viernes, 31 de mayo de 2019

Equipos de autor

La intensidad, bien entendida, se ha convertido en la seña de identidad de los equipos ganadores. Cuando la naturaleza priva de naturalidad y espontaneidad, los equipos deben avocarse a los ejercicios de fe y trabajo para igualar en altura a los más talentosos. Así lo hizo el Atlético de Simeone para derrocar a los dos monstruos en la liga de 2014, así hubo de hacerlo el Liverpool para voltear las ilusiones de Messi hace tan sólo unas semanas.

El Liverpool siempre fue un monumento a la fe. Lo era cuando el reinado del fútbol le colocaba en el trono de hierro y lo era cuando había de luchar contra las tinieblas mientras miraba de reojo como su enemigo dominaba el campeonato con puño de acero. Aquellas semifinales ante el Chelsea con Anfield convertido en un infierno, aquella remontada en Estambul, aquellas noches ante Roma y Barcelona en la que Klopp se convirtió en un magíster premium.

Pochettino, al igula que Klopp, ha fabricado un equipo de autor donde la intensidad prima por encima de la improvisación. Todo está estudiado, todo está tan pragmatizado que llega a resultar admirable esa capacidad para competir hasta en los momentos más angustiosos. Sin embargo, fueron los momentos en los se quitó el corsé cuando el equipo se mostró más espectacular. Aquellos golpes en la mesa en forma de contragolpe en Manchester, aquella angustia hasta el final en Amsterdam. Nada escapa a la realidad porque la verdad sólo entiende de lógicas; cuando todo está perdido, las tripas juegan por encima del corazón.

El corazón del Liverpool es Anfield. El estadio, que siempre da la bienvenida a locales y visitantes cada vez que enfilan el túnel de acceso, es un coloso con pies de fuego que enciende el ánimo de cada uno de los futbolistas propios y suele acongojar las ansias de los ajenos. Cuando Wijnaldum anotó el segundo ante el Barça todos sabían que el tercero era cuestión de tiempo; al saber que el tiempo fue breve, el convencimiento del cuarto insufló el espíritu de cada scousser. En Anfield, vivir al límite de la vida es una forma de convivir consigo mismo, porque han escrito tantas páginas de épica que siguen siendo caballeros andantes en busca de un molino al que destruir. Allí sólo hay gloria, porque hasta el fracaso es hermoso entre The Kop y el resto de gradas que, en comunión, se alinean en cada previa al cántico del "You're never walk alone".

Pero tampoco caminará solo el Tottenham, un equipo estigmatizado por su propia leyenda negra y por haber sido símbolo visible de una comunidad judía que, durante años, estuvo señalada por los hooligans. Hubo de vivir a la sombra del Arsenal durante décadas y, cuando ha llegado su momento, ha sabido aprovechar la inercia de un proyecto al alza para situarse a la cabeza de los equipos favoritos a todo. Pochettini sigue sin ganar un título, pero ha ganado algo mucho más valioso que un trozo de metal; el corazón de cada uno de los seguidores spurs, porque muchas veces no es más rico quien más gana, sino quien deja un legado más recordado. Y, pase lo que pase, nadie olvidará este camino de gloria que ha conducido al Tottenham desde Wembley hasta el nuevo estadio, pasando por el Metropolitano. Porque más allá de los sueños existen las realidades. Pocos hubiesen imaginado este viaje. Pocos, aún, sueñan con un final todavía más feliz.

Resucitadores de dos equipos que vivían en constante estado de duda, Klopp y Pochettino son el estandarte de dos modelos opuestos que apuestan por la competitividad desde dos perspectivas distintas. Uno es amante del vértigo, de la presión alta, de los contragolpes fulminantes, de la velocidad terminal. El otro apuesta por el orden, por la combinación rápida y certera, por un fútbol más británico. Pase lo que pase, de este choque de estilos saldrá un merecido campeón, porque, más allá de las probabilidades existen el talento y las ganas. Si a Salah, o a Kane, les acompaña un equipo vigoroso y enérgico, si el balón sigue rodando a mil por hora, no saldrá un mero partido de fútbol, sino un inolvidable espectáculo.

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