El problema de sustituir al ídolo es el de la eterna comparación.
Rensenbrink era rápido, pero no tanto como Cruyff, era listo, pero no
tanto como Cruyff, era hábil, pero no tanto Cruyff, era un goleador,
pero no tanto como Cruyff. No era Cruyff, pero era bueno. Le tocó el
papel de sustituir al ídolo y dejó la impronta de un mundial excelente,
la impronta de un equipo que, como el de Cruyff, jugó un buen fútbol y
perdió una final contra el anfitrión. La impronta de un equipo que
no pudo pasar a la historia porque no había sido pionero, porque, como
sabemos, el problema es siempre la eterna comparación.
En aquel equipo sobrevivían varios del primer milagro alemán, pero
faltaba el flaco. El viejo y sabio Ernst Happel, austriaco en el
corazón, holandés para la ocasión, había depositado su confianza en el
habilidoso delantero del Anderlecht. Se había hecho un hombre lejos de
casa, lejos de los focos del gran Ajax y el incipiente Feyenoord, lejos
de la gloria, buscando su parcela de historia particular. Aún hoy es una
leyenda, allí donde se convirtió en un ídolo y allí donde se convirtió
en un sustituto de lujo. Porque sabía cuándo correr, sabía dónde frenar,
sabía dónde jugar.
Caía a banda y jugaba hacia adentro, se interponía por dentro y abría hacia los costados y, llegando desde atrás, gustaba sorprender con un remate certero. Físicamente, incluso en algunos de sus rasgos, se parecía a aquel flaco que maravilló al mundo y se hizo dueño del Balón de Oro. Rensenbrink nunca ganó uno, pero ganó un lugar en la historia. Lo hizo gracias a una carrera de menos a más en un equipo que glorificó con goles. Y lo hizo, sobre todo, en aquel escenario monumental, en un lugar junto a los Andes, cuando regaló un mes de fútbol trepidante. Y es que, aunque el problema resida en la comparación, la solución reside siempre en el fútbol. No hay mayor verdad que el juego y no hay mayor premio que el reconocimiento.
Caía a banda y jugaba hacia adentro, se interponía por dentro y abría hacia los costados y, llegando desde atrás, gustaba sorprender con un remate certero. Físicamente, incluso en algunos de sus rasgos, se parecía a aquel flaco que maravilló al mundo y se hizo dueño del Balón de Oro. Rensenbrink nunca ganó uno, pero ganó un lugar en la historia. Lo hizo gracias a una carrera de menos a más en un equipo que glorificó con goles. Y lo hizo, sobre todo, en aquel escenario monumental, en un lugar junto a los Andes, cuando regaló un mes de fútbol trepidante. Y es que, aunque el problema resida en la comparación, la solución reside siempre en el fútbol. No hay mayor verdad que el juego y no hay mayor premio que el reconocimiento.
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