lunes, 4 de marzo de 2019

Balones de oro: George Best

"Si hubiese nacido feo no hubiéseis oído hablar de Pelé". Si George Best hubiese nacido feo, la historia hubiese ganado a su mejor futbolista, pero la vida hubiese perdido su mejor historia. Best, flacucho, tan liviano como para ser rechazado por media docena de clubes en su bisoñez, nació guapo y sacó al fútbol de la última página de los periódicos para ponerlo en la portada. Con todas sus cosas buenas y todas sus cosas malas. El hijo de un trabajador del astillero de Belfast llegó a lo más alto gracias al talento y cayó a lo más profundo por culpa de un ego mal gestionado.

Su madre, alcohólica desde joven, le marcó un camino de desvaríos que el joven George siguió desde la adolescencia. En la Belfast más industrial, crecía entre cervezas y balones de fútbol. Peloteaba solo, contra la pared y soñaba ser Di Stéfano mientras imaginaba goles imposibles. Años más tarde, mientras tomaba una pinta en un bar, un joven se acercó a él y se presentó como Mike Summerbee, el nuevo fichaje del Manchester City; se cayeron tan bien que, a pesar de jugar en equipos rivales, se convirtieron en compañeros de fiestas y celebraciones. Toda persona necesita un punto de apoyo para mover el mundo.

En sus momentos de lucidez era maravilloso. Como aquel día, pasado de vueltas y de kilos, cuando hizo su debut en la cuarta división vistiendo la camiseta del Stockport County. Anotó dos goles y dio la asistencia para uno más después de sentar a un defensa. La gente, entusiasmada, se plegó a sus pies y el se tomó tan en serio la devoción que jugó un par de partidos más y no volvió a presentarse a los entrenamientos. Quiso firmar por el Marbella, allí encontraba sol y fiesta, y un grupo de amigos que decían adorarle, pero la tercera división española no admitía jugadores extranjeros. Entonces regresó al Reino Unido y fichó por el Hibernian. El equipo estaba deshauciado, tanto deportiva como económicamente, y no pudo salvar el descenso pero sí consiguió el suficiente dinero como para solventar sus deudas. Y es que no existía mayor reclamo que George Best en un país adbucido por su fútbol y sediendo por sus historias.

Y es que la historia de Best es la historia de un ángel caído. Su descenso a los infiernos comenzó el día que le dijeron que era el mejor futbolista del planeta y él se creyó con derecho a sentirse el rey del mundo. Realmente lo era, porque tenía al mundo a sus pies y porque conduciendo una pelota del fútbol no había nadie que se le pareciese.

En 1965 formó parte del equipo titular del Manchester United que ganó la liga inglesa. Tenía dieciocho años y una carrera por delante que se adivinaba como histórica. Para evitar que volviese a fugarse, tal y como había hecho la primera vez que se instaló en Manchester, el club le empleó como chico de los recados. De aquella manera, y en espera de cumplir la edad juvenil, el joven George podría ganar un dinero al tiempo que entrenaba con los jugadores de la primera plantilla. Ya entonces no le podían parar. Bobby Charlton, por entonces la estrella del equipo, hubo de ceder su trono al maravilloso jugador norirlandés. Más tarde, junto a Charlton y Law, formaría la que pasó a la historia, como la Santísima Trinidad del United; y es que no se recuerda un mejor tridente ofensivo en la historia del fútbol británico.

Fue el primer futbolista en llevar la publicidad al terreno de las grandes ganancias económicas. Su sóla presencia disparaba el producto. Y ganaba dinero, mucho dinero. Y lo gastaba todo, casi todo en mujeres y alcohol. "En 1969 dejé el alcohol y las mujeres. Fueron los peores veinte minutos de mi vida". Aquella vida fútil y dispersa fue aprovechada por los jugadores de Estudiantes de la Plata para inquirir, una y otra vez, en el orgullo. Patadas, insultos, vejaciones. Todo con tal de sacarle de quicio. Y, al menos, en parte, lo consiguieron, puesto que consiguieron ganar la Copa Intercontinental, pero no evitaron que Best les sentase de culo cada vez que le concedían un metro.

Como una estrella de rock llegó a Estados Unidos a firmar su primer contrato fuera del Reino Unido. Elton John, que era accionista de Los Ángeles Aztecas, le hizo una buena proposición: ganarás veinte mil dólares este año y treinta mil el año que viene. "Entonces firmaré el año que viene". Todo eran risas, chascarrillos y parabienes. Porque Best, aún siendo ya un futbolista mediocre, era el hombre del momento. El galán que derribaba barreras allá por donde pisaba. Un espíritu libre que había exportado su talento natural desde el césped y se codeaba con lo mejor de la sociedad americana. Quizá fue por ello, por aquella manera de pavonearse y olvidar sus orígenes humildes, por los que el IRA le tuvo siempre como objetivo prioritario. Ni un posicionamiento político, ni una palabra para ofender. Aquella tibieza fue mal sostenida y su vida, sin él saberlo, corrió serio peligro durante algunas etapas.

La revolución sin precedentes que había provocado en el fútbol inglés, se apagó el día en el que Docherty no le convocó para un partido de FA Cup ante el Plymouth Argyle. Había faltado tres días a los entrenamientos y el entrenador se había hartado de su falta de disciplina. Un día después, tras una agria discusión, su nombre apareció en la lista de jugadores transferibles del club. "No volveré a jugar más en el United", sentenció. Nunca más lo hizo y el United, aquel año, terminaría bajando a segunda después de un gol de Dennis Law en el último minuto. Las fatalidades nunca llegan solas.

Siempre tuvo grandes amigos en la plantilla del Manchester City. Es por ello que, quizá, aquella fatalidad estuvo ligada a su sombra. Él ya no estaba, pero los sky blues mandaron a segunda a su rival y el vestuario, Law, aparte, lo celebró con entusiasmo. Allí estaban Summerbee y Rodney Marsh, los dos grandes amigos de correrías de George Best. Marsh le acompañó en el Fulham en uno de sus enésimos regresos al fútbol. No funcionó, como tantos otros, pero los viejos aficionados de Craven Cottage aún recuerdan entusiasmados el día que soñaron a lo grande.

Y es, con Best, no existían las medias tintas. Jugó tres partidos de la liga irlandesa con el Celtic Cork y los estadios se llenaron hasta arriba. El técnico le exigía tanto que decidió dejarlo una vez más. Como lo había hecho la primera vez que había viajado a Manchester con catorce años. Apenas duró una semana. No aguantaba esa soledad y necesitaba regresar a Belfast para cuidar a su madre y tomarse una pinta con los amigos. Regresó a los pocos meses, acucidado por su padre y dos años después, ya con diecisiete, era titular en el mejor equipo de Inglaterra.

Y es que, en su más temprana infancia, no fue un mal chico. Ni siquiera un mal estudiante. Era tímido, callado y un portento con el balón en los pies. Cansado de practicar el rugby en la escuela, en sus ratos libres cogía una pelota de fútbol y bajaba a las plazas en busca de un puñado de chicos que quisieran jugar un partido. En uno de ellos, no reparó en un tipo de mediana edad que, de camino a Windsor Park, se detuvo un minuto a observar a aquellos niños que jugaban de manera desinteresada. El minuto se convirtió en media hora y la curiosidad se convirtió en asombro. Bob Bishop, técnico ayudante de Matt Busby, primer entrenador del Manchester United, se acercó al chaval y le hizo unas preguntas. Nada más despedirse de él, se olvidó de su destino y buscó una oficina de correos. "Necesito poner un telegrama urgente". Destinatario: Matt Busby. Lugar: Old Trafford. "Creo que he encontrado un genio".

A Windsor Park regresó varias veces George Best para jugar con la camiseta de Irlanda del Norte. En uno de sus enfrentamientos, jugó ante Inglaterra con las pulsaciones a mil por hora. Necesitaba reivindicarse ante aquellos que estaban echando por la borda su prestigio. Picado por los tabloides y herido en el orgullo, presionó a Gordon Banks en un saque de puerta y le arrebató el balón en el aire para marcar de cabeza. Lo anularon, claro está, pero en cualquier rincón de Belfast aún se recuerda la algarabía que produjo semejante gamberrada.

En aquel mismo 1971, Best perdió el tren que habría de llevarle de Manchester a Londres para la disputa de Chelsea - Manchester United. Cuando apareció en Londres, con horas de retraso y aspecto desaliñado, el entrenador decidió dejarle fuera de la lista. Había comenzado su cuesta abajo. La otra santísima trinidad del United, la que formaron entre Matt Busby, Jimmy Murphy y Bob Bishop en el cuerpo técnico, terminó por perder la paciencia con su chico favorito. Bishop le había ayudado a crecer, Murphy le había enseñado a jugar y Busby le había instruido para ganar. La decepción fue grande. Se había acabado el efecto gaseosa; aquella espuma que había alcanzado su cota más alta el día que anotó seis goles al Northampton en un campo embarrado y salió ante la prensa para considerarse el mejor futbolista del planeta. Lo peor, para él, es que realmente lo era.

Y es que su apellido no era sino la confirmación de lo que todo el mundo era consciente tras cada partido. Él era el mejor. Probablemente, en su plenitud, no ha existido un futbolista más dominante en la historia del fútbol británico. Porque George Best lo tenía todo; era rápido, valiente, listo, hábil y un goleador eficaz. Como muestra quedan los ciento ochenta y un goles que marcó en el Manchester United en el lustro que duró su apogeo.

En 1965, tras su primer año como titular indiscutible, ya era campeón de liga. Tenía diecinueve años y ya era el futbolista más decisivo del equipo. Llegó una liga más, dos años más tarde y, sobre todo, la Copa de Europa. Aquel título lo colmó todo; expectativas, ilusiones, ganas. Sin una motivación extra, George Best, con sólo veinticuatro años, entró en una espiral de autodestrucción que le llevaba de fiesta en fiesta. Cuando ya no le quedaba nadie al lado, se agarró al único acompañante que no le falló ni una sola noche: el alcohol. Así, alcoholizado y perdido de la vida, se presentó en la concentración de la selección irlandesa que, en 1981, el seleccionador Billy Bingham, había formado para seleccionar el equipo que viajaría a España durante el verano siguiente. Tenía treinta y cinco años y, Best, por fin, tenía la oportunidad de disputar un mundial de fútbol. Pero no pudo ser. Los entrenamientos demostraron que era un tipo sin fuelle, los partidos amistosos delataron que era un futbolista sin alma.

Nada más dejar el Manchester United, viajó a Sudáfrica para firmar por el Jewish Guild. Otro continente, una liga menor y muchas expectativas. Para él, la ilusión por conocer gente nueva, para el público, la ilusión por conocer al fenómeno. Faltó a una treintena de entrenamientos y sólo jugó cinco partidos. Se marchó a Estados Unidos para continuar con su ritmo de vida frenético. Tras una de sus famosas fiestas fue detenido después de que la Miss Mundo Marjorie Wallace denunciase el robo de sus pertenencias. La borrachera había sido tal que Best, en lugar de su abrigo, se había puesto el abrigo de su amante quien, antes de depositarlo en el ropero, había guardado sus cosas de valor en uno de sus bolsillos. Unas horas en el calabozo y una anécdota más que contar.

Pero su gran anécdota futbolística surgió en la Lisboa de los años sesenta. Allí se había fraguado un equipo impresionante comandado por el gran Eusebio. Habían ganado la Copa de Europa en 1961 y 1962 y regresaban a lo grande en 1965. El cruce contra el Manchester United no hacía sino presagiar una masacre. Y la hubo. Pero la inversa de los pronósticos. En un partido colosal de George Best, el United goleó al Benfica por un gol a cinco. Al día siguiente, un gran titular poblaba los quioscos de prensa lisboetas: "El Quinto Beatle".

Best era puro rock and roll en una época en la que el pop más acústico se abría paso en el panorama musical. Melena al viento, descaro y portes de galán, le convirtieron en un tipo tan popular como los componentes de los Beatles. Forjó amistad con John Lennon y juntos probaron varias sustancias. Siempre en la cresta de la ola. Siempre en el lugar de la polémica.

Después de su famosa detención, regresó a Inglaterra para fichar por el Dunstable Town. Pagó de su bolsillo ciertos elementos del equipamento del equipo y jugó otros cinco partidos. Su salario condenó al club que, tras descender, terminaría desapareciendo. Después de jugar en el Fulham le dijo adiós a la élite para siempre. Cuando quiso ser consciente de que yo no era ni la sombra de lo que pretendió, se dio cuenta de cuánto talento había desperdiciado. Eso no le alejó del alcohol, sino que lo unió aún más a él. Poco antes de morir, lanzó un mensaje a aquellos que habían crecido mirando sus quiebros y celebrando sus goles: "No muráis como yo".

Y es que George Best murió sólo tras un fallo multiorgánico debido al consumo de inmunosupresores que le recetaron tras ser transplantado de hígado. Siguió bebiendo y siguió sorbiendo la vida hasta su último día. Intubado, derrotado y abandonado por la vida, se dejó morir en una cama de hospital. Un día más tarde, cien mil personas abarrotaban las calles de Belfast. El gobierno irlandés le concedió un funeral de estado y el mundo rememoró, por penúltima vez, aquellos días en los que cambió el fútbol británico para siempre. El Balón de Oro de 1968 irá siempre unido a un cambio de ritmo sin parangón en la historia del fútbol.

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