lunes, 11 de noviembre de 2024
La verdadera importancia
lunes, 21 de octubre de 2024
La manita de Ofori
lunes, 30 de septiembre de 2024
Milagro de cuota baja
viernes, 30 de agosto de 2024
Derrota perpétua
Era joven y apuesto. Y jugaba al fútbol extraordinariamente bien. El
cocktail perfecto para convertirse en ídolo y volver loco a los corazones de
las miles de jovencitas que enchufaban la tele para verle jugar. Y él jugaba a
toda velocidad. Y marcaba goles casi siempre. Así que no tardó en batir todos
los records de precocidad. Jugador más joven en debutar con su equipo, jugador
más joven en marcar, jugador más joven en ser internacional y jugador más joven
en anotar gol con la camiseta nacional. Cómo para no tenerle expuesto en un
póster.
Su primera noche en un club privado terminó con dos rubias en la cama y
un desayuno tardío. La segunda vez fue mejor y tras la tercera llegó tarde al
entrenamiento. Sólo un pequeño rapapolvo y una palmadita en la espalda. “No lo
vuelvas a hacer”. Pero como metió tres goles el domingo siguiente, el lunes por
la noche se sintió capacitado para regresar a la sala de fiestas y buscar un
par de morenas que le hiciesen pasar una noche inolvidable. Los polvos y los
goles se iban sucediendo y sucedió también que, para poder compaginar la vida
nocturna con la excelencia en el campo, hubo de recurrir a unas pastillas que
se saltaban el control antidóping y que, al mismo tiempo, le permitían seguir
rindiendo a la máxima velocidad.
Todo se fue a la mierda cuando sintió el primer tirón muscular. Estrés,
le dijeron. Y le advirtieron que si quería seguir rindiendo al máximo nivel
debería abandonar ciertas costumbres y aclimatar su cuerpo, en exclusiva, al
esfuerzo deportivo. Supo que era verdad el día que regresó a la convocatoria y,
para celebrarlo, se pasó la noche de barra en barra y de cama en cama. Ni cinco
minutos duró en el campo. Rotura fibrilar.
El martirio no había hecho nada más que empezar y cada vez que se
reincorporaba a los entrenamientos sufría un pequeño tirón que le retrasaba su
puesta a punto y, sobre todo, su reaparición. Cogió peso y perdió chispa. Lo
notaba cada vez que recibía la pelota en el campo de entrenamiento y no era
capaz de dibujar más de un regate. Ni los chicos del filial se comían ya sus
engaños. Cuando regresó a una convocatoria hubo portadas y nervios, querían
creer en él pero ni él mismo se veía capacitado para aguantar más de quince
minutos. Fue el tiempo exacto que disputó, sin más detalles que un par de
centros al pie y una carrera que le hizo terminar con la lengua fuera. Fue
titular tres veces más durante el resto de la temporada y cuando creía haber
encontrado la chispa para reconducirse mentalmente, el entrenador prefirió
darle la alternativa a un chico más joven en el partido más importante de la
temporada. Vislumbró la exhibición desde el banquillo y por un momento pudo
verse reflejado en aquel joven de ojos azules que anotaba goles de todos los
colores y manejaba todos los registros del juego. Fue quien batió sus records
de precocidad, quien le quitó el puesto y quien heredó su número después de que
el club acordase traspasarle por una cantidad irrisoria después de decirle que
ya no creían en él.
Se encontró solo, sin equipo y sin capacidad de reacción. Subió algunas
historias a las redes sociales y se convirtió en Trending Topic un día de julio
con la pretemporada empezada mientras tomada el sol en la playa con una barriga
tan prominente como vergonzosa para un jugador de élite. Sólo que él ya no era
un jugador de élite sino un vividor que buscaba fortuna en clubes de alterne y
pedía oportunidades a los representantes que le habían dado la espalda.
Intentó empezar de nuevo en Segunda División, más su equipo quedó al
borde del ascenso después de una temporada ilusionante. Había conseguido
reencontrarse consigo mismo y, lo que era mejor, había vuelto a sentirse
futbolista. Como las cosas no iban mal del todo, el club le había permitido
ciertas licencias y se había abonado a una conocida sala de fiestas de la
ciudad donde pagaba su descanso los domingos por la noche después de la
jornada. Como no hubo ascenso, no hubo premio. El presidente le dijo que la
inversión había sido para subir y que, para poder mantenerse, debían regresar a
la austeridad. Y usted cobra mucho, ya lo sabe. Aquí tiene su carta de
libertad.
Con el finiquito se pagó un billete de ida al Caribe y, cuando regresó,
ya era más un proyecto de alcohólico que un futbolista. Probó en un par de
equipos, más la falta de motivación le produjo pereza y apenas acudió a media
docena de entrenamientos. Prefería quedarse en casa, beber cerveza, tirarse a
la piscina y contratar los servicios de alguna mujer guapa que estuviera por la
zona.
No tardó en engordar. Y mientras aumentaba su barriga disminuía su cuenta
corriente. No llevaba ni cinco años en la élite y ya era un juguete roto. Un
exfutbolista de veinticuatro años que no sabía en qué gastar su tiempo y, sobre
todo, ya no tenía en qué gastar su dinero, porque había volado con la misma
celeridad con que lo había ganado. Empeñó sus joyas, vendió su casa y tuvo que
deshacerse de sus cuatro coches. Regresó al barrio y se reencontró con viejos
tipos a lo que había mirado por encima del hombro y ahora se veía obligado a pedirles
favores. Se plegó ante ellos y ellos le dieron mercancía para vender y alguna
otra para consumir. Era dinero fácil, pero era un atajo demasiado directo hacia
el infierno.
La primera vez le detuvieron por posesión y la segunda por tráfico de
estupefacientes. Le cayeron cinco años de los cuales pasó dos en una cárcel
lejos de casa y uno en su comunidad. Su madre, abnegada como siempre, iba a
verle cada dos viernes y su padre, que había renegado de él desde el día en el
que había decidido abandonar el fútbol por el placer, apenas le mandaba
recuerdos y un perpetuo silencio desde el otro lado de la línea telefónica.
A los tres años ya estaba fuera, pero entonces no tenía ni trabajo, ni
presencia, ni currículum. Gracias a ser una estrella en los partidos del patio
de la cárcel, se había ganado la amistad del jefe de un clan que lo acogió bajo
su manto y le ofreció protección eterna. Conmigo no te faltará de nada. Ante el
aburrimiento había conseguido entrenar, ponerse fuerte y aprender a pegar, así
que se convirtió en matón de poca monta con bate de béisbol y sonrisa
sarcástica.
Golpeó más que nunca, folló más que nunca y se divirtió más que nunca.
Había aprendido a dejar atrás ciertos vicios y se había centrado en ciertas
virtudes. Un cuerpo sano, un puño cerrado, unas piernas ágiles. Así cobraba sus
deudas y se ganaba la caricia de su jefe, como si de un perrito fiel se
tratase. El peor perro de presa, el mayor hijo de puta en la costa del sol.
Un periodista le encontró semidesnudo, tomando el sol en una tumbona de
la playa y con un margarita en la mano. Se bajó las gafas de sol y le atendió
amablemente ¿Diez años desde mi debut? Vaya, quién lo diría. Durante aquellos
días se hablaba, más que nunca, de la carrera por el Balón de Oro liderada por
aquel otro chaval que, llegado desde la cantera del club, había provocado su
salida y su certificado de defunción deportiva. De vez en cuando miraba las
noticias deportivas y, mientras miraba al chaval jugar con descaro y anotar
goles hasta sin querer, se imaginaba en su posición, cubierto de gloria y con
todo el mundo a sus pies. Pero no había podido ser; las lesiones, la mala vida
y una cabeza no apta para la alta competición le habían llevado a una tumbona
de la playa, con el bolsillo lleno de billetes de veinte y una rubia
esperándole en la barra del chiringuito. Tampoco estaba tan mal.
Le dolió más el titular que la verdad. “Ídolo caído”. Nunca había sido un
ídolo y se consideraba cualquier cosa menos un tipo caído en los infiernos.
Estaba limpio, en forma y con muchas ganas de vivir. Si había que reventarle la
cabeza a alguien, lo hacía, pero en todos los trabajos se fuma, qué carajo, a
ver si ahora nos vamos a poner tiquismiquis si hasta los neandertales ya
andaban a hostias por defender sus cuevas y sus comidas. Denotó tanta
curiosidad que fueron más de dos los que acudieron a la playa a ver si le
veían, le pedían alguna pose para una foto y le decían perogrulladas que tenía
que soportar de manera estoica. “Tú sí que eras bueno, chaval”, “El que te
quitó el puesto ha llegado alto”, “Lo que podías haber sido”, “Qué mala suerte
tuviste”.
No fue sólo mala suerte. Fue el momento. Era joven, guapo y tenía mucho
dinero ¿A qué otra cosa podía optar? ¿A acostarme todos los días a las diez de
la noche y alojarme en hoteles durante días enteros sin poder salir? Delante de
mí tenía la vida y me la bebí de un sorbo ¿Arrepentirme? A toro pasado es
difícil, puede que cambiase algunas cosas, pero volvería a hacer lo mismo,
estoy seguro. No he ganado la Copa de Europa ni he batido récords goleadores,
pero he tenido mi cama llena, mi ropa cara y los mejores coches. Muchos de
estos que se acercan a hacerme la pelota y a rajar a mis espaldas, jamás
tendrán la mitad de la mitad de lo que yo tuve, así que ¿Para qué sentirme
desgraciado? Y déjenme en paz de una vez con el chaval ese que salió detrás de
mí. Si es el mejor del mundo, él se lo habrá ganado ¿Qué es mejor de lo que yo
era? No se lo cree ni borracho.
Borracho estaba él, como una cuba, mascullando los titulares y arrugando
los periódicos. Había vuelto a ser noticia y se había vuelto a poner de moda.
Hasta los programas de telebasura andaban detrás de su vida personal e incluso
le ofrecieron apuntarse a un concurso de supervivencia en no sé qué isla antes
de que les mandase a todos a tomar por culo y se bebiera otra botella de
bourbon que vomitó, casi inconsciente, en el suelo del baño de su apartamento
en primera línea de playa.
El problema fue que su apartamento y los alrededores comenzaron a tener
más visitas de las esperadas. Todos querían ver al ídolo caído, hacerse una
foto con él, decirle a la cara lo bueno que era y a la espalda el despojo en el
que se había convertido y, claro, su jefe no podía permitirse que aquello se
convirtiese en una feria así que le llamó a filas y le dijo que no podía seguir
contando con él, su trabajo requería discreción y lo único que él le aportaba
era jaleo, murmullo y jolgorio. Las súplicas sólo le valieron una sonrisa
irónica, un palo en las costillas y una patada en el culo. Ponte a trabajar,
que no te vendrá mal.
Y se puso a trabajar, pero para encontrar al periodista que le había
arruinado la vida y darle una paliza hasta dejarle inconsciente. Le detuvieron,
claro, y terminó de nuevo con los huesos en la cárcel después de un juicio
sesgado y una defensa poco convincente. El tipo aún tenía secuelas y en su cara
de pánico pudo descubrir el arrepentimiento de quien sabía que no volvería a
hurgar en el pasado de nadie. Es uno de mis mejores goles, pensó. Así que
volvió a entrar en prisión con la cabeza alta, el pecho erguido y la sonrisa
puesta.
No tardaron mucho en agacharle la cabeza, romperle el pecho y apagarle la
sonrisa. Nueva prisión, nuevas normas. Y hubo de adaptarse porque era elegir
entre aquello y sobrevivir. Y sobrevivió. A duras penas y con condiciones, pero lo
hizo. Y eso que rompió más de una cara, pero la suya terminaba amoratada
demasiadas veces como para seguir inmerso en una guerra que iba a terminar
perdiendo, así que dejó pasar los meses, estos se convirtieron en años, y
cuando sumaba más de dos le abrieron la puerta con la libertad y la promesa de
que se convertiría en otra persona.
Le costó hacerlo. Sus primeras noches en una casa de prestado fueron
vueltas en la cama y ojeras interminables. Las mañanas las pasaba pateando el
barrio, haciendo amigos y tomando cervezas. Allí no iba a encontrar nada bueno
y lo sabía él como lo sabían todos. Y nada bueno se encuentra cuando algo malo
te encuentra a ti primero. Qué pasa chaval, quieres ganar una pasta, si eres
discreto no se va a enterar nadie, nada, no te preocupes, sólo se trata de
pasar un poquito de maría, nada todo controlado y cuando quieras lo dejas. Pero
cuando quiso dejarlo le dieron hostias hasta en el carnet y se vio esclavo de
una pandilla de latinoamericanos que le utilizó hasta tirarlo por el desagüe.
Alguien le encontró debajo de un puente semanas más tarde. Estaba
irreconocible, sucio y delgado como una culebra, con esa barba tan crecida y esos
ojos tan inyectados en sangre y tan apagados de vida. Sin embargo, alguien le
reconoció. Le hizo una foto y la subió a redes sociales. El primero en acudir a
su rescate fue su antiguo club, aquel que le había aportado fama y riqueza, el
segundo que lo hizo fue una cadena de televisión quien le ofreció acudir a un
reality donde una serie de famosos se empeñaban en sobrevivir dentro de una
casa.
Escogió la opción A. Más discreta, más sentimental, más atractiva. Pero
no tardó en arrepentirse. El puesto era de operario y terminó siendo el chico
para todo. Ven aquí, ve allá, trae aquello, arregla lo otro. Y todo con malas
palabras. A aquellas alturas no se le iban a caer los anillos, pero no estaba
dispuesto a pasar por ninguna humillación, demasiado lo había humillado la vida
como para verse postrado de rodillas ante una pandilla de millonarios. La gota
que colmó el vaso fue un encuentro con aquel chico, ya hombre, que, con dos
balones de oro a sus espaldas, le había sustituido en su día y hoy era carne de
portada y nombre de sonado en cada titular. Le tiró un par de botas a la cara y
le compelió a arreglarlas cuanto antes pues no podía acudir así al
entrenamiento y aquel día el utilero se había tomado el día libre.
Le mandó a tomar por culo y cerró la puerta por fuera. Se acordó del plan
B y marcó un número de teléfono que le habían facilitado cuando un tipo sin
escrúpulos le había ofrecido mucho dinero por hacer el ridículo en televisión.
Se te pasó el turno, le dijo, pero podemos sacarte partido si realmente quieres
vivir de esto y si estás dispuesto a vender el alma por un puñado de lágrimas.
Así que se vio en un plató de televisión contando todas sus miserias y
arrastrándose por el suelo para terminar siendo comidilla de vestuarios, bares,
hoteles, obras y oficinas. Le dijeron, chaval, tienes madera y le presentaron a
tres buscavidas que tenían más ansia de foto que de amor y cuando rompió con
una de ellas la vio acudir al mismo plató para contar mentiras y decir que por
el mar corren las liebres y por el monte las sardinas. Que si es un machista,
que si es un alcohólico, que si es un golfo. Vamos a ver, trató de defenderse
él en la recontra, que me gustan las mujeres es un hecho, que soy bueno con
ellas también y que aún sea joven y me guste salir de fiesta no es ningún
pecado. Y entonces se dio cuenta de que el pecado había sido no aprovechar
antes ese circo y verse envuelto en una espiral de carne, promesas y
realidades.
Así que, borracho como una cuba, firmó un contrato de exposición y se
puso un chaleco salvavidas con el que se lanzó desde lo alto de un helicóptero
mientras varios millones de personas le veían por televisión y cientos de miles
escondían una sonrisa malévola que terminaron de sacar al día siguiente cuando
le llamaron tonto y otras lindezas poco dignas de mención y muy dignas de
consideración.
No tardaron mucho en expulsarle, porque el segundo día le dio un guantazo
a un compañero y al tercero lanzó al agua a una compañera. Comportamiento
inadmisible, expulsión inmediata, vergüenza nacional, desgracia personal.
Al menos le sirvió para arrastrarse por los platós y contar sus
vergüenzas por un puñado de billetes que terminó gastando en mujeres, alcohol y
coches caros, como si de un George Best venido a menos se tratase. Cuando se
vio sin nada, de nuevo, y a punto de caer al precipicio de la inmundicia, una
mano salvadora se agarró a su cuello desde lo alto de un puente y le ofreció
una salida.
Tengo un bar, una vacante y mucha admiración por ti. Cuando conoció el
bar, se quedó asombrado ante la parafernalia que adornaba paredes, puertas y
techos. Todo estaba decorado con los colores, fotos, bufandas y trofeos del
equipo en el que había debutado en la élite. Y había un rincón para él, la
promesa incumplida, el tipo que llegó pegando fuerte y se fue apagando por su
propia idiosincrasia. Y había otro rincón, un poco más a la vista, para ese
otro jugador que salió después de él y llevó al club a sus cotas más gloriosas.
No tardó en destrozarlo vertiendo “accidentalmente” un par de jarras de cerveza
y golpeando “sin querer” algunas fotos con la rodilla para después pisotearlas
cuando estaban en el suelo. Aquello le valió una mirada reprobadora pero todo
fue bien mientras hubo paz y no hubo fútbol. Porque el día que empezó la
temporada el bar se llenó de forofos, muchos de ellos creyeron reconocerle y
tantos otros ni le miraron a la cara inmiscuidos como estaban, en el partido
que jugaba su equipo favorito. No fue un buen partido, y la derrota dejó malas
sensaciones y peores reacciones. Cuando uno de los clientes comenzó a insultar
a los futbolistas, él se revolvió nervioso y le estampó un botellín vacío
contra la cabeza. Aquello terminó en batalla campal y en un despido en voz
baja. Lo he intentado, lo siento, pero no puedo permitir que te comportes así.
No le quedaban más ases en la manga así que tuvo que arremangarse y
volver a utilizar las manos porque había comprendido que la vida no regala
oportunidades y que las siete vidas de gato que tenía cuando empezó a
frecuentar mujeres mientras el balón le hacía de compañero fatigoso los fines
de semana se le habían agotado y tan sólo le quedaba una oportunidad para
sobrevivir. Buscó en su agenda y contactó con el último hombre en la tierra que
le guardaba un poco de aprecio, el entrenador de aquel club de segunda división
en el que dio sus últimos coletazos en la élite. El hombre, ufano como siempre,
se alegró de escuchar su voz y se sorprendió ante la pregunta.
¿No necesitas un ayudante?
Le sorprendió la pregunta. Había leído, en uno de sus pocos descansos en
el bar, que el viejo entrenador había buscado una segunda oportunidad, tras su
retiro, en un modesto equipo de la tercera división donde estaba dando grandes
progresos y ofreciendo grandes resultados. El equipo sorpresa del país. Y él
había pensado que la mejor manera de regresar a la vida era regresar al fútbol.
¿Por qué no?
Y allá se fue cargado con una mochila donde guardaba una muda, dos
pantalones, una camiseta y unas viejas botas de fútbol.
El sueldo no era para tirar cohetes, pero al menos el entrenador le
dejaba vivir en casa a coste cero. Hacía tiempo que había perdido a su mujer y
sus hijos habían volado libres en cuanto habían terminado los estudios y
encontrado un trabajo. Se sentía tan solo que su compañía era más que un regalo
para él. Solo te pongo la condición de que no me líes ninguna, le dijo, y él se
lo prometió por lo más sagrado porque la vida le había sacado del fútbol y se
había dado cuenta de que sin fútbol no había vuelto a tener vida.
Tantas hostias en el alma como en las espinillas y total, para terminar
como un bufón de circo y suplicando ayuda a un viejo amigo del que no había
querido saber nada durante más de doce años. Así se las gastan los
desagradecidos. Gracias a que encontró un hombre bueno, él pudo volver a
sentirse persona primero y futbolista después.
Ninguna medicina mejor para el alma como la de volver a sentirse
jugador de fútbol. Fue contactar con el balón y sentir como sus nervios se activaban,
su piel se erizaba y sus instintos de ponían alerta. Había perdido velocidad,
contundencia y resistencia física, pero cuando la pelota llegaba a sus pies,
demostraba porque le habían considerado, en su día, el mejor jugador joven del
planeta.
Cuarentón y pasado de peso y forma, ponía la pelota en las escuadras
cuando se lo proponía, era el líder de los rondos y protegía la pelota de
espaldas como una maestro de la ceremonia. Tiraba caños, amagos y picaba la
pelota con maestría cuando practicaba manos a mano con el portero y era
observado, con la boca abierta, por todos los componentes de la plantilla.
Al principio se hacían fotos con él, le daban palmadas en la espalda y
trataban de ganarse su favor, pero pronto se dieron cuenta de que aquel hombre
lo había perdido todo y era él quien estaba en deuda con el mundo, buscando, en
cada entrenamiento, no sólo una redención, sino una oportunidad para obtener
unos gramos de cariño. Así que le acogieron como a un Mesías y le trataron como
a un hijo pródigo regresado de los infiernos.
Él correspondió con enseñanzas, con trucos, con maniobras imposibles y
con recetas de pragmatismo. No te entretengas, mira primero, toca después,
hazlo rápido, pensar es de cobardes, correr es de imprecisos, conducir es de
temerarios. No tengas miedo a arriesgar, el regate es un salvavidas, el pase
correcto es el camino hacia la felicidad, el espacio es el lugar donde viven
los inteligentes. Y así día a día, frases, hechos y correcciones que
convirtieron al grupo en un compendio de sabiduría y al equipo en una máquina
de ganar. Y él se mordía los puños porque querría estar ahí dentro, junto a
ellos, golpeando la pelota y celebrando goles con el alma, pero tenía que
conformarse con gritar consignas, discutir con el árbitro y salir con el alma
en pie después de cada partido.
Para matar el gusanillo, se apuntó a una liga de veteranos que se jugaba
en la región y que le dejaba el alma saciada y ninguna tarde libre. Le dio
igual. Le daba todo al fútbol al igual que el fútbol se lo había dado todo a él.
También te lo quitó todo, le decían, pero él contestaba con la sabiduría del
recelo y el callo del dolor, no fui yo quien se robó a sí mismo.
Su presencia en la liga, aunque no podía disputar todos los partidos,
atraía a la gente de los pueblos cercanos quienes acudían en masa para verle
jugar. Con un estado de forma aceptable, recuperado el resuello y dedicado al
entrenamiento, comenzó a sentar cátedra convirtiéndose en el mejor jugador de
la liga. Su equipo, que solía perder cuando él no acudía, pasaba a ser
imbatible cada vez que él saltaba al campo con la camiseta por fuera y los
cordones ajustados. Se sentía tan bueno que hacía lo que le daba la gana.
Pronto comenzaron a concertarse amistosos en otros pueblos cuyos ayuntamientos
pagaban un buen dinero para que acudiesen a jugar con él como reclamo y con su
fútbol como moneda de cambio. Así, el club, e incluso los jugadores, comenzaron
a ingresar un dinerillo que no vino nada mal y que surtió de efecto llamada
para otros futbolistas que hacían cola para apuntarse al equipo.
Y el equipo, claro, fue ganando en calidad. Y fue ganando tantos partidos
que la liga regional se le quedó pequeña, pero no podían aspirar a más porque
él ya les había dicho que su compromiso principal era con el equipo del pueblo
y debía estar en el banquillo sí o sí los días de partido, aprovechando los
días que no coincidieran ambos para saltar a jugar, pero no pensaba viajar más
lejos. Así que fueron ellos los que convocaron amistosos de mayor calado,
nutriéndose de sus ingresos para implorar, dinero mediante, a mejores equipos
para que acudiesen al pueblo a jugar contra su equipo de veteranos.
Como viajaban equipos varios del país y no había nadie que los ganase,
pronto la capital de la provincia les prestó su estadio para que pudiesen meter
más gente a cambio de un pellizco en la taquilla. Lo que sacaran, por poco que
fuese, para el club era gloria y ellos estaban encantados de concertar
amistosos importantes y lucirse delante de mucha gente porque eso, aparte de
notoriedad, les encendía el ego. No podían pedir mucho más. Jugaban, ganaban,
se divertían y pillaban un pellizco. No les servía de mucho a su maltrecha
economía, pero al menos podían montar cenas y actos benéficos de los que
sacaban muchas risas y aún más compañerismo.
Tanta notoriedad provincial terminó cruzando fronteras y la noticia llegó
a las redacciones de los periódicos importantes. Había un equipo de veteranos
que había conseguido movilizar a toda una provincia ¿Quién juega allí? ¿No lo
sabes? Aquel tipo que marcó un gol precoz, que iba para estrella, terminó en la
cárcel e hizo el ridículo en un programa de televisión ¿Sólo en uno? Bueno, en
varios. Qué más podemos pedir. Vamos a por carnaza.
Y allí se presentaron, a tocarle de nuevo las pelotas, a seguirle y a
publicar reportajes de dudoso gusto y difícil comprensión. Parece que el tipo
ha encontrado su lugar entre veteranos pasados de forma y pueblerinos faltos de
miras. Él se mordía los puños e intentaba conseguir que aquello no le afectase.
Cuando perdieron un partido, nadie se paró a analizar que había sido porque
habían jugado contra el equipo de veteranos de un club de élite sino que lo
vieron desde la perspectiva de que lo que les habían contado no era para tanto
y que para qué perder más el tiempo con un tipo que hace tiempo se alejó de los
focos y cuando quiso volver sólo fue para lucir sus miserias.
El caso es que el equipo de veteranos del club con el que había debutado
en Primera se interesó por jugar un partido contra ellos. Fue toda una
sorpresa, pero por algún motivo, alguien dentro del club se había empeñado en
jugar contra ellos por no sé qué cuitas y menesteres. La realidad, y eso lo
supieron más tarde, es que el tipo que había ganado títulos y balones de oro
por doquier, una vez retirado y enrolado en el equipo de veteranos, se había
encaprichado en jugar contra ellos para dirimir, de una vez, una deuda
histórica que tenía consigo mismo y con toda aquella parte del mundo que le
había repetido una y otra vez: “Si ese se hubiese cuidado, tú no habrías sido
ni la mitad de lo que fuiste”.
Y, claro, qué mejor manera de demostrarle al mundo que él fue el mejor y
lo hubiese sido igualmente, que enfrentarse al demonio de todas las
suposiciones. Y así lo hizo saber, días antes del duelo, en una emisora local
con unas declaraciones que tuvieron su eco incluso a nivel nacional. “Necesito
demostrarle al mundo que yo he sido mejor que él”. Y, claro, se preguntaba ese
mundo ¿Qué tenía que demostrar? Si mientras él reinaba en el mundo y en la
crítica, el tipo al que sustituyó vagaba por el mundo sin equipo, sin vida y
sin futuro. Demostró, así, que nadie duerme a gusto, por más éxito que tenga,
si no es capaz de espantar a sus propios fantasmas.
Claro está que las noticias vuelan y el morbo se sirve en copas de plata
con pie de barro. Todo es susceptible a ser elevado al tono de exageración y
toda polémica es puesta en la mesa como un plato suculento. Aquellas
declaraciones llegaron a los oídos de la estrella del equipo de veteranos del
pueblo y, desde aquel día, tan sólo vivió para demostrarse a sí mismo, aparte
de al resto del mundo, que si no llegó a ser el mejor fue simplemente porque no
quiso o porque no tuvo la cabeza adecuada en el momento adecuado.
Desde aquel día tan sólo vivió para jugar un partido de fútbol. Se
entrenó a tope, no sólo con los jugadores del primer equipo sino con los
veteranos a los que incitaba a echar horas extra en el campo y en las pistas de
atletismo. Uno, dos. Uno, dos. Uno dos.
A medida que se acercaba el día, una ansiedad creciente estrangulaba su
garganta y hormigueaba dentro de su estómago. Necesitó parar, reflexionar,
mirarse al espejo y volver a verse como ese niño en buena forma física que
rompía récords y fusilaba porteros sin piedad. Tenía ganas de tomar una copa,
fumar un cigarro o marcharse lejos poniendo el coche a doscientos kilómetros
por hora, pero una fuerza centrífuga lo mantenía sentado en el sofá de
mercadillo en el que reposaba sus noches con algún programa malo en la
televisión. No había alcohol en su mueble bar, ni cervezas en la nevera,
tampoco tabaco en las pitilleras y su coche era una tartana que no alcanzaba
los cien kilómetros a la hora, así que no le quedó otra que intentar dormir y
esperar a que el día siguiente llegase a su fin para, así, encadenar días tras
otros en espera del acontecimiento del siglo.
Después de la vigésimo tercera vuelta en la cama, se acordó de que tenía
un blíster guardado de pastillas para dormir que le había recetado una doctora
años atrás cuando la ansiedad le comía la cabeza por culpa de un síndrome de
abstinencia que le tenía prendido en llamas, sudor y lágrimas. Por una no pasa
nada, pensó. Y la tomó con un trago de agua que le ayudó a dormir como un
bendito por más que se despertase por la mañana con la boca pastosa y los
músculos agarrotados.
Dio igual, el alma estaba en paz y el corazón latía con la normalidad
preestablecida, por lo que consideró que la pastilla había merecido la pena y
se dispuso a destensar músculos, respirar hondo y entrenar a tope con la mirada
puesta en el partido que le esperaba a un mes vista. Estaba en forma, no había
nada que le impidiese soñar, no sólo con una victoria, sino con la redención
definitiva, porque cada hombre tiene un motivo, un momento y un lugar donde
rubricar su historia y poner su nombre en los libros de la memoria colectiva.
El entrenamiento fue fabuloso y sus aptitudes extraordinarias. Se sentía
pletórico y lleno de energía. Acompañó a los chicos a correr por la pradera y,
por la tarde, se dedicó a hacer ejercicios de musculatura en el gimnasio.
Cuando llegó a casa por la noche, tenía tanta adrenalina acumulada que no era
capaz de irse a dormir, así que busco el blíster y se tragó una nueva pastilla.
Total, por una más no pasa nada. Mañana será otro día.
Y tanto que fue otro día. Aunque pareció un día más, porque volvió a
entrenar bien, volvió a correr, a pegarle a la pelota, a muscularse, a
hidratarse y a comer poco. Pero también fue un día en el que recurrió a la
pastilla para dormir. Y así, de esa forma, sintió necesidad de ella el cuarto
día, al igual que el quinto, el sexto y el séptimo. Al octavo ya tomaba dos y a
las dos semanas volvía a ser un yonqui que acudía a los entrenamientos con los
ojos hinchados y la piernas agarrotadas.
Quedaba algo menos de medio mes para el partido del año cuando alguien se
dio cuenta de que su líder necesitaba ayuda. Fue tras un balón en profundidad,
fácil, que no fue capaz de alcanzar y tras cuya carrera cayó agotado y algo
espasmódico. Le sacaron en brazos, jadeante, para que tomase aire y en sus
pupilas dilatadas, su compañero reconoció los síntomas de quien su hermano
había sido esclavo durante años.
Pese a sus reticencias y pataleos, le llevaron a un médico que le
diagnosticó reposo y un tratamiento en una clínica especializada. Eso
significaba el adiós a un sueño, pero todos sabían que el partido importaba un
carajo si su mejor futbolista se iba a jugar la vida por poder disputarlo. Así
que se confabularon en hacerlo lo mejor posible, intentar que la goleada fuese
más honrosa que humillante y dejar que su capitán descansase mientras médicos
especializados cuidaban de él.
Con lo que no contaron fue con la rebeldía de su capitán. Pasó los tres
primeros días sedado, aquejado de fuertes dolores de cabeza y sintiendo como su
cuerpo convulsionaba en su necesidad por recibir su dosis diaria de
tranquilizantes. Es lo que se llama síndrome de abstinencia, le hicieron saber de nuevo,
pero él no quería síndromes sino certezas, no quería sedantes sino palabras y
no quería verdades sino ilusiones.
Arrastrando los pies, y más dormido que despierto, cruzó el jardín
ataviado con un chándal que encontró en un armario y se presentó en la puerta
del centro sin que nadie se cerciorase de su acto de indisciplina. Cerca había
alguna casa, algún comercio e incluso una parada de taxis. Se subió a uno y dio
la dirección del pueblo. No tenía dinero, ni tarjetas, pero estaba seguro de
que el viejo míster le sacaría del apuro y le refugiaría en su casa después de
echarle la bronca y regalarle uno de sus certeros abrazos.
Cuando el entrenador vio al taxi parar en la puerta de su casa se imaginó
al instante lo que había ocurrido. Salió, pagó y recogió a su discípulo al
tiempo que lo ayudaba a caminar y lo acomodaba en la cama que siempre tenía
preparada por si acaso. Le arropó, le dio agua y le dejó dormir hasta que los
sudores hiciesen aparición y la abstinencia regresase a su cuerpo en forma de
síndrome de necesidad.
Fue duro e inflexible con él. Le dejó gritar, le dejó llorar, le dejó
patear el mobiliario y rasgar las sábanas, pero no le dejó salir ni le dio un
solo miligramo de la droga que su cuerpo demandaba. Así pasó cuatro días, entre
espasmos, agonía y alaridos. Hasta que una mañana se levantó con el cuerpo
fundido pero con la mente más despierta. Fue el primer día que bajó a desayunar
y dio dos bocados a una tostada y unos sorbos a un café con leche.
Pasó el día mirando la tele y pensando en su vida. Estaba destrozado,
apenas podía caminar y el cuerpo le pedía descanso eterno. Si hubiese muerto,
llegó a pensar, se habría hecho un favor a sí mismo. Pero sobrevivió a la
desidia y al dolor, sobrevivió a sus fantasmas y la pereza y sobrevivió a los
augurios y a la asfixia. Un día salió a caminar y a los dos días ya estaba
trotando por los caminos anexos al pueblo.
Faltaban pocos días para el gran partido cuando sus compañeros le vieron
aparecer por el campo de entrenamiento. Todo fueron abrazos, parabienes y
palabras de ánimo y, aunque él aseguro a todos que se encontraba en excelente
estado, lo cierto es que las ilusiones se cayeron al suelo en cuanto vieron
cómo le costaba aguantar una carrera o dirigir una conducción. Aun así,
prefirieron guardar silencio y esperar que el paso de los días afinase el
estado de forma de su mejor jugador.
Pero los días pasaban y la magia no regresaba, por ello, cansado de
intentar buscar un fútbol que parecía haber desaparecido, habló con el
entrenador y le pidió retrasar su posición en el campo. Tenía un plan que iba a
sobreponerse sobre el plan anteriormente concebido. De intentar ser la estrella
del partido, su objetivo pasó en intentar que el partido se jugase a su ritmo.
Por ello reunió a sus compañeros en el centro del campo y les explicó por
dónde iba a pasar el juego y qué tipo de partido se iba a jugar. Si no había
chispa, velocidad y magia, que al menos la fuerza y la garra hiciese el trabajo
que todos debían llevar a buen puerto. Se conjuraron y gritaron consignas de
ánimo, aunque se marcharon con la cabeza baja, cada uno buscando su hogar y
sabiendo que, en el fondo, aquel partido estaba perdido desde el momento de ser
organizado.
Pero como todo acontecimiento tiene su parte de sueño cumplido, los
futbolistas se presentaron a la cita con la ilusión del que sabe que va a jugar
contra los ídolos de su juventud. Y es que allí se iban a congregar tres
campeones de Europa, algún campeón más de liga y una docena de tipos con varias
internacionalidades a sus espaldas. Como para no estar nervioso.
La expectación había sacudido a toda la comarca y el pequeño campo de
fútbol municipal, incluso con sus gradas supletorias, estaba a rebosar de
gente. La demanda de entradas había sido tan grande que incluso hubo quien hubo
de quedarse en casa, con las ganas de ver a sus ídolos y con la pantalla de
televisión refulgiendo en directo ya que una cadena autonómica se había
atrevido a montar un equipo de transmisión para dar el partido en directo.
Cuando el equipo llegó al vestuario, todos vieron que su líder ya estaba
cambiado, sentado en uno de los bancos de madera, con los codos apoyados en las
rodillas y las manos cruzadas en la barbilla. Meditaba, pensaba, se
concentraba. Esperó en silencio a que todos se pusieran el uniforme y después
se levantó, miró en las cuatro direcciones y les habló con sosiego pero con la
voz encendida.
-
En la vida de cada hombre siempre existe una
oportunidad para mostrar su valía. El día a día es el mejor pasaporte hacia la
paz interior, pero hay momentos de exaltación que uno debe de aprovechar porque
son trenes que no vuelven a parar en tu estación. Aquí tenemos un tren, a punto
de partir, y nosotros vamos a subirnos a él aunque sea en marcha y vamos a viajar
todos juntos hacia un lugar donde vamos a ser fuertes y vamos estar unidos.
Este viaje es una oportunidad irrepetible para alcanzar nuestra mejor versión y
saber volver a casa con todos los trastos en la maleta y algún que otro
recuerdo en la mochila. Un recuerdo de esos que, cuando pasen los años y los
nietos nos pregunten, podamos decirle, sí, yo estuve allí, no tuve miedo y
escribí un momento memorable. Así que chicos, no vamos a dejar que se escape
ese tren, vamos a recorrer este viaje todos juntos y todos juntos lo vamos a
disfrutar como una oportunidad única. Uno, dos, tres ¡Equipo!
Aquella soflama es la chispa que necesitaban para prender su mecha y
confabularse de manera colectiva tras sentir cada uno el escalofrío personal.
Equipo, esa era la palabra. Equipo, ahí debía estar la demostración.
Saltaron al campo con los dientes apretados y los puños en tensión. Más
que caminar, parecían flotar sobre un ambiente donde cientos de papelillos
inundaban el aire y algunas gargantas gritaban algo parecido a voces cargadas
de ánimo. En lo más alto de la tribuna, un locutor de televisión, equipado
hasta las cejas, trataba de hacer llegar con su voz el contenido de las
imágenes que un par de cámaras de buena calidad transmitían a los hogares de la
comunidad autónoma.
En el saludo inicial, se abrazó a algunos de sus excompañeros, más por
formalizar en una sonrisa un agradable recuerdo por los malos momentos que otra
cosa, un momento de esos de falsedad en los que uno actúa para no tratar de
provocar a la bestia, pero la verdad es que, más allá de media docena de buenas
anécdotas vividas con ellos, no les debía más que indiferencia y desbridad al
repasar mentalmente su pasado tras dejar el club y comprobar como ninguno de
ellos se había preocupado por él y su caída hacia los infiernos ni siquiera un
pequeño ápice.
Cuando llegó hasta su otrora sustituto y en aquel momento máximo rival,
cruzó una mirada desafiante y ofreció un estrechamiento de manos que, firme y
fuerte, provocó un pequeño respingo en el pequeño genio que un día entrenó
junto a él y ahora, por fin, se iba a cruzar con su fútbol en un estadio de
fútbol. Porque para él, aquel pequeño campo municipal, dado el momento y la
situación, era el mejor Maracaná del mundo y por ello estaba dispuesto a
ofrecer el espectáculo más asombroso.
El pitido inicial le retrotrajo hacia aquellos momentos vividos años
atrás, cuando los nervios se apagaban en un instante y solamente existía un
balón y once compañeros con quien jugarlo. Se diluyó el ansia y apareció el
hambre. Su primer contacto fue un robo en el centro del campo y su primer
centro fue una apertura precisa hacia la banda. Querían mandar, más pronto se
vio que los rivales tenían más calidad y mucha más precisión. Cada intento de
recuperar la pelota terminaba con un compañero en el suelo y un balón rodando
por el césped a la máxima velocidad. De esta manera sólo fue cuestión de tiempo
que llegasen las primeras oportunidades y los primeros bufidos de
insatisfacción. Jugando así no iban a poder asomarse siquiera a la posibilidad
de estar en el partido.
Templó el ánimo y dio dos voces que se escucharon hasta en las lindes del
municipio. El plan no estaba saliendo bien y necesitaban colocarse tal y como
lo habían planeado. De esta manera consiguieron pasar más de diez minutos sin
tener ningún susto por más que perseguir sombras les estaba minando el ánimo y
el aliento. Así, aparecieron las primeras faltas y, con ellas, las primeras
tarjetas amarillas. Apenas llevaban veinte minutos y tres de los pilares del
equipo estaban apercibidos con lo que deberían medir sus intenciones de allí
hasta el final del partido.
Una de las faltas, situada por el árbitro unos metros más atrás del borde
del área, fue ejecutada a la perfección por aquel tipo declarado por unanimidad
como el mejor futbolista en la historia del país. Un toque preciso que besó la
escuadra y una señalización de su número en la espalda con ambos pulgares
haciendo saber al mundo y a aquellos pobres desgraciados que allí solamente
había un número uno y estaba dispuesto a permitir ninguna injerencia.
Aquel golpe de realidad fue asumido como un palo en el costado para un
tipo que solamente había conocido la cara amarga de la vida desde que
abandonase el fútbol por la puerta de atrás. Le costó tomar aire, volver al
juego, sentirse importante y, sobre todo, tratar de gobernar una pelota que se
les había escapado por la vía de la inoperancia y la voluntad ajena. De tal
manera que, cuando quiso abrir los ojos, el marcador ya reflejaba un dos a cero
y la sensación de que en aquella pescadería ya no quedaba más producto fresco
por ofrecer.
Al menos consiguieron frenar la sangría, no supieron bien si por su
ataque de rabia final o porque el equipo rival se había relajado dejando pasar
los minutos con ganas de marcharse de aquel pueblo con el zurrón lleno y el
alma henchida, pero fue bien cierto que en los últimos minutos de la primera
parte gozaron de un par de ocasiones que les hicieron creer que, quizá, se les
podía meter mano de alguna de las maneras.
Sin embargo, el ambiente del entretiempo fue más de funeral que de
esperanza. Reinó el silencio, se masticó la rabia y salieron a pasear tres o
cuatro reproches. Ninguno estaba haciendo su trabajo tal y como se había
planeado, pero ¿Qué podían hacer ante semejante torrente de talento?
Simplemente dejarse arrastrar y regresar a casa empapados y con los pulmones
descargados.
Fue entonces cuando se escucharon pasos y la puerta del vestuario se
abrió de golpe. Quien allí apareció pertenecía al club pero no al equipo y no
quería hablar con el equipo sino con una persona en particular.
El viejo entrenador del primer equipo estaba allí, decepcionado con su
discípulo se acercó hasta él para agarrarle del pecho y hacerle ver que las
cosas que más motivan son las menos sencillas y que muchas veces una
oportunidad no golpea en dos ocasiones en la misma puerta.
-
Toda la vida esperando este tren y ahora lo dejas irse.
O lo que es peor, te tiras de él en marcha porque te da miedo llegar al
destino. No te imaginaba tan cobarde ¿Qué estás haciendo? Es sólo un puñetero
partido de fútbol, no vas a salvar al mundo con esto ¿Por qué tanta presión?
¿Por qué te cuesta tanto disfrutar? Joder, eres el tipo con más calidad de
cuantos hay ahí afuera jugando y pareces un juvenil timorato pidiendo permiso
para jugar a la pelota ¿De qué han servido estos meses? Tantos días esperando
este momento para estar ahí viendo pasar de largo la oportunidad y después
marchar a casa a machacarte el cerebro pensando que en hiciste una puta mierda.
Escúchame, es mucho mejor arrepentirse por lo que has hecho que por lo que no
has hecho, porque si no haces nada te pasarás toda la vida diciendo “qué
hubiese pasado sí…”. Y mira, aún estás a tiempo de salir ahí afuera, comerte el
balón y no pasarte media vida preguntándote a ti mismo qué hubiese pasado si
hubieses salido a jugar cómo tu verdaderamente sabes.
Todo el vestuario, en silencio, escuchó las palabras del viejo maestro.
Todos los integrantes del equipo respiraron hondo y guardaron unos segundos de
respeto antes de acercarse a su estrella y ponerle una mano en el hombro.
-
Les vamos a ganar. – Le repetían.
Tanto lo repitieron que hasta él mismo se convenció. Soflamado, levantó
la cabeza y les miró a los ojos para dar un grito que se escuchó de punta a
punta.
-
¡Les vamos a ganar!
El marcador, aunque muy adverso, no era del todo inabordable. Se miró las
botas y comprobó que apenas había barro, que sus medias estaban impolutas y que
el pantalón seguía como recién planchado. Mancha la camiseta, se dijo, y no te
avergüences de ti mismo.
La primera entrada fue con los tacos por delante y dejando claro que su
misión, allí, era no dejarse arrinconar. La tarjeta amarilla la aceptó como un
castigo menor, e incluso necesario, y buscó en los ojos de su rival y pequeño
atisbo de miedo. Sentir el calor del público, algo más soflamado, le ayudó, y
durante unos minutos empezó a ganar duelos y jugar la pelota con la limpieza
que pedían los cánones. La primera ocasión llegó tras un pase profundo y un
disparo al larguero y la segunda llegó tras una llegada a línea de fondo y un
cabezazo fuera por poco. En ambas ocasiones había participado como pasador y el
partido, quizá, le estaba necesitando como ejecutor.
Por ello, levantó la mano cuando se vio sólo en la zona de tres cuartos
del equipo rival y preparó la pierna para pegarla con toda su voluntad. El
balón hizo una parábola casi perfecta, de arriba abajo, como aquellas folhas
secas de los brasileños clásicos que brillaban a los documentales del fútbol
antiguo, y cayó a plomo sobre la red de la portería sin que el guardameta
pudiese hacer nada por evitarlo. Dos a uno y todo un mundo por delante. Treinta
y cinco minutos para dilucidar si lo suyo era una cita con la gloria o con el
fracaso.
Por primera vez comenzó a ver esperanza en los ojos de sus compañeros y
eso le animó a seguir siendo el líder de un equipo que creía en la remontada.
Se hizo dueño del balón, del juego y de los detalles. Organizaba con la pelota
y sin ella colocaba a sus compañeros para evitar sustos en contraataques
inevitables. Aprendieron a vivir con el error y a subsanarlo con trabajo. De
repente eran un equipo y los rivales se estaban convirtiendo en una banda de
tipos timoratos a los que se les había olvidado pasar la pelota al compañero
mejor colocado.
Por momentos sintió que estaba jugando mejor de lo que nunca lo había
hecho y sentía, de alguna manera, la admiración de todos los que estaban en el
campo en forma de mirada o gesto de asombro. No había quien le parase y por
ello tuvo la oportunidad de filtrar un balón al espacio, viendo un movimiento
casi inverosímil de uno de sus compañeros y colocándole, cuando nadie lo había
esperado, mano a mano con el portero rival. Aquel regalo no podía
desperdiciarse y de esa manera, el delantero de su equipo se apuntó el empate
después de un disparo raso y pegado al poste.
Quedaban quince minutos y el partido estaba igual que cuando empezó,
igualado, con la diferencia de que el cansancio hacía mella en los jugadores y
la tensión hacía mella en las cabezas. Por eso llegó el miedo a perder antes
que el ansia por ganar. La contemporización se hizo dueña del partido y los
pases horizontales provocaron que más de un asistente terminase protestando.
Apenas ocurrió nada hasta que, a cinco minutos para el final, un error en
la zaga provocó que el delantero estrella del equipo rival, aquel que
coleccionó balones de oro y sustituyó al ídolo caído, se marchase en carrera
frenética hacia la portería contraria. Tanto esfuerzo para nada, en fin, qué le
íbamos a hacer, al fin y al cabo eran mejores, bastante hicimos con plantarles
cara. El regate al portero estaba fabricado y el disparo a puerta era un simple
toque sin complejidad, pero nunca hubiese esperado que un pie salvador llegase
para evitar el gol y que un toque preciso sirviese para sacar de nuevo la
jugada limpia con un caño sobre sus piernas abiertas y sorprendidas que provocó
un estruendo de placer en la grada.
Apenas le dio tiempo a pensar. Cuando había divisado el desmarque de uno
de sus compañeros y le iba a poner el balón en largo, sintió un terrible golpe
en el gemelo de su pierna izquierda. Lo que la grada pudo ver es como el
jugador estrella que había perdido su oportunidad y había sido humillado, había
respondido a la afrenta lanzándose al suelo y clavando sus tacos en la pierna
de apoyo del mejor jugador del equipo rival. Tanto tiempo tratando de
encontrarse en el campo para terminar rompiéndose las piernas.
El grito fue sonoro, como sonoro fue el insulto propiciado por el
agresor.
-
¡Te jodes! ¡Cabrón!
Varios operarios salieron con una camilla rústica, de las de toda la
vida, para recoger al jugador herido, mientras corrían, pudieron ver como el
árbitro enseñaba la tarjeta roja a la estrella del equipo rival quien se
encaraba con el colegiado como un macarra de extrarradio perdiendo las formas y
las razones.
La estrella del pueblo llegó al vestuario aterido por el dolor y, de
repente, no pudo escuchar nada más que sus lamentos. Nada más, lamentos y unos
gritos que, poco a poco, fueron inundando el ambiente y crispando a los
aficionados.
-
¡Gooooooool! ¡Gooooooool! ¡A tomar por culo, hijos de
puta!
La voz, inconfundible, era la del tres veces balón de oro y coronado,
años atrás, como mejor futbolista del planeta sin discusión. Acostado en la
entrada del pasillo que llevaba a los vestuarios, se dedicaba a cantar un gol
en voz alta e, intuía, a dedicar cortes de manga a un público que no tardó en
enfurecerse de la peor manera, de tal forma que, en pocos segundos, el terreno
se convirtió en una especie de campo sediento de batalla.
Escuchó unos silbidos que interpretó
como los pitidos finales y pronto un estruendo en forma de carreras frenéticas
invadió el vestuario. Él continuaba tumbado, imaginándolo todo y, de fondo,
podía escuchar los gritos de los cuatro policías de campo tratando de apaciguar
los ánimos de la gente.
Poco a poco, la sala se fue llenando
de gente. Sus compañeros iban llegando con el rostro compungido y la cabeza
baja. Intuyó, rápidamente, que aquello no había terminado bien. Y escuchando la
algarabía, concluyó que no había terminado bien para nadie.
-
Hemos perdido. – Le dijo en voz baja el delantero del
equipo. – Nos han metido un gol tonto en el último segundo.
Y justo en aquel momento, el jugador estrella del equipo rival, aquel que
le había comido todos los sueños mientras él se había dedicado a sobrevivir en
tugurios, mansiones, platós y callejones, se machaba vestido de futbolista
retirado, con el cuello hinchado, la garganta encendida y los puños cerrados.
-
¡Yo soy el mejor! ¿Me escuchas? ¡Yo soy el mejor!
Entonces una calurosa sonrisa regresó a su rostro, el pecho se hinchó de
satisfacción y el dolor, aunque fuese por unos segundos, desapareció del todo.
Agarró fuerte la mano de su compañero y, con los ojos vidriosos por la emoción,
respondió firme y con argumentos.