miércoles, 26 de diciembre de 2018

El sucesor

El problema de la sucesión se agrava cuando la figura del sucedido está en una dimensión superior. Uno puede hacerlo todo bien, entregar el alma en mil suspiros, comerse la hierba, patear tiros a la escuadra y sentir que el runrún de la grada te agradece el esfuerzo pero que, en el fondo, todos saben que jamás serás como él porque como él no ha habido otro en la vida.

Cuando Gianfranco Zola vistió por vez primera la camiseta con el número diez del Nápoles, todos sabían que era un magnífico jugador, pero todos sabían, también, que aquello no le iba a servir para espantar a los demonios. Los ángeles caídos emergieron de golpe una tarde de otoño de 1991 cuando Maradona salió ante los medios con el rostro compungido y los ojos dormidos. Era el crepúsculo de un dios que lo había sido todo y, de repente, se había quedado en nada.

Nápoles, la ciudad que había tocado el cielo, se vio de repente sumisa en una iniciacion al cataclismo. De aquella oscuridad les sacó Zola a base de regates imposibles, pases geniales y remates a la escuadra. Tenía un ángel el pie derecho y la condición futbolística de los mejores peloteros. Cansado de espantar demonios, emigró al norte en busca de fortuna y se hizo amo del mundo con la camiseta del Parma. Allí ganó títulos y, sobre todo, el reconocimiento que le había faltado en el sur. Con el diez en la espalda, se situó en el escalafón de los más grandes y peleó por todo durante un lustro. Hasta que, cansado de ser un leñador con traje de gala, decidió aceptar la oferta de la incipiente Premier para emigrar más al norte y convertirse en el espíritu santo de la trinidad que cambiaría para siempre el fútbol inglés.

El fútbol básico que tantos reportes les había otorgado, había caído en el olvido y se había defenestrado en el periodo más negro de su historia. Durante el tiempo que duró la sanción que le impedió jugar en Europa durante cuatro temporadas, el fútbol inglés involucionó hasta el punto de convertirse en prehistórico. Cuando regresaron a Europa, los italianos y los alemanes les habían adelantado por la derecha. Había llegado la hora de cambiarlo todo. Idearon una nueva competición, ingresaron dinero por derechos televisivos y ficharon a tres tipos diferentes para que su fútbol virara de forma radical.

A Manchester, vía Leeds, llegó Cantoná, un frances irreverente que lideró un equipo que cambió los preceptos del fútbol británico. A Londres, vía Milán, llegó Bergkamp, un holandés errante que conjugó la genialidad en superlativo. Y al Londres más azul, también por la vía italiana, llegó Zola, un italiano vencido por la nostalgia que puso patas arriba Stamford Bridge para convertirse, por siempre, en el jugador favorito de la grada.

Y es que Zola siempre se distinguió como un futbolista diferente al resto. Buscaba las espaldas para recibir las pelotas de segunda línea, acomodaba el balón como si portase poltrona y acariciaba el cuero como un artesano. Ingenió mil momentos y cumplió con los mil detalles que antes había fabricado en su imaginación. La precisión de su pierna derecha le convirtió en temible y la holgura con que ganaba los duelos individuales le convirtió en un semidiós. Libre de sospechas, se dedicó a jugar sin pensar en perder la cabeza corriendo por balones inalcanzables. Encontró libertad y respeto. Por ello, cuando se marchó, dejó que las lágrimas brotasen por su rostro. Había sido el hombre que encontró su fortuna, había sido el futbolista que había cambiado, para siempre, el rumbo de un equipo que se había consolidado en un segundo escalón.

Zola no ganó mucho, pero siempre estará en lo más alto del podio.

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