Los 90 fueron los años de la alegría y del todo vale. Ningún país tan
dispar como Italia pudo haber sido la cuna perfecta del blanqueo y la
especulación. Ante la llamada del dinero fácil, grandes empresas
surgidas de la nada se convirtieron en imperios todopoderosos y que
mejor lugar común que el fútbol para marcar músculo y repartir
felicidad.
A la sombra de la improbable Parmalat, creció un
equipo que, de la noche a la mañana pasó de pequeño a gigante. En aquel
Parma jugaban campeones del mundo,
grandes promesas y firmes candidatos al balón de oro. Todo era felicidad
durante el año aunque en el momento decisivo el equipo no terminase de
dar el paso definitivo. Con un par de Uefas y una Recopa en su palmarés,
el Parma, como outsider imperfecto, no terminaba de dar el paso
definitivo en el Scudetto, siempre por detrás de la Juventus o el Milan
de turno.
Algo parecido le
ocurriría a Hernán Crespo. Técnico, veloz, coordinado y trabajador como
pocos, se veía siempre relegado por el eficiente Batistuta en el
corazón de los argentinos. Por todo ello, cada enfrentamiento ante un
gigante significaba, para Parma en general, y para Crespo en particular,
un momento idóneo para la reivindicación. Nada podía hacer más felices a
los parmesanos que ver como una contra desarbolaba al mejor equipo del
mundo y como su delantero estrella, Valdanito Crespo, rompía en añicos
la cintura del gran Ciro Ferrara.
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