Los juicios públicos nunca fueron el paradigma de la ecuanimidad, porque allí donde se necesitan análisis, pruebas y mesura, solamente afloran los sentimientos más viscerales y, generalmente, las fobias más arrebatadoras. Por ello, conviene ir con pies de plomo y cabeza fría antes de dictar una sentencia frente a una justicia, la real, que, por más tumbos que de y dudas que genere, finalmente es la que sienta la la cátedra de la opinión.
Otra cosa es, por otro lado, el blanqueamiento. Ese exagerado interés, que roza lo ridículo, por limpiar la imagen pública, desde los medios, de todo aquel futbolista que vista una camiseta de color blanco y juegue en la capital de España. Más allá de las vicisitudes de un portugués en Estados Unidos o los pleitos personales de un francés con un compatriota, conviene aclara que, condenado o no, el defensa canterano del Madrid está imputado por un supuesto delito de distribución de pornografía infantil y que por mucho que repitan que la menor no es una niña, su propia desvergüenza les colocará, para siempre, en el lugar de los tipos más despreciables del planeta.
Y es aquí donde entra la cacería popular hacia la persona. Está claro que si Asencio cometió el delito, debería ser imputado. Que no pasa nada por recordar el motivo de su imputación y que puede que, con el tiempo, haya madurado y se arrepienta de lo que hizo. No lo sé. Pero no caigamos a la altura del barro y nos revolquemos en él deseando la muerte, en plaza pública, de un chico que, pecados aparte, sólo trata de jugar al fútbol. Desear la muerte está feo, por más que el pecado sea del género vomitivo.
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