martes, 23 de marzo de 2021

La ansiedad, el crucero y el tapado

La competición conlleva una motivación que implica un pinzamiento en el nervio motivador; todos, absolutamente todos, quieren llegar lo más alto posible. Los hay fuertes, débiles, altos, bajos, preparados e incluso tipos de vida disoluta que prefieren el hedonismo a la práctica, pero el punto común que les une es que, puestos a competir, todos lucharán por alcanzar su mejor posición.

Uno de los obstáculos habituales a sortear cuando te ves en lo más alto de la clasificación es la ansiedad. Cuando la inercia es positiva y te empuja hacia arriba con la facilidad del talento, te crees subido a la nube de la proyección. Por aquí bien y por aquí, también. Cuando ganas jugando bien, regular e incluso mal, llega el momento en el que el optimismo es compañero de viaje y la confianza es alimento regular. Por ello, cuando uno cree haber alcanzado la cima, es conveniente no llegar a confiarse y, sobre todo, no mirar hacia abajo porque puede sobrevenir el vértigo.

Cuando el Atleti afrontó su doble duelo contra el Levante tenía ocho puntos de ventaja y dos partidos atrasados pendientes por jugar. Mereció ganar en el Ciutat de Valencia y empató. Mereció ganar en el Metropolitano y perdió. Así son los designios del fútbol. Puedes estar picando piedra durante media temporada y en apenas cinco días toda la confianza se te va por el desagüe. Cuando sobreviene el vértigo primero desaparece la confianza, luego el gol y después del fútbol, y es entonces cuando llega la ansiedad. El Atleti necesita ganar esta liga porque, de lo contrario, se vería abocado a un escarnio histórico; nadie, jamás, había desaprovechado una ventaja similar. Por tanto, instigado por la obligación y atenazado por la ansiedad, empieza a jugar sus partidos en un alambre demasiado peligroso. Ayer le salvó Oblak, pero quedan diez jornadas y si sigue jugando con esa histeria probablemente no haya milagro que le salve.

El caso contrario ocurre cuando un equipo viene de perderlo todo y ya sólo puede empezar a ganar. Durante el primer tercio de la temporada, el Barcelona parecía un equipo roto, sin costuras, sin agallas, sin fútbol, en un patético estado de descomposición. La transición se adivinaba difícil y el futuro se veía demasiado borroso. Institucionalmente el club era un caos y, pendiente de que un nuevo presidente tomara las riendas, sin gobierno ninguno el equipo de fútbol parecía contagiado por la apatía institucional. El cero a tres que le endosó la Juventus fue el pozo del fondo y, aunque cuando el Paris Saint Germain cazó su particular botín del Camp Nou, el equipo parecía muerto, lo cierto es que llevaba semanas con la sensación de que algo en él había resucitado.

Agarrado al sempiterno fútbol de Messi, el Barcelona empezó a encontrar el gol, después el fútbol y,por último, la confianza. Y todo ello gracias al trabajo de un entrenador que entendió, por fin, que un equipo no puede ser preso de un esquema por simple tradición sino que es el esquema quien tiene que adaptarse a la plantilla. Con el tres, cinco, dos, los centrales juegan más seguros y ganan confianza y número para corregirse, los laterales ganan en su punto fuerte, la proyección ofensiva y sus carencias defensivas están protegidas por las coberturas de los de atrás, Busquets se siente más arropado, De Jong ha ganado vuelo y Pedri puede conducir y pasar con más tranquilidad. Y, sobre todo, Messi vuelve a ser el tipo por el que pasa todo. Ha perdido velocidad, regate, capacidad de definición e incluso tono físico, pero tiene tanto fútbol y es tan bueno que tres quintos de su mejor versión son suficientes para aupar al Barcelona a lo más alto y aspirar, ahora mismo más que nadie, a conquistar una liga que parece no querer tener dueño. El Barça ha cogido velocidad de crucero, quizá suficiente para alcanzar, rebasar y terminar ganando.

Y luego está el tercer eslabón. Porque ocurre muy a menudo que, cuando dos gallos se pelean por ser los dueños del corral, siempre aparece un tercero que les come el pienso y se queda con las gallinas. El tapado, casi siempre, juega con la comodidad de no verse bajo la lupa y no de no sentirse dueño de los casilleros de las casas de apuestas. Cuando todos dicen que la liga será un mano a mano entre el desquiciado Atlético y el inspirado Barça, el Madrid sonríe por lo bajini porque en peores se las ha visto. Y es que la fuerza del Madrid reside en su propia idiosincrasia. Gana por presencia, por el escudo, porque sabe conjurarse y porque, cuando los retos se ponen complicados, él se frota las manos porque le va la marcha más que a ninguno. 

El Madrid ha recuperado jugadores, gol y confianza. Y sobre todo ha recuperado esa solidaridad que le convirtió, durante una década, en el equipo referencia de Europa. No puede jugar a ritmos altos porque la edad de su plantilla no soporta el ida y vuelta, pero como antídoto, tiene a los dos mejores centrocampistas del mundo, capaces de dormir el partido a su antojo, poner cadencia, relativizar el tiempo y, sobre todo, dominarlo todo. Con ellos dos gobernando, Casemiro barriéndolo todo y Benzema en modo Dios, el Madrid, que tiene el calendario más sencillo de los tres de arriba y ha sido beneficiado con un sorteo benévolo en Champions, está en disposición de asaltar la banca y sorprender a los gallos del corral robándoles el pienso y quedándose con todas las gallinas.


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