No es fácil decir adiós a un genio. No es fácil aceptar que esa parte
de tu vida, donde los sueños se hicieron realidad, donde la magia se
manifestó ante el aplauso, ha cerrado la puerta para siempre. No es
fácil dejar de añorar, dejar de compartir recuerdos, dejar de asentir
ante la certidumbre que solamente aporta la maravillosa historia del
fútbol.
Si el fútbol son futbolistas, entonces existe un fútbol duradero en el país de Nunca Jamás. Allá donde los caños simbolizan la
paz interior y los pases al hueco son analogía diaria para quien
recurre a la imaginación por encima de las esperanzas. Hubo un día que
un chico aterrizó en un estadio donde la depresión era síntoma habitual
de cada domingo y, como un Peter Pan de carne y hueso, se propuso
conseguir que todos aquellos que bostezaban y maldecían regresasen, por
una noche a la semana, a la más bella de las infancias.
Si soñar como un niño es soñar sin límites, Ronaldinho dibujó fantasías
sin fin sobre el césped del Camp Nou en una época en la que la sonrisa
se pagaba cara y la amargura era alimento de cada día. Aquella
melancolía, aquel malestar agudo y aquellos murmullos de desaprobación,
tornaron en vítores porque el chico de la amplia sonrisa había devuelto
la alegría a la gente. Como un mesías cincelado en barro, llegó desde
París, rizos al aire, dientes grandes y cuerpo desengrasado, para poner
patas arriba una trayectoria y cambiar el rumbo de la historia. Si
durante años el Barça caminó por la cuerda floja de la incertidumbre,
desde la llegada de Ronaldinho, no solamente aprendió a sonreír, también
aprendió a ganar.
Profeta del espectáculo, niño grande con destreza, malabarista sin fin y prestidigitador en cancha ajena, el tipo hizo lo que quiso mientras quiso. Cuando la fama, la presión y el dinero habían rebosado su aura, se marchó por la parte de atrás y dejó que la pereza se apoderase de él. Más allá de aquella última imagen de tipo desganado que deambulaba por el césped, permanecía el recuerdo de las grandes tardes. Y fueron tantas que, aún hoy, pasada una década desde su marcha a tierras más frías, no es poca la gente que sigue agradeciendo aquel momento mágico en el que se metió al Camp Nou en el bolsillo.
No nos dice adiós un futbolista cualquiera. Todos los que le vimos en su esplendor sabemos que quien se marcha no es simplemente un buen jugador de fútbol. Se marcha el hombre que devolvió la alegría al juego. No es poca cosa como para no agradecérselo.
Profeta del espectáculo, niño grande con destreza, malabarista sin fin y prestidigitador en cancha ajena, el tipo hizo lo que quiso mientras quiso. Cuando la fama, la presión y el dinero habían rebosado su aura, se marchó por la parte de atrás y dejó que la pereza se apoderase de él. Más allá de aquella última imagen de tipo desganado que deambulaba por el césped, permanecía el recuerdo de las grandes tardes. Y fueron tantas que, aún hoy, pasada una década desde su marcha a tierras más frías, no es poca la gente que sigue agradeciendo aquel momento mágico en el que se metió al Camp Nou en el bolsillo.
No nos dice adiós un futbolista cualquiera. Todos los que le vimos en su esplendor sabemos que quien se marcha no es simplemente un buen jugador de fútbol. Se marcha el hombre que devolvió la alegría al juego. No es poca cosa como para no agradecérselo.
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