lunes, 1 de junio de 2020

Balones de oro: Gianni Rivera

El niño de la guerra vivió su peor guerra futbolística una noche de octubre en Buenos Aires. Corrían buenos tiempos para el fútbol argentino, dominador de América y, durante los dos años anteriores, también del mundo. La violencia empleada, sin embargo, fue tan cruenta que aquella noche pasó a la historia como el partido de la infamia. Varios jugadores del Milan salieron en camilla y otros tantos del Estudiantes, pasaron la noche en el calabozo. Pero si hubo uno que debió salir a hombros, ese fue Gianni Rivera, artista en el campo y hombre libre fuera de él, se levantó del suelo varias veces y, en una de ellas, le dio tiempo a sortear a Poletti camino de un gol que le dio la gloria al equipo de su vida.

Y es que Rivera, futura estrella rojinegra, había nacido cuando los rescoldos del paso de la gran guerra aún humeaban en Italia. El país, destrozado y recompuesto, buscaba nuevos ídolos que manejasen el paso del tiempo con la habilidad del curandero y la inocencia del pícaro. Años después, no muchos, apareció un artista en Alessandria que, pese a no tener un romance intenso con el gol, llegó a ser capocannionere del Scudetto en 1973.

Fue en 1973 cuando ganó su último título europeo. Aquella final entre Milan y Leeds se decidió pronto en el marcador y fue agónica, en el juego, para los ingleses. Chiarugi marcó y Rivera se hizo con la pelota. El partido fue un quiero y no puedo y el honorable Don Revie hubo de hincar la rodilla ante el hombre que había cambiado al Milan desde el banquillo, Nereo Rocco. Rocco fue el prócer de Rivera durante toda su carrera, el tipo que le dio toda su ascendencia y su confianza, y tanta confianza tenían el uno en el otro que Rocco lo tuvo claro desde el principio: "Cuidad bien a Rivera porque Rivera va a hacernos ganar mucho dinero". La premisa era clara, un portero, nueve gladiadores y un emperador. Aquel tipo, que gobernó la zona roja y negra de Milán durante toda su carrera, no pudo hacerlo en la selección italiana, lugar donde tenían más sitio las estrellas del Inter, algo que denunció Rivera con vehemencia y que casi le cuesta su convocatoria para el mundial de 1970.

Todos sabemos que Rivera fue al mundial porque fue el último héroe de la semifinal, pero aún así siguió siendo suplente en la final, cuando, con la final perdida, Valcareggi le echó a los leones y poder justificar así una derrota convertida en baile desde el minuto uno. Pero Rivera ya hacía tiempo que era el mejor jugador italiano, de hecho, había sido el primer gran jugador italiano, el primer artista de primer nivel que había dado el país transalpino desde la posguerra, desde que Il Grande Torino se había estrellado en Superga y, con él, los sueños de millones de italianos. Desde entonces, todos los grandes equipos italianos habían tenido un genio foráneo (Liedholm, Schiaffino, Julinho, Sívori...) y diez esforzados jugadores patrios. Aquello cambió con la llegada a Milan de Rivera y, su alter ego, Mazzola, hijo de la estrella de aquel Torino que voló por los aires.

En 1970, Rivera ya era balón de oro, trofeo que ya había estado a punto de ganar siete años antes cuando el mundo le conoció después de desquiciar a la defensa del Benfica en la final de la Copa de Europa de 1963. Y es que no se puede hablar de Rivera sin hablar del Milan y viceversa. Allí jugó durante diecinueve temporadas, en las que sumó seiscientos cincuenta y ocho partidos y ciento sesenta y cuatro goles. Y allí había llegado un día de verano de 1960 después de que el Milan pagase sesenta millones de liras y tres jugadores a cambio de hacerse con sus servicios. Hubiese sido una cifra a tener en cuenta, pero dentro de lo normal, si no se hubiese tratado de un chico de dieciséis años. Aquel traspaso le valió el sobrenombre de "Il Bambino de Oro". El niño de oro.

Su pasión mal entendida y esa manera tan peculiar de jugar al fútbol, tan alejada de los cánones latinos donde todo debía ser arrojo y sudor, le hicieron enfrentarse a la crítica en más de una ocasión. Le afeaban la necesidad de tener que verse escudado siempre por el sempiterno Trapattoni quien tenía que defender por dos para que Rivera pudiese brillar por si mismo. Y eso que ya lo había advertido Rocco con antelación; "No corre mucho, pero es un genio". Qué más da que no trabaje si nos hace ganar partidos, vino a querer decir. Pero ese discurso no calaba en un país que había hecho del trabajo su palabra de reconstrucción nacional.

No fue un jugador fácil, pero tampoco era fácil cargar en su espalda con toda la responsabilidad, algo que hizo desde adolescente. Debutó en la Serie A con quince años y ya esa temporada asombró a todos apareciendo como un fijo en las alineaciones del equipo de su ciudad natal: el Alessandria. Cuando, tres años después estuvo a punto de ser el futbolista más joven en ganar el Balón de Oro, todo el mundo se había rendido a sus pies. Lo ganó Yashin, pero Rivera ya se había establecido, frente a todos, como el primer número diez moderno, el primer diez que dejó el interior para pasar a gobernar el juego desde el centro del campo. El tipo por el que siempre pasaba el antepenúltimo, el penúltimo y el último pase.

A esa posición, con el tiempo, la conocieron como mediapunta y se puede decir que Rivera fue el gran pionero, el primer tipo que, con colchón por detrás, pudo jugar con libertad rompiendo de alguna manera los esquemas y abandonando los cánones clásicos. Desde esa posición destrozó a la defensa adelantada del Ajax en la final de la Copa de Europa de 1969, un equipo bisoño incapaz de detectarle e incapaz de evitar que diese siempre el pase correcto en el momento oportuno. Era esa manera de jugar que ya había demostrado Schiaffino en Milán y cuyo testigo tomó Rivera sin miedo y con toda la personalidad del mundo.

En la selección, sin embargo, no encontraba esa libertad. Encorsetado en un sistema predefinido y obligado a una disciplina diferente, fue suplente más veces que titular, lo que no le impidió alcanzar la gloria aquella tarde mexicana en el que Valcareggi acudió a él a la desesperada y él respondió anotando el último gol en el que la prensa bautizó como "El partido del siglo".

No mejoró su situación su carácter rebelde y siempre en busca de la justicia personal. Aquello le convirtió en héroe o villano según la acera que se acordase de él. Fue ídolo rossonero, pero fue el gran rival del Inter, el otro equipo de la ciudad cuya estrella, Mazzola, se imponía siempre a él en la selección y se imponía en la mitad de los debates de sobremesa. Y es que la resurrección del fútbol italiano llegó en Milan, pese a que la Juve y la Fiorentina habían tenido años buenos. Pero los turineses no habían sido capaces de destronar al Real Madrid y fue el Milan el primer equipo italiano en levantar la Copa de Europa. El Milan del incipiente Rivera, el niño de oro que ganó las dos primeras orejonas del club y el primer balón de oro para el fútbol italiano.

Cuando acabó con la dictadura ibérica en la Copa de Europa, todo eran parabienes para el Milan, pero ocurrió algo que acabó con una inercia que parecía imparable. Nereo Rocco abandonó el equipo por desavenencias con la directiva y el Milan pasó un lustro a la deriva y a la sombra del Inter, la Juve e incluso el Bologna. Fueron años duros en los que tan sólo se ganó una Coppa, la primera en la historia del club, con Rivera, como no de protagonista. De los nueve títulos que ganó Rivera con el Milan, siete los consiguió con Rocco en el banquillo. Pocas veces se vio un binomio tan productivo, más aún en aquel fútbol tan igualado.

Rivera debutó como profesional el dos de junio de 1959 en un partido entre el Alessandria y el Inter de Milán. Empataron a uno y el debutante tenía, tan sólo, quince años. El Inter, precisamente el Inter que tantas veces se cruzó con él a lo largo de su carrera. El equipo diseñado, posteriormente, por Helenio Herrera que llenó de futbolistas el once de la selección azurra. De eso se quejaba Rivera. Ponedme a mí con Trapattoni detrás, como en el Milan, mirad como funcionamos. Pero no. Valcareggi no era partidario de Trapattoni y tampoco de Rivera. Lo cierto es que la selección italiana era muy buena porque los jugadores del Inter, y los de la Juve, eran muy buenos y aún con toda la crítica, la resistencia del tipo a ser alguien en el mejor escaparate, le llevó a jugar en cuatro mundiales distintos. Muchos de ellos desastrosos, pero uno de ellos, especial. Quien no recuerda aquellos dos equipos muertos de cansancio, aquel saque de centro tras el empate a tres y aquella jugada de siete pases y tiro a puerta de Rivera que le alzó a la cima del fútbol mundial.

Sin embargo Rivera e Italia ya habían alcanzando la cima dos años antes cuando Italia se había consagrado como el tercer campeón de la Eurocopa de Naciones. Fue el punto de inflexión, a nivel internacional, de una selección que, como su país, había sufrido una transición hacia la gloria pasando por el dolor. Rivera había sido un niño de la posguerra y Alessandria había sido una ciudad castigada que tuvo que aprender a recomponerse con trabajo y dedicación. Su padre trabajaba en la estación de trenes y el niño había de recorrer kilómetros para ir a la escuela y llevar el almuerzo a su progenitor. Aquella vida curtió el espíritu del jugador que fue más tarde y, por ello, cuando el equipo ganó su segunda Copa de Europa, justo después, otra vez, de ganar la liga, no se amedrentó cuando viajó a Buenos Aires para jugar la Copa Intercontinental pese a que los argentinos de Estudiantes les habían preparado una carnicería. Pero no se iba a echar atrás cuando la gloria estaba a dos pasos y cuando ya llevaba recibiendo patadas desde la adolescencia. Aquel día, después de un partido marcado por la niebla, el ayudante Carrara llamó al presidente y le dijo: "Había tanta niebla que se hubiese podido confundir a Rivera con Schiaffino". Había que ficharle.

Con Rivera, Rocco cambió el sistema y el Milan giró en torno a un futbolista. Tan bien lo hizo que ganó el Balón de Oro por abrumadora mayoría en el voto de los corresponsales y, tan bien lo hizo que aparte de levantar dos veces la Copa de Europa, levantó otras dos la Recopa. Era un jugador listo, hábil e intuitivo como pocos, como dijo su compañero Pierino Prati, autor de tres goles la noche en la que Cruyff conoció la derrota, "Rivera tenía ojos hasta detrás de la cabeza". Porque siempre era capaz de saber donde estaba el compañero mejor situado aún estando a espaldas de él. Quizá el mejor elogio vino de France Football quien, en el número especial dedicado a su Balón de Oro, dijo que "Rivera es el único jugador que da poesía a este deporte".

Lo suyo no era tanto el gol como las asistencias. Era un gran asistente, un pasador excelso y el tipo sobre el que giraba un equipo que hacía del catenaccio su forma de vida. Eran tiempos de nadar y guardar la ropa. Las tácticas del seleccionador suizo Karl Rappan durante el mundial del cincuenta y cuatro, había fascinado a los técnicos italianos y Nereo Rocco quiso ser buen alumno antes que maestro. Se trataba de guardar la portería, meter al equipo atrás y dejar que el genio lo resolviese todo. Tuvo la suerte de tener un genio muy bueno. Un genio que duró dos décadas, que empezó con quince y se marchó con treinta y seis, justo el día en el que el Milan, ya entrenado por Liedholm, el hombre que poco más tarde diese la alternativa a Maldini, ganaba su décima liga. Un Milan donde ya estaba Franco Baresi, el siguiente ídolo de la grada y donde el escudero Trapattoni había cedido su puesto a Fabio Capello, fichado a la Juve un par de temporadas antes y dando a entender, en el futuro, que nada mejor que ser escudero de Rivera para convertirse en entrenador de prestigio.

Porque Rivera fue prestigio vestido de rojo y negro, ídolo y sueño, carne y títulos, brazos al cielo y lágrimas al viento, la poesía hecha fútbol y la convicción de que Italia, más allá del ciclismo, también podía volver a tener ídolos vestidos con pantalón corto.

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