A
Doval le llamaban “El loco” porque gustaba de la extravagancia. Provocador,
genio e histriónico, igual piropeaba a los porteros rivales que avergonzaba con
caños a los más fieros defensores. Era retórico y locuaz, ingenuo e insensato,
canchero y hablador. Arrancaba por la derecha y, desde allí, jugaba con la
pelota como quien juega con la propia vida. Amagaba, buscaba, gambeteaba. Era
el ídolo de una grada que le perdonaba los errores porque siempre encontraban
el encantamiento detrás de cualquier esquina. Como cualquier héroe de tragedia
romántica, murió de noche, ebrio y agotado, con un disparo en el pecho a la
salida de una discoteca.
A Areán
le llamaban “El Nano” y era el más listo de la clase. Tenía la cancha en la
cabeza y un prodigio en las piernas. Tocaba la pelota como lo podría haber
hecho un ángel y se apoyaba en el medio como el metrónomo que realmente era.
Tenía cuerpo y, sobre todo, tenía cabeza. Un entrenador, un adelantado, un tipo
de fiar. Avanzaba con la cabeza alta y el mundo se paraba, filtraba un pase de
gol y la grada se asombraba. Como el tipo abnegado que era, murió en la
carretera, mientras viajaba en busca de nuevos talentos con los que sorprender
al mundo. “Murió como quiso”, declaró su propio hijo, “trabajando para San
Lorenzo”.
A Casa
le llamaron “El Manco” después de que una ráfaga de metralleta le inutilizase
el brazo derecho. Ingenuo como era, aparcó su coche en zona militar para intercambiar
besos con una chica. Un soldado, alertado por la presencia del vehículo, abrió
fuego. La historia, más triste que épica, se fue convirtiendo en el principio
del fin. “A los carasucias los mató el disparo de un militar” apostilló Petón
en su libro “El fútbol tiene música”, y es que Casa era el más hábil de todos.
Jugaba en punta y gustaba de buscar en el medio, arrancaba con soltura y
driblaba. Driblaba hasta que a los defensores les dolía la cintura, driblaba
hasta que a los espectadores le dolían los ojos, driblaba hasta que al orgullo
patrio le dolía el alma. Veira declaró alguna vez que le avergonzaba celebrar
los goles fabricados por Casita porque el último toque simplemente había venido
precedido de una genialidad que solamente obligaba a la reverencia. Como el
genio tímido que era murió sin hacer ruido, cuando un infarto detuvo su corazón
en casa, mientras soñaba genialidades pasadas.
A
Telch le llamaban “La Oveja” por su pelo ensortijado y porque, como una res de
pura cepa, era el más abnegado de todos. Era el tipo que vestía ropa de labor y
hacía el trabajo de los demás. Fuerte, bajito y cabezón, gustaba de levantar la
voz y correr por el pasto; apretaba y empujaba, robaba y jugaba, corría y
abroncaba. Ídolo de una generación y mito de Boedo, murió sin hacer ruido
después de haber perdido la primera gran batalla de su vida contra la maldita
enfermedad. Cuentan que un día abroncó a Veira porque se había negado a
perseguir una pelota y este, abigarrado como era, le espetó la verdad que
definió a un equipo inolvidable “Corré vos que os acostáis a las ocho de la
tarde”.
Veira
era “El Bambino”, el wing izquierdo que jugaba a mirar a los ojos al defensa
rival. Encaraba con una sonrisa y arrancaba con ese deje cansado que le
caracterizó durante toda su carrera. “La semana que había un clásico me
acostaba a la una de la mañana y entonces, sí, era un fenómeno”. Su filosofía
de vida era la sonrisa antes que la victoria y la conciencia antes que la
subversión. Es el único de los cinco que sigue vivo y el único que, tras
abandonar las botas, hizo una notable carrera como entrenador. Quien le iba a
decir al perezoso Veira que sería campeón de todo vestido con una corbata.
Doval,
Areán, Casa, Telch y Viera. Muchos los recuerdan, algunos los evocan y el
tiempo los ha glorificado como la más grande conjunción de estrellas que jamás
se juntó en el barrio de Boedo. Del Ciclón al cielo y de San Lorenzo a la
memoria. Jugaban de tal manera, asemejando su estilo a la de aquellos niños
que, de tanto patear la pelota en el potrero, regresaban a casa con la cara
manchada de polvo, que les apodaron “Los Carasucias”. Y como tales pasaron a la
historia después de haber consagrado a aquel San Lorenzo como uno de los
mejores equipos argentinos de siempre.
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