martes, 7 de abril de 2020

Radomir, te quiero

La primavera acariciaba con dulzura los rincones de la Casa de Campo madrileña, corría el año noventa y ocho y yo seguía soñando con campeonatos. Recuerdo que el primer polen del mes de abril castigaba mis fosas nasales y que un terrible sol de mediodía rendía cuentas al fino jersey oscuro que había decidido ponerme aquella mañana.

Acudí a la Casa de Campo en transporte público; metro, Lago, destino, Expo Atleti. Mi amigo “el Rubio” llevaba la misma cara de ilusión que yo, pero además llevaba colgada, por una cinta, del cuello, su cámara fotográfica, dispuesto a inmortalizar momentos inolvidables. Nuestras sonrisas delataban esperanza y nuestras miradas tenían un hilo de inquietud que sólo los que desean ver algo saben entender.

La Expo Atleti se celebraba junto al lago grande de la Casa de Campo y la estampa era poco más que curiosa. A un lado, el estanque que daba vida al pulmón de la capital, con sus patos, inalterados ante la hegemonía de la multitud humana, y con alguna que otra barca de paseo rondando las aguas del tranquilo y oscuro cúmulo de agua. Y al otro lado la feria de todos los atléticos; un parque temático repleto de colores rojos, blancos y azules que daban todo un aspecto de multitud atlética a la zona. Para nosotros, dos atletistas de postín que aún soñaban con hazañas, aquello suponía el principio de una larga amistad con la vida.

            Indi correteaba con los niños mientras el hombre que sostenía su disfraz querría haberse ahogado por todas antes de disimular semejante esfuerzo. Las banderas oteaban el viento y las fotos de viejas glorias le daban un aspecto de añorada grandeza a aquella exposición colchonera. Paseamos nuestras piernas por los tenderetes y gastamos nuestras pocas pesetas de estudiantes en dos pequeños posters del doblete. Vimos primero llegar a Vieri. Venía sonriente y charlando amistosamente con Andrei Frascarelli. Los niños corrieron a su encuentro y las niñas rompieron sus gargantas vitoreando su porte de latin lover. Pero nadie consiguió nada. Primero porque la seguridad impedía a todo aficionado acercarse a los jugadores y segundo porque Vieri se fue por el mismo lugar por el que llegó. Entró, paseó, sonrió y se marchó por la puerta de atrás; nadie volvió a saber de él a lo largo de la mañana. Y junto a él, Caminero y el propio Andrei repitieron paseíllo. Infausto paseo para quien se levanta con un ídolo en la cabeza y se duerme con una decepción sobrevolando sus sueños.

            Pero muchos otros niños pudieron hacerse eco de su orgullo en el patio del colegio durante las semanas siguientes. Algunos consiguieron el autógrafo de Kiko, otros el de Aguilera y hubieron otros que se llevaron la rúbrica de Juninho junto al corazón. Aún puedo verme estrechando la mano de mis ídolos y dándoles aliento en su camino hacia la gloria. Bejbl puso cara de no entenderme ni jota y Toni sonrió cuando le llamé torero. Aquellos se estaban convirtiendo en minutos de gloria.
            Fue entonces cuando miré hacia el fondo y descubrí a Radomir Antic envuelto en multitud y vistiendo un cómodo traje de color oscuro. Mantenía en su rostro un gesto de paciencia y en sus pequeños ojos se podía observar la ilusión de quien añora conseguir un éxito que algún día tuvo en la punta de sus dedos. Le habían comunicado que no seguiría el año siguiente en el club y él, aparentemente ajeno a tal circunstancia, pero incómodo en su papel de aspirante a la gloria, paseaba su bolígrafo por cada papel en blanco que le rogaba una firma.

            Aguilera nos dijo adiós a todos y Molina se marchó, con el semblante torcido, por la misma puerta por la que antes se había marchado Christian Vieri sin inmutarse y sin apreciar el ánimo que emanaba de cada uno de los corazones allí presentes. El recinto quedó vacío en veinte minutos y todos los que habíamos acudido allí para encontrar una imagen de portada para nuestros recuerdos, tuvimos que conformarnos con un par de sonrisas y media docena de fotos aderezadas con un puñado de autógrafos rubricados con presura.

            Pero el hilo de un rumor sobrevoló aquella parte de la Casa de Campo. Radomir, aquel al que le debíamos gran parte de nuestros éxitos más recientes, se había resistido a abandonar el calor que todos los allí presentes le estábamos brindando a la luz del sol de primavera.

            Nuestro entrenador no cesaba de sonreír y en cada gesto se descubría un segundo de disfrute cada vez que comprobaba que los atléticos le queríamos para siempre. Unos estrechaban su mano con firmeza, otros palmeaban su espalda con confianza y algunos otros lloraban sobre su hombro. Nadie entendía su marcha y todos comprendíamos su triste semblante.

            Poco a poco conseguí abrirme paso entre la multitud y perseguí su figura como quien persigue una palabra dentro de su cerebro. “El Rubio” acompañaba mis intenciones y, cámara en mano, soñaba con realizar la foto de su vida. Antic paseaba despacio, buscando un respiro entre tanta mirada ajena y se refugió entre dos casetas. Le vimos charlar con alguien amigablemente y por sus gestos adivinamos que aquella se trataba de una interesante conversación. Esperamos impacientes la hora del abordaje y planeamos un encuentro que ninguno queríamos olvidar en la vida.

            Nadie más conocía su paradero, pues la multitud, aunque bullía con fuerza en pos de empaparse de pura información e historia en rojiblanco, no se percató en ningún instante de que entre dos de los stands, en un ínfimo hueco que daba paso a la privacidad y el sosiego, Radomir Antic, el entrenador de todos los atléticos, discernía, amablemente con algún compañero de inquietudes.

Cuando le vimos estrechar la mano de su contertuliano, “el Rubio” cargó la cámara como un pistolero carga su revólver y nos dispusimos a abordarle. Nos encontró de frente y sus ojos delataron sorpresa y yo me acordé de aquella mirada perdida en la nebulosa la misma noche en la que el Ajax nos ganó en el Calderón y nos mandó al limbo por la vía de la injusticia. Era la mirada de alguien que siente perder su deseo y arde en ganas de quitarle al mundo su dolor. “El Rubio” y yo nos sabíamos de memoria las alineaciones del doblete, pero nunca imaginamos que nos chocaríamos de frente con el Leonardo Da Vinci que dio forma a tan majestuosa obra. Molina, Geli, Santi, Solozábal, Toni, Vizcaíno, Caminero, Simeone, Pantic, Kiko y Penev. Y Radomir Antic. Mirada firme, aquel día algo perdida, gesto afable y formas de ganador. Y nosotros, fieles pecadores de la gloria, nos abalanzábamos hacia su figura para suplicarle un retrato para la posteridad.

            Rememoro desde entonces, y cada día, ese instante en el que rodeé su espalda con mi brazo y me presté al recuerdo. La cámara disparó dos veces, una para mí y otra para “el Rubio”. Los dos estrechamos su mano y recuerdo con soltura que le miré a los ojos y le dije: “mucha suerte, vayas donde vayas, porque la mereces”. Él me contestó con un escueto gracias que sonó “gasias” en su acento eslavo y cortés. Nos dedicó una última sonrisa y continuó caminando en espera de que lo abordasen el resto de atléticos que se habían ofrecido aquella mañana de abril al sacrificio de la primavera madrileña en la Casa de Campo.

            El no recordaría un solo ápice y seguramente tuviese una vaga noción de todo lo que ocurrió aquel día en la Expo Atleti de la Casa de Campo, pero yo aún conservo en mi memoria y en mi álbum de fotos el instante en el que estreché la mano del entrenador que nos devolvió la felicidad a todos los atléticos.

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