lunes, 8 de abril de 2024

Elogio del mérito

Suele suceder muy a menudo que la gente, más pendiente al resultado que al desarrollo, tiende a emitir juicios de valor totalmente sectarios en función del éxito o fracaso final de una contienda. Es por ello que fueron muchos los que, una vez vieron como el Inter de Milán cayó eliminado en el Metropolitano se precipitaron para hechir su pecho de sabelotodo y pronunciar aquello de "no son para tanto". Lo que ocurre es que la mayoría de las veces nos dejamos vencer por lo casual sin tener en cuenta lo causal y no somos capaces de desperezar las neuronas y analizar en frío cada contienda porque si lo hiciésemos sabríamos que si el Atleti jugó aquella noche por encima de sus posibilidades es porque el Inter le exigió al máximo y que, si consiguió ganarle, merece un elogio sublime a su mérito porque por más que lo proclamen los voceros de la rabia, el Inter e Milán sí que es para tanto.

El Inter, que ya el año pasado mereció ganar la final de la Champions ante el mejor equipo de Europa, es un equipo en la máxima expresión de la palabra que conjuga el juego en base a una memorización de conceptos que aplica a la perfección en el terreno de juego. Y es que cuando un equipo juega de memoria deja de entrar en juego la casuística para dar aparición y función al trabajo y es por ello que la figura de su entrenador, Simone Inzaghi, merece el elogio necesario puesto que fue él quien puso los cimientos a un proyecto que comenzó a volar con Conte y se consagró con un tipo de perfil bajo que ya mostró en Roma que la Lazio podía volver a ser unos de los mejores equipos de Italia.

El Inter alimenta su juego de dos laterales largos que buscan la espalda sin piedad, en tres centrales que sitúan la línea de ahogamiento en el límite de lo establecido y en el pie mágico de Çalhanoglu, pero si de algún pilar apoya la creatividad de su sistema es de Barella y Mkhitaryan, dos tipos de pie de seda y visión nocturna capaces de filtrar un pase en las peores condiciones y de conducir por un campo de minas como si pasearan por el jardín de su casa. En las áreas, Sommer es un asceta de sobrado cumplimiento y marcada trayectoria y Lautaro y Thuram forman un dúo perfecto en cuanto a manejo de los espacios, siendo el argentino el encargado de buscar el frente y el francés el encargado de encontrar las espaldas con vertiginosos desmarques al espacio que le suelen encontrar de cara con el gol.

Los neroazurro llevan sin perder un partido de liga desde septiembre, van a ganar el Scudetto con una ventaja sideral y se presentarán de nuevo ante el mundo mostrando un modelo vertiginoso conceptuado en una salida rápida y una combinación siempre concreta; la magia de la direccionalidad al servicio el espectáculo. Un equipo que gana con solvencia y que apenas recibe goles debe ser para tanto. Claro que es para tanto. Lo realmente increíble es que un equipo deslavazado como el Atleti fuese capaz de echarle de Europa. Eso es un mérito. O quizá un milagro. El tiempo y las eliminatorias pondrán cada ponderación en su lugar adecuado.

lunes, 11 de marzo de 2024

Lejos del ruido

Existen personalidades tan apabullantes que, en sí mismas, son capaces de aglutinar todos los conceptos derivados del resultado de sus operaciones. Si es el éxito quien llama a su puerta, entonces sacará pecho con un gallito erguido y proclamará su ego por encima del conjunto. Si, en cambio, es el fracaso quien viene a visitarle, entonces buscará entre la basura de los factores externos hasta encontrar ese motivo sobre el cual pueda cimentar su exculpación.

Los hombres ególatras raramente piden perdón y si lo hacen es para recordar que su figura vive siempre por encima de los hombres. Cuando implosionan, en cambio, es tanto el ruido que generan que resulta imposible mantenerse al margen e ignorar la presión que conlleva un discurso que, en general, va cayendo en desuso con el paso de los años. Suele ocurrir, además, que la onda expansiva es tan grande que, durante años va arrastrando a todo el que se cruce en su paso ignorando, a su vez, que la caída ha dado su primer paso hacia la involuntaria desgracia y que, si por un último momento, siguen en la picota es más porque la personalidad ha labrado un nombre en lugar de porque el presente reparta verdaderas cartas ganadoras.

La implosión de José Mourinho comenzó el día que aceptó volver a mirar a la cara a Josep Guardiola. Irritado por la perfecta conjunción de astros que suele acompañar a su némesis, firmó por el United con la promesa de volver a ser Ferguson sin darse cuenta de que jamás podría dejar de ser Mourinho. Aquella caída derivó en un fichaje por un equipo con menos aspiraciones como era el Tottenham y de aquel escarnio salió herido camino a Roma. Definitivamente, eran los equipos los que elegían al portugués y no el portugués quien elegía a los equipos a los que gustaba de hacer campeones.

Sucede en ciertos personajes que son incapaces de separar el ego de la realidad. El trabajo en Roma no fue tan malo si tenemos en cuenta los hechos; dos finales europeas con un triunfo y clasificaciones para Europa en todas la temporadas, pero la verdad decía que el equipo se estaba viciando de un discurso que, ni calaba, ni sabía interpretarse. Los sabios, cuando lo son de verdad, saben variar el discurso a medida que ven crecer el hilo de sus dificultades. Cuando el equipo comenzó a caer, Mourinho no dejó de tocar el violín; si había que hundirse, lo haría sin variar una sóla nota.

Apagado el concierto y liberado el caos, el silencio ha permitido a De Rossi, otrora leyenda y hoy apagafuegos, planificar el juego en base a sus piezas. Así, ha ido involucrando a los jugadores en una forma de jugar diametralmente distinta y los resultados están cantando bingo en las gradas del Olímpico. Dos buenas eliminatorias en Europa League y la sensación, en liga, de que el equipo va subiendo posiciones con la facilidad del escalador en los puertos de primera categoría.

De Rossi ha recuperado a Spinazzola para la profundidad, a Paredes para la jerarquía, a Aouar para la distribución, a Dybala para la magia y a Lukaku para el gol. El resto, piezas importantes de un engranaje que se va conformando como funcional, aportan su granito en un grupo que, lejos del ruido y los discursos antiguos, ha recuperado el ánimo, la velocidad, el hambre y, sobre todo, el fútbol. A veces un cambio de discurso es tan importante como asumir una derrota, porque en el pozo se encuentran los peores espíritus y los diablos interiores pueden hacerte saber cual es el camino correcto.


martes, 27 de febrero de 2024

Sin personalidad

El fútbol tiene factores que precisan del trabajo diario y el entreno constante porque la mejoría va adherida a la práctica como una suela va adherida a un zapato y apenas es capaz de despegarse por más que insistamos en caminar. Un tiro libre, un centro al área, un desplazamiento en largo, una presión a la salida del rival, un tackle, un despeje, una anticipación, todo ello se gana con la memoria y se perfecciona con la práctica porque lo innato ayuda a manejarse, pero nada como el ensayo y el error para ayudarnos a aprender.

Sin embargo, el fútbol tiene otros factores que dependen absolutamente de la inteligencia emocional del futbolista. Tales son la capacidad para visionar el espacio, la inteligencia para encontrar los momentos y, sobre todo, la motivación extraordinaria que te lleva a competir por encima de tus posibilidades. Porque un futbolista comprometido, si es además talentoso, vale por dos. Y es que en la capacidad de imaginarnos a nosotros mismos como héroes reside el verdadero valor del éxito, porque los regalos nunca hay que darlos por sentados y las recompensas gustan mucho más si los logros se alcanzan gracias al esfuerzo.

El Atleti que jugó en Almería no fue sino la prolongación del mismo Atleti que hemos vislumbrado, durante toda la temporada, cada vez que se pone la camiseta de visitante y trata de ganar aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Puede que esa capacidad tan generosa con el aficionado que ha adquirido para ganar los partidos como local les haya llevado a la confusión de creer que todos los estadios son jauja y que nadie va a querer exigirte delante de su gente. De esta manera, cada equipo que recibe al Atleti obtiene una dosis de motivación extra; primero por enfrentarse a un grande de la categoría y segundo porque saben de antemano que le pueden y, ya puestos, hasta le deben ganar. Así, cada vez que el Atleti encuentra un equipo extramotivado, en lugar de sacar el puño y apretar los dientes, opta por asustarse, recular hacia su área y dejar que los goles le entren por inercia.

Primero fue Valencia, luego Las Palmas, después el mejor Barça de la temporada tras ser arrasados por un Athletic en alza, después no se había visto un Sevilla igual en dos años y ahora es el mejor partido del Almería como local después de encadenar dos meses sin hacer un solo gol en su estadio. Que todo sea contra el mismo rival deja de ser casualidad, que todo sea contra el mismo rival empieza a decir mucho de un equipo que quiere jugar a gustarse cuando se encuentra arropado por su gente pero que, cuando siente el frío del abandono, prefiere dejar pasar los minutos y esperar a que el chaparrón termine por escampar. Cuando lo hace, se va a casa empapado y aterido. Da igual, quizá piense, otra vez será ¿Pero cuándo será? La perspectiva indica que dentro de mucho porque jugando así no sólo no ganas al colista sino que mereces perder con creces. El siguiente partido es en Cádiz; seis meses sin ganar un partido. Los amarillos ya se frotan las manos.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Aventura

Sobrevive un alto nivel de riesgo en la mente de los audaces, ese sentimiento extremo que conduce hacia la aventura, esa insistencia tan meticulosa que no se borra ni cuando el error hace acto de aparición, esas palabras que nunca viajan con el viento puesto que, más que promesas, son auténticos actos de fe que, cuando se hacen carne, son capaces de levantar en un impulso a toda una multitud.

El Barça enfrenta la peor crisis de sus últimos veinte años subido a lomos de un niño que no quiere dejar de lado la responsabilidad. Sabedor de que las oportunidades no se regalan, se ha empeñado en situarse por encima de todos y conducir a su equipo hacia la victoria por más trabas que sus propios compañeros le pongan al empeño. Tras un error grosero de Araujo, una inexplicable decisión de Kounde o una conducción sin sentido de De Jong, aparece siempre un desborde y un ingenio del joven Lamine Yamal, dispuesto siempre a corregir errores tanto propios como ajenos.

Yamal es un producto más de una inagotable cantera de valores que se ha aprovechado de un momento clave en la historia del club. En su última gran crisis, aparecieron tipos como Valdés, Puyol y Xavi primero para dar testigo al final del túnel a dos genios sin parangón llamados Lío Messi y Andrés Iniesta. En este camino de regreso al barro, visto que el club sólo se las puede ingeniar a base de palancas, Xavi ha decidido que morirá joven pero morirá con todo y ese todo incluye a una cuadrilla de niños que han saltado a la titularidad para sujetar la crisis con sus manos e incluso tratarla de borrarla con sus pies.

Entre ellos destaca el bisoño Lamine que, con tan sólo dieciséis años, se echa a la espalda al equipo cada vez que tira un desmarque pegado a la banda derecha. Desde allí ha aprendido que la mejor escuela es la improvisación y la mejor carta es el talento; por ello encara, dribla y, generalmente, gana el espacio suficiente para dejar atrás al defensor y provocar una ocasión de gol que, visto lo visto, cuesta mucho conseguir.

Desde el extremo, Lamine Yamal ha llegado al fútbol de élite para asentarse como una estrella, primero en el Barça y después, ya veremos, en la selección. De momento ya ha batido récords de precocidad y eso, más allá de lo llamativo, alcanza lo sustantivo, porque que esté jugando no es ningún capricho, como ya dijeron algunos, si lo hace es porque, ahora mismo, es el único jugador de Barcelona capaz de proponer algo distinto a los demás, algo ilusionante tratándose de un niño y algo preocupante tratándose de un club lleno de tipos con un currículum tan brillante que hasta serían capaces de deslumbrar.

miércoles, 7 de febrero de 2024

La pulga

Ahora que los flashes se apagan, que la cuesta a abajo parece un precipicio, que la lejanía nos envía ecos de enfermería, que las viejas amistades han llegado para arroparle en su penúltimo viaje, ahora que el mundial soñado está en la estantería de las promesas cumplidas, que los premios han vuelto a relucir el expediente, ahora que los críticos quieren trocear su decrepitud, que el fútbol sigue siendo sabio pero el tiempo desagradecido, ahora que no quedan tipos como él, ahora que sabemos que no veremos otro como él, es de merecida obligación rendir el homenaje porque lo póstumo suele llevar el aroma de cierta demagogia sentimental, pero lo sincero siempre es doblemente abrumador, primero porque cuenta la historia, segundo por la englosa.

Lionel Messi ha sido Dios sin necesitarlo y discípulo eterno sin pretenderlo. Porque lo suyo fue más allá del corazón; lo suyo fue un idilio con la pelota que empezó cuando no podía crecer y terminará el día en el que diga adiós entre lágrimas. Se marchó del Barça y el agujero que dejó fue tan grande que ni las viejas glorias de banquillo han sido capaz de taparlo. Y es que Messi fue al Barça, como la llegada del profeta llegado desde otra tierra, el tipo que les hizo creer inmortales, el hombre que, con su sóla presencia, condicionó el fútbol de todos los rivales a los que se enfrentaron.

Porque Messi fue tres jugadores a lo largo de su carrera. Primero un extremo inciso que driblaba por talento y definía por condición, después un nueve retrasado que abarcaba el espacio y dominaba los tiempos y, finalmente, un gobernador con puño de hierro que conseguía el propósito de que los partidos se jugasen dónde y cómo él quería. De esta manera llegó el título mundial, con un grupo de compañeros entregados a él y un último servicio a la causa de una majestuosidad tan grande que pasará el tiempo y se le comparará, esta vez sin miramientos, con los más grandes de la historia.

Porque el lugar de Messi es ese; el olimpo de los dioses del balón donde perviven las sinfonías de Di Stéfano, las invenciones de Pelé y el genio ingobernable de Maradona. El hombre que convirtió en oro lo que tocó también llegó de Sudamérica, tierra de ínfulas y sueños, de despechos y realidades, de pasión y gloria. Allí lo crió un potrero y el mundo aprendió su nombre desde que se presentó ante la gente volviendo loco a Mourinho y su plan defensivo el día que cayó el Chelsea y el ciclo del fútbol viró ciento ochenta grados buscando fortuna en el pie izquierdo de un niño que llegará a hombre colmado de honores.

martes, 30 de enero de 2024

Viral

Sus palabras eran un canon sobre la respetuosidad, sus relatos eran enciclopédicos, sus gestos transpiraban bondad, sus sonrisas inspiraban ternura. Era asistente de notario de día, padre abnegado de tarde y aficionado a su equipo de noche. Los que le conocían hablaban de él como un tipo estupendo, como un compendio de virtudes capaces de hacerle pasar por un aspirante a la canonización. Madrugaba para correr, desayunaba de pie y vestía a sus hijos para mandarles al colegio antes de ir a trabajar. Durante la mañana controlaba las citas, los archivos y el papeleo general, ofrecía cafés recién hechos a los clientes y repartía fuertes apretones de manos a aquellos que se presentaban en el despacho y a los que atendía con exquisita educación.

Por ello, cuando le vieron aparecer en aquel vídeo de Youtube que se había publicado por accidente y se había hecho viral por la lógica aplastante de la ley de morbosidad, fueron muchos los que dudaron de su veracidad y otros tantos quienes dudaron de la identificación del protagonista. No podía ser que el tipo amable y educado al que habían conocido en un despacho de la notaría fuese el mismo energúmeno que le gritaba a un televisor y daba patadas a una mesita auxiliar.

Y es que el día ya había comenzado torcido. Había nevado copiosamente y, aun así, se había atrevido a madrugar para hacer sus cinco kilómetros diarios. La rutina no le llevaba más de media hora y una ducha caliente para reactivarse. Quizá es que se había metido demasiado en la canción que sonaba en sus auriculares, quizá estaba ya pensando en la tostada con mermelada que se iba a comer para desayunar, el caso es que se despistó más de lo que debía y no fue consciente de que había empezado a correr sobre una placa de hielo.

Lo que ocurrió a continuación fue más propio de un gag de película de risa, pero puñetera fue la gracia que le causó a él aquella caída hacia atrás y aquel culetazo tan aparatoso. Permaneció en el suelo durante unos segundos, más llevado por la vergüenza que por el dolor y, cuando consiguió levantarse, lo primero que hizo fue mirar hacia todos los lados para comprobar si alguien le había visto caer de aquella manera. Por la sonrisa que descubrió en el tipo que se cruzó con él a toda velocidad, sospechó que aquel resbalón no había caído en el olvido ni en el anonimato.

Se levantó dolorido y dañado en el orgullo interno. Intentó seguir corriendo, pero la corcusilla, ese lugar donde termina la espalda y empieza el culo, le dolía tanto que le resultaba imposible dar más de dos zancadas sin sentir una terrible punzada que le cruzaba el cuerpo de arriba abajo. Caminó despacio, tanto como le permitía el dolor, hasta llegar a casa y meterse debajo del chorro de la ducha caliente. Sólo que no había agua caliente. En aquel momento recordó el correo electrónico que había recibido durante el día anterior en el que la comunidad de vecinos advertía que habría cortes en el suministro para reparar una avería. Lo que no esperaba es que los trabajos empezaran a una hora tan temprana.

Se duchó como pudo, con agua gélida y dolores punzantes y, mientras dejaba que su cuerpo se secase tras un albornoz estropajoso, se acercó al cajón de la medicina para buscar un calmante y poner fin a ese dolor tan agudo. Pero al no encontrar ninguno cayó en la cuenta de que los había agotado hacía tiempo y no se había acercado a la farmacia a reponer las existencias. Así que se vistió como pudo, se montó en el coche sin probar bocado y se puso a buscar una farmacia de guardia ya que la que había cerca de su casa no abría hasta las nueve de la mañana.

La única farmacia abierta estaba al otro lado del municipio y, para llegar, tuvo que esperar siete semáforos en rojo y pasar por dos avenidas llenas de colegios con las paradas en pasos de cebra que eso le supuso. Cuando llegó a la puerta de la farmacia eran las nueve menos cinco por lo que le hubiese dado igual haber esperado a que abriese la de su barrio a haber llegado hasta allí. La mujer que atendía por la ventanilla le dijo que esperase un par de minutos a que abriese el establecimiento y así podía atenderle detrás del mostrador. No le pudo dar las pastillas que él quería porque precisaba receta así que le dio un antiinflamatorio menos efectivo que no le iba a quitar el dolor pero al menos le iba a permitir descansar en cierta medida. Salió cojeando de la farmacia y, al llegar hasta el coche, se encontró con un guardia poniendo una multa sobre su parabrisas. Por más que le suplicó, no se apiadó de él y le aconsejó no volver a dejar el coche en doble fila en un lugar de tránsito continuo, algo que refrendó, a gritos y bocinazos, el dueño del coche al que había obstaculizado y que no podía sacar el vehículo de su plaza de aparcamiento.

Se insultaron mutuamente y, cuando vio como el guardia se marchaba con su moto él creía haber zanjado aquella disputa con un último reproche que había saciado más su orgullo que su conciencia, vio como el tipo se acercaba a él y le propinaba un puñetazo en la mandíbula que le mandó directamente al suelo con el extra de dolor en la curcusilla que eso le producía. Quiso levantarse y no puedo. Le dolía la espalda, el trasero, la cara y el orgullo. Por doler, le dolía hasta el alma. Con el traje completamente mojado por el charco que había situado en el lugar exacto en el que había caído, se levantó a duras penas mientras miraba al tipo montarse en el coche y decirle con la mirada que se largase de una vez si no quería volver a recibir una buena ración de jarabe de palo.

Se marchó con viento fresco no sin antes comprobar como sus nervios le jugaban una mala pasada y el coche se le calaba hasta en cuatro ocasiones antes de llegar al trabajo. Una de ellas en la entrada de una de las rotondas más concurridas de la ciudad, lo que provocó un concierto de claxon en do mayor que ya quisiera para sí la sinfónica de Viena.

Llegó tarde a la Notaría, como era de esperar, y tuvo que aguantar como su jefe le echaba la bronca del siglo al haber tenido que dejar que se marchasen los clientes que tenía a primera hora porque él no había llegado a tiempo con los legajos que se había llevado a casa la tarde anterior para su visado. A pesar de que era su primera falta grave en ocho años de expediente impecable, no se libró de una ración de gritos y otra de aspavientos. Lo peor fueron las amenazas y las heridas en el orgullo, porque cuando se quiso explicar le dijo que los cuentos eran para Calleja.

Le dolían la espalda, la cara y el orgullo. Estaba hecho un trapo y aún tenía que sentirse culpable por haberse levantado a las seis de la mañana a hacer deporte. Sacó un café de la máquina y lo bebió apresuradamente, consiguiendo, con ello, quemarse la garganta. Lanzó un improperio en voz más alta de lo que hubiese querido lo que le valió la reprobación de una de sus compañeras que venía acompañada de unos clientes. Se sentó a trabajar al fin, esperando que el calmante hiciese efecto cuando antes y lo que terminó haciendo efecto fue el café cargado de la máquina.

Empezó con un leve gorgoteo en el estómago, continuó con un dolor agudo y terminó con sus posaderas sobre la taza del váter expulsando lo que tenía y lo que no tenía. Debió haber dado un concierto en sí bemol porque cuando salió del baño, los compañeros de la notaría le miraban con discreción e intentaban disimular sus risas. Pero fue saber que el jefe estaba esperando a que terminase para pasar al baño cuando se puso más colorado que en ningún momento del día ya que el aroma que había dejado en el habitáculo era poco menos que insoportable.

-        ¿¡Pero qué ha comido usted!?

 

Se sintió tentado de decir que había sido el café y utilizar el brebaje barato y malo de la máquina como motivo y excusa, pero sabía que aquello no iba más que a seguir echando leña sobre una hoguera que él mismo había encendido de manera inconsciente con una simple carrera de madrugada.

A lo largo de la mañana se le destintó un bolígrafo, otro dejó de escribir mientras estaba firmando cartas y la sombra de un pájaro por la ventana le provocó un susto tan grande que se levantó de un impulso derramando el vaso de agua sobre un informe oficial que tenía que visar con el sello de la notaría. Puso el informe a secar extendiéndolo en el suelo con la mala suerte de que una compañera abrió la puerta y, sin mirar abajo, pisoteó dos de las hojas dejando una huella negra y grande sobre el blanco del papel.

Cuando fue a levantarse, desolado por la situación, su espalda dijo basta y se quedó clavado en el sitio. Hubo de pedir ayuda y hasta una ambulancia tuvo que venir a por él para ayudarle a incorporarse en el hospital con una inyección y mucha paciencia. Se llevó, de paso, la mirada severa de su jefe quien, al ver el galimatías que había en su despacho, le miró con cara de estás despedido y la próxima vez que vengas te llevarás de paso el finiquito.

Aunque todo eso, en aquel momento, le daba igual. Lo único que quería era llegar cuanto antes al hospital, recibir un pinchazo en la espalda y sentir como el dolor agudo desaparecía sin más para convertirle, de nuevo, en una persona normal. El trayecto fue largo y abrupto. Hubo dos frenazos que le hicieron golpearse la cabeza contra una bombona de oxígeno que había en el suelo y que asomaba por encima de la camilla, el enfermero que le acompañaba sufría de una difícil digestión y, en silencio, fue soltando sus gases dejando un peculiar aroma dentro del habitáculo y, cuando por fin llegaron a su destino, le dijeron que debía esperar en una sala porque su caso no requería de tanta urgencia y tenían muchos pacientes esperando a ser atendidos.

La espera fue larga e incómoda. Debido a la ansiedad, le entró una tremenda sed y pidió, por favor, que le diesen un poco de agua. A regañadientes, una sanitaria de colmillo retorcido y mal encare le dio una botella de agua caliente que bebió casi en dos tragos medio incorporado en la camilla sintiendo como parte del líquido resbalaba por su barbilla y se perdía entre su pecho y su estómago. Cuando creía haber calmado sus instintos y la sed había desaparecido, llegaron unas terribles ganas de orinar. Aguantó lo que pudo, más no podía levantarse para ir al baño, preso del dolor y de la desesperación, apretó los dientes y forzó su próstata constriñéndola hasta la extenuación. Creía tener controlada la situación hasta que un camillero entró por error en la sala, golpeó su camilla sin mirar y, azotado por el movimiento, el dolor le hizo soltar un quejido y un cuarto de litro de orina que tenía acumulada dentro de su vejiga. Con el pantalón mojado y la cara colorada le encontró el médico antes de hacerle una severa inspección.

Forzando los pantalones para bajárselo hasta el tobillo y notando, muerto de vergüenza, como una toalla manejada por la enfermera le secaba parte de su espalda, se acomodó como pudo en la camilla y sintió el pinchazo entrar por su rabadilla de manera tan repentina que soltó una coz por instinto golpeando al doctor en la zona inguinal y consiguiendo, de paso, que éste, llevado por el impulso del dolor, clavase toda la aguja de golpe con todo el dolor que aquello le produjo. Ambos gritaron a la vez, ambos se retorcieron a la vez y ambos fueron sujetados por los hombros a la vez para que la escena no fuese a mayores. El doctor con la mano en la entrepierna y un dolor agudo que le llegaba hasta la cabeza y él con una jeringuilla clavada en la zona fronteriza entre la espalda y el culo y bailando por instinto una especie de antigua danza ancestral.

-        Duele, duele, duele. – Repetía.

-        Mucho, mucho, mucho. – Replicaba el doctor.

Le sacaron la jeringuilla como bien pudieron y volvió a quedarse tieso en la camilla hasta que sintió, poco a poco, como el dolor desaparecía y al fin podía incorporarse no sin dificultad. Arrastrando los pies se marchó del hospital, con los pantalones bajados y la espalda dolorida. Fue a pedir un taxi pero se le acabó la batería y no tenía dinero suelto para llamar por un teléfono público. Suplicó a media docena de pacientes que hiciesen el favor de pedirle un taxi, pero le miraban de arriba abajo y terminaban despreciándole. Solo, abandonado, empapado y dolorido en la puerta de un hospital, no le quedaba más remedio que vencer al frío y buscar un taxi mientras arrastraba las piernas y la dignidad.

Con los pies helados y la entrepierna acartonada, recorrió los alrededores del hospital con el brazo en alto y la desesperación en la garganta. Se le hizo de noche y el frío comenzó a congelar su nariz y su garganta. Aquel primer estornudo tan sólo fue un aviso de lo que estaba por venir. Cuando había perdido la esperanza, al fin divisó una luz verde y se acercó como pudo hasta el borde de la calzada sin calcular la altura del bordillo lo que produjo que pisara mal y cayese de forma ridícula, y de rodillas, delante del taxi que llegaba hacia él. Para intentar hacerlo frenar, puso los brazos en cruz lo que hizo parecer una súplica en toda regla que el taxista entendió como un gesto de desesperación y, aunque tenía un aviso pendiente que atender, frenó en seco y le esperó con la puerta abierta y su mejor sonrisa.

Le agradeció en el alma su compasión y, cuando le contó a grandes rasgos lo que le había pasado encontró, por vez primera en lo que llevaba de día, unas palabras agradecidas y un gesto amable.

-        Al menos llegaré a casa para ver el partido.

 

El taxista giró su cabeza de manera brusca y dio un volantazo involuntario mientras le puso su peor mirada de desconfianza.

-        ¿Es usted de los rojos?

 

Se quedó mirándolo a medio camino entre el temor y la desesperanza.

-        Sí. – Balbuceó.

-        ¡Fuera! – Dijo de manera inmediata antes de bajarse del coche y abrirle la puerta con cara de disgusto.

-        Pero…

-        ¡Fuera!

-        No tengo dinero para pagarle.

-        No quiero su dinero.

 

Y le dejó allí, muerto de frío y solo ante la noche cerrada y la necesidad de llegar a casa, darse una ducha y ponerse la manta térmica para ver el partido sentado en el sofá.

Al menos el calmante había hecho efecto y podría llegar a casa caminando. Le quedaban dos kilómetros que anduvo lo más rápidamente que le dejó el frío y el dolor y, cuando al fin abrió la puerta, su mujer le recibió con una regañina y una cara de vinagre.

-        ¡Se puede saber dónde te has metido!

 

Resopló de manera paciente, cerró los ojos y empezó a contárselo todo. No tenía móvil, ni dinero, ni ganas. Su día había sido una puñetera mierda. Sólo quería sentarse, comer algo y ver el partido tranquilamente.

-        ¡Si perdéis no me la líes!

 

La observó con displicencia y contestó con soberbia.

-        Tranquila, no vamos a perder.

 

La caldera se había vuelto a romper y el agua de la ducha estaba fría y la cena demasiado caliente. El frío terrorífico que le había provocado el chorro gélido en la espalda se había compensado con el abrasador sentimiento que había sufrido entre la lengua y el paladar por la cucharada de sopa que se había metido en la boca ávido de echarse un poco de alimento en el estómago.

Aguantó un aullido y se mordió la lengua intentando no gritar. Entonces gritó y se quedó sin voz.

-        ¡Dios!

 

Pero Dios no le había acompañado en todo el día.

Hizo pis y salpicó la taza, se subió la bragueta y se pilló un testículo, se lavó las manos y se le escurrió el jabón, fue a cogerlo y se dio con la cabeza en el lavabo.

Con el cuerpo dolorido y las manos frías se sentó a ver el partido por la final de la Copa del Mundo de equipos de fútbol. Su equipo, los Rojos de la Ciudad, se enfrentaban a los Reyes del Continente en un partido a cara de perro. Daba la casualidad de que no era un enfrentamiento entre campeones, ya que su equipo había perdido la gran final continental unos meses antes, pero como el campeón, el Copas de Oro, había renunciado a viajar hasta América para ser apaleado hasta en el carnet de identidad, había dejado la plaza libre para que los Rojos pudiesen desquitarse y llevarse una copa que, de alguna manera, merecían por derecho propio.

En el partido de ida habían perdido por dos goles a uno, por lo que les bastaba un simple uno a cero para levantar la copa de campeones del mundo y poder sacar pecho ante la humanidad con un título ganado a base de fútbol y coraje. Porque su equipo podía tener mejor o peor suerte, pero nunca se amilanaba.

Abrió una cerveza, sin alcohol para no desafiar a los calmantes, y la espuma se derramó por toda la mesa. Se metió una corteza de cerdo en la boca y una miga suelta le provocó un ataque de tos que casi le ahoga. Los golpes de su mujer en la espalda, con tiento y sin tacto, le dolieron más que la tos y las lágrimas que derramó tras verse a salvo se convirtieron a su pasaporte hacia el alivio y la salvación. Decidió no beber nada, no comer nada y sentarse tranquilamente, con la espalda apoyada en el respaldo del sillón, a ver el partido de su equipo y esperar a celebrar el mayor título de su historia.

No necesitaba otra cosa que no fuese tranquilidad y un gol. La tranquilidad llegó cuando su espalda encontró acomodo y su cuerpo comenzó a relajarse. Y gol llegó más tarde, justo cuando le entraron unas inaguantables ganas de ir al baño y miccionar. Trató de aguantar, porque su equipo estaba jugando bien, plantando cara y mostrando el ímpetu que se le presuponía. Pero no podía más, se levantó, subió el volumen del televisor para poder escuchar la narración del partido desde el baño y cuando el chorro de la orina estaba en su momento de esplendor escuchó la palabra.

-        Gol.

-        ¡Gol! – Repitió él de manera automática.

 

Y, conducido por la emoción, se giró de manera impulsiva, paseando el chorro por el sanitario, el suelo y los azulejos. Cuando quiso ser consciente, ya estaba en mitad del pasillo con los pantalones mojados y la garganta rota.

Cuando se disponía a ver la repetición, después de deleitarse con el abrazo en grupo de los jugadores, el televisor refulgió en negro y todas las luces de la casa se apagaron dotando a la estancia de una oscuridad total. Confuso, se asomó al ventana intentando, por intuición, sortear los muebles del salón y comprobó que toda la calle se había sumido en la noche más profunda.

No había luz, ni wifi, ni datos, ni siquiera un mínimo conato de protesta que acabase con aquel silencio tan desesperante. Abrió la ventana y gritó, frustrado por la situación, mientras preguntaba qué narices estaba ocurriendo.

Un vecino le insultó, otro le mandó callar y otros dos, que ya conocían su afición por el equipo rojo, le llamaron perdedor y le obligaron a meterse de nuevo en su casa. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que estaba muerto de frío y buscó una manta con la que arroparse al tiempo que maldecía el día en que tiró su viejo transistor de pilas pensando que ya jamás le iba a hacer falta utilizarlo.

Se comió las uñas, se tiró de los pelos, se aguantó las ganas de gritar y decidió guardar silencio para que su mujer no pagase por unos platos que ella no había roto. Pasaron más de cincuenta minutos de inquietud, nerviosismo y mucha sed hasta que las bombillas volvieron a refulgir y el televisor parpadeó para volver a encenderse y pintarse en el color verde del terreno de juego.

Apretó los dientes, cerró los puños y dejó escapar un escueto “bien” impregnado de rabia y satisfacción. Seguían ganando por uno gol a cero y quedaban apenas diez minutos para el final del partido. Por un momento, aparecieron las estadísticas del partido y pudo comprobar que su equipo había disparados veintiocho veces a la portería rival por tan sólo una del equipo contrario. El narrador decía que los rojos no habían sufrido en todo el partido y que, seguramente, terminarían llevándose la copa sin ningún tipo de problema.

Así que, después de tanto sofoco, sintió un momento de tranquilidad. Dejó de sentir frío, la cara dejó de palpitarle, la vejiga se relajó y la espalda dejó de dolerle. Cogió el móvil y entró en Twitter. Los aficionados de su equipo se regocijaban y los aficionados al fútbol en general se mostraban admirados. Quedaba los minutos del descuento, la copa era suya, el partido estaba finiquitado, su equipo controlaba el partido y el equipo rival no daba dos pases consecutivos más allá del centro del campo.

Así que abrió la aplicación de la cámara, buscó la opción vídeo y le dio el móvil a su mujer.

-        Grábame justo en el final del partido que quiero tener este recuerdo celebrando un título histórico.

 

Y de esa manera, su mujer comenzó a grabar cuando apenas quedaban treinta segundos para completar el tiempo de descuento. Él se mostraba risueño, confiado, casi eufórico pero contenido. Lo que no grabó su mujer fue el último ataque del equipo rival que terminó con un balón colgado al área, un rechace y un disparo forzado, casi imposible, que terminó en la escuadra de la portería del equipo rojo.

Y entonces se desató la tormenta.

-        ¡Nooooooooooooooooo! ¡Nooooooooooooooooooo! ¡Hijos de putaaaaaaaaaa! ¡No puede ser! ¡Noooooooooooooooo! ¡No me lo puedo creer! ¡Noooooooooo! ¡Me cago en mi puta vida! ¡Desgraciados! ¡Una jugada, sólo teníais que defender una puta jugada! ¡Diooooooooooooos! ¡Nooooooooooooooo! ¡Me muero, hijos de puta! ¡Me muero por vuestra culpa! ¡Me voy a morir! ¡Nooooooooooo! ¡Éramos campeones, joder! ¡Éramos campeones!

 

Dio una patada a la mesa, lanzó al suelo el mando del televisor y, contra la pantalla aún refulgente en verde con los jugadores del equipo rival celebrando su conquista, lanzó el vaso aún lleno de agua que quedaba de pie en una esquina de la mesa. En un momento se había quedado sin título, sin televisor y sin dignidad, y su mujer que, obediente ante su mandato continuaba grabando toda la reacción, permanecía indeleble, con la boca abierta y paralizada por el miedo al no reconocer en el hombre que tenía frente a sí a la persona con la que se había casado.

Cortó la grabación justo cuando le vio empezar a llorar y, mientras esperaba a que su marido terminase de calmarse y fuese capaz de combatir la ansiedad, cometió el gran error. A modo de inocente información, envió el vídeo a su hermano para decirle “Mira como está tu cuñado, no le reconozco”. Lo que ella esperaba era compresión y unas palabras tranquilizadoras, pero lo único que vino fue el silencio y una noche larga en la que no pegó ni ojo escuchando a su marido moverse sobre el colchón una y otra vez.

Fue el teléfono quien les sacó de la cama. Era temprano aún, apenas las siete de la mañana y ambos permanecían en el catre esperando que el despertador les pusiese de cara a la realidad y les obligase a luchar contra el día a día. Si los dolores se lo permitiesen, debería estar en la notaría a las nueve, y allí debería lidiar con las miradas y comentarios socarrones de sus compañeros de trabajo. Qué le iba a hacer, estaba acostumbrado.

-        Dígame. – Contestó con la voz cargada de sueño y el ánimo descargado de cualquier emoción.

-        No hace falta que venga hoy a trabajar, está despedido. Cuando quiera, puede pasarse a por sus cosas y a firmar el finiquito.

-        ¿Cómo?

-        ¿Y aún se atreve a preguntarlo?

Le colgaron el teléfono y él quedó completamente descolgado. Cuando sacó el cable del cargador del teléfono móvil y activó los datos, recibió un aluvión de mensajes. Durante toda la noche, su gente había estado en pie y había una palabra que lo monopolizaba todo. “Viral”.

Pinchó uno de los enlaces que le adjuntaban en los mensajes y, durante unos segundos, se le vino la sangre arriba y el mundo se le vino abajo. Ahí estaba él, totalmente alterado, después de haber estado esperando para celebrar un gol y terminando rompiendo todo lo que pillaba por su camino, gritando como un energúmeno, entregado a la derrota con la mayor desesperación posible.

-        ¿Qué has hecho? – Preguntó a su mujer.

-        ¿Qué?

-        ¿¿Que qué has hecho?? – Repitió de manera airada y a punto de perder la calma.

-        Nada… - Dijo ella en voz baja y con la voz quebrada por la duda.

 

Entonces le mostró el móvil y le enseñó el vídeo. Comprobó cómo, poco a poco, ella se iba poniendo pálida y como tuvo que levantarse de la cama para acudir al baño y desahogar una arcada dentro del inodoro. Cuando regresó tenía los ojos caídos y la boca torcida. Buscó su teléfono y marcó un número de memoria. Dos tonos, tres. Descolgaron.

-        ¿Pero qué has hecho, joder? – Preguntó desesperada.

 

Hubo un intercambio de palabras, airado al principio, más calmado después, un silencio, más voces, otro silencio y un insulto. Ella tiro el teléfono sobre la cama y comenzó a llorar. Balbuceó unas palabras y le pidió perdón mientras se abrazaba a él.

Se convirtió en viral. En el nuevo icono de la postmodernidad. Su celebración corrió de mano en mano, de boca en boca, de ojo en ojo. Se hizo tan célebre que incluso los hinchas de su equipo le acogieron como suyo, tanto que el club le pagó un abono y le buscó un trabajo, tan popular que vio su imagen en cientos de entradas en la red y tan frágil que se vio abocado a la medicación cada vez que su equipo caía en la derrota y las mofas llamaban a su puerta. Su equipo ganó algún título, notoriedad e incluso volvió a verse en la misma situación años más tarde. Campeón de Europa y con aspiraciones a conquistar la Copa del Mundo, pero aquel día él ya no estaba para celebraciones y, mucho menos, para romper televisores a patadas. Aquel día permanecía acostado, enganchado a los somníferos y con una bata blanca tras la puerta de una habitación donde ponía "Cuidado, no pasar".

miércoles, 24 de enero de 2024

Gol de Señor

En una época en la que nos hemos acostumbrado al caviar, cabe recordar que, durante muchísimos años nos estuvimos alimentando de patatas cocidas. De vez en cuando, para acompañar, nos encontrábamos con un filete bien apañado y nos creíamos estar nadando en la opulencia. En el fútbol de hoy, la selección española es una referencia a nivel mundial. Las dos Eurocopas y el Mundial ganados durante la última década nos acreditan. Y, sobre todo, nos acredita en un estilo que nos han convertido en únicos.

Pero hubo un tiempo en el que nos aferrábamos equivocadamente a una furia que jamás daba resultado. Viajábamos a los campeonatos pronosticando el día que regresaríamos a casa y, más temprano que tarde, terminábamos acertando en nuestros pronósticos. En ese oasis de logros importantes, nos conformábamos con cualquier victoria épica. Y para nuestra generación no hubo victoria más celebrada que aquella ante Malta el día veintiuno de diciembre de 1983.

Para ponernos en situación digamos que España necesitaba ganar a Malta por once goles de diferencia si quería clasificarse para la Eurocopa a celebrar en Francia durante el verano siguiente. Aquel era el último partido del grupo y, a diferencia de ahora, estos partidos no se jugaban en simultáneo con los de los rivales del mismo. El principal rival en la clasificación era Holanda, quien se había repartido similares triunfos con España con la diferencia de que ellos habían hecho diez goles más. Para empatarles a puntos había que ganar. Para sobrepasarles en el goal average, había que ganar por once goles. Nadie confiaba en ello.

Y menos se confiaba aún cuando el final de la primera parte reflejaba un exiguo tres a uno a favor. El pesimismo se acrecentaba cuando nos acordábamos de que incluso habíamos errado un penalti. No estábamos para concesiones, pero las estábamos cediendo. Sin embargo, como una brújula manipulada con un imán, la aguja viró de golpe y apuntó al norte. Fueron entrando los goles. A los tres que había anotado Santillana en el primer tiempo se sumaron otro más del cántabro, cuatro del Poli Rincón, dos de Maceda y uno de Sarabia. Quedaban cinco minutos para el final y solamente faltaba un gol para completar la gesta. Hubiese sido demasiado cruel terminar así.

Entonces ocurrió lo que ya todos estábamos esperando. Un balón suelto le llegó a Juan Señor, centrocampista del Real Zaragoza, en el bore del área y Juan Señor la pegó en el alma. La pelota entró mordida, junto al palo y todos nos abrazamos en los salones de nuestras casa. Aquel gol y aquel gallo mítico del locutor José Ángel De la Casa mientras perdía la voz relatando el momento, se grabaron para siempre en la memoria colectiva de un país que tuvo que esperar casi tres décadas para comenzar a celebrar títulos de verdad.

miércoles, 17 de enero de 2024

El Rubio

Los especiales, normalmente, suelen ser tipos discutidos por el jefe al tiempo que son venerados por sus compañeros y clientes, porque los tipos especiales saben encontrar el momento idóneo para sacar la chistera, hacer la gracia, vender la aspiradora y saber que pueden volver a casa con la conciencia tranquila y el expediente inmaculado, pero aquellos que siempre piden una venta más, una hora más o una llamada extra, serán los que reprochen al mejor comercial de la empresa su falta de implicación por más que la gente haya acudido a ellos solamente para dejarse seducir por sus dotes de convencimiento.

John Lauridsen fue el tipo más querido por la grada del Espanyol al tiempo que fue siendo reprochado por sus entrenadores. Todos pedían una entrada extra, una carrera de más, un esfuerzo adicional mientras el tipo golpeaba a la pelota con pasión, daba siempre el centro preciso y sabía levantar todos los corazones gracias a su talento innato para jugar al fútbol. Cuando Clemente consideró que aquellas dotes no eran suficientes para hacerle valedor de un puesto como titular, la gente se puso de uñas, pero el equipo funcionó tan bien que si bien no podían reprochar del todo la decisión, al menos sí podían ponerse de pie cuando El Rubio pisaba el terreno de juego.

Porque El Rubio era un futbolista de una pieza que entendía el juego como una concepción de individual al servicio de un conjunto ¿Para qué sacrificarse por todos cuando todo podían sacrificarse por él? Lauridsen era un tipo especial; en su empresa no hacía horas extra, ni llamadas a deshora, pero tenía a todos convencidos para comprar la aspiradora. Y es que el danés era un artista ímprobo, un tipo que sabía manejar los tiempos y que, sobre todo, flotaba sobre el césped. Uno de esos jugadores especiales por lo que merece la pena pagar la entrada y cuyo recuerdo ha sobrevivido incluso al tipo que le cortó las alas mandándole al banquillo de los acusados.

miércoles, 10 de enero de 2024

Il codino

Se puede ser el mejor sin ganarlo todo, se puede ser un genio, un mantra, una excusa para ver un partido de fútbol sin la necesidad de ser un devorador de títulos porque la genialidad vive en la diversión y la diversión vive de la espontaneidad. Uno es feliz cuando puede hacer lo que quiere y por ello, a Roberto Baggio, muchas veces no le dejaron ser feliz porque aunque muchas veces hizo lo que quiso fueron otras tantas en las que le afearon la conducta.

Porque Baggio vivió una época de guerras y cuarteles, una época en la que Italia era conservadora hasta en el fútbol y en la que el Calcio era un motivo para morder antes de para inventar. Y muchos de los que inventaban, la gran mayoría, jugaban allí y de esa concepción del esclavismo nacieron los espíritus más libres desde Rivera hasta Conti culminando la gran obra con Roberto Baggio. Y es que Baggio era al fútbol lo que Puccini a la ópera, pura inspiración, puro talento, pura magia al servicio de la emoción ajena.

Cuando arrancaba, allá por su juventud, era frecuente verle dejar cadáveres por el camino en forma de sacos de arena; los defensores parecían fardos sin presencia y él parecía el capataz capaz de manejar los tiempos y los espacios. Más tarde, cuando las lesiones y el tiempo le había machacado la piel, cambio la potencia por la inteligencia y se convirtió en el tipo al que todos querían ver cada domingo. Su pie era el guante de las ilusiones y su cintura era el cúlmen de la perfección. Roberto Baggio era Dios entre los hombres y sin embargo se le trató como a un hombre entre dioses.

Por ello se sintió arropado cuando le llegó el reconocimiento en forma de veteranía. Entonces jugueteaba con los defensores vistiendo camisetas de menor importancia histórica pero que grabaron a fuego la pasión del juego en su corazón. Bolonia y Brescia fueron apoteosis dominical siempre que Il Codino salía a hacer el paseíllo para retirarse más tarde por la puerta grande. Jugó en los equipos más potentes y él solito se las bastó para tener a su país a tiro de un penalti para ser campeón del mundo. Aquel pateo hacia el cielo le marcó ante la historia pero no lo marcó ante el rencor. Le siguieron amando porque gracias a él el fútbol italiano hizo click y a su sombra crecieron otros genios que supieron aprovechar el rebufo del hombre que lo cambió todo.


jueves, 4 de enero de 2024

El espejo invertido

Los proyectos, como los sueños, son compendios de ilusión que mueven las tripas y ponen en marcha el corazón, porque mientras nuestra cabeza planifica la acción, nuestras manos se ponen al servicio de nuestras ideas, por ello es necesario convicción y firmeza y, sobre todo, una capacidad soberana para hacer creer a los demás que tu palabras es la de un mesías pues si los que deben seguirte no son capaces de cruzar el Rubicón por ti, lo más probable es que te veas de nuevo en una silla y el alma partida a latigazos.

Cuando Simeone aterrizó en el Atleti encontró un equipo descompuesto y tendente a la tragedia. Les había eliminado de Copa un equipo de Segunda B y las estrellas ya planificaban su futuro lejos del Manzanares porque en aquella casa de locos no había nadie capaz de dar un puñetazo en la mesa. Lo que hizo el Cholo, más allá de ese puñetazo, es utilizar su otro puño, el izquierdo, para acariciar el alma de sus futbolistas y hacerles saber que allí había un grupo que si creía y trabajaba, sería capaz de todo, y vaya si lo fue.

Algo parecido a aquel milagro en rojiblanco, ha obrado Michel en Girona con la salvedad, más meritoria aún para él, de que agarró en Segunda a un equipo sin apenas historia en la élite, lo que hace que su presión sea menos asfixiante pero que su mérito sea doblemente reconocido. En este juego de espejos, el Atleti se encontró anoche con su pasado; un equipo que apretaba en la salida, que sabía esperar ordenado en el medio y que conducía los contragolpes a velocidad de vértigo. Por ello, cuanta más admiración provocaba el Girona, más lástima producía el Atlético al comprobar que de lo que un día fue ya no quedan ni los recuerdos.

A esta plantilla mal confeccionada le falta un lateral izquierdo, le sobran interiores y la falta, sobre todo, un número cinco que sepa guardar la posición y juntar al equipo en torno a su figura. Mientras Koke siga sobreviviendo en la jungla del físico, seguirá siendo un jugador aseado pero poco dado a la alta exigencia, porque jugando fuera de lugar se le ven muchas virtudes, pero pone en solfa su peor carencia y es que le cuesta girar sobre sí mismo cuando los lobos le acechan desde atrás.

Anoche se comió un bocado y el Atleti se desangró de manera ominosa, una vez más. Y mientras el Girona invertía el espejo y se reflejaba en aquel Atleti intenso de 2012, los colchoneros se iban del partido una vez más por culpa de un sistema que le impide sacudirse el dominio del rival y, sobre todo, encontrar a sus mejores hombres en sus mejores posiciones.

Y aunque el rebato de la segunda parte bien podría haberle abierto la puerta de las victorias, el partido estaba escrito en clave rojiblanca, pero la local, porque ese pijama verde volvió a naufragar en aguas defensivas y lo que un día fue un manual de precisión pétrea, hoy es un circo de los horrores en el que los centrocampistas siempre llegan tarde y los defensores, la mayoría de las veces, terminan mirando como el delantero rival chuta hacia su portería. 

Ya no quedan ni los milagros de Oblak. Ya no queda nada de aquel Atleti en cuyo reflejo se sentía el equipo más poderoso de Europa.