martes, 16 de junio de 2020

El Trinche

Cuando creíamos que lo sabíamos todo, cuando pensábamos que habíamos visto al mejor y que su sucesor, también argentino, había puesto el listón en lo más alto de la improbabilidad, nos vinieron a contar una historia y nos hablaros de un tipo que fue predecesor, precursor y guía espiritual de sí mismo y que no hizo otra cosa que inventar y levantar de sus asientos a quienes le conocieron.

Hay una frase que resume la importancia de El Trinche Carlovich en el imaginario colectivo de la afición argentina: "Es el mejor jugador al que jamás vi jugar". Porque todos oyeron hablar de él. La historia, convertida en leyenda según iba recorriendo las calles, les hablaba de un tipo que hacía malabares con la pelota y celebraba goles de fantasía con la sobriedad de quien sabe que sólo cumple con su tarea. Pero sin embargo nadie le había visto jugar, porque Rosario es grande pero las canchas de tierra son pequeñas. La porción de gente que le vio fue ínfima, pero llegó un punto en el que pareció que todo Rosario había acompañado a su ídolo a sus partidos sin grada y sin nada en juego más allá del orgullo y la emoción. Así se escriben las leyendas; primero el hecho, después el glosario, por último la inmortalidad.

El Trinche apareció en nuestras vidas gracias a esa maravilla de programa llamado Informe Robinson. El inglés, también convertido en leyenda y también fallecido durante estos últimos meses de oscura realidad, nos presentó a un tipo que vivía tranquilo en su casa desvencijada, que era feliz por lo que había sido y que le quedaba la espina clavada por lo que hubiese podido llegar a ser. Y para poder imaginarlo sólo había que cerrar los ojos. Porque aquel fue un programa para ver con los ojos cerrados y los oídos abiertos, para poder dibujar, en algún espacio dentro de la oscuridad, un lienzo en blanco donde se pusieran en acción todas las florituras que nos contaban. El Trinche era el mejor de Rosario, el mejor de Argentina, el mejor del mundo. El Trinche pudo haber sido más grande pero prefirió disfrutar los pequeños placeres de la vida antes de embarcarse en un sueño que le quedaba demasiado holgado.

Al Trinche lo mató un desalmado que quería robarle la bicicleta. Henchido de ilusión por seguir descubriendo la vida, el Rey Gitano se disponía a dar su paseo matutino por su Rosario natal; la ciudad que lo idolatraba y que guardó luto y silencio cuando la noticia de su muerte recorrió las calles y se instaló en cada rincón. Atrás quedaba una vida disoluta, muchas mañanas de pesca mientras en el campo esperaban a que llegase, muchas tardes de siesta mientras le creían estar llegando al entreno, muchos domingos de fútbol en los que, cuando quería, regalaba dobles caños, sombreros, pases imposibles y goles antológicos. Porque más allá de la verdad existe la imaginación y, desde que descubrimos al Trinche, ningún otro futbolista nos invitó más a imaginar y a creer en la verdad que residía en su misterio.

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