver los goles de aquellos magos del mundial de México, aún era un niño con ínfulas y prefería imitar aquellas jugadas en el viejo descampado. Desgraciada o afortunadamente, en lo que al fútbol se refiere, la vida terminó por ponerme en su sitio. Al igual que les ocurrió a aquellos cinco ingleses que vieron pasar de largo a un barrilete cósmico.

El balón permaneció en las manos, pero los ojos salieron de sus órbitas. Yo era un niño de diez años y en un instante desee ser un tipo mayor para correr y abrazar a Maradona. Recuerdo bajar emocionado a la calle. Todos los niños nos buscábamos, todos los niños nos preguntábamos ¿Lo habéis visto? Todos lo habíamos visto. Todos seguíamos asombrados.

Aquella tarde jugamos un partido con el viejo balón Mikasa descosido. Nadie pasaba la pelota, todos queríamos ser Maradona y repetir el recorrido memorable. Todos queríamos volver a hacer la jugada de todos los tiempos. Han pasado más de treinta años y, aunque me he convertido en un hombre, jamás he dejado de ser aquel niño que imaginaba jugadas imposibles en sus ratos de insomnio. Por culpa de los años he dejado de jugar. Gracias a Maradona, jamás dejé de soñar.