viernes, 20 de diciembre de 2019

Ida y vuelta

La inexperiencia suele ir acompañada, en numerosas ocasiones, de un halo de miedo que nos hace perder la perspectiva. Es muy difícil salir airoso de un lance, cuando todos los ojos están puestos en ti, si no tienes la personalidad suficiente y, sobre todo, no tienes el aplomo necesario para desnudarte en público. Más allá de las decepciones, la solución a los tropiezos es creer en uno mismo porque lo que muchos pasan a llamar fracaso no pasa, muchas veces, de ser un mero escollo en el camino hacia la consolidación. Quien sabe aprender de las decepciones sabe que las segundas oportunidades se ganan desde el trabajo y se consolidan desde el descaro.

Kevin De Bruyne llegó demasiado joven a la Premier League. Era liviano, imberbe y tenía cara de niño. De ser una incipiente promesa en el fútbol belga le dieron la responsabilidad de liderar el ataque de todo un campeón de Europa. Ni pudo ni quiso. No pudo porque su cuerpo no aguantaba el ritmo de la élite y no quiso porque su cabeza no aguantaba el ritmo de la exigencia. Así pues hubo de hacer parada y fonda en Alemania y reconstruirse en Wolfsburgo. Allí demostró ser un jugador de una pieza. Generoso en el esfuerzo, dinámico en la combinación y, sobre todo, vertiginoso en las conducciones.

Tras un periodo de adaptación con Pellegrini, Guardiola se encuentra un futbolista con un potencial extraordinario. Perfecto para el desarrollo de su juego de posición y con las virtudes necesarias en un gran centrocampista; dinamismo, visión y desplazamiento. Si a eso añadimos una importante capacidad para llegar a posiciones de remate, nos encontramos con un jugador extraordinario llamado a liderar al Manchester City durante el siguiente lustro.

Un jugador de ida y vuelta. De ida y vuelta en la vida; un aprendiz del fracaso que supo regenerar su juego y, sobre todo, su cabeza. Un tipo que necesitaba un apeadero para lamer heridas y coger siguiente tren. Y de ida y vuelta en el campo; un box to box que inicia en su cancha y avanza en conducciones y combinaciones hasta convertir cada jugada en un filtro de necesidad, porque él es el embudo por el que se estrechan las dificultades. El penúltimo pase, el pase final o el disparo definitivo. Guardiola no sabría vivir sin él.

martes, 17 de diciembre de 2019

Cuento de Navidad

Bob Cratchit es un tipo triste y abnegado que vive un perpetuo sueño de justicia mientras rumia su desgracia y trata de vivir con dignidad. La abundancia no entra en sus planes de vida y mucho menos la ilusión de ser considerado como una persona de provecho por su jefe. Ebenezer Scrooge es, por contra, un tipo avaro y amargado que vive en soledad mientras rumia su rabia y trata de consolar su maltrecho ego en contradicción contra los preceptos de justicia. La caridad no entra en sus planes de vida y mucho menos la empatía.

Pero he aquí que ciertos espectros visitan la morada de Scrooge y este puede enfrentarse, cara a cara, con la crueldad que emana de su falta de caridad y su exceso de avaricia. Sus seres más cercanos murieron en un halo de tristeza y su poca familia echa de menos el calor de un abrazo. Su empleado, Cratchit, es, además un tipo maltratado cuyo hijo vive en la indigencia y sólo aspira a sobrevivir un día más en un invierno crudo dentro de un mundo cruel.

Scrooge entiende, entonces, que de su propia supervivencia dependen la supervivencia de sus ajenos, que de su caridad emanaran necesidades básicas para sus allegados, no sólo las tangibles sino otras, acaso tan necesarias, como el amor, la amistad y la comprensión. Al calor de sus nuevos actos, la gente recoge sus prebendas y él obtiene la recompensa de la satisfacción personal como el camino más directo hacia la felicidad.

El Getafe era un equipo aguerrido pero abnegado a su suerte que vivía su perpetuo sueño de grandeza mientras rumiaba su realidad y trataba de sobrevivir con dignidad. Las grandes gestas no entraban en su planes por más que rememoraba noches de codeo y remontada, y mucho menos soñaba con consolidarse después de haber muerto y resucitado por mor de un tipo tan sobrio y lleno de fe como José Bordalás. La competición, por contra, seguía siendo esa hidra de dos cabezas que devoraba víctimas y no se paraba a recoger los cadáveres. No existía el consuelo y mucho menos la esperanza.

Pero he aquí que ciertas amenazas inquietan la supervivencia de la competición, en continua guerra contra las federaciones y esta puede enfrentarse, cara a cara, con la crueldad de la hidra y su exceso de opulencia. Sus clientes menos poderosos mueren de desidia y los pocos apoyos que le quedan le piden una moratoria. Sus penitentes más necesitados, Getafes y similares, son equipos maltratados por sistema que han de vivir de migajas y no aspiran más que a la supervivencia y a olvidarse de cualquier sueño de grandeza.

La competición entiende, entonces, que, para poder sobrevivir, necesita la supervivencia de aquellos pobres desgraciados a los que había obviado sin compasión. Sin quitarle el caramelo de la eternidad a las dos cabezas de la hidra, se vio obligado a negociar nuevos tratados de reparto e, intangibles innecesarios aparte, porque este mundo, el egoísmo impera en cualquier punto de la pirámide, los tangibles ayudaron a los equipos menores a soñar con una cota de grandeza. Al menos durante unos meses. Al menos durante la vida que durase el recuerdo. Así, recogiendo las limosnas del patrón, el Getafe creyó en su proyecto y Bordalás puso el trabajo y la cordura necesarias para plasmar el milagros y ahora, recompensa en el buche y sueños en la mirada, caminan por la liga con la satisfacción de saber que solamente la realidad les puede descabalgar en esta carrera hacia los sueños.

jueves, 12 de diciembre de 2019

El lobo blanco

El lobo es un animal de arrebatos, un ser sibilino que acecha la presa, camina despacio y dentellea con la fuerza de un tiburón. Es un animal salvaje que vive de la emboscada, que se desarrolla en manada y sabe encontrar la flaqueza de la presa cuando esta está jadeante y asustada. El lobo blanco de Calais vivía de remates bestiales, de desmarques silenciosos, de peleas incontrolables. Le pegaba a la pelota con el alma y celebraba con el corazón. El lobo blanco de Calais fue Balón de Oro en Europa y un depredador inmortal tras los acantilados de la Costa Azul.

Jean-Pierre Papin empezó marcando dudas en Vichy y se consolidó marcando goles en Brujas. Aquella experiencia en Bélgica le curtió y le convirtió en referencia del fútbol europeo. Acompañó a la expedición francesa que alcanzó semifinales en México y se convirtió en la referencia del equipo francés más potente hasta el momento, en cuanto ha sido el único capaz de ganar la Copa de Europa.

Seis años en Marsella y casi doscientos goles. Pero, sobre todo, la sensación constante de que aquel fútbol se le quedaba pequeño. Fue por ello que aceptó el reto y cruzó los Alpes en dirección a Italia, al mejor equipo del mundo, a ese equipo que brillaba al ritmo de tres holandeses capaces de entenderse con los ojos cerrados. Y allí encontró su pared. Era bueno en el remate, era ambicioso y era fuerte en la pelea, pero no era mejor que Van Basten.

Para colmo, aquel mismo año el Milan terminaría perdiendo la final de la Champions League ante el Olympique de Marsella. Tanto tiempo remando para alcanzar el título y al final el título estaba más cerca de casa de lo que hubiese creído.

Aquella decepción le pudo. Marchó a Munich y regresó a Francia, pero no volvió a regresar al gol. Poco a poco se fue apagando como el lobo que busca cueva para dejarse morir bajo la luna. Sus últimos aullidos fueron en Guingamp, en un equipo de categoría menor. Quería seguir sintiéndose futbolista y se dio cuenta de que había dejado de ser delantero. Había dejado de ser aquel Lobo Blanco que devoraba goles y aullaba cada noche cuando la luna llena asomaba sobre el Velodrome y la gente acudía entusiasmada para ver a su goleador favorito.


miércoles, 4 de diciembre de 2019

Gol en Las Gaunas

Existen momentos, lugares e incluso gritos individuales que adoptamos como colectivos porque quedan impregnados en la memoria como un regalo de la cotidianeidad. Durante años, la costumbre de ejercitar el oído con sonidos de transistor y carruseles de domingo, nos regaló un sonido inconfundible, el de los goles en el estadio más grande de la ciudad de Logroño ¡Gol en Las Gaunas! Gritaba el comentarista de turno y nosotros, ávidos ideadores de imágenes, imaginábamos aquel césped pelado inundado de jugadores abrazados y tipos recios que, con los dientes apretados, seguían empujando en pos de una misión imposible.

Fueron nueve años de goles y sorpresas, nueve años de comunión entre un equipo y una grada entregada a su pasión. Nueve años que comenzaron mucho más atrás, justo en el momento en el que Pita le marcaba aquel gol agónico a Osasuna Promesas y el Logroñés lograba ascender a la segunda división después de cuarenta y cuatro años de historia. Tres años más picando piedra en la división de plata para encontrarse con la temporada más larga de la historia. Una liga, un playoff y una visita del Valencia al estadio de Las Gaunas con un ascenso por decidir. Era el quince de junio de 1987 y Logroño vivía espoleada por un equipo que ya había estado a punto de colarse en las semifinales de la Copa del Rey.

Aquel día, el Valencia llegaba con el ascenso bajo el brazo y el Logroñés necesitaba dos puntos para alcanzar la cima. Noly, la cabeza visible de aquella zaga inolvidable formada por Comas, Noly, López Pérez y Martín, cabeceó al fondo de la red una falta lateral botada en el minuto cuatro. Fueron ochenta y séis minutos de apoteosis. Faltaba una jornada para la finalización del playoff y los dos equipos ya tenían el billete en su viaje hacia la élite. Cuando el joven árbitro Brito Arceo señaló el final, Las Gaunas vivió su gran noche. El césped se llenó de gente y Logroño se llenó de banderas. Barça, Madrid, Logroño ya está aquí.

Habían pasado cuarenta y siete años desde que un grupo de jóvenes audaces habían formado un club deportivo en el corazón de la ciudad. Un club que, presidido por Joaquín Negueruela y entrenado por Jesús Aranguren, alcanzaba el hito más grande que habían imaginado. Y, una vez en la fiesta, tocaba bailar. Y empezó el baile en Mestalla. El Valencia, recuperado de su crisis interna, jugaba de nuevo contra el Logroñés con los papeles cambiados y una categoría distinta. Fue un dos a cero fácil para los valencianistas, pero fue, para siempre, la toma de comunión de un equipo que se instauró en el corazón de cuarenta millones de españoles.

La primera victoria llegó en la jornada diez ante el Murcia. Aquella capacidad de ganar los duelos directos contra los equipos de abajo y los empates que fue rascando poco a poco, le facilitaron la salvación en una liga donde la victoria aún valía dos puntos. La primera misión estaba cumplida. Había pasado el primer año y el equipo había conseguido mantenerse. Ahora tocaba la difícil misión de consolidarse.

Habría de hacerlo agarrado a la figura creciente de Agustín Abadía, un tipo con pintas de abuelo pero que dirigía la nave con un corazón tan grande como todo el estadio. Como nota curiosa, destacar que en aquel plantel también estaba Raúl Ruiz, conocido de todos por ser una de las voces de la segunda división española en la televisión de pago.

La llegada a la presidencia de Marcos Eguizábal dotó al club de una mayor infraestructura económica y social. El Logroñés se adaptaba a los nuevos tiempos y fichaba acorde a sus necesidades. Con un plantel renovado, se presenta en la primera jornada para batir por uno a cero al Atlético de Madrid de Jesús Gil. Aquel primer triunfo de enjundia pone al equipo en situación y, cargado de moral, gana los dos partidos siguientes. Verse en lo alto de la tabla le produce a la ciudad una sensación de sueño cumplido que se apaga de repente cuando el equipo no es capaz de ganar ninguno de los siguientes quince partidos. Dio igual, empate a empate, victoria agónica a victoria agónica, el equipo alcanza los treinta y cuatro puntos y se gana el derecho a seguir soñando como equipo de primera.

Fue entonces cuando llegó el apoteosis. Eguizábal vendió a Abadía al Atlético de Madrid y consiguió la cesión de tres promesas del Castilla, Aragón, Maqueda y Rosagro, además de la compra de un puñado de buenos jugadores como Cristóbal, Salva y Marcos. Estos, unidos a los veteranos Setién y Sarabia, a quien se les escurría el fútbol desde los pies, formaron un conjunto aguerrido en defensa y virtuoso en ataque. Un equipo que alcanzó el séptimo puesto y se quedó a dos puntos de clasificarse para competición europea. Como Orfeo, alcanzó su cénit cuando creyó tener para siempre a Eurídice.

Aún así, aunque mirasen hacia atrás y terminasen convirtiéndose en árbol para el recuerdo, fue precioso mientras duró. Ganaron cuatro de los primero seis partidos y terminaron en la undécima posición después de la primera vuelta. Con la permanencia casi en el bolsillo se animaron a soñar en grande y escalaron posiciones hasta colocarse en el séptimo lugar a falta de una jornada y después de empatar a tres en el Bernabéu contra el mejor Madrid que se recordaba. Había que ganar en Mestalla, otra vez el Valencia por medio, y que la Real Sociedad perdiese en Sevilla. No ocurrió nada de eso. El Valencia ganó cuatro a cero, la Real cero a uno y el Logroñés festejó aquel séptimo puesto como un hito sin precedentes. Y es que casi no los tenía.

Los doce goles de Sarabia, la garra de un campeón del mundo como Ruggieri, los vuelos de Islas, la clase de Setién, quedaron en el recuerdo, pero no permanecieron para siempre. Ruggieri, Aragón y Maqueda regresaron a Madrid, el equipo se hizo un año más viejo y el obrador del milagro, José Luis Romero, fichó por el Betis para enderezar una nave que terminó yéndose a pique. Nadie ganó con el cambio, pero el Logroñés consiguió convertirse, durante toda una temporada, en el segundo equipo de todos los españoles.

Pasaron por Logroño entrenadores carismáticos como Jabo Irureta, Carlos Aimar y David Vidal. Todos ellos se escudaron en Las Gaunas para hacer de su feudo un fortín. El césped helado en invierno, el área pequeña pelada, el banderín de córner junto a la grada. Hubo goles inolvidables, como aquel que Hugo hizo con el pecho y quiso hacer saber que allí no había un macho como él. Pero para macho, en Logroño, el gran Alzamendi; goleador de raza y perro de presa en área pequeña.

En 1991, David Vidal quien, de la noche a la mañana, se convierte en el entrenador más mediático de la liga, firma una permanencia más que meritoria. Pero será en la temporada siguiente cuando el equipo, en plena ebullición, consigue su victoria más sonada. Es el catorce de marzo de 1992 y el Madrid juega en Las Gaunas con la vista puesta en lo que ocurría en el Manzanares donde el Atleti recibía al Barcelona. David Vidal planteó un partido basado en el trabajo de dos hombres; José María y Polster. El primero, un jabato de la banda izquierda, se encargó de taponar a Míchel. Cortocircuitado el Madrid, Polster bajó con nieve cada pelota que le venía despejada. Fue un tormento. Así, en las postrimerías de la primera parte, el austriaco enganchó una pelota muerta y la clavó junto al palo de un Buyo que no pudo hacer más que quedarse mirando. Aquello sí que era fascinante. El Madrid trató de igualar con un dominio infructuoso y un sólo tiro a puerta. Victoria de renombre y una bonita costumbre de afianzarse a la élite.

Algo que refrendaron justo un año después. El catorce de marzo de 1993, el Logroñés visitó el Bernabéu para ser testigo de excepción en la fiesta de celebración de la Copa del Rey de baloncesto. El equipo de básquet tuvo su vuelta de honor, pero la verdadera vuelta de honor la dio el Tato Abadía, quien había vuelto a casa y había puesto Madrid patas arriba. El Madrid, que había remontado el tanto inicial del Tato con un gol en el último minuto, vio como sus esperanzas se caían al traste cuando Abadía cruzaba ante Buyo en el minuto noventa y dos y dejaba al Bernabéu, y su fiesta, con un palmo de narices.

El autobús de Aimar hizo, además, sus estragos en Barcelona y Zaragoza. Dos de los equipos con mayor caudal ofensivo hubieron de ver como el argentino les castigaba con la desesperación y les sacaba sendos empates a cero. Eran buenos tiempos y podían ser mejores. El problema es que las alegrías duran poco en la casa del pobre. Eran tiempos de Oleg Salenko, el ruso que batió un récord mundial y que se hizo hombre en Las Gaunas. Y tiempos, siempre, para Agustín Abadía, el padre de todos que se dio el gustazo de marcarle al Atleti en el Calderón y cerrarle la boca a Jesús Gil después de verse vilipendiado. Aquel cero a uno fue magia. Pero aún sufriría más el Atlético las iras del Logroñés. El veintitrés de enero de 1994, regresaba José Luis Romero a Las Gaunas, esta vez como entrenador colchonero. Aquello pudo ser una masacre y tan sólo fue un uno a cero. El mejor Logroñés zarandeó al peor Atlético y Jesús Gil sacó el cuchillo para despedir a un nuevo entrenador. En tal fortín se convirtió Las Gaunas que el propio Deportivo La Coruña se dejó un punto clave en su pelea particular por la liga de 1994. Luego llegaron Djukic y González y la gente se acordó del cielo, pero aquel empate en Logroño terminó de descabalgar a un equipo que había ido perdiendo su moral en la primavera española.

En aquel equipo ya reinaban José Ignacio, Romero y Poyatos. Tres tipos que el Logroñés supo encontrar en los subterfugios del fútbol español y que dieron un rendimiento más que notable. Los tres terminaron en un Valencia que, en el noventa y séis, peleó la liga y los tres dejaron huérfano a un Logroñés que, en el noventa y cinco, dijo adiós a ocho temporadas consecutivas en la Primera División española.

Hasta cinco entrenadores pasaron por Logroño y ninguno fue capaz de sumar los puntos necesarios. Tan sólo dos victorias en treinta y ocho jornadas y el equipo hundido en el último lugar. Habría que volver a empezar, con lo que cuestan las misiones después de una caída. Aquella misión tuvo un nombre: Juande Ramos. El equipo se sale, dirigido por el manchego, y regresa a primera con la ilusión de repetir gestas pasadas. Pero no pudo ser.

Juande aceptó una oferta para entrenar al filial del Barcelona y el Logroñés acudió a una de sus leyendas del pasado, el delantero Miguel Ángel Lotina. Lotina, que como jugador había hecho goles de todos los colores en Las Gaunas, trató de seguir el criterio impuesto por Juande; control y contragolpe. Pero el equipo carecía de alma y, sobre todo, de experiencia. Ni Lotina, ni después Aimar en su regreso, pudieron enderezar una nave que se hundía en el fondo del océano. Y eso que empezaron bien, con un cero a cero esperanzador ante el renovado Madrid de Capello que terminaría conquistando la liga. Pero no fue sino un espejismo. Pronto se vio que al equipo le quedaba grande la categoría y fue perdiendo partidos como quien pierde esperanzas. Tras el empate en Madrid llegaron cuatro derrotas consecutivas. Durísimas. Aunque no menos duras fueron las goleadas recibidas en Barcelona y Bilbao; ocho a cero y seis a cero. Adiós Lotina, hola, de nuevo, Aimar, adiós, para siempre Primera División.

Nueve derrotas consecutivas después de la esperanza que supuso vencer a Valencia y Sevilla de manera consecutiva, terminan de hundir al equipo. En Anoeta, en una última jornada marcada por la tristeza, el Logroñés jugaría el que sería, a la postre, su último partido en la máxima categoría del fútbol español. Una despedida salpicada de lágrimas y recuerdos. Muy buenos recuerdos. Fueron en total nueve temporadas entre los grandes con victorias sonadas y goles en Las Gaunas cantados con énfasis por narradores variopintos. Desde aquella tarde el equipo sufrió un duro descenso a los infiernos. Descendió a segunda primero, a Segunda B después, para verse abocado al infierno de la Tercera División primero y a la muerte agónica que supuso la quiebra y posterior desaparición.

Hoy, en Las Gaunas, se cantan goles salpicados de recuerdos y esperanzas. Un sucedáneo de aquel equipo trata de recuperar la gloria y despertar la nostalgia. Será difícil, pero si ellos esperaron cuarenta y siete año, nadie dice que el infierno vaya a ser eterno. Será cuestión de apretar, de apoyar, de seguir creyendo. De seguir festejando cada balón aéreo y rematado por el Noly o Pita de turno. Gol en Las Gaunas. Gol para un sueño.


lunes, 25 de noviembre de 2019

La última visita al Vicente Calderón - Por Alberto R. Barbero

Déjame que te cuente...
Esta mañana, antes de venir a la redacción, escuché en la radio (bendita radio) que este fin de semana comienza a desviarse la circulación en tu entorno como paso previo a la demolición de la última tribuna que se mantiene en pie, la más cercana al río, la que, en todo lo alto, acogía a los medios de comunicación.
Y, no sabría explicarte el motivo, me ha surgido la necesidad de verte. Llevaba tiempo sin hacerlo, porque la vida no me dirige por ahí, pero tampoco sentía especial preocupación. Hasta hoy. Así que, en vez de coger el camino habitual a la redacción, he bajado por la A-5 (de toda la vida carretera de Extremadura), me he metido en los indescriptibles túneles de la M-30, he cogido la salida 16 (Ermita del Santo) y, aparcando en lo que era fondo norte, entre un montón de autobuses que no sé qué pintaban ahí, me he plantado ante lo que queda de ti.

Impresiona, las cosas como son. La obra, los obreros, el movimiento, los escombros... Más allá de que efectivamente haya carriles preparados en lo que fue terreno de juego, circulación de automóviles para sustituir la circulación de balón, el hecho de que se mantenga en pie esa tribuna alimentaba hasta ahora la ilusión de que seguías ahí, cual fénix dispuesto a renacer. Pero no: caerá también, como sólo puede caer lo material. Será entonces cuando apenas nos quede lo que no lo es. Los sentimientos, los recuerdos, la memoria. Fueron tantos años...
He sacado unas imágenes incluso. MARCA tiene su propio material, el de los compañeros fotógrafos, pero me apetece ilustrar estas líneas con la evidente impericia que tengo móvil en mano. Mientras caminaba pensaba en el paseo desde Príncipe Pío o desde Puerta de Toledo, en la tortilla de Marcial, en las fabadas del Campiello, en las cervezas en el Treze... en los necesarios ritos que acompañaban al fútbol, en los deliciosos secretos que llegamos a compartir los que pasábamos buena parte de nuestra vida cerca de ti. Porque no se trataba sólo de los partidos en el caso de los plumillas: entrenamientos, ruedas de prensa, guardias... horas y horas en la antigua cafetería, la que estaba al lado del palco, cuando aún se podía rascar algo, cuando aún se podía llamar periodismo a lo que hacíamos.
He vuelto al coche, he comprobado que incluso en el navegador parecías difuminarte (la tecnología también tiene corazón) y he puesto rumbo al periódico como si nada. Como si fuera a volver a verte. En la radio (bendita radio) contaban que un pueblo que aún conservaba cabina telefónica se quedó sin ella esta misma semana. Definitivamente son otros tiempos. Ya conté en su día que el descampado que acogió mis primeras patadas a un balón es ahora un Hipercor. El domingo estaremos en el Wanda Metropolitano para hacer la crónica del Atlético-Espanyol. Es lo que hay.
En fin, Vicente. Que te vienes abajo y nosotros contigo. Antes de que nos dejes, en todo caso, permite que vuelva a darte las gracias. Por todo. Por tanto. Y descansa en paz si es que te dejan. Hasta siempre, Calderón.

Publicado en Marca.com

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Hurricane

Nunca está de más la actualidad, nunca una noticia no ha dado pie a un comentario, a un recuerdo, a un análisis. Nunca en su historia, el Tottenham había jugado una final de la Copa de Europa. Pocas veces, en su historia, un club ha destituido a su entrenador cinco meses después de rozar el cielo. Pero las circunstancias mandan y cuando las circunstancias se apellidan "resultado" no hay paciencia ni mediación. A rey muerto, rey puesto y seguir compitiendo en la ruleta de la suerte.

José Mourinho hereda un equipo de espíritu contragolpeador y corazón intenso. Su fe inquebrantable se puso a prueba de fuego el día que el Ajax anotó dos goles en su estadio y se las creía totalmente felices. Fue entonces cuando surgió el alma guerrera de un equipo al que Pochettino había enseñado a no rendirse. Si ahora se ha rendido ha sido más por la resaca tras la borrachera que por la aceptación de la realidad. La plantilla se ha reforzado y apenas ha perdido efectivos. Si alguien quiere rescatar la nave ha de poner de nuevo, rumbo a Ítaca con un Ulises al mando. Ese no es otro que Harry Kane.

Los cantos de sirena no han hecho sucumbir a un tipo que nació goleador por planta y se hizo jugador por aprendizaje. Conocía el arte del remate casi desde cuna, pero para llegar a convertirse en punta de lanza de todo un país, necesitaba de alguien que le enseñase a administrar los esfuerzos y a aprovechar su corpulencia. Kane ahora sabe jugar al desmarque cuando su equipo ataca en estático y, sobre todo, sabe ser el primer punto de apoyo cuando su equipo sale en velocidad. Su juego de espaldas está tan perfeccionado que han bastado trabajo y fe para poner en marcha los mecanismos. El delantero siempre busca socios y, cuando los encuentra, si es bueno de verdad, se encarga por sí solo de ganar partidos.

Si alguien ha hecho algo por el Tottenham, durante los último años, han sido Mauricio Pochettino desde el banquillo y Harry Kane desde el césped. Cuando el argentino llegó, el equipo era un mar de dudas y un grupo acomplejado. Si algo les enseñó fue a competir, si en algo confió fue en la academia del club. Allí había un tipo rubio, espigado y pasado de peso que anotaba goles como churros. Conocido el misterio del gol, había que trabajar el físico y el juego. Cuando aprendió a jugar y se acostumbró a marcar, el equipo empezó a crecer. Tanto que hoy nadie podría imaginarse un Tottenham sin ambos. Fuera Pochettino de la ecuación, ahora es cuando nadie es capaz de imaginarse un Tottenham sin Kane.


lunes, 18 de noviembre de 2019

La bomba inteligente

El tres de junio de 1997, un año antes del comienzo del mundial que habría de celebrarse en Francia, el país anfitrión del mismo y Brasil se enfrentaban en el partido inaugural de un campeonato extraoficial ideado por la FIFA y que, con el tiempo, terminaría conociéndose como Copa Confederaciones. Cuando corría el minuto veintidós del mismo, el lateral izquierdo brasileño, Roberto Carlos, seis a la espalda, coloca el balón a más de treinta metros de la portería después de que el árbitro cobrase una falta sobre Romario. La carrerilla previa le lleva hasta el círculo central, corre a pasos cortos, muy rápidos, casi saltando sobre el césped y le pega con el exterior de una manera que terminaría definiendo su estilo como futbolista. Visto desde atrás, parece que la pelota va a buscar el banderín de córner, cuando, de repente, hace una curva de afuera hacia adentro dejando a Barthez como una estatua y entrando violentamente en las redes, a media altura y pegado al palo. Lo llamaron la bomba inteligente.

Roberto Carlos ha sido, probablemente, el mejor lateral ofensivo de la historia. Dotado de un tren inferior espectacular, el brasileño era un superdotado a la hora de correr y una fiera a la hora de pegarle a la pelota. Sus internadas y, sobre todo, sus disparos desde media distancia, desatascaron muchos partidos tanto en el Real Madrid como en la selección brasileña.

Y eso que llegó al Madrid rebotado del calcio y colmado de dudas después de su rendimiento en el Inter de Milán. Pero, entrenador tras entrenador, supieron sacar de él todo su fútbol hasta convertirse en un futbolista capital dentro de una plantilla que ganó tres Copas de Europa y otras tantas ligas españolas. Con Brasil, sin embargo, se le estuvo negando la gloria del mundial hasta que, en 2002, Scolari encontró a su mejor generación en su mejor momento.

Después de jugar aquel mundialito extraoficial que terminó ganando Inglaterra, Brasil volvió a presentarse en Francia para demostrar su condición de mejor selección del mundo. Se pudo haber ganado, pero Ronaldo cayó en una convulsión, Roberto Carlos, su compañero de habitación, cayó por la impresión y Brasil no compareció en la final. Ni uno ni otro habían podido demostrar al mundo que eran los futbolistas más desequilibrantes del mundo en su puesto. Por ello, aquella cita de Japón y Corea era su segunda y gran oportunidad.

Brasil fue la mejor selección del campeonato y cada una de sus estrellas se guardó su momento de gloria. Rivaldo ajustició los octavos, de Ronaldinho fueron los cuartos, dejándose Ronaldo la gloria para los grandes momentos. Pero hubo un partido en la fase de grupos en el que Roberto Carlos pudo dejar, en la historia de los mundiales, su impronta de pegador impune. Fue una falta lejana frente a China, una carrerilla larga, pasitos cortos, casi saltitos y una manera impresionante de romper la pelota. Un obús que quebró al portero Chino, que abrió un partido, que condujo a una goleada y que supuso la carta de presentación de un equipo que había llegado a Oriente para ganar y sólo ganar.


viernes, 8 de noviembre de 2019

El VAR está de paso - por Alejandro Mendo (Publicado en Diarios de Fútbol)

Existen pocas experiencias tan empobrecedoras para el bolsillo y a la vez tan enriquecedoras para el alma como irse de Erasmus. Aunque la comparación con la mili tenga algo de odiosa y algo de inexacta, reconozco que aquellos meses forjaron mi carácter —qué diablos significa si no esta expresión— y abastecieron de por vida mi anecdotario personal, por lo que para los nacidos alrededor de la segunda mitad de los 80 y primera de los 90 bien se puede considerar un servicio militar sin uniforme, como mucho con algún disfraz festivo y grotesco que en aquel tiempo parecía una buena idea.
En enero de 2006 me mudé a Sheffield arrastrando una maleta de un tamaño que ya no fabrican; como en cada ciudad en la que he vivido, antes de personarme siquiera en la universidad o de tener amigos estaba jugando un partido menos abrigao de lo que el clima del South Yorkshire sugería. Los futboleros traemos de serie la capacidad de socializar con potenciales compañeros; nos presentamos con humildad postiza —juego en un equipo pero no esperéis gran cosa— y garantizamos sincera e inmediata disponibilidad —¿esta tarde? No problem, ¿me podéis recomendar una tienda de deporte, que me he venido sin botas?— para que la rueda, o mejor dicho el balón, empiece a girar cuanto antes en nuestra nueva vida.
En los diez primeros minutos de juego aprendí más de la cultura inglesa que en un semestre académico. Descubrí el peso desproporcionado de la figura del capitán, que dictaba la alineación y un par de apuntes tácticos muy básicos antes de saltar al campo; me beneficié de la por entonces buena prensa del jugador español en las islas británicas (supongo que gracias a los Cesc, Reyes, Xabi Alonso o Luis García) y empecé como titular sin que nadie hubiera visto un vídeo de YouTube con mis skills; probé en mis carnes esa inconfundible physicality típica de la Premier, y es que no sólo sufría faltas (a mi entender latino) flagrantes que el árbitro ignoraba sino que además recibía improperios de los rivales que por suerte sólo alcanzaba a entender en parte. Fuckin’ diver, ¡a mí!
Al descanso ya había adquirido nivel comentarista de la BBC. El césped natural era y estaba rápido por definición, mejor dar un toque de menos que uno de más y si un adversario te presionaba por sorpresa tus compañeros te avisaban gritándote right/left shoulder!, expresión que me hizo comprobar un par de veces no tener algún insecto en el hombro antes de comprender su significado. Aquello era justo como en la tele: el ritmo era alto, la hierba muy verde, el jodido balón no salía nunca del campo para poder respirar, se abusaba del tackle incluso en zonas embarradas y no se protestaba al árbitro o se hacía para tus adentros, lo que me valió alguna yellow card durante aquellos meses cuando lo hice para mis afueras.
El manual para triunfar en el césped y pasarlo bien en el pub tenía las letras gordas. Si perdías el balón por intentar florituras, bronca del capitán y reprimenda de tu portero que ni veías entre la niebla; si fallabas una ocasión pero terminabas jugada evitando así una contra, aplauso general y unlucky boy! de algún compañero. Aprendí que allí había que escenificar el esfuerzo, que pareciera que ibas a mil por hora y de vez en cuando, eligiendo el momento con cuentagotas, sacar un caño de la chistera para trepar por la escalera social del frágil ecosistema universitario.
La vida en Sheffield era costosa, húmeda y sufrida pero a la vez intensa, divertida y simple como el fútbol británico. Me resulta por tanto natural intuir que el VAR no se hará viejo en las islas, donde el público exige que pasen muchas cosas y que pasen a gran velocidad y empieza ya a detestar profundamente esos frecuentes momentos de limbo a los que nos empujan las decisiones de escuadra y cartabón que se cuecen en un sospechoso monitor. La Premier League fue pionera al introducir un avance tecnológico sensato, objetivo y limpio como la goal-line technology, algo tan maravilloso como hacer vibrar (o no) el reloj del árbitro en tiempo real para dilucidar si el esférico ha traspasado por completo la línea de gol. ¿No bastaba con este bendito guiño del futuro?
En las últimas temporadas en Italia y España se ha experimentado un proceso similar de adaptación al VAR: tras semanas utilizando con frecuencia el nuevo juguete y corrigiendo sin titubeos las decisiones arbitrales (fase 1), se llega a un inevitable corporativismo mezclado con miedo a equivocarse en el que se abre un peligroso círculo vicioso de inacción (fase 2), haciendo que el instrumento sea a todas luces inútil y genere mayor controversia de la que causaba el ojo humano, que no era poca. ¿Sucederá este fenómeno tan Mediterráneo en Inglaterra? Está por ver.
Un indicador fiable son los minutos de descuento que se aplican en la Liga y en la Premier. Lo comenté hace tiempo en un tweet: la diferencia entre árbitros españoles e ingleses es sobre todo cultural. Mientras en Inglaterra quieren que sigan pasando cosas, en España se impone el virgencita, que me quede como estoy y el terror a cometer más fallos. 
Medio en broma medio en serio, en mi Erasmus provocaba a mis teammates asegurando que los británicos hacen todo lo posible por desmarcarse de las reglas vigentes en The Continent, como ellos dicen. Por llevar la contraria, vaya. La Premier League tiene ahora una oportunidad de oro para añadir la abolición del VAR a la lista de diferencias culturales con Europa: además de conducir on the wrong side o utilizar una moneda diferente, su liga puede convertirse de verdad en un producto único al eliminar la confusión y —sobre todo— suspensión de emociones que el VAR ha traído bajo el brazo.
Yo estuve allí únicamente de paso pero me atrevo a decir que el VAR no durará en las islas.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Ya no nos vale el VAR

En el análisis aparece el razonamiento, la síntesis, sin embargo, está cargada de razones contrapuestas, porque, más allá de las verdades, viven los intereses y, junto a estos, perduran las situaciones que, en nuestra memoria, sólo toman una forma; aquella que nosotros queremos darla. Por ello, cuando intentan rebatirnos con argumentos, tiramos de ideario y cuando intentan convencernos con ideas, tiramos de frustración.

Fueron muchos los que anunciaron el fin de las injusticias cuando empezaron a hablar de la implantación del VAR. Son los mismos que hoy anuncian el apocalipsis del fútbol agarrados a las estadísticas y pretendiendo hacer creer lo que todo el mundo sabíamos de antemano; los equipos grandes se iban a ver más perjudicados porque las pantallas no mienten y suelen mostrar lo que realmente ha ocurrido.

Cuando la directiva del equipo que manda pone en marcha la maquinaria ya no hay quien pare la fuerza del relato. Nos hacen saber que sin las decisiones del VAR el equipo tendría seis puntos más. Bien analizado, lo que quieren decir es que con errores arbitrales el equipo iría primero. Y eso es lo que molesta, que la tecnología haya llegado para dejarles en bragas.

Pero como el análisis tiene una carga de razonamiento y en la síntesis aparecen las razones contrapuestas, es mejor jugar a poner en duda el invento antes de detenerse en la verdadera razón del cúmulo de errores en la interpretación. La guerra entre la Liga y la Federación la están pagando todos. Pero el todo, como conjunto vacío de propaganda, no existe, sino que existe el uno, grande y libre, como en la dictadura de lo interpuesto. Esos que hoy se quejan porque el invento les está saliendo rana serán los mismos que aplaudirán su aplicación el día que les favorezca. Y sino que tiren de hemeroteca. Atlético y Ajax en la misma semana del pasado mes de febrero.

El problema de la memoria es que sólo funciona a corto plazo y, generalmente, movida por intereres.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Desde Moncada con elegancia

Había un tipo tan elegante como competitivo. Jugaba de cierre, al que llamaban hombre libre, de tipo escoba que barría balones sueltos y los sacaba jugados como el mejor centrocampista. Tranco largo, pelo ensortijado, mirada periférica. Era un goleador inhabitual porque siempre ganaba los córners, porque siempre que entraba en el área contraria era para dejar cuenta de su munición.

Pero su punto de encuentro era el área propia. Allí encontraba el hábitat y desde allí hacía fluir el juego. Formó pareja con Arias, encontró sociedades con Saura y Subirats, se convirtió en el sentido del oído del murciélago valenciano, siempre intuyendo el peligro, siempre con la cabeza arriba, siempre con la aventura más audaz entre una ceja y la otra.

Cuando el Madrid recuperó el poder económico viajó a Valencia para traer al enemigo que les había hecho perder una liga con un cabezazo imponente. El Madrid creció y el Valencia menguó hasta ver sus huesos en la segunda división. En la Castellana se encontró con Maceda, el tipo que le había negado la internacionalidad durante los años anteriores y con Sanchís, el tipo que habría de negársela durante los años posteriores.

En Madrid engrosó su palmarés y encontró mucho respeto, pero jamás recuperó el cariño que había dejado en su tierra. Marchó a Burgos para jugar un último año y dejó que la cátedra la sentasen nuevos tipos con nuevas formas de ver el fútbol. La suya era manera periférica porque tenía el campo entero en su campo de visión. Salía desde atrás, tiraba paredes, se encontraba en la frontal y siempre encontraba la ventaja para poder decidir. Y en cada balón parado era el hombre del saco, porque nada daba más miedo que su frente dispuesta.

La historia suele ser más justa con aquellos tipos que alcanzaron la gloria en equipos de leyenda. Muchas veces creemos recordar a alguien sólo porque estuvo ahí en un momento puntual. Miguel Tendillo formó parte del Madrid de la Quinta del Buitre, pero antes de ello había formado parte de un Valencia colosal que, Kempes mediante, le había plantado cara a los equipos más poderosos de España.


martes, 29 de octubre de 2019

Quien paga manda

Acostumbrados a la moda de la exigencia, nos creemos poseedores de la verdad sólo porque somos meros consumidores del producto, porque de nuestros bolsillos salen los emolumentos de esos tipos que, pobres ellos, corretean por el campo en busca del balón con el único objetivo de saciar nuestra felicidad. Tanta presión para un pedazo de gloria, tanto esfuerzo, casi siempre, para nada.

Le ha ocurrido una cosa curiosa al aficionado atlético relacionado con el supremacismo al que se ha vendido la prensa deportiva. Desde aquella pancarta que rezaba "Orgullosos de no ser como vosotros" han sucedido varias derrotas y algún fracaso. Dado que el supremacismo indica que solamente triunfa quien vende y solamente se relativiza el fracaso si se pone por medio la excusa de la transitoriedad, han sido muchos los aficionados que han comprado la teoría de que sólo ganar otorga la exquisitez y solamente la victoria señala a los auténticos elegidos para la memoria.

Al final nos hemos vuelto como ellos porque hemos comprado su mensaje. A todos nos gusta ganar, a todos nos gusta, además, gustar, a todos nos gusta ser el rey del mambo porque en este mundo en el que nos hemos metido nos importa más restregar la victoria al rival que celebrarla con el compañero. Y en esa tesitura el aficionado del atlético se encuentra en una disposición difícil de digerir: primero le dijeron que su equipo tenía la mejor plantilla de su historia cuando ha vendido a varios de sus mejores jugadores, después le dijeron que estaba obligado a ganarlo todo cuando nunca ha ganado una Champions y solo una liga y una copa de las últimas veintitrés, y, por último, les hicieron creer que su entrenador tenía que variar su forma de jugar porque los cánones, sus cánones, indicaban que el Atleti no debía estar peleando por la liga durante más de dos años consecutivos. Y claro, jugando como ellos no quieren que juegue, no lleva dos sino siete.

Y claro, como quien paga manda, el personal se cree con derecho a exigir lo que les piden que exija, porque sí, porque tienen derecho a un fútbol mejor y porque, qué narices, ya son muchos años tragando Champions ajenas y se huelen la tostada de que este año igual tampoco les ganan la liga a los dos equipos más poderosos del mundo. Como si eso se hiciese con la gorra todos los años.

Nadie se ha parado a sopesar, de verdad, hasta qué punto fue milagrosa la liga ganada en 2014, hasta qué punto fue meritorio que un equipo llegado de la nada, le levantase el título al Madrid de Cristiano y al Barça de Messi, ganadores de nueve Champions entre los dos, auténticas leyendas conductoras de dos equipos históricos. Nadie ha ido analizando como Simeone ha tenido que ir recomponiendo su equipo año tras año, sin Falcao primero, sin Costa después, sin Gabi más tarde y ahora sin Griezmann ni Godín. Ha nadie le interesa contar la verdad porque, claro, lo que interesa es vender el fracaso de un tipo que recogió un muerto y lo convirtió en campeón.

Ahora bien, comprar los billetes para discutir a un entrenador tiene el pase de la exigencia y la necesidad, pero ¿Qué lleva al aficionado de un equipo a silbar a su capitán? ¿Qué lleva al aficionado de su equipo a discutir públicamente a un tipo que lleva el escudo de su equipo pegado en el corazón? ¿De verdad el precio de una entrada, el valor de un abono, da derecho a ser injusto? Quien paga manda. Y quien manda, en el fondo, sigue siendo un aficionado más. Como ellos, como todos.

martes, 22 de octubre de 2019

El Nibelungo

El gran Héctor del Mar, fallecido hace meses y maestro de narradores, gustaba de señalar futbolistas con apodos de distinción. Había uno que era un bombón, otro un fenómeno, otro un macho y otro un llaverito. Por encima de todos se distinguía la figura rubia e imponente de un tipo al que conocía como "El Nibelungo".

En la mitología germánica, los nibelungos eran tipos que acumulaban poder y riquezas y cuyo rey fue derrotado por Sígfrido. A Schuster, futbolísticamente, muy pocos le derrotaron, porque el tipo entendía el fútbol como si se tratase de una extensión de la vida. Tenía carácter, era listo y era audaz. Tenía un guante en el pie derecho y un mueble con estantería en la cabeza. Como una brújula andante, buscaba el norte y encontraba siempre al compañero mejor colocado. Pudo haber sido un futbolista de cariz histórico, pero una lesión de cambió la vida.

Antes de Goico, Schuster era un box to box de manual. Un tipo de tranco largo y mirada siempre en el frente. Era lo suficientemente rápido como para acompañar y lo suficientemente hábil como para conducir. Vivía de tirar paredes, encontrar desmarques y ganar la zona de tres cuartos. Después de Goico, Schuster perdió la velocidad y cierta capacidad de regate, pero supo reinventarse porque en sus piernas había mucho fútbol y en su cabeza seguía habiendo muchos espacios libres.

Retrasó su posición, encontró una posición más periférica y se dedicó a jugar andando, cada vez más a medida que iba cumpliendo años. Cuando llegó al Atlético, tras haber sentado cátedra en el Barça y el Madrid, se le tenía por un jugador apagado y falto de carisma. Se encargó de cerrar bocas y apagar dudas dando lecciones de fútbol desde el círculo central. Fue el engranaje perfecto para que Futre abriese por fin la puerta que se le cerraba y fue el guía para una tropa que luchó una liga después de muchos años y ganó dos Copas después de una travesía en el desierto.

Acabó sus días en Alemania, el país que le despreció por haberse marchado fuera cuando era un joven con ínfulas; el país que le negó éxitos internacionales y donde marchó para marchitarse mientras se recondujo como defensa libre. Una muesca más en una carrera trufada de éxitos y, sobre todo, lecciones de fútbol. El nibelungo era el dueño del anillo y con él los dominaba a todos. Porque Schuster no creía en leyendas, pero sabía conjugar las mejores historias.


miércoles, 16 de octubre de 2019

La persona y el futbolista

La tendencia a la confrontación se ha convertido en una necesidad tan demandada que solemos ocupar el espacio de opinión mucho antes de analizar aquel está ocupado por la información. Nos detiene el titular y, sobre todo, nos detiene la palabra ajena porque generalmente sólo la analizamos desde dos perspectivas opuestas: o dice lo que pensamos y entonces aplaudimos, o dice lo que no pensamos y, entonces, berreamos.

No estoy de acuerdo con Guardiola; España no me parece un estado opresor. Han pasado muchos años desde aquello y está claro que entre la nostalgia y el poco olvido, seguimos disparándonos en el pie mientras nos empeñamos en pasar página. Tenemos muchas cosas que mejorar ¿Quién no? Pero ni oprimimos por decreto, ni encarcelamos por sistema.

No estoy de acuerdo con Xavi; Qatar, siendo una dictadura que reprime a los homosexuales, que discrimina a la mujer y que condiciona a los niños, no puede funcionar mejor que España. Nunca. Se puede dar el hecho de que no te gusten cosas de tu país ¿Quién está de acuerdo con todo? Nadie. Pero de ahí a cuestionar el funcionamiento del mismo en comparación con un estado represor media un mundo.

Ahora bien, hemos de tener en cuenta de que cada vez que proferimos un insulto lo hacemos ante un personaje que no conocemos como persona. Y hay que tener en cuenta, sobre todo, que el desdén personal debería estar separado, siempre, de la admiración profesional. Estoy en profundo desacuerdo con ellos en su hipótesis acusativa pero puedo llegar empatizar, que no coincidir, con ciertos puntos de vista. Aquí es donde entra el carácter peyorativo del análisis: no nos gusta pensar, sólo nos gusta saber quién y cómo nos contrarian.

Seguiré admirando profundamente al entrenador; para mí, el mejor de lo que llevamos de siglo, y seguiré admirando profundamente al futbolista, para mí, el más importante en la historia de nuestro país. Porque a mí no me gusta confundir profesionalidad y juego con personalidad y pensamiento ajeno al mismo, porque una cosa es lo que dicen y otra es lo que hicieron cuando el fútbol dependió de ellos. Ojalá España y Cataluña encuentren una posición común desde la que sentarse a hacer las paces, ojalá algún día Guardiola y Xavi sepan reconocer lo que su país ha hecho (o ha dejado de hacer por ellos), pero, sobre todo, ojalá la gente supiese separar lo personal de lo profesional porque, palabras más o palabras menos, los dos han sido los mejores en lo suyo y eso no habrá declaración que lo empañe nunca.

jueves, 3 de octubre de 2019

Volvió la Champions

A veces, un pírrico final ensombrece un camino fastuoso. Hay veces que la memoria juega malas pasadas y nos redacta un informe de valoración basado en últimos detalles con tendencia a obviar aquellos que condujeron hacia el último suspiro. La última final de la Champions League fue tan mala que quedará en la mente como un ejemplo de inoperancia, porque nuestra memoria es tan selectiva que gusta de los extremos antes que de la degustación pausada; aquella sopa estaba fría o aquella sopa estaba caliente. Tenemos el paladar tan sensible que corremos el riesgo de olvidar el sabor de la mejor carne a la brasa en el mejor banquete de nuestras vidas. Todo porque el postre vino con la leche cortada. Es igual. La final fue un tostón, vale, pero el camino hacia la misma fue tan ostentoso que resulta imposible no volver a mirar atrás y tener ganas de más. Porque nada nos gusta más que aquello que, aunque sea capaz de herirnos, saque de nosotros las mejores dosis de disfrute banal.

Vuelve la Champions y con ella regresa el espectáculo. Como diría Pepe Domingo Castaño, la de la emoción, la de los goles, la del sonido inconfundible. Porque hay algo de reverberación pegadiza en esa sintonía que nos retrotrae a la infancia, a los duelos a cara o cruz, a los goles fastuosos, a las celebraciones más desbocadas. Porque la Champions separa el trigo de la paja, resucita muertos, cura enfermos, analiza consecuencias. No vale el miedo porque el coco está al acecho, bien lo puede jurar el Atleti. No vale la confianza porque la sorpresa siempre vive pendiente de una alerta, bien lo puede asegurar el Madrid. No valen las medias tintas porque el vigor siempre será un arma de destrucción contra los pusilánimes, bien lo puede recordar el Barça.

Porque la Champions volverá a ser un gol de Lucas Moura contra el cronómetro, una carrera desenfrenada de Meres contra el Bernabéu, un gol de Origi contra la caraja, un hat trick de Cristiano contra la euforia desmedida. La Champions no hace prisioneros y retrata al más pintado. La Champions es glamour con traje de faena y un otoño frío que se calienta en vísperas de primavera.


martes, 3 de septiembre de 2019

Los duros principios

El catastrofismo, igual que el exceso de jolgorio, suele convertirse en prisión emocional de la opinión pública una vez han contrastado que su hilo, como conductor de corriente, mueve tantas pasiones como portadas es capaz de generar. El análisis, sin embargo, como punto de partida a la hora de predecir cualquier barbaridad, es apartado a un lado de la mesa porque interesa más creer lo que va a pasar antes de deducir en qué estado llegarán los barcos realmente al puerto.

Suele ser tradición que los equipos grandes se dejen puntos a principio de temporada. Suele ser tradición porque en la vorágine comercial en la que vivimos, cada uno de nuestros equipo se ha convertido en carne de mercado y, a medida que aumentan su grandeza patrimonial, van planificando sus veranos en función a una ley de la oferta y la demanda que les envía cada vez más lejos y cada vez durante más tiempo.

A los equipos importantes les interesa más el final que el principio. Les interesa más estar como una moto en marzo que estar como un Ferrari en septiembre. Por eso, por planificación, por desinterés y por filiación mercantil, suelen ser comparsas a final de verano para irse convirtiendo, poco a poco, en auténticos adalides de la competición. Y es por ello que suelen tener malos comienzos de temporada que van solventando con el paso de los meses y, sobre todo, con la aplastante diferencia de talento que atesoran en comparación con el resto de sus rivales.

Pero, claro, para qué vamos a tomarnos en serio el análisis, para qué vamos a perder el tiempo mirando atrás y para qué vamos a saber que, realmente, la liga se la van a jugar entre los dos de siempre por más que los agoreros de la desinformación se empeñen en vender emergencias y catástrofes. No son fáciles los comienzos de temporada porque falta tensión, capacidad física y poder de reacción. Y, sobre todo, falta la motivación de saber que la temporada ha empezado de verdad. Cuando empiece la Champions y la maquinaria empiece a funcionar, los engranajes irán moviendo la locomotora y entonces los que hoy son agoreros serán cómplices de la exageración. Pero en el sentido contrario. En cuanto ganen cuatro partidos seguidos, ya no habrá equipo que se les compare en la historia del deporte.

viernes, 12 de julio de 2019

La experiencia como valor

En todo campeonato de selecciones inferiores se juntan la bisoñez con el talento y la pretensión con la falta de rodaje. Es por eso que muchas veces, chicos que destacan con mucho ruido en campeonatos inferiores, terminan sorbidos por su propia expectativa y, sobre todo, por la realidad que le coloca ante hombres formados y tipos que se ganan el pan en cada lance. A medida que los niños crecen, sólo los que conocen su cuerpo y saben jugar con él a competir, son los que terminan asentándose en la élite como dueños de su propio destino.

En la categoría sub21, sin embargo, cuenta mucho más la experiencia que el talento improvisado, porque los niños se han visto obligados a crecer y, sobre todo, a tomar responsabilidades. En ese sentido, España acudía a Italia con la seguridad de partir como favorita, porque no sólo partía con un equipo talentoso sino que partía con un equipo más que experimentado.

Dejando a un lado la bisoñez de los defensores, las líneas de ataque y creación estaba formada por tipos con más de cien partidos en primera. Y eso sólo con veintidós años. Marc Roca es el eje bisagra sobre el que pivota el juego de contención, es el tipo que ayuda en los espacios, el que socorre a los laterales, el que oxigena al cerebro. Porque el cerebro, Fabián, es el tipo de futbolista excelso del que siempre hemos presumido. Aseado en el juego y firme en la conducción, entiende el fútbol como un juego de conceptos: no arriesgar en la salida y buscar siempre la mejor situación en el ataque. Allí enlzaba con Ceballos, otro artista de la escuela bética que tiene un manual de claqué en cada pie y un regusto por lo fino en la cabeza.

Dani Olmo es seda en tres cuartos y Fornals es decisión improvisada. Oyarzábal, que pone la guinda al pastel, es de la estirpe de los futbolistas que saben jugar al fútbol sin que la definición signifique perogrullo alguno. Conoce los lugares donde recibir y, sobre todo, conoce los lugares donde no molestar. Ataca el espacio con inteligencia y suele verse libre de contraindicaciones porque generalmente encuentra el desmarque correcto.

Todos ellos apoyados, desde fuera, por otros tipos de semejante calado e importancia trascendental. El ya veterano emigrante Aaron, el buscafortunas Mayoral o el futuro capitán del Valencia Carlos Soler, entre otros. No les hizo falta la presencia de Rodri o Asensio, quienes, obligados por sus clubes o instados por cuenta propia, prefirieron vacacionar antes que comprometerse. Dio igual, porque estuvieron los que quisieron y cumplieron los que debieron. Porque deber y querer es el mismo juego cuando el talento y la experiencia se conjugan en un mismo verbo: ganar. Jugaron como quisieron, ganaron como debieron.

El futuro ya está aquí

La velocidad, como arma arrojadiza ante el adversario, es un tormento estratégico que los entrenadores tratan de aplicar sobre sus rivales. Hay un punto de excitación en la velocidad que conduce hacia el vértigo y hay un punto de suicidio en el vértigo que conduce hacia el borde del abismo. Saber medirse es necesario, saber frenar es imprescindible.

En uno de los anuncios más magníficos de los años noventa, un Ronaldo de aspecto imponente y transición imparable, se presentaba con goma de neumático en los pies y repasaba sus mejores jugadas coronándose con una frase que se convirtió en inmortal: La potencia sin control no sirve de nada.

Desde entonces, han sido muchos los llamados herederos de Ronaldo, pero muy pocos los capaces de asombrar al mundo con potencia, control y gol. Y, sobre todo, con espectáculo. En todo este tiempo hemos visto a tipos muy capaces con la pelota pero ciegos ante la portería y tipos con muy buen remate pero muy poca condición para el desborde. Todos las grandes virtudes que un día adivinamos en el brasileño las reecontramos hoy en el fútbol de Kylian Mbappe.

Mbappe juega al fútbol más rápido que nadie pero, además, cuenta con la virtud de saber frenar mejor que nadie. Cuando domine la pausa, cuando reduzca los esfuerzos, cuando aprenda a vivir respirando el aire de los espacios, será el tipo más determinante del planeta. En una época en la que Messi y Cristiano siguen dominando el fútbol con puño de hierro, se adivinan pocos herederos para su trono. Neymar es samba en una cabeza desestructurada, Griezmann es sabiduría en una cabeza compleja y Hazard es vértigo en una cabeza voluble.

Pero Mpabbe es velocidad, regate y gol. Todo lo hace rápido y casi todo lo hace bien. Y le gusta ganar, y quiere ganar. Es esa potencia controlada que sirve de mucho para el Paris Saint Germain, el hombre llamado a liderar la próxima generación francesa y el chico con el que sueñan todos los grandes equipos del continente.

martes, 18 de junio de 2019

El exprimidor

Desde que Cruyff mostró la patita y el cordero se convirtió en lobo, Holanda ha sido una especie de Uruguay a la Europea. Menos corajuda pero más vistosa; menos canalla pero más veloz. Un país pequeño, poco poblado y con las miras siempre en el progreso, ha ido destapando futbolistas como si de una cantera de piedras preciosas se tratase. Apoyado en el extraordinario trabajo del Ajax y apuntalado por la inversión en futuro del resto de clubes, ha ido mostrando al mundo varias generaciones de futbolistas capaz de ganarse el respeto y, sobre todo, la admiración del aficionado.

La Holanda de Hiddink que compitió en el mundial del noventa y ocho es probablemente la Holanda más vistosa de las últimas que se recuerdan. Años después, ante la euforia española que provocó el mundial de Sudáfrica, Ben van Marwijk presentó un equipo que llegó a la final con pierna fuerte, fútbol de choque y Robben como arma letal. No era la Holanda que recordábamos y eso nos dejó un mal sabor de boca.

Pero la Holanda de Francia fue una gran Holanda. Mezclaba lo mejor del Ajax de Van Gaal con el incipiente PSV de Advocaat, coronado con excelsas estrellas como Bergkamp, Winter o Win Jonk. Tenía la pierna fuerte que requería el fútbol de los noventa y adelantaba la velocidad con que se jugaría en el nuevo siglo. Jugó muy bien durante muchos ratos y dejó atrás a Bélgica, a Yugoslavia y a Argentina. En un mundial de fútbol pobre y austero, el mundo, como años atrás, comenzó a ir, de nuevo, con Holanda.

Pero enfrente estaría Brasil. Semifinales y Brasil. Aquello era una jugada contra el destino en toda regla. Si había dos selecciones que habían fascinado al mundo durante los setenta y los ochenta habían sido Brasil y Holanda. De ellos, solamente Holanda conservaba la esencia y tiraba de tradición. Brasil, en su camino hacia la europeización, había sacado a los centrocampistas ofensivos de su ecuación y los había sustituído por los Dungas de turno. La dungarización funcionaba porque había magníficos delanteros. En Estados Unidos estaban Romario y Bebeto. Y Francia estaba Rivaldo, pero sobre todo estaba Ronaldo.

Ronaldo era, en aquella época, el jugador más fascinante del planeta fútbol. Era joven, rápido, rico y feliz. Y se le caían los goles del cuerpo. En una Brasil tan pobre como las anteriores, había mantenido el barco a flote con goles. Sus desmarques causaban terror porque siempre que ganaba un metro ganaba un gol. Holanda lo sabía y conjugó el esfuerzo en su defensa. Línea de tres centrales y dos carrileros por delante. En el medio, trivote, y arriba la pareja de delanteros que hacía del control un baile. Kluivert era Van Basten sin gol y Bergkamp era el Bolsoi en un terreno de juego.

De repente, Holanda se había desnaturalizado. Y lo había hecho por miedo. Porque Ronaldo daba miedo. Mucho miedo. Y el partido, que empezó con el miedo por bandera, se fue abriendo poco a poco hasta convertirse en un juego de espacios abiertos y ataques suicidas. Hasta que Ronaldo ganó su metro y ganó su gol. Fue un pase de Rivaldo, de fuera adentro y un control extraordinario que lo dejó de frente con Van der Saar. La definción fue sutil, por debajo de las piernas, y la celebración fue austera. La tranquilidad por hacer bien el trabajo.

De repente, Holanda se desató. Más por necesidad que por inercia, pero entendió que mirar al frente era la única manera de lograr la heróica. Apareció Kluivert para fallar y apareció Kluivert, en el último instante, para marcar un gol que desató la euforia y puso la prórroga como destino a unas piernas que estaban a punto de pedir su árnica. Aquellos últimos minutos fueron una batalla entre Ronaldo y los defensores y entre Kluivert y el gol. No ganó nadie y solamente los penaltis supieron dictar sentencia. Brasil los anotó todos y Holanda falló dos. Era el sino. Un mal sino. De nuevo sin título en naranja y de nuevo el color amarillo en la final.

Aquella Holanda fue una gran Holanda. Rápida, certera, con una buena generación. Si quiso ser mecánica encontró su freno ante la reina del fútbol de selecciones. Brasil siempre fue Brasil, antes con futbolistas, ahora sólo con nombre. Pero para aquella naranja existió un exprimidor que extrajo el zumo de cada uno de los equipos a los que se enfrentó. Se los bebió a todos. O a casi todos. Ronaldo exprimía defensas como devoraba espacios. Cada vez que ganaba un metro, ganaba un gol.


Al primer toque

El remate es un arte que necesita de precisión y talento. Necesita también, y sobre todo, mucha intución. Y ser muy listo. Ser muy listo también porque hay que manejar los espacios, saber encontrar el desmarque y saber ponerse en situación. El remate requiere habilidades que no todos los futbolistas están capacitados para demostrar.

Pocas salidas me han dolido más como aficionado que la marcha de Hugo Sánchez al Real Madrid. Todo se magnificó porque yo era un niño, soñaba con ser como él y me había cosido un número nueve a la rojiblanca de lana, con mangas largas, que mi madre guardaba en un cajón. La primera decepción, como el primer amor o el primer beso, jamás se olvida, por eso hice un puzle con mi corazón y me dediqué a observar, admirar y dejar de admirar. Sólo Futre volvió a dejar ese poso, pero aunque el corazón volvió a ensombrecer su halo, los ojos ya habían quedado secos.

Hugo Sánchez no era el delantero más fuerte, ni el más rápido, ni siquiera el más hábil con el balón en los pies, pero era astuto como un zorro y tenía el repertorio de los magos escondido bajo su chistera. En su etapa en España ganó cinco veces el trofeo Pichichi y marcó más de doscientos goles, pero sobre todo dejó el sello de un tipo que lo jugaba y lo remataba todo al primer toque.

Su jugada, en estático, solía ser simple al mismo tiempo que efectiva. Asomaba a la línea de tres cuartos, jugaba a un toque y amagaba con perseguir el pase hacia el compañero, inmediatamente giraba sobre sus pasos y rodeaba al defensor en su desmarque rápido y certero. Esos segundos que ganaba en la confusión le servían para ganar el espacio y recibir en las condiciones más optimas. Si el centro era lateral, el remate era un espectáculo, si era profundo, era de lo más certero. Encontrando siempre el hueco más alejado para el portero, celebrando siempre con esa voltereta que se convirtió en denominación de origen.

Hugo dominó el área durante la década de los ochenta. Fue máximo goleador en un Atleti de entreguerras y de un Madrid de época. No pudo conquistar Europa, porque allí topo con un tío que, además de rematar como él, manejaba la pelota como un artista. Marco Van Basten fue su némesis en una época en la que el gol llegaba desde el cielo y se celebraba con cierta sobriedad. Voltereta aparte, esos brazos doblados y esos puños a la altura del pecho, le hacían saber a Hugo que era un puro macho mexicano.

miércoles, 12 de junio de 2019

El predecesor

La algarabía colectiva, cuando se hace eco de la memoria, nos remite a los momentos de inflexión. Puntos temporales a partir de los cuales se cruza la frontera entre lo que fue y lo que podría haber sido. En muchas ocasiones, tipos tan dispuestos como el que más, son capaces de marcharse de casa con más gloria en el corazón que en la sala de trofeos y con la agradable sensación de haber cumplido una misión para la causa; servir de puente emocional para las nuevas generaciones.

Fue en el momento de observar a Henderson levantar la codiciada presea de campeón cuando la reminiscencia nos evocó un recuerdo y nos retrotajo hacia un lugar y un momento preciso; Estambul, año 2005. Allí, un tipo con alma de capitán y pies de plomo fundido, levantó el espíritu de un equipo hasta hacerlo creer en todo. Era el tipo que se arrancaba el alma para llegar a las finales y que, una vez acechada la misión, cumplía con creces anotando un gol en cada una de ellas. Porque, puestos a tirar del carro, sus espaldas eran siempre las primeras voluntarias.

El Liverpool de hoy, todo corazón y esperanza, no se entendería sin el legado de Steven Gerrard; el tipo que sacrificó su gloria para poner su espíritu al servicio del club. En su herencia espiritual reconocemos la entrega incondicional de tipos tan abnegados como Henderson, Milner o Wijnaldum, o el recorrido infinito de sus dos laterales, porque aquel Liverpool que se levantó en Estambul es, en esencia, el mismo que tumbó al Barcelona en una noche de esas que convierte a Anfield en templo de dioses y hombres divinos.

Gerrard era recorrido incansable en busca de la pelota, era juego directo hacia el desmarque más veloz, era disparo de larga distancia, era un pedazo de cesped segado por sus piernas incansables, era potencia en el salto y disparo lejano hacia el gol. Pero, sobre todo, fue una manera especial de entender el fútbol y una manera especial de entender el sentimiento por su club. El brazalete no era un adorno y el escudo no era un símbolo; ambos eran apéndices de un cuerpo entregado a su mayor pasión. Músculo y corazón. Fútbol y entrega. El precedesor miró hacia el césped y se reconoció en el tipo que levantaba la Copa. Sin él, el camino posterior hubiese sido mucho más difícil.

jueves, 6 de junio de 2019

Memoria emocional

Los coqueteos del Atleti con la élite del fútbol son un intento fallido tras otro. Cuando parece que sí, que está en disposición de dar el salto, cuando parece que al equipo lo reconocen por donde pisa, una vez más, y van muchas, se ve obligado a vender a su máxima estrella porque, no nos confundamos, una cosa es la élite y otra cosa son los méritos.

Los méritos de Simeone son de un asombro tan plausible, que basta con mirar hacia atrás para descubrir el legado de lo que ha conseguido. Ya no basta con deterse en lo supérfluo sino que hace falta mirar mucho más atrás para considerar el trabajo del entrenador argentino como de una obra milagrosa, atendiendo a la dificultad de la afrenta así como a la compostura del club. Hace ocho años el Atleti no es que apenas ganase, es que no sabía competir.

A pesar de todo, a pesar del trabajo, del mérito, del esfuerzo, de la consagración, el Atleti sigue sin poder retener a su máxima estrella porque presupuestariamente está por debajo de sus máximos rivales y deportivamente vive a la sombra de dos transatlánticos que raramente se hunden al mismo tiempo. Por ello, quienes vienen aquí para ganar y ven que no pueden, suelen marcharse por la puerta de atrás en busca de gloria antes que memoria.

Porque la memoria es la única copa que sigue levantando el tiempo. Griezmann mirará atrás y no encontrará una despedida como la que tuvieron Gabi, Godin o Juanfran, tipos que ayudaron a construir el armazón de acero y que no se bajaron del barco porque entendían el viaje como un trabajo de equipo. Remar, remar, remar. Y el que no quiera que se lance al agua. Allí nada Griezmann, camino a su gloria personal y sin un pedazo de papel en el bolsillo que le asegure un lugar en la memoria emocional.

Italia no era el paraíso

Las apariciones fulgurantes pueden tener el poder del asombro y contener una capacidad selectiva para el recuerdo. Hay muchos que nacen y mueren el mismo día, otros duran una temporada y los hay que prometen un fútbol de lustros y no son capaces de aguantar la mayor afrenta competitiva.

Cuando Raúl debutó en el Madrid y amenazó con llevarse por delante todas las dinastías, el Barça respondió con lo más mediático de su cantera. Iván De la Peña era un centrocampista excelso que vivía más de la hipérbole que de la sensatez. Conducía la pelota a toda velocidad y buscaba siempre el pase final antes de probar el pase intermedio; un mediapunta que no se adaptó a Cruyff y que quedó relegado a un segundo plano cuando Van Gaal entendió que su fútbol de fantasía no entraba en su concepto de fútbol control.

Sin encontrar su sueño en Barcelona voló a Italia pensando que quien le recibía como un héroe le trataría como tal. Eran años de plomo donde el fútbol italiano dominaba europa y donde no había espacio para concesiones ni florituras. Jamás se encontró entre aquel bosque de piernas. Jamás supo volver a ser el tipo que quiso soñar; un híbrido entre Guardiola y Laudrup que quería abarcar todo el juego y no era capaz de liderar un equipo. Cuando dejó de soñar en grande, aprendió a soñar en pequeño y se convirtió en cabeza de ratón dentro de un Espanyol al alza que puso su proyecto en sus botas. Allí fue feliz y cuando un futbolista es feliz saca siempre todo su repertorio. No era el líder de un gran equipo pero era el líder de un equipo que le quería con una afición que le adoraba, muchos buscan mucho más y encuentran mucho menos.

Prácticamente en la misma época en la que De la Peña volaba rumbo a Italia, Claudio Ranieri tomo una de las decisiones más importantes en la historia del Valencia. Sacó a Mendieta del lateral derecho y le colocó en el eje del centro del campo; libertad total, compromiso completo. De la noche a la mañana nació un futbolista espectacular que nos enamoró a todos. Mendieta era un box to box que iniciaba la jugada y la acompañaba hasta el área contraria. Tenía regate, gol, precisión en el pase y llegada de segunda línea. Cómo no le iban a considerar en Valencia como el murciélago del escudo.

Los dólares, en la época de Parmalat y Cirio, se medían en liras y el Lazio presumía de tener muchas. Igual que lo había hecho con De la Peña, ofreció una cantidad ingente al Valencia por su mejor futbolista y el Valencia prefirió una venta al alza al extranjero antes que reforzar a su mayor rival en España. El Madrid se quedó sin Mendieta y Mendieta se quedó sin su entorno más favorable. Llegar al Lazio era como empezar de nuevo; tenía que competir con Nedved, con Verón, con Simeone y con Stankovic, tipos que ya eran leyenda y que no estaban dispuestos a ceder el sitio a un rubio que quería jugar como en el salón de su casa.

No duró más de un año, veintisete partidos y cero goles avalaron aquella temporada de pesadilla en la que el entrenador jamás confió en él. Igual que le ocurrió a De la Peña, viajó a un lugar con menos presión y se acomodó como líder de un proyecto sin mayores ambiciones. Ambos terminaron jugando y perdiendo una final de la UEFA contra el Sevilla de Juande Ramos y en ambos, cuando los reconocimos, encontramos estrazas de una promesa que quiso ser y no se concretó. Tuvieron una aparición fulgurante y un descenso lento, pero en parte glorioso porque eran queridos por sus aficiones. Su fútbol de impacto sigue siendo recordado, su fútbol de lustros sigue siendo añorado por un puñado de aficionados que aprendieron a vivir con ellos.

miércoles, 5 de junio de 2019

Oikos

Si algo ha dejado entrever la información relativa a la operación Oikos por el supuesto amaño de partidos perpretado por la organización encabezada por Raúl Bravo y Carlos Aranda, es que la prensa deportiva se ha inhibido de la investigación para pasar a ser una mera fuente de información. Son los diarios generalistas quienes publican las averiguaciones mientras quien de verdad debería hacerlo anda más entretenido con entrevistas a suplentes y regocijos por el acierto en algún fichaje en concreto.

Que el fútbol es de los aficionados es algo que debería tener claro tanto los clubes como la prensa a quien representan. El problema es cuando dejamos correr las aguas y blanqueamos la verdad para ponerle un vestido de fiesta. La prensa deportiva termina convirtiéndose en una excisión de la prensa rosa y las verdaderas noticias llegan de redacciones donde han de pegarse por una columna de más o una crónica de menos.

Reducirlo todo a una portada y a informaciones sueltas es reducirlo todo a la comodidad. Ya no existe el periodista que se pega con el mundo para conseguir una información, ya no existe el informador que atiende a las necesidades de los usuarios. Todo es debate y opinión mal contrastada. Todo es manos a la cabeza a posteriori y espera cómoda. Todo se va al traste mientras juegan con nosotros. Pero tranquilos, mientras a su equipo de cabecera le vaya bien, no