La gloria, aunque efímera, nos
termina esperando a todos a la vuelta de cualquier esquina. La fortuna, aunque
esquiva en mil ocasiones, siempre tiene guardado un momento en el cajón de las
sorpresas. La fama, aunque subordinada al exceso cuando es superlativa, se nos
suele presentar como un caramelo sin abrir, pero siempre tiene un lugar
guardado en el corazón del tiempo. Los héroes se forjan con el tiempo y,
gracias a su trabajo y constancia, terminan encontrando la inmortalidad en un
momento concreto.
Cuando Inglaterra anotó el dos a
cero, el inmortal Helmut Schoen pensó en Uwe Seeler como conjuro ideal para
iniciar una remontada a la desesperada. El previsible juego alemán se hizo aún
más autóctono gracias a la presencia del hosco delantero del Hamburgo. Cada
balón largo era ganado para la prolongación, cada pelota cruzada era devuelta
de frente por la testa del eterno número nueve.
Uwe Seeler no fue el tipo más
triunfador del mundo en cuanto a títulos aunque sí lo hizo en cuanto a cariño.
En veinte años de carrera, apenas ganó una liga y una copa, pero nadie olvidó
que, durante los peores años de travesía, el delantero había sostenido a la
selección alemana gracias a su entrega y sus goles. En Hamburgo era un
semidiós, y en Alemania era un hijo pródigo. Profesionalidad y goles. Y
entrega. Para ser querido hace falta mucho más que talento.
Seeler sabía que, en algún
momento, la inmortalidad le esperaría detrás de alguna esquina. Fue aquel día
de desesperadas circunstancias. El partido agonizaba, el calor apretaba, las
fuerzas faltaban y una última pelota al corazón del área fue buscada con el
corazón y, como no, con la cabeza. El portero Bonetti, que había confiado en
sus aptitudes, calculó mal la distancia y, cuando un segundo más tarde quiso
darse cuenta de su error, se encontró al pequeño delantero alemán celebrando su
entrada en el salón de la fama.
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