sábado, 5 de noviembre de 2022

Pichichis: Amancio Amaro

Si entre miles y miles de futbolistas, la IFFHS te nombra el octavo mejor jugador español del siglo XX, es que has sido bueno o, directamente, muy bueno.

Amancio Amaro fue muy bueno. Con diecinueve años gobernaba los partidos vestido con la blanquiazul del Deportivo La Coruña y llegó a pasar hasta catorce temporadas jugando en el Real Madrid, lo que son palabras mayores. Allí, sus diagonales buscando el área y encontrando tesoros, se hicieron tan famosas que la gente dejó de ir al fútbol para ver a Di Stéfano y pasó a ir al fútbol para ver a Amancio.

Y eso que su fichaje no fue sencillo. El Deportivo pedía doce millones de pesetas, un dineral de la época y Bernabéu necesitaba llegar a la cifra más las arcas del Madrid estaban vacías. Por ello pidió un préstamo al directivo Lusarreta, dueño de varios cines de Madrid, asegurándole que aquella inversión le iba a salir rentable. Por ello, el chico, que siempre respondió en el campo, tuvo siempre el favor del presidente, quien le convirtió en uno de sus ojitos derechos. No era para menos; su explosividad en los últimos metros ganó muchos partidos y levantó muchas copas. Había nuevo ídolo.

Y eso que los comienzos no fueron fáciles. El runrrún del estadio siempre altera los impulsos y aquel chico, callado y tímido, también se dejó impresionar. A pesar de la insistencia de Bernabéu en que el chaval era un fenómeno, no todos lo tenían claro. El día que fue condecorado con la Real Orden del Mérito Deportivo, debió acordarse, sonrisa mediante, de esos momentos, porque la realidad fue la de un futbolista diferente, que puso en pie la tribuna y que se consagró en aquel partido en San Siro cuando, infierno mediante, fue capaz de acallar a las huestes anotando el gol que conducía al Madrid a su octava final de la Copa de Europa.

Dos años antes, en 1964, había ganado el Balón de Bronce y ya para entonces se discutía quién podía ser el mejor futbolista gallego; si el imperial Suárez o el chico que llegó al Dépor para hacerle olvidar, el tremendo Amancio Amaro. El hombre que, desde niño, se apostaba sobre la salida de vestuarios de Riazor, para ver salir a los futbolistas y soñar ser un día como ellos. Y lo fue. Debutó con un Dépor caído a segunda división y luchó con todas sus fuerzas hasta ascenderlo. Fue en la cuarta temporada, la de su consagración, la de decirle al mundo que allí había un futbolista de verdad.

El Madrid le hizo un homenaje el día tres de septiembre de 1975. Entonces seguía aún en activo, pero la normativa del club indicaba homenajear a aquellos futbolistas que habían permanecido al menos diez años en el club. No tardó mucho más en retirarse. Cuando lo hizo, se puso el chándal y tomó las riendas del Castilla desde el que, con su olfato e intuición, formó un grupo que no sólo fue campeón de Segunda sino que nutrió al primer equipo de una pandilla de jugadores extraordinarios conocidos como La Quinta del Buitre.

Como jugador del Madrid, ganó dos veces el trofeo Pichichi de máximo goleador de Primera División, ambos compartidos con los jugadores del Atlético, Gárate y Luis, lo que indica que, más allá de su pasión por el regate, también tenía mucho gol. Pero casi nunca se quitó de encima el sambenito de ser un chupón. "Amancio, te sobra un regate". Decían siempre en los mentideros. Y es que, claro, es muy fácil hablar a posteriori. Pero el ídolo de masas seguía a lo suyo, que era el ganar y dar espectáculo.

No tardó en hacerse con el número siete, dorsal que ya había glorificado Kopa y que, a partir de él, vistieron los mejores jugadores de cada generación. Era el número que portaba en La Coruña, allá donde se consagró  de donde no pensaba salir. Era feliz, simplemente. Por ello entró acojonado al Hotel Atlántico, donde le esperaba Santiago Bernabéu vestido de marino. El presidente blanco quería renovar el equipo y se había fijado en aquel joven gallego que era imparable con el balón en los pies y siempre sacaba algo a favor de su equipo en cada jugada; bien un gol, bien un penalti o bien una falta en el borde del área. Y sacar un penalti o una falta al borde del área, teniendo a Puskas en el equipo, era sinónimo de gol. El mismo Puskas con el que terminó formando pareja de ataque, el que se enfadaba con él si no se la tiraba al pie y el que le enseñó los secretos del lanzamiento a portería. El Puskas que dio un puñetazo en la mesa cuando Amancio descabalgó a Hungría del camino hacia la final de la Eurocopa del sesenta y ocho con un gol postrero, el Puskas que le felicitó cuando, ya retirado, vio como su pupilo tenía el honor de formar parte de la prestigiosa selección FIFA formada en 1968 como consecuencia de la conmemoración del décimo aniversario del primer título mundial de Brasil.

Con su característica peca, fruncida en una sonrisa, acudió a Río cargado de ilusión igual que había acudido a Ghana para jugar su primer amistoso con el Real Madrid en 1962. Allí, en un desvencijado vestuario, encontró una camiseta con el número siete pero sin el escudo cosido en el pecho. Cuando se acercó al capitán para comunicárselo, Di Stéfano, con pose de Don Alfredo, le dijo con la voz muy seria: "El escudo del Real Madrid no se regala, hay que ganárselo". Entonces entendió que a lo mejor tenían razón los que decían que era un futbolista demasiado grande para el Deportivo, pero aún era un futbolista pequeño para el Real Madrid. Pero la dimensión se gana en el campo y, sobre todo, en los grandes escenarios. En la Copa de Europa, Amancio hizo veintiún goles, uno de ellos en la final del sesenta y seis ante el Partizán de Belgrado, que consagró al Real Madrid bautizado como de los ye-yes.

Él ya tenía un idilio personal con el gol desde jovencito, y así consiguió ser Pichichi de Segunda División en la temporada 1961-62, el año de su consagración. Justo la temporada en la que el Madrid vende a Luis Del Sol a la Juventus y trata de sustituir su plaza con un jugador de perfil más bajo. Bernabéu le dice a Muñoz que Amancio es un interior fabuloso, pero Muñoz, que ya tiene a Félix Ruiz en la plantilla, opta por el navarro como interior, relegando al gallego al puesto de extremo diestro. Así que a Bernabéu le tocó esperar la explosión de su niño bonito, el mismo del que Emilio Rey, buen amigo y yerno del dueño de La Voz de Galicia, le había avisado que iba a fichar por el Barça, sí que tuvo que hacer de patriarca como cuando hubo de convencerle para que no aceptase la suculenta oferta del Milan en el verano de 1964.

Con la selección, Amancio jugó cuarenta y dos partidos y anotó once goles. Esas cifras, en una época en la que apenas había amistosos y torneos, son extraordinarias, como extraordinario era él sobre el campo; un artista de andares zambos que driblaba todo lo que se el ponía por delante. El gen ganador se lo entregó Di Stéfano, jugando más retrasado por la edad, le enseñó a buscar siempre la victoria. Y claro, costó, no mucho, pero costó. En su primer día contra el Anderlecht, quedó tan impresionado por el ambiente que le temblaron las piernas. En el entretiempo no sabía ni donde estaban los vestuarios. El Madrid empató a tres y cayó por uno a cero en Bélgica. Eliminados de la Copa de Europa a la primera. No era el mejor comienzo.

Pero pronto se rehízo. En la temporada 1969-70, doce años después de su debut con la camiseta del Deportivo, volvió a ganar el trofeo Pichichi. Para entonces ya le llamaban El Brujo, porque lo suyo eran brujerías, hechizos y fenómenos paranormales. Era imposible quitarle la pelota cuando conducía en zigzag dirección a la portería. Tres días después de su precipitado debut ante el Anderlecht, Amancio anotó uno de los goles de la victoria del Madrid en Sevilla ante el Betis. Empezaba a poner la primera piedra. Para entonces, en las concentraciones, aún no tenía galones y tenía que ver de lejos la mesa de los dioses donde se sentaban Di Stéfano, Puskas, Gento y Santamaría. Su lugar era más alejado del presidente, pero poco a poco fue ganando galones hasta convertirse en un líder silencioso.

Fue Fifo y fue Uefo, lo que quiere decir que formó parte de una selección Fifa, pero también de una selección Uefa, porque a la hora de elegir a los mejores, él siempre estaba de los primeros en la lista. Fue ganando peso en el equipo hasta que, al fin, pudo lograr su objetivo de jugar como interior derecha, mucho más cerca del área y más lejos de la banda. Fue su mejor época, sin duda, en la que mantuvo la mirada de niño travieso pero también comenzó a forjar la cabeza de un entrenador, pero fue, también, la posición en la que tuvo sus dos lesiones más graves, una en Barcelona y la otra, terrorífica, en Granada.

Joan Torrent era un jornalero del fútbol. La cábala, que no se dio, le podía haber cruzado con Amancio de otra manera, ya que el gallego estuvo a punto de firmar por el Barça antes de la irrupción de Bernabéu, pero el tiempo quiso se que se viesen como rivales y que el defensa del Barça se hubiese humillado en Chamartín. Como quiera que soportó todo tipo de críticas, cuando el Madrid devolvió visita a Barcelona, Torrent jugó con Amancio dado de la mano. Ni a respirar, se dijo. Y un mal golpe, más fortuito que causal, pero consecuente con la tensión acumulada, mandó al siete del Madrid, siete meses a la enfermería.

Pero peor fue lo de Granada. Bien es conocida la mala fama que gastaron los defensores del Granada en los años setenta. Allí estaban Aguirre Suárez, rebotado del Estudiantes argentino después de mil fechorías, Montero Castillo, uruguayo grandote que no hacía prisioneros y Pedro Fernández, uruguayo también y con menos fama que sus compañeros pero mucha peor leche. Resulta que los tres fueron un día a Chamartín y, a parte de salir goleados, Fernández se llevó un codazo de Amancio que le rompió la nariz. Su salida del campo fue concisa: "No vayas a Granada, porque si vas a Granada, te voy a matar". Y, claro, Amancio no quería ir a Granada. Se borró un año y se borró al siguiente, pero dio la circunstancia de que ambos equipos quedaron enfrentados en el sorteo de Copa del Rey y Amancio pensó que, o bien a Fernández ya se le había pasado el enfado o bien el entrenador no iba a contar con él en la partida. Y el caso es que ambos jugaron y que Amancio ganó un balón cerca del área y allí apareció Fernández para propinarle la patada más salvaje de la historia del fútbol español. Le desgarró todo; piel, músculos y huesos. Después de aquello, Amancio, que había sobrepasado la treintena, se convirtió en un ex futbolista que apenas fue capaz de jugar un puñado de partidos a segunda velocidad.

A raíz de ahí, llegaron los recuerdos; todos grandes o muy grandes. Campeón de Europa con el Madrid y con la selección junto a Suárez y Villa en la apoteosis del fútbol gallego, los veinticinco goles en veintiséis partidos la temporada de su consagración en La Coruña, aquel hat-trick al Barça que le valió el titular "De profesión extremo, de vocación interior", o las nueve ligas y tres copas ganadas vestido de blanco. Y eso que, cuando, con quince años debutó en el Victoria Club de Fútbol, equipo carismático donde se dio a conocer, no tenía mayor sueño que el de jugar al fútbol, sin parar, más allá de las copas y los reconocimientos.

Igual que había deslumbrado en Coruña con el Victoria, deslumbró en Madrid el día que vino a jugar una eliminatoria de Copa contra el Plus Ultra. Marcó un gol y todo el mundo se quedó con aquel delantero con cara de niño, un sambenito que le persiguió por siempre y que no se quitó ni en su intento de dejarse bigote; Bernabéu, a quien no gustaban los futbolistas con bigote, se acercó a él y le espetó; "Tiene aún más cara de niño". A afeitarse y a seguir jugando.

Curtido en la España de la posguerra, Amancio cultivó el regate como modo de supervivencia, en su primer año marcó quince goles y dejó muestras de lo que podía llegar a ser. Con el tiempo, una tonadilla recorrió el país y tomó mimbres de fama: "La raspa la inventó Amancio con el balón, Amancio pasa a Pirri y Pirri tira a gol". Era un Madrid nuevo, deslumbrante, joven, apoteósico, un Madrid liderado por Amancio, que jugó un total de quinientos setenta y nueve partidos y anotó doscientos veinticuatro goles. Unas cifras de leyenda, unas cifras de un tipo que se incrustó en la memoria colectiva y aún hoy resurge en las conversaciones de barra de bar, porque todos aquellos que le vieron, no le pudieron olvidar.


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