Hablemos
de números. En el año 2015, el último del que se tienen datos
completos, España recibió casi 17.000 inmigrantes irregulares
procedentes de África y Oriente próximo. Lo más llamativo es que el
porcentaje de quienes llegaron cruzando las vallas de Ceuta y Melilla
(barreras físicas para separar e intimidar generadas por la Unión
Europea) descendió drásticamente en la última década. Si no se puede
entrar por tierra (España es la única entrada terrestre cercana entre
Europa y África), se puede entrar por mar. Hoy, varios años después de
ese último registro, la situación, precisamente por lo sucedido en el
Mediterráneo, es de caos absoluto, multiplicando rotundamente cualquier
cifra o aproximación anterior y, sobre todo, generando una respuesta
cada vez más extrema y agresiva como mensaje global desde todos los
países de ‘acogida’ (incluso los barcos de organizaciones
gubernamentales como Open Arms o Sea Watch, cuya principal misión es
rescatar del mar a aquellas personas que intentan llegar al continente,
están bloqueados en puertos europeos bajo petición expresa e intocable
de cada uno de sus gobiernos ante la avalancha que son incapaces de
gestionar). Tanto, que sólo el 7% de quienes solicitaron asilo en los
últimos años, lo lograron en nuestro país.
Toda persona tiene derecho a buscar asilo
y disfrutar de él en cualquier país. Sobre el papel, es un derecho
internacional de toda la humanidad pero, en la práctica, no deja de ser
un sueño, una utopía. Pero es el lema de quien ha conseguido cumplirlo y
lucha por reivindicarlo con un balón en los pies. Porque no se trata de
números, de cifras, de estadísticas o de porcentajes, sino de personas.
Historias de vida, de superación y de cómo no hay obstáculos cuando,
gracias a una pelota y a un grupo de trabajadores solidarios, han
devuelto la dignidad y la identidad a estas personas que, tras años de
interminables rutas hacia lo desconocido, de todo tipo de vejaciones y
de insufribles actos con el añadido de pérdidas de familiares o amigos,
logran volver a sonreír cuando la meta son los goles.
Jerez de la Frontera (Cádiz) es un
maravilloso rincón de una de las zonas más bonitas de España pero, a su
vez, por su enclave cercano a las playas del sur, es un lugar adecuado
para la llegada de inmigrantes que intentan ganarse la vida y conseguir
reiniciar su moral. Cuando acudí a ellos hace unos años, tenía muy bien
gestionado el papel de un equipo de fútbol que equilibra esa parte gris
que todos han tenido que atravesar para llegar hasta allí y, a su vez,
les otorga un apacible lugar donde, en compañía, logran encontrar su
relax mental. Eso pensaba yo, pero vivirlo en persona y conocer sus
historias choca frontalmente con cualquier idea preconcebida que podamos
tener los que nacimos al otro lado. Algo se rompió dentro de mí, algo
quebró y algo me hizo ver que cuando has perdido todo y no se puede caer
más bajo, sólo se puede mejorar. Así lo ven cada uno de los integrantes
de Alma de África, el primer club de fútbol que logró federar a
inmigrantes para jugar partidos oficiales en los modestos campos de
tierra de las divisiones inferiores en Andalucía. Y, sin embargo, pese a
moverse gracias al fútbol, son muchísimo más que fútbol.
“Un
amigo del que hacía tiempo que no sabía demasiado, Quini, me llamó de
repente un día. Y, con una simple frase, la verdad que iba a cambiar mi
vida. Me dijo: ‘Alejandro, ¿te puedes venir el domingo a arbitral el
domingo un partido de africanos a La Pradera de Jerez?’. Yo aluciné
porque imagínate qué pregunta tan rara después de un tiempo. ‘Sí, es que
aquí cada domingo se reúnen un grupo amplio de africanos, de los que
están en los semáforos y buscándose la vida, a jugar al fútbol y, la
verdad, es que no hacen más que gritarse y discutir mientras quieren
jugar, así que les dije que necesitan un árbitro’, me explicó”,
cuenta Alejandro Benítez, que pasó en cuestión de semanas de ser el
árbitro al que, de repente, hacían caso y respetaban para poder
disfrutar legalmente de sus partidos domingueros, a convertirse en uno
de los creadores de algo absolutamente brillante y con una carga
solidaria irrepetible.
“La mayoría, al verme, pensó que un
árbitro era lo mejor que les podía pasar. Se peleaban hasta en el sorteo
para hacer los equipos. Ese partido, tras una semana de pasarlo mal
buscándose la vida como pueden, era su desahogo. Pero claro, se
evolucionó. Tras unas semanas, charlamos Quini y yo. Vimos que algunos
jugaban bien y decidimos hablar con el Xerez Deportivo y el Atlético
Sanluqueño, dos clubes de esta zona, para ver si podíamos jugar un
torneo o un triangular benéfico. Les organizamos un poquito y les
pusimos el nombre de Alma de África porque la hermana de Quini, que era
tremendamente solidaria con este grupo de personas, falleció por una
grave enfermedad. Y dejó su perra, que se llamaba Alma, de donde procede
todo. Así que compró las equipaciones y tiramos para adelante con toda
la ilusión a ver qué nos encontrábamos”, recuerda sobre aquellas primeras semanas tan convulsas pero, a la vez, esperanzadoras.
Ese siguiente paso era gestionar de
manera mucho más organizada, estructurada y, si cabe, con tintes de
profesionalidad, aquel grupo de futbolistas que empezaba a animarse con
la idea. ¿Cómo? Intentando que pudieran competir en divisiones
inferiores y, aunque en principio parecía algo imposible, se encontró
una vía para llevarlo a cabo, aunque lo primero era saber qué
predisposición real tenían los protagonistas: “Lo primero era
planteárselo a ellos, porque no sabíamos donde teníamos la mente cada
uno. Pero les pareció bien. Hablamos de jugar la liga, empezar en la
Cuarta División Andaluza, que es la más baja, y de que, al ser negros
muchos de ellos, iban a tener que soportar que les insultaran, les
molestaran y les crearan problemas que, quizás, aún no eran conscientes
de ello. Es decir, que te llamen mono… Pero dijeron que sí que íbamos a
ser respetuosos y defender una bandera global, pero mi sensación es que
no se lo creían. Por eso, el día que llegué con las fichas oficiales de
futbolistas donde pone su nombre, su foto y un sello de la Federación
Andaluza, sus caras eran increíbles. Pensad que ellos son, en mayoría,
personas que están en España de manera irregular. El viernes antes del
primer partido, llegué con esas fichas y alucinaron. Era un documento
oficial. Se sentían personas, que no eran fantasmas. Se emocionaron y
hasta se les saltaban las lágrimas”, explica Alejandro sobre un día clave.
Eso sí, una cosa es imaginarse ser futbolistas y otra es serlo de verdad. Entrenamientos, compromiso de un staff
de colaboradores y otros profesionales (como el entrenador y sus
ayudantes), así como disciplina a la que comprometerse para llegar a un
buen equilibrio deportivo, son palabras y actitudes que nunca
acompañaron sus vidas: “El problema número uno fue su poca habilidad
futbolística porque jamás habían jugado en serio y eso era evidente que
llevaría un largo recorrido de trabajo. Aunque lo más difícil fue la
disciplina. Son personas sin horarios en sus vidas, había que limarlo
con el tiempo. Un partido, por ejemplo, vamos a jugar, saliendo justo al
terreno de juego y cuando va a pitar el árbitro, vemos que faltan dos
jugadores. ¿Dónde estaban? Rezando en el vestuario. Y claro, el técnico
dijo pues o fútbol o rezo, vamos a compenetrar todo porque sino, no hay
manera”, recuerda el presidente que, sin embargo, no oculta que el
fútbol ayuda, pero no esconde el verdadero problema de estas personas,
la ausencia de opciones para salir adelante en la vida.
Tienen un dicho que más que nada es una manera de explicar en una sola frase lo que sienten en Alma de África: “Sin inserción laboral, no hay vida”.
Y es que, pese a que algunos futbolistas llevan muchos años en Jerez,
no han logrado oficializar sus papeles y algunos siguen viviendo en la
calle, pidiendo limosnas, trabajando en los semáforos. “No podemos
decir que hay que jugar el domingo y entrenar dos o tres día entre
semana si no han comido en todo el día o no saben dónde van a dormir esa
noche cuando terminemos el partido. No es posible y somos un equipo
cuya labor principal es la social, la humanitaria y la solidaria. Sin
inserción laboral, ni el fútbol sirve de nada. Ahí es donde más
trabajamos y a algunos, en este tiempo, ya les hemos podido generar
algún puesto de trabajo, hemos logrado que la administración les otorgue
alguna vivienda y cuestiones de reglamentación de papeles para empezar,
ahora sí, a ser personas con todos los derechos. Algunos salen de la
comisaría ya con pasaporte y permiso de residencia y eso les da todo.
Ese es el verdadero partido ganado…. A mí me cambió la vida. Veía los
telediarios, las pateras, cómo llegaban… pero una vez metido en esto, te
das cuenta de la cruda realidad y de lo que han pasado estas personas”, explican desde el club.
Historias, a cada cual más dura, más
luchadora y más surrealista, se acumulan en ese vestuario que podría
gritar sin pudor que son el verdadero ‘club de la lucha’: “Salí de mi
casa, en Camerún, un día sin decir nada a mi familia. Soñaba con
viajar. Lo tenía pensado hace tiempo. Yo era boxeador allí y viajaba
para competir, pero quería buscarme la vida mejor gracias a mis
habilidades con el boxeo. Pero no teníamos prácticamente nada porque
todo es muy peligroso. Mi mujer y mis hijos los dejé allí. Me vine a
Europa sin saber dónde iba a terminar. Cogí la mochila, unos zapatos,
dos camisetas y tres pantalones. Crucé la frontera de Nigeria, luego
Níger, luego Argelia, Marruecos y llegué a España. Lo peor fue el
desierto. Yo sabía que no debía seguir, pero cruzamos andando. La gente
moría porque no había para comer ni beber. Alguno se caía y yo tampoco
podía quedarme, tenía que seguir sin mirar atrás. Vi morir a gente.
Teníamos que beber y, aunque sea duro, había que beberse nuestra orina.
Pensé muchas veces que moría, pero había que seguir. Cada momento
estábamos rezando, nada más. Y así, al final, una noche crucé la valla
tras cinco intentos. Cuatro veces entré y me rechazaron. Pero la quinta
era un domingo especial. Nunca lo olvidaré. Bajamos del bosque y a las
tres de la madrugada, ya que había llovido mucho, la valla estaba caída y
ahí vimos un hueco donde nos metimos para Melilla. Ese día fue gloria
para mí. Pero mi futuro es gris, sólo espero poder traer a mi familia a
Jerez”, destaca Kameni, uno de los pioneros de este club, pues acabó
en Jerez pero sigue dando vueltas por Europa intentando ganarse la vida
(en el momento de esta llamada, estaba en París y lleva años sin ver a
su familia).
Y puedo decir, porque lo vi con mis ojos,
cómo él se quitó unas zapatillas para dejárselas a un compañero y jugar
un partido quedando él descalzo: “El fútbol me dio la alegría de mi
vida en Jerez y mi familia es Alma de África. Llegué solo y ahora sé que
ya no lo estoy allí. Únicamente me faltó trabajo, pero todos los besos,
todos los apoyos, todos los ánimos… siempre me lo dieron. Si me quitan
Alma de África, mato”, explica entre risas y, de vez en cuando,
alguna lágrima de emoción, el propio Kameni, una de las decenas de
historias, terribles pero, a la vez, conmovedoras por su gran corazón,
que se guardan en el vestuario de un equipo único e irrepetible.
Más que nunca, Alma de África representa
una excusa para poder usar el fútbol como lanzadera de apoyo y de
impulso a las vidas de quienes más lo necesitan. Y aunque nunca está de
más, es increíble que existan personas dispuestas a dejarlo todo para
que esto sea posible. Porque hay que ser muy buenas personas (dije cara a
cara a sus fundadores que yo dudo de si soy tan buena persona para
hacer algo así) para encaminarse a una batalla sin fin y eterna, la de
conseguir para quienes vienen desde fuera, una vida justa (siendo Jerez
la ciudad con más paro de toda España, aún más). Todo se logra desde el
apoyo y la fuerza inquebrantable de la familia. Una, formada alrededor
del fútbol y la vida, la de Alma de África.
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