martes, 22 de mayo de 2007

El fútbol más allá de la vida y la muerte

De la misma manera que nos solemos acordar de Santa Bárbara solamente cuando nos encogemos por el sonido del trueno, cada vez que el Liverpool roza de nuevo la gloria, recordamos a Bill Shankly para volver a sacar el mito del cajón de nuestras mejores historias. De aquel tipo que se pasaba las horas hablando de fútbol encerrado en el cuarto de las botas de Anfield nos queda el rumor de centenares de anécdotas que, como una obra trascendental, comienzan en las carencias de su infancia junto a las minas de Glensbuck y terminan el día que su corazón decidió decir basta a tanta pasión por el fútbol.

Shankly, socialista convencido y futbolista por encima de todo, creyó rozar la gloria el día que debutó como internacional en el gran clásico contra Inglaterra, pero nunca pudo imaginar la enorme trascendencia que obtendrían cada una de sus palabras con el paso del tiempo. Cuando dejó el Liverpool en manos de sus sucesores, no había fraguado sólo éxitos sino el embrión de un equipo casi invencible. Por ello, las centralitas del club se colapsaron el día de su despedida. Por ello, las calles cercanas a Anfield siguen bebiendo su recuerdo en forma de cántico cada día de partido.

Como Shankly no entendía el fútbol como un concepto sino como una filosofía, cada vez que arengaba a sus jugadores le dejaba una sentencia a la posteridad. No se podía entender el fútbol sin pelota y no había pelota sino se buscaba el gol. "Primero métela en la red y ya discutiremos las alternativas más tarde". De esta manera zanjaba en un solo plumazo cualquier conato de duda.

Fiel consejero del destino, la vida de Shankly cambió el día que conoció a T.V. Williams. Bill quería hacer algo grande y Williams quería un Liverpool campeón, por ello sobraron las palabras y el acuerdo se consumó en un apretón de manos y una promesa de trabajo. De esta manera nació el primer manager de la historia del fútbol porque por el tamiz de Shankly pasaron todas y cada una de las circunstancias que hicieron crecer al equipo; analizaba, conversaba y proponía mientras apagaba su sed con el sabor de una buena cerveza en la mejor compañía.

Del Liverpool de Yeats al Liverpool de Keegan hubo un proceso de maduración que culminó con muchos sueños cumplidos y cientos de alientos derramados. Shankly tomó las riendas de un cojunto en descomposición y lo sacó de la segunda división para elevarlo a la categoría de gran equipo. Cuando comprobó que su trabajo había terminado decidió marcharse sin pedir nada más que el mismo apretón de manos que recibió el día que cruzó por ver primera el umbral de Anfield. Atrás dejó una sombra tan alargada como inolvidable, la sensación de que querer es poder y que poder es alegría para el pueblo. Para Shankly el fútbol lo era todo. Para Shankly el fútbol no era cuestión de vida o muerte sino algo mucho más importante.

La primera vez que quiso analizar el significado de la vida se dio cuenta de que ya había sido atrapado por la magia de la pelota. Cuatro de sus nueve hermanos ya caminaban hacia el profesionalismo y no quiso dejar pasar la ocasión para completar la tarea de aquel refrán que anuncia que no hay quinto malo.

Pasó sus peores años, como cualquier británico de la época, durante los cinco años que duró la lucha contra la Alemania de Hitler. Aún así, no dejó escapar el valor de aquella penitencia sin obtener una recompensa que le marcaría para siempre: vestir la camiseta del Liverpool. Lo hizo en contadas ocasiones y apenas para paliar el hambre de competición que se escondía tras la guerra, pero de allí nació una promesa que más tarde se haría realidad.

Como para Shankly era pecado obviar la historia del lugar donde se pace, amamantó su espíritu de la magia escondida en cada rincón de la ciudad. Por eso, cuando regresó años más tarde ya se sentía identificado con cada uno de sus objetivos. El primero y principal de todos era el de jugar para la gente. Se trataba de limpiar la conciencia y entregar en cada partido el último suspiro y la última gota de sudor. Como futbolista no alcanzó ni la mitad de los éxitos que obtendría como entrenador, pero siempre sintió la satisfacción de regresar a casa con el trabajo bien hecho, porque en fútbol, querer ganar es mucho más importante que conseguirlo.

Dentro de su particularidad, intentaba ahorrar a sus jugadores el agobio que suponían los momentos de prepartido y entonces era cuando cambia todo el discurso de la semana. De buenas a primeras comenzaba a contar historias de boxeo y cada futbolista abandonaba la tensión sin arrojar al vacío los deseos de victoria. Incluso era capaz de rizar mucho más el rizo en su propósito de encumbrar a sus muchachos por encima de los demás; cada vez que le pintaban la oportunidad, aprovechaba para ridiculizar al Everton por la vía de la palabra hiriente. Así, cada derby se convertía en un intento por callar la boca a Shankly. Craso error. A quien había que silenciar era a Anfield, porque Shankly ya lo había dicho todo.

Cuando Bill llegó a Liverpool se encontró un club que había dejado de creer en el éxito, quince años después dejó un equipo capaz de creer en todo. Para llevar a cabo una tarea tan ardua, Shankly concentró su trabajo en los futbolistas, pues ellos eran el verdadero patrimonio del club. Marcado por una infancia manchada por el polvo de una mina que casi consiguió quebrar su espalda, supo encontrar en sus raíces el mejor motor para motivarse a sí mismo. El éxito sabe mucho mejor cuando se alcanza desde la humildad. Y el que viene de abajo sabe mucho mejor todo lo que cuesta llegar arriba. Eran las ideas que siempre le acompañaron, las mismas que había intentado fraguar en Carlisle cuando se puso por vez primera el mono de entrenador.

Aunque siempre tuvo las ideas claras nunca fue de grandes discursos, prefería sentar cátedra desde la palabra concisa y el verbo directo. Por ello, tras su muerte, hubo tantas frases que recordaron su figura que poco a poco pasó de leyenda local a mito universal. Su legado ya era indestructible. Aunque él no estuviese, permanecía su concepto, su eco, su fútbol. Los años de penuria habían quedado definitivamente olvidados y la afición, repleta de orgullo y entusiasmo, podía repetir, en un mordaz homenaje hacia su memoria, que los peores momentos podían pasar simplemente por quedar segundos.

Como el pensador progresista que siempre fue, Shankly supo sorber como nadie el espíritu guerrero de la ciudad que le acogió como un padre. Consciente de que allí nadie obtuvo una libra sin arrastrar antes todo su esfuerzo, se proclamó instigador de las conciencias y elevó al altar revolucionario el color rojo de la camiseta, toda una reivindicación hacia los ideales que aprendió de pequeño mientras comprobaba como su padre se dejaba las manos y el alma entre los túneles de la mina. Allí ganó su primer pulso contra el destino y en sus palabras alcanzó el lazo afectivo de una ciudad que había esperado impaciente a alguien como él.

Como gran visionario dejó su primera sentencia cumplida el día que el Huddersfield no quiso retener a Dennis Law, su primer gran descubrimiento. Bill Shankly se dirigió a la planta noble del club con el paso tranquilo y el acento pausado y pronosticó: "Algún día, este chico será vendido por cien mil libras". El tiempo volvió a demostrar que a Shankly nunca le faltó la razón.

Y al igual que la razón, nunca le abandonó su pasión enfervorizada por el fútbol. En su idilio perpétuo con el balompié dejó incluso víctimas con la memoria repleta de muescas, sobre todo en su familia, más acostumbrada a tratar con un entrenador o con un aficionado que con un padre, un esposo o un abuelo. El más claro ejemplo de lo que iba a resultar el matrimonio para su sufrida esposa lo hizo constar el mismo día de su boda, cuando agarrado a su mano, obligó a Nessie a asistir a un partido de la segunda división.

Desde que debutó como futbolista profesional en Carlisle hasta que abandonó el banquillo del Liverpool, Shankly dedicó cuatro décadas al fútbol, como si quisiera regalarse a sí mismo el empleo diario que deseó desde niño. Cuando, por fin, quiso dedicarse a su familia, su espíritu se había abandonado por completo a los conceptos deportivos. Tras tantos años entregado a la enseñanza balompédica, le costó dejar de ser entrenador para convertirse en padre y por momentos llegó a temer el haber llegado tarde a la tarea de conseguirlo.

Pero como padre de sus futbolistas su principal misión fue la de acariciar la fibra motivadora. Para ello, les levantaba a primera hora de la mañana y les acompañaba en un paseo por las calles de Liverpool para que fuesen conscientes de la envidia que despertaba su situación privilegiada respecto a los trabajadores matutinos. Desde ahí, cada futbolista conocía su posición social y su misión en la vida: alegrar el día de cada uno de aquellos asalariados. Entre Shankly y los Beatles, Liverpool creció ante el mundo como una nueva ciudad, centro de un nuevo movimiento y de un nuevo concepto de afrontar los retos. Como la ciudad feliz en que se conviritió, el sabio entrenador siempre vivió marcado por el alboroto que significó la F.A. Cup conquistada en 1965 ante el Leeds United, porque en aquella victoria residía la certificación del progreso del equipo.

El error, como signo atenazador de esfuerzos físicos y mentales, era concebido por Shankly como una probabilidad más dentro del riesgo de jugar al fútbol. En su obsesión por desmitificar los temores dejó una nueva máxima en los anales del tiempo: "juega como si nunca pudieses cometer un error, pero no te sorprendas cuando lo hagas". Todos lo tenían claro, había que mirar hacia adelante y mucho más allá de las consecuencias. Ahí radicó su principal legado; en un equipo valiente, en un equipo sin complejos, en un equipo de fútbol en toda su definición.

En ello inicidió en gran medida su papel como motivador. No dejaba pasar la oportunidad a la hora de instigar a sus futbolistas y hacerles ver cual era el verdadero motivo de su profesión. Ningún jugador era un yo particular sino parte de un conjunto en vías de imbatibilidad, y si no entendían el concepto por las buenas, ya se encargaba él de inculcarlo al calor de una buena bronca. El pobre Tom Smith pudo comprobar la furia de su entrenador el día que pretendía saltar al campo con un vendaje sobre su rodilla maltrecha. "¡Quítate ese vendaje!", le recriminó. "¡Esa no es tu rodilla! ¡Es la rodilla del Liverpool!". Ese era Bill Shankly y esa era su filosofía. Una filosofía sencilla, candente y apasionada. Los que comulgaron con él agradecieron su paso por la ciudad colocando una estatua a las puertas de Anfield y grabando una leyenda que se convirtió en credo de la verdadera misión cumplida del entrenador. "Bill Shankly. 1913-1981. Hizo feliz a la gente" ¿Se puede decir algo mejor?

En el ejemplo de su verbo claro y conciso, vivió el consejo más claro que siempre dió a cada uno de sus futbolistas: "Pásale la pelota a la camiseta roja que tengas más cerca". Poco más se podría añadir. Si te equivocas, ya sabes que es cosa tuya. Si no vales, mejor te dedicas a otra cosa.

Que Shankly valía para el fútbol quedó patente el día que se vistió por primera vez de futbolista enfundado en la camiseta del Cronberry Eglinton, algo que se reafirmaba cada vez que afrontaba el instante previo a un partido de fútbol y obligaba a sus jugadores a recitar la frase que había grabada en el túnel de acceso al césped; "This is Anfield". Porque ningún futbolista debía olvidar nunca para quien jugaba, porque ningún adversario debía obviar nunca contra quién iba a jugar, porque en Anfield residía el verdadero espíritu del Liverpool. Un espíritu libre, convencido, tenaz, incansable. Un espíritu feliz.

Para cosechar el éxito, Shankly siempre se apartó del egocentrismo ya que lo consideraba un enemigo mortal a la hora de aplicar correctamente cada una de sus funciones. Por ello, ofreció toda su confianza al equipo técnico del club y entre todos ayudaron a empujar al equipo hacia arriba. Convencía y al mismo tiempo se dejaba convencer. Siempre el trabajo en equipo como auténtico motor hacia el éxito. Y como los jugadores no encontraban motivos de desunión en la infraestructura superior, se tornaban rápidamente en manejables para sus ejercicios de motivación. Ni la muerte podría suponer un obstáculo a la hora de sentirse embriagado por un reto. Lo dejó bien claro tras una de sus mejores victorias: "Ninguna enfermedad me hubiese mantenido alejado de este partido. Si hubiese estado muerto, hubiese hecho sacar la caja, ponerla en la grada y hacer un agujero en la tapa".

Aquel Liverpool acuñó un concepto que se convirtió en seña de identidad y denominación de origen en sus viajes por el mundo; "Passing Game". Se trataba de elevar a la máxima potencia la asociación entre futbolistas como el concepto más válido del fútbol. Los jugadores escuchaban las premisas, levantaban las rodillas del suelo y saltaban al campo para pasarse el balón unos a otros y circular en masa hacia la portería rival.

Shankly disputó su último partido como futbolista en Preston una templada tarde de 1947. Desde entonces, convivió con el entrenador que llevaba dentro y con el jugador que siempre quiso llegar a ser. Y como siempre deseó tener un entrenador que le enseñase a sentirse futbolista, no tardó mucho en volcarse en su tarea como educador, como motivador y como exponente de una nueva escuela de técnicos. En su innovación no dudó en aportar correcciones a cada uno de sus muchachos, les obligaba a comer juntos, incluso a viajar juntos al estadio en el mismo autobús, porque para ser un equipo había que sentirse como un equipo.

Antes de convertirse en el mesías de la ciudad, fue consciente de su regocijo al cerciorarse de que lo allí había encontrado no era un equipo de fútbol sino una familia. A base de entregarle tanto tiempo a sus muchachos sintió en su espalda el recelo de su verdadera familia, siempre solicitando un puñado de minutos más en cada momento de presencia. Pero nunca nadie dejó jamás de quererle porque él era padre, marido, entrenador y símbolo inmortal. Desde el día que abroncó a un policía por apartar del campo una bufanda con los colores del equipo, enamoró al Kop e inició con la mítica grada de Anfield una relación de compromiso mutuo que solo la muerte pudo separar.

Fue la misma relación de amor que inició con la pelota desde el primer momento en que la tuvo entre sus brazos. El fútbol de Shankly pasaba por la pelota y era la pelota la que debía buscar el gol. "La pelota nunca se cansa". Podían correr detrás de los rivales o hacer que los rivales corrieran detrás de ellos ¿Qué eligieron? En la historia está la respuesta.

Bill Shankly entrenó al Liverpool un total de 753 partidos a lo largo de quince temporadas. Tras su marcha, en 1974, quedó la sombra de un personaje popular y populista, un hombre que se acercó al pueblo y dejó que el pueblo se acercase a él, un tipo que asumió su condición de ídolo sin caer en la arrogancia de la fama, un amigo que cada tarde se sentaba a responder cada una de las cartas que recibía en su casa de Melwood. Tras su muerte, en 1981, quedó el recuerdo de un ser inmortal que aprendió a valorar la vida en el umbral de una mina, se fué el personaje que creció en Glenbuck y nació el mito que siempre estará ligado a un rincón aislado de Liverpool llamado Anfield Road.

4 comentarios:

zaragocista dijo...

Completísimo repaso a la historia del que como tú mismo dices es el recurso más habitual utilizado al hablar del POOL en momentos importantes.


Gran post, gramn personaje.


Saludos.

Lovenkrands dijo...

tio, sin más,

amen!

un saludo grandisimo post joder!!

Alvaro dijo...

Un gran post Pablo, te felicito, de los más largos que has escrito pero también de los mejores.
Un gran personaje, saludos.

Javi Saiz dijo...

El hizo a la gente feliz.

Con eso se resume todo como hemso hablado. Representó y lideró el triunfo de la clase obrera, ademas de aportar al fútbol un nuevo estilo, el passing game. Ha sido el mayor mito del Liverpool por todo. Conozco todos los detalles sobre el, pero leer post como este da gusto. Un 10 de nuevo Pablo.