martes, 5 de julio de 2011

El príncipe

Era un jugador muy elegante, de los que flotaban por el césped, de los que saben mirar al frente sin que la torpeza haga mella en su conducción, de los que bajaban, con magia, la pelota de las nubes, de los que, en un pestañeo, eran capaces de ver un hueco, de los que inventaban goles de patio de colegio, remates de ensueño y centros de gol que le invitaban a levantar los brazos, satisfecho, siempre el trabajo bien hecho, siempre la firma personal en cada toque de seda.

Fue niño de Montevideo y jovenzuelo picarón en River Plate. Allí donde ahora lloran su fatalismo, ayer aclamaron al cielo gritando un rítmico "uruguayo" que se clavó en el corazón de El Príncipe del área. Clavaba las faltas, filtraba desmarques, desnudaba defensas y ponía en pie a la platea del Monumental. Durante un instante eran capaces de imaginar y al segundo siguiente todos los sueños se habían hecho realidad gracias a la clase de futbolista favorito.

Emigró a Francia para impulsar el fútbol parisino, allí, con chaqué de terciopelo y fútbol de gala, imaginó escenarios de fama y fortuna; no le fue demasiado bien en Europa pero dejó, para el recuerdo, detalles de difícil olvido y dejó, pragmado en el recuerdo, la admiración infinita de un niño de Marsella al que llamaban Zizou. Allí, junto al Vieux-Port, participó en el nacimiento de un equipo imparable que aprendió a jugar primero buscando el ingenio del uruguayo y que, más tarde, aprendió a ganar recordando para siempre a aquel tipo que flotaba sobre el área y dibujaba goles por encima del portero.

Italia pudo con él y hubo de volver a Buenos Aires. Allí, tratando de olvidar calvarios, defensas duras y esquemas férreos, levantó una mano y observó la respuesta en forma de ovación. De nuevo, el "uruguayo" volvió a reflotar las gradas, el balón volvió a ser su mejor amigo y los títulos fueron cayendo como fruta madura. Cuatro veces salió campeón de Argentina, una vez de Sudamérica y hasta en tres ocasiones le reconocieron como mejor jugador del continente.

Pero el príncipe de Montevideo, a pesar de ser dios al otro lado del río de la Plata, también supo ser profeta en su tierra. Cinco veces disputó la Copa América y cuatro veces alcanzó la final; en tres de ellas salió campeón y en todas dejó el aroma de un detalle imborrable; el gol a Brasil, la pared con Rubén Sosa en el gol de Alzamendi, el penalti de la tanda decisiva...

Fue un tipo especial, necesitó ser querido y por ello hizo de River su casa, necesitó ser admirado y por ello dio el alma con la celeste uruguaya, necesitó ser recordado y por ello inventó goles maravillosos, centros irrechazables, amagues inolvidables. No fue demasiado rápido, no fue demasiado fuerte, no fue demasiado extravagante, pero Enzo Francescoli fue un maestro de la zona de tres cuartos, un llegador descomunal, algo parecido a un genio.


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