viernes, 2 de agosto de 2024

Pichichis: Luis Aragones

La postguerra es un tiempo de hambre y deseos incumplidos, es un pozo donde la miel no tiene boca de asno y el agua es un fondo en el que pelear. La postguerra forja personas de corazón duro y mente de acero, porque ante la necesidad, virtud y ante la virtud, ingenio. La postguerra fabricó un tipo de coraza dura que se empeñó contra el hambre y dibujó con fuego goles con el pie derecho, porque mientras Luis recorría el frente de ataque con el ocho en la espalda, jamás olvidó el origen trasmitido desde aquella vieja casa cuya cuadra ya no tenía animal y sí muchas grietas pendientes de tapar con cal.

Luis, que llegó a ser internacional hasta en once ocasiones, primeros golpeos fueron a una piedra en el patio de recreo de la Escuela Humanitaria de Hortaleza, en el poco tiempo que le dio la necesidad para abrir dos libros y aprender tres cuentas. Allí aprendió a marcar su camino, tal y como lo hizo más tarde cuando llegó a un Atlético dubitativo y lo colocó en lo más alto del escalafón. El hambre le había endurecido hasta tal punto que para él, las desgracias no venían a través de un gol o a través de una palabra, por ello no se hundió tras el gol imposible del alemán en Heysel, ni se amilanó ante las sucias jugarretas de ese personaje llamado Jesús Gil.

Hombre de una pieza, aprendió a señalar el camino subido a la vieja camioneta de Poli, donde los chicos de Hortaleza iban hasta Ciudad Lineal para echar unos bailes o para retar a unos partidos de fútbol. Entonces, a Luis, le llamaban "El Plomos" porque era tan delgado que podría ponerse plomos en los bolsillos para que no le llevase el aire. Pero era el mejor, claro y por ello le captó el Real Madrid, el gran equipo del momento, por el que todos sentían fascinación y en el que soñó con jugar hasta que se dio cuenta de que aquel sueño debía morir por lógica aplastante.

Era un cerebro en punta de ataque que abarcaba la mitad de la cancha rival con pases y paredes precisas. Decían que jugaba tan bien que parecía un sabio, por lo que a alguien le dio por decir que Luis era "El sabio de Hortaleza", pero a él aquello le espinaba y solía contestar de manera concisa: "El sabio es mi hermano"; más ducho en las letras y en la conversación que el astuto centrocampista que formó con Gárate una dupla que aún perdura en la memoria de los viejos aficionados del Atleti.

Pero si buena fue su dupla con Gárate, mejor aún fue la formada con Ufarte. El tipo que le acompañaba en el costado derecho del ataque y que le acompañó en los banquillos durante gran parte de su carrera. Era un Atleti familiar y Luis, como había aprendido de los viejos vecinos de Hortaleza, fue el pilar de una familia que incluso salía a tomar cervezas con los jugadores del Real Madrid. Eran otros tiempos.

Suyo fue el primer gol en el recién estrenado estadio del Manzanares y suyos fueron los tres goles más mágicos de su carrera anotados en una noche inolvidable ante el Cagliari de Gigi Riva. Aquel grupo de amigos ya había aprendido a remar contracorriente, igual que lo tuvo que hacer Luis desde la infancia ya que su padre, don Hipólito, falleció pronto y hubo de arrimar el hombro desde muy joven para meter dinero en casa. Así que aprendió a no rendirse y a insistir. El Real Madrid le cedía y le cedía y no se lo quedaba así que aprendió a abandonar unos sueños para aferrarse a otros, de esta manera, en 1964, y en plena madurez, aterrizó en el viejo Metropolitano y de alguna manera supo que allí sí iba a hacer historia.

Y es que fue siendo cada vez mejor, hasta el punto de ser el mejor de todos. Parecía lento, pero era muy listo. Por fuera tenía una coraza que le impedía ser simpático, pero mantenía la mirada de aquel niño que caminaba los cinco kilómetros que separaban Hortaleza de la laguna de Valdebebas para ir a pescar, correr o jugar una pachanga. Ya entonces era Luis, simplemente Luis, porque lo de Aragonés llegó más tarde, cuando peinó canas y se convirtió en leyenda de los banquillos, pero el jugador era Luis, el tipo que llegaba al área desde la segunda línea y que anotó más de cien goles con el Atleti, tantos que tuvieron que pasar décadas para que un delantero le superase, el centrocampista goleador que hizo del Atleti un equipo aún más grande y que se ganó la puerta grande después de convertirse en leyenda.

En las canchas de arena del Colegio Jesuítas de Chamartín, forjó un carácter de líder que encumbró su personalidad. Ya entonces los compañeros le seguían y los maestros le observaban golpear una vieja pelota de trapo. Tras quedar libre de madridismo, fichó por el Atleti para acompañar a Adelardo en el liderazgo del vestuario y hacer de Vicente Calderón un hombre satisfecho. En su primera temporada ganaron la Copa y en la segunda, la Liga. Luego llegaron dos ligas más y otra Copa y un trofeo Pichichi jugando como centrocampista, prueba fehaciente de las habilidades de un tipo hecho para la ida, el regreso y el progreso.

Tras varios tumbos en equipos de segunda y tercera división, su despegue definitivo lo da en Oviedo. Allí juega media temporada, aún como cedido y su desempeño es tan bueno que el Betis consigue un acuerdo con el Real Madrid para ficharlo en propiedad. Las tres temporadas en Sevilla son fantásticas, tanto que Vicente Calderón sabe que ese tipo, que además es madrileño, es la pieza exacta que le falta al equipo para volver a funcionar. Luis mamó Atleti desde el primer día y lo quiso tanto que incluso, con el tiempo, cuando ya era un viejo entrenador con el culo pelado, abandonó el sueño de entrenar en Champions con el Mallorca para devolver a su equipo a la Primera División. Aquel espíritu arraigado que aprendió a forjar en el lavadero viejo mientras hacía trabajos de niño para meter un mendrugo en casa, alimentó su carácter hasta el punto de hacer de él un tipo que nunca se amilanó, ni siquiera cuando tuvo a medio país en contra porque se empeñó, y con razón, en no intoxicar su grupo de jugadores de la selección española con la convocatoria del antiguo capitán del equipo.

A menudo podía vérsele en el campo de entrenamiento enseñando a sus futbolistas a chutar las faltas directas, especialidad que le encumbró en sus años de futbolistas y, sobre todo, motivándoles con el fin de hacer de ellos un grupo de campeones. Pocos de los futbolistas que han estado con él han hablado mal del tipo que les hizo aún mejores y en su progresión se puede comprobar la capacidad de adaptación al medio comprobando como, en primera instancia, sus equipos eran una oda al contraataque mientras que terminó sus días fabricando la selección española que mejor ha jugado a la pelota de todas.

En Hortaleza, sus padres tenían un negocio de ladrillos y cuando Hipólito murió, ante la debacle que se anunciaba, los propios vecinos del barrio acudieron al negocio para comprar los ladrillos y salvar a la familia Aragonés. Con aquellos ladrillos se construyó un pueblo a mano y allí, el joven Luis aprendió que la solidaridad no es un regalo sino una forma de vida. Así lo plasmó él en el campo, siempre el primero al quite, a la ayuda y al auxilio. Una salida por su lado, un balón filtrado, una aparición inesperada, un gol. El tipo que saludaba y acompañaba a las cervezas a su grupo de compañeros se acostó un día jugador y se levantó entrenador. El Atleti pasaba una mala racha, el Toto Lorenzo fue destituido y Vicente Calderón, que sabía las dotes de Luis para manejar aquel vestuario le llamó al orden "¿Te atreves?" y vaya si lo hizo. De un día para otro, pasó de llamar a sus compañeros de "tú" par pasar al "usted". Comenzaba una nueva etapa. El respeto se ganaba desde la distancia y la motivación desde la cercanía. El Luis jugador había sido leyenda; el Aragonés entrenador se convertiría en inmortal.

Tras una coraza de antipatía se escondía, según los que le conocieron bien, un tipo que realmente valía la pena. De su madre, la señora Generosa, que hizo honor a su nombre acogiendo a decenas de chiquillos de Hortaleza en su vieja casa, aprendió que hay gente que merece un cachete pero que otros, muchos más, merecen un abrazo, así que Luis aprendió a separar la paja del trigo y aunque muchas veces fue cascarrabias, no dejó de ser un tipo divertido con mala leche que hacía sonreir a aquellos que quisieron acompañarle en su viaje. El hombre que se tatuó el escudo del Atleti en su cabeza y demostró que se puede ser grande aún conviviendo con un gigante "¿Nosotros el pupas?", contestó un día; "Entonces los otros deben ser el costras".

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