A menudo nos dejamos deslumbrar tanto por los
flashes que acabamos ciegos por la emoción. Nos
cuesta tanto ejercer la
coherencia que no dudamos en lanzarnos a la piscina de la opinión
desnaturalizada; vemos algo, lo queremos y, si nos gusta, lo situamos por
encima del bien y del mal.
Cuando Oliver Torres apareció en escena hace
varios veranos en el europeo que España le ganó a Grecia en la exhibición
ofensiva de Jesé, Deulofeu y Alcácer, la prensa, tan dada a la comparación
cuando el verano no ofrece mucha tela que cortar, se precipitó a bautizar al
chico como el nuevo Xavi. Las comparaciones, tan odiosas en la mayoría de las
ocasiones, tiene implícito el peligro de etiquetar a alguien como algo que, ni
es, ni jamás será.
Oliver Torres no es Xavi Hernández. Ni lo es, ni
lo será. Tiene muchos cocidos por comer, muchos partidos que empatar y muchos
pases de gol por emplastar. A pesar de ello, a muchos les bastó tres detalles
en tres partidos intrascendentes para proclamar al chico como el adalid del
fútbol moderno.
Se escucharon voces que pidieron un lugar para Oliver
en la selección española, otros dijeron que había hecho olvidar a Arda cuando
el turco se marchó a Barcelona y algunos, los más osados, comentaron que sería
el faro del equipo durante la próxima década. No había lugar a dudas de que el
chaval tenía unas condiciones futbolísticas extraordinarias, pero más allá de
la promesa, la realidad es que Oliver no había jugado más de tres partidos como
titular en el Atlético de Madrid.
La paciencia es una incómoda enemiga para un
mundo que vive a mil por hora. A muchos futbolistas, por no aportar goles ni
carreras deslumbrantes, se les pide el doble que a otros que no aportan ni la
mitad. Resulta imposible olvidar casos como los de Xavi y Pirlo, probablemente
los dos mejores centrocampistas de lo que va de siglo y que, sin embargo,
hubieron de enfrentarse a la impaciencia y a la feroz crítica que los situó en
el disparadero de la duda. No fue hasta su madurez cuando pudieron demostrar
que el fútbol, más allá de las piernas, vive en la cabeza porque correr detrás de
una pelota es de atletas, pero conseguir que quien corra sea el contrario es de
buenos futbolistas.
A Guti, por ejemplo, nunca le dejaron demostrar
su verdadera valía porque nunca recibía alabanzas en la victoria y, sin
embargo, sobre él caían todos los puñales tras la derrota. Iniesta, por su
parte, no fue titular indiscutible en el Barcelona hasta los veinticuatro años
y, aunque llevaba desde los dieciocho en el primer equipo, tuvo que esperar a
que tipos como Edmilson, Van Bommel o Deco se marchasen para ocupar un lugar en
la historia del fútbol. Ahí tenemos también el caso de Cesc, obligado siempre a
correr de más para no ser tenido de menos, o el de Thiago Alcántara al que los
mismos que alababan a Xavi e Iniesta le instaron a marcharse lejos porque no le
veían condiciones para navegar en un buque tan lujoso.
Vienen a colación los ejemplos para tener en
cuenta que lo que hoy son asombros, mañana no tardarán en tornarse en críticas,
seguramente injustas. Para manejar un timón se necesita madurez, pausa e
inteligencia. Y, sobre todo, entender el juego por encima de las
contraindicaciones. Muchos le pedirán un regate, otros le achacaran su falta de
ambición de cara a puerta y serán más los que le echen en cara, tras una
derrota, que no haya ido al choque contra los centrocampistas rivales. Para
crecer, Oliver, que aún sigue buscando su lugar en el mundo, necesita mucho
tiempo y, para admirarle, todos debemos saber perdonarle los errores. Si tanto
él como nosotros sabemos esperar el momento, el chaval se convertirá en un buen
futbolista, aunque ya no sea el futbolista que todos deseamos. De no ser así,
será otro viejo juguete en el desván de los trastos rotos. El juguete que
muchos aficionados de hoy ya se piden para reyes sin saber exactamente cómo va
a funcionar.
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